“El propósito del juicio fue establecer qué había sucedido desde antes de la guerra, y, en segundo lugar, aunque con menor importancia, condenar a individuos por aquello que parecieran crímenes de guerra, y castigarlos en la medida de lo posible…”
Estos no son dichos de ningún dirigente político ni de autoridad alguna judicial chilena. Son palabras vertidas por el principal acusador en el juicio de Nüremberg, Lord Hartley Shawcroos.
Cuando el entonces Presidente de la República, don Patricio Aylwin, a propósito de las violaciones de los derechos humanos sucedidas en Chile, formuló declaraciones en un tenor muy similar a las de Lord Hartley, y que se resumieron en la frase “justicia en la medida de lo posible”, recibió andanadas de críticas y muchas desde las filas de dirigentes e intelectuales de la Concertación.
El tema de fondo que encierran estas apreciaciones volvió a hacerse latente luego que el ministro del interior, José Miguel Insulza, el 14 de febrero de este año, planteara su opinión acerca de la inconveniencia de que se desencadene una escalada de acusaciones contra militares por actos de torturas, maltratos, encarcelamientos, exilio, etc.
La preocupación del Gobierno, expresada por el ministro Insulza, se torna tanto más comprensible si se observa el escenario político y judicial en el que se inserta la tendencia a la proliferación de querellas.
El juicio al general Pinochet se encuentra en una fase cúlmine y es claro que el Gobierno alienta la expectativa de que éste concluya pronto con el fin del procesamiento. Anhelo político mayor porque no cabe duda que el caso Pinochet ha sido un factor clave en la prolongación de la transición y en las perturbaciones políticas álgidas que ha vivido el país. A su vez, disipada esa situación, cabe suponer que bajarían las tensiones y presiones sobre la cuestión genérica de violaciones a los derechos humanos.
Por otra parte, el documento de acuerdo de la Mesa de Diálogo y la entrega de información sobre detenidos desaparecidos por parte de las FF.AA, son hechos que marcaron un giro radical en la manera de abordar estas materias y que auguraban una línea de acercamiento más profundo y positivo entre los actores más comprometidos con la búsqueda de solución de estos problemas.
Son estos componentes del escenario político-jurídico – que tienen alcances estratégicos para el desenvolvimiento de la actividad política nacional – los que se ven estremecidos y amenazados por la dinámica de acusaciones, acerca de las cuales ha advertido el Gobierno.
Para nadie es un secreto que dentro de la derecha y de las propias FF.AA. existen voces críticas en relación a las conductas asumidas por las jerarquías castrenses en los temas aquí analizados. En los detractores se ha instalado la idea de que las FF.AA, discursiva y empíricamente, han concedido de forma desproporcionada, por cuanto no sólo no han recibido beneficios, sino que, con sus actitudes, habrían ayudado de facto a dar muestras de excesiva debilidad, facilitando el desarrollo de más acciones judiciales en contra de uniformados.
En rigor, esa es una mirada que tiene una primera fuente de inspiración en sectores ideológicamente muy sesgados, que ocultan intereses corporativos y que no leen el presente en proyección histórica. No obstante, los acontecimientos coyunturales objetivamente alimentan las argumentaciones de esas posiciones y coartan a los protagonistas y sectores que han impulsado las políticas de cambio que hasta ahora han tendido a dominar en las FF.AA.
Es verdaderamente digno de estudiar el porqué determinadas cuestiones puntuales tienen efectos tan relevantes en la trayectoria de los escenarios políticos. Las razones por supuesto son varias. Una, muy global, es que desde hace bastante tiempo la política chilena funciona con una fuerte injerencia de lo puramente casuístico y casual, merced a su propia precarización y trivialización, fenómenos en los que tienen mucha responsabilidad la derecha y los medios de comunicación más poderosos, pero de la que no están exentos políticos y acciones de la Concertación.
Pero en lo específico de lo aquí abordado hay una explicación que se ha ido haciendo notar con el tiempo: en las relaciones Gobierno y militares, en las relaciones Fuerzas Armadas y partidos de la Concertación, y en todo lo que atañe a aspectos y juicios sobre violaciones de los derechos humanos está siempre presente una suerte de entrampamiento original, como si todo progreso en estas áreas estuviera destinado a detenerse en algún momento en virtud de la reaparición de cuestiones que debieron resolverse previamente.
Por lo menos son identificables cuatro situaciones que subyacen en este recurrente entrampamiento.
