Existe una muy fuerte y colectivizada expectativa en cuanto a que, con posterioridad a las elecciones de diciembre, se produzcan significativos cambios en la orientación y composición del Gobierno. De hecho, éste ya ha adoptado medidas para elaborar una nueva agenda gubernamental. Por otra parte, desde sectores y personalidades influyentes de la Concertación, se han vuelto casi perentorias las demandas que abogan por modificaciones en la composición del gabinete y por correcciones en el diseño de toma de decisiones que hasta hoy opera.
Existe también la convicción que la necesidad de readecuaciones en las formas de gestión y en los mandos gubernamentales es independiente de los resultados electorales. Sin duda esa será una variable a tener en cuenta, pero su importancia estará referida a aspectos menores.
Cambio de entorno
La cuestión esencial que está detrás de la exigencia de readecuaciones es -o debiera ser – la asunción de que el Gobierno está obligado a reiniciar una nueva etapa y hasta, se podría decir, a reiniciarse. ¿Por qué? Simplemente, porque los entornos vigentes han cambiado substancialmente en algunos aspectos y porque, otras transformaciones, que se venían incubando desde años, se han hecho y se harán más evidentes y actuantes. Del conjunto de los componentes del entorno modificado analizamos aquí tres.
1. Este es un Gobierno que comenzó su marcha con diagnósticos erróneos o deficientes – equívocos o insuficiencias que no fueron sólo de su responsabilidad – y acicateado por urgencias coyunturales, principalmente por la proximidad y secuencia de elecciones, por los altos índices de desempleo y por las dificultades para reactivar la economía. Urgencias que, sumadas a los diagnósticos deficientes, terminaron por desordenar estratégicamente al Gobierno, lo que se tradujo en una frágil cohesión política al seno de las autoridades y en una temprana apertura de discusiones y conflictos dentro de la Concertación que giran en torno al ser y quehacer estratégico e histórico del Gobierno y de la alianza que lo sustenta.
Hoy, el asentamiento claro y visible de las nuevas realidades facilitan tanto la revisión y corrección de los diagnósticos iniciales como un reconocimiento más veraz de los escenarios actuales y, a partir de ahí, debería facilitarse también la reconstrucción de los lineamientos estratégicos del Gobierno y de la Concertación.
2. Recién en el curso del actual Gobierno se ha consolidado la etapa post Pinochet y cuyos efectos, lentos de asimilar en plenitud, tienen impactos relevantes en el escenario nacional. Tal vez uno de los más importantes e inmediatos sea el que la política chilena y sus actores empiezan a superar la rigidez a la que estuvieron sometidos por el factor Pinochet y, por ende, se abren a procesos de mayor movilidad, de interrogaciones, de búsquedas a la luz de los fenómenos contemporáneos y ahora sin las estrechas fronteras, las inhibiciones, las autocensuras que generaba la presencia o irrupción recurrente de ese factor. Aunque de manera incipiente y todavía tímida, en algunos casos, varios indicadores testifican la inauguración de tal proceso. Destacamos tres:
• El lavinismo, por ejemplo, es un movimiento que persigue llevar a la derecha tradicionalmente más conservadora e intransigente hacia posiciones que se acerquen al centrismo.
• Otro ejemplo son los numerosos y difundidos encuentros y discusiones transversales entre actores del arco de la Concertación (y algunos actores de la derecha) y que tienen como motivación la reivindicación de un proyecto político liberal. Eventos y movimientos que han surgido, ante todo, como alternativa al anquilosamiento en que se sumieron los procesos renovadores de las culturas socialcristianas y socialistas y como búsqueda de una nueva opción político-doctrinaria para el progresismo en Chile. De paso han devenido, casi factualmente, en una mecánica aglutinadora de una generación de recambio direccional al interior de las fuerzas que integran la Concertación.
• Y un último ejemplo se encuentra en los todavía cautelosos y sigilosos movimientos de algunos sectores y dirigentes de las culturas socialistas (PS y PPD) que están empeñados en configurar una izquierda concertacionista claramente ordenada y hegemonizada por lo medular de los pensamientos y políticas socialdemócratas contemporáneas.