El discurso oficial de la dictadura
La primera y más decisiva de todas proviene del discurso oficial que configuraron las jerarquías militares y civiles que dirigieron el país durante el régimen autoritario y que se mantuvo casi incólume hasta muy recientemente. En lo que se refiere a violaciones de los derechos humanos dos son los componentes de ese discurso que más han dificultado la plena normalización y buena salud de las relaciones civiles/militares.
a) La persistente negación de la ocurrencia de hechos violatorios de los derechos humanos o la tergiversación u ocultación cuando los hechos eran innegables.
b) La reiteración de la inocencia institucional de las FF.AA. en los acontecimientos violentos que se reconocían como excesos aislados.
A la postre ambos componentes del discurso oficial se convirtieron en una jaula de hierro para las FF.AA., puesto que no les permitían entablar diálogos francos y las forzaban, en la práctica, a construir y reconstruir falacias, en la medida de que la historia real se fue haciendo cargo de desbaratar el discurso original.
Sin lugar a dudas que, con todos sus límites, los acuerdos de la mesa de diálogo y el informe sobre DD.HH. significan que las FF.AA. ya no están dispuestas a continuar repitiendo una parte del discurso – probablemente la más oscura, la más goebbelsiana – que instalaron los ideólogos del régimen militar.
Lo que sigue planteado y que no es fácil de resolver dice relación con la responsabilidad institucional de las Fuerzas Armadas en materia de violaciones a los derechos humanos. Es enteramente lógico que resistan a dar pasos en el sentido de asumir cuotas de responsabilidades institucionales. Pero esa lógica corporativa y comprensible deben conciliarla, otra vez, con la realidad. Por ejemplo, en los meses inmediatamente posteriores al golpe militar – durante los cuales se cometieron el mayor número de abusos y crímenes vergonzantes – eran uniformados los que detenían, maltrataban, torturaban, asesinaban y todo eso lo hacían en recintos militares o bajo custodia militar. Y esa realidad está insoslayablemente establecida no sólo por el gran volumen de personas que estuvo en conocimiento directo o indirecto, sino por el propio testimonio de muchos uniformados. Por consiguiente, perseverar en una discursividad esquiva sobre aquello, no hace más que mantener relativamente vigente el discurso oficial de la dictadura que sólo ha enmarañado a las FF.AA. en la búsqueda de soluciones a sus problemas.
En suma, el peso de ese discurso oficial ha sido un lastre para las FF.AA. y lo que queda de él emerge, con cierta recurrencia, como un dique que frena tendencias e iniciativas encaminadas a soluciones más o menos definitivas.
Las resistencias de un oscuro bloque de poder
Si bien las FF.AA. paulatinamente se han ido desligando del discurso oficial mencionado y, por ende, de las consecuencias prácticas que éste acarrea, en sectores de la derecha, compuestos por dirigentes empresariales, políticos y por ex-generales, tal discurso continúa siendo un eje ordenador de sus verbos y de sus obras. Y es que hay una diferencia esencial entre las primeras y los segundos. Para las FF.AA. aceptar la verdad y sus consecuencias puede ser una experiencia traumática, pero que sin duda pueden superar honrosamente. En cambio, para esos sectores de derecha que componen un oscuro bloque de poder económico, político, medial, gestado en dictadura, les es lisa y llanamente imposible ni siquiera acercarse a toda la verdad. Porque la verdad les significaría, incluso, la repulsa de las FF.AA.
Hoy subsisten como bloque agazapados tras la figura y la defensa del general Pinochet y por esa vía se enlazan con las FF.AA., intentando aparecer junto a ellas como constituyentes todavía de una misma comunidad de intereses. Con sus formidables redes de poder tratan – y no siempre vanamente – de obstaculizar la autonomización que han ido adquiriendo las instituciones armadas y, sobre todo, de dificultar la reposición absoluta del viejo y típico contrato institucional por el que en una democracia se rigen las relaciones entre Fuerzas Armadas y autoridades civiles. Que esto último no ocurra es una necesidad corporativa de ese bloque de poder y aún conserva capacidades como para tramar operaciones destinadas, precisamente, a entrampar las dinámicas que llevarían más rápidamente a ese objetivo.
Derechos Humanos y Concertación
También la Concertación y, en especial su izquierda, ha aportado al entrampamiento que aquí se analiza. Los tres gobiernos de la Concertación han diseñado fórmulas de solución de los conflictos que se han visto frustradas por la oposición o reticencia de uno o más de los partidos de la coalición. A veces, incluso, por fracciones internas de los partidos.