Estos son sólo algunos de los indicadores de movimientos que se están gestando en los escenarios y entre algunos actores políticos. Podrían señalarse varios más, pero lo que importa constatar es que, en la medida que se haga más tangible la etapa post Pinochet, lo esperable es que se manifiesten múltiples tendencias simultáneamente centrífugas y centrípetas y todas convergentes en un proceso de reordenamiento de la política nacional y de sus agentes. De ritmos aún impredecibles, este es un proceso que no tiene o no debería tener nada de dramático. Por el contrario, es saludable, puesto que la política chilena ha estado demasiado constreñida y sobredeterminada, durante varios lustros, por los férreos límites que le impuso el larguísimo período de excepcionalidad política que vivió el país y que abarca desde el gobierno de la Unidad Popular hasta la fase de transición, pasando, por cierto, por el régimen militar.
3. Los análisis y los pronósticos económicos más serios y confiables auguran que las tasas de crecimiento promedio durante el sexenio del Presidente Ricardo Lagos van a ser inferiores al 6 ó 7 %.
Ahora bien, la matriz originaria del proyecto histórico del Presidente Ricardo Lagos estuvo basada en la convicción de que el país podía recuperar índices de crecimiento de esa magnitud. Ciertamente que este radical cambio en los pronósticos económicos es una de las variables más decisivas a tener en cuenta a la hora de repensar la orientación estratégica del gobierno.
La ideología crecimentista y sus riesgos
Vale la pena detenerse en este tema porque con toda seguridad va a ser el que convoque a mayores polémicas y el que más tense a las dirigencias del país.
Habría que decir primero que existe un casi absoluto consenso – y es de Perogrullo – en que el crecimiento económico es un pilar esencial para el desarrollo social. Pero en seguida es menester agregar tres cosas:
• El propósito de elevar a ultranza los índices de crecimiento económico puede conllevar, en determinados momentos, a políticas que impliquen postergación o sacrificios respecto del desarrollo social, incluso, involuciones.
• También en determinados momentos, subir las tasas de crecimiento requiere de la insoslayable adopción de medidas innovadoras significativas que tardan en plasmarse y en producir los efectos deseados.
• Algunas políticas, que habitualmente se entienden instaladas sólo en el ámbito del desarrollo social, devienen, en más de una oportunidad, en importantes condiciones para un mayor crecimiento.
Poner estos considerandos en debate cobra particular relevancia puesto que, en el Chile de hoy, entre elites de distinta función y de distintos signos políticos, tiende a predominar un discurso que, expuesto con una aparente racionalidad técnica, refleja en realidad la presencia de una ideología del crecimentismo, cuyas principales características pueden resumirse como sigue:
- se inscribe en un tipo de pensamiento monista toda vez que, en lo esencial, reduce la búsqueda y solución de los problemas sociales a la cuestión puramente cuantitativa del crecimiento económico e, incluso, sus propuestas en torno a los problemas sociales poseen una fuerte carga funcional a la lógica unidimensional del crecimiento económico; – autonomiza al extremo los factores técnico-económicos de las variantes políticas, sociales, culturales, etc., subvalorándolas no sólo respecto de la gravitación que tienen en el ordenamiento social, sino también en cuanto a los papeles económicos que ellas desempeñan.
De imponerse la ideología crecimentista – merced a la enorme capacidad de presión que ostentan las elites que la profesan – como sustrato conceptual reorientador de la política gubernamental, se plantea un primer riesgo político práctico. En efecto, las condiciones nacionales e internacionales no se prestan para apostar a que, privilegiando medidas técnico-económicas en desmedro de variantes políticas y sociales, se puedan reponer prontamente altos índices de crecimiento y, por ende, tornar sólo pasajeros los costos políticos y sociales. Por el contrario, dejarse llevar por las premuras ansiosas del crecimentismo podría traducirse en que, a un modesto crecimiento, se sume un pronunciado deterioro en las relaciones políticas y sociales.