A la luz de esas experiencias se puede decir hoy que la Concertación nunca ha resuelto una política sobre la cuestión de las violaciones a los DD.HH. Lo que la Concertación se planteó, en su programa fundante, fue un propósito eminentemente ético, pero sin traducirlo a un programa político realizable como tal. El agotamiento programático de la Concertación, del que han dado cuenta infinidad de dirigentes y analistas, incluye las materias sobre violaciones de los derechos humanos.
La Concertación todavía no asimila íntegramente los nuevos escenarios que acotan o que deberían acotar una política al respecto y cuya novedad radica, resumidamente, en tres puntos:
• los avances en cuanto a justicia,
• la paulatina extinción del general Pinochet como actor político, y
• las importantes transformaciones en las conductas castrenses que han introducido las nuevas jefaturas.
Esta falta de asimilación llega, en momentos, a extremos paradojales: sectores o dirigentes de la Concertación actúan con un mayor radicalismo que cuando el cuadro en que se movía el tema de los DD.HH. era de una precariedad penosa.
Pero el problema fundamental estriba en lo ya dicho: frente a este tema la Concertación, formalmente como tal, tiene una postura ética, mas no una postura política para la consecución de lo ético. Por lo demás este es un eterno drama para la actividad política. La ética no se preocupa de los medios, sino de los fines. En tal sentido sus preceptos son absolutos. La política, en cambio, vivencial y cotidianamente tiene que ver con los medios y, aunque sus fines sean éticos, no puede evitar ensuciarse en los charcos de la realidad diaria que condicionan sus medios, ergo tampoco puede evitar que sus fines sean siempre relativos. La máxima construcción ética de la política, la democracia, no es más que la aceptación del relativismo ético de la política: la democracia es la negación de cualquier absolutismo ético y el reconocimiento de que en sociedad sólo se puede vivir con tolerancias y discrepancias éticas.
Mientras la Concertación o sectores de ella insistan en realizar una política intransigentemente ética, desprovista de la ética de la realidad, entonces la cuestión de las violaciones a los DD.HH y las relaciones con las Fuerzas Armadas seguirán entrampadas por factores ajenos a la racionalidad de lo real y de lo probadamente intelectual-cultural.
Derechos Humanos e izquierda concertacionista
Es dable sostener que de los conglomerados que, en los últimos tiempos, menos han hecho por avanzar en la solución de los temas de DD.HH y de las relaciones civiles y militares, son el bloque pinochetista y sectores de las fuerzas de izquierda. Respecto de estas últimas, al Partido Socialista le cabe una responsabilidad mayor. El PS ha actuado sin visión de conjunto, virtualmente ha quedado sometido al arbitrio de la opinión de grupos, subgrupos o personalidades que se automotivan por valores, sentimientos o propósitos políticos particulares.
En lo que se refiere a un diálogo histórico con las FF.AA., el PS tendría mucho que decir. Es cierto que ha dicho bastante durante el llamado proceso de renovación, pero no todo lo ha dicho claramente, ni menos ha atendido a algunas legítimas demandas sobre la verdad histórica que reclaman y que merecen las FF.AA. Lo cierto es que hoy no es perceptible, como cuerpo, una voluntad socialista dispuesta a discutir con hidalguía los temas del pasado que coadyuven a restablecer una mínima visión compartida sobre el pretérito y sin la cual se entorpecen las interlocuciones y se perpetúan los prejuicios.
Personalidades socialistas han hecho encomiables esfuerzos en el ánimo de que simplemente las relaciones civiles/militares vuelvan a ser las naturales en una democracia. Pero sus predisposiciones y gestos han sido doblegados por una suerte de generación espontánea de grupos y organizaciones, caracterizadas por la condición de ex: ex gap, ex presos políticos, ex exiliados, etc.
Si uno medita acerca de lo que estaba advirtiendo el ministro del Interior en sus declaraciones del 14 de febrero, podría interpretarlas como un llamado a que no sigan proliferando denuncias indiscriminadas de estos conjuntos de ex, cuya representatividad es altamente dudosa.
El fin es posible
Si cada quien se hace cargo de estos entrampamientos, el horizonte llano sería visible: las FF.AA. deberían hablar y reconocer todo cuanto saben. Los socialistas y la izquierda deberían explicitar todos sus errores, algunos de los cuales no eran nada de inocentes y dejar de ser los inquisidores victimizados y conversos, como Torquemada, de la historia. La Concertación debería plasmar en políticas posibles sus postulados genéricos sobre DD.HH. y el “pinochetismo” y su ideología deberían ser aislados definitivamente de la vida nacional, para lo que se requiere que la derecha tome posiciones como la de la diputada Pía Guzmán. Si todo eso aconteciera tendríamos efectivamente la opción de un país más saludable.