Por otra parte, la ideología crecimentista, que se aprecia a sí misma como la alternativa más moderna y transformadora, está dominada por visos conservadores. Sus propuestas económicas globales no van mucho más allá de fórmulas archiconocidas, liberalización, desregulación, privatización, exportación, o sea, de fórmulas que condujeron a éxitos en el pasado, pero que hoy, dados los pocos espacios que quedan para que jueguen roles significativamente dinamizadores, son ampliamente insuficientes para configurar una estrategia de crecimiento acorde al estadio de desarrollo que ha alcanzado el país y a los nuevos panoramas internacionales.
En absoluto se aboga aquí por renunciar a jerarquizar prioritariamente lo atinente al crecimiento económico. Lo que se sostiene es, en primer lugar, que lo requerido para ese objetivo no son sólo medidas liberalizadoras, desreguladoras, privatizadoras, sino, por sobre todo, de una estrategia de crecimiento necesariamente innovadora y que, como toda estrategia debe estar acompañada y/o precedida de varios pasos tácticos.
Ergo, debe asumirse como un esfuerzo que demanda tiempos. Y se sostiene, en segundo lugar, la necesidad de abordar los temas del crecimiento económico con una mirada integradora, multidisciplinaria que comprenda factores de apariencia extraeconómicos, pero que a la postre constituyen uno de los principales sustratos en los que se afirma una buena economía y que tienen que ver con la legitimidad y eficiencia de las instituciones, con la calidad de la política, con estándares culturales colectivos, con instrumentos y mecánicas de asociatividad y cooperación, etc.
Rediseño gubernamental
Durante los años de bonanza económica en las esferas gubernamentales se acuñó la idea que la economía subsidiaba a la política. Hoy, siguiendo igual lógica, habría que decir que la política no sólo debe manejarse por sí misma, sino que debe subsidiar la economía. Aserto un tanto simplista pero que recoge con cierta precisión las demandas de los momentos que vive el país.
Evaluadas así las cosas es natural que las expectativas creadas en la dirigencia política respecto de un giro en la acción y composición del Gobierno, después de las elecciones de diciembre, incluyan expectativas en cuanto a la impronta marcadamente política que debería adquirir tal giro.
El Gobierno, como ya se señaló, enfrentará un período i) no previsto en los diagnósticos iniciales, ii) una etapa de mayor movilidad y de reposicionamiento de actores e instancias políticas y iii) una fase de dificultades económicas que sólo podrá ser salvada a partir de redefiniciones y acuerdos sustantivos. En pocas palabras, es un período que requerirá del Gobierno un gran despliegue de aptitudes y calidades políticas, junto con una gran capacidad de liderazgo político-intelectual, para los efectos de trazar estrategias y maniobrar en sentidos estratégicos.
El actual gabinete no fue concebido para escenarios con esas características y el desgaste que ha sufrido en lo que va corrido de su ejercicio, hace casi imposible que se readecue, como conjunto, a los nuevos contextos de mayor dinamismo político. Pronóstico sumamente compartido y que le otorga pertinencia a la expectativa de cambio de gabinete. Pero, el punto tanto o más importante que el anterior, es la necesidad de un rediseño del proceso de toma de decisiones del Gobierno. Sin eufemismos, ese punto alude, ante todo, aunque no exclusivamente, a los cuerpos de asesores del Presidente, al mítico “segundo piso”, a sus funciones, atribuciones y relaciones con los responsables institucionales. Para plantear revisiones al diseño es conveniente intentar desentrañar el porqué de su instalación y el porqué de sus deficiencias. A vuelo de pluma se aventuran aquí las siguientes hipótesis.
Existen fenómenos profundos y generalizados en el país que tienden a debilitar el correcto funcionamiento de las instituciones. En términos gruesos el origen de esos fenómenos se encuentra en el relativo desfase que se ha venido produciendo entre el volumen e intensidad de las transformaciones modernizadoras que cruzan a todas las esferas de la vida colectiva y la muy menor y lenta transformación modernizadora de las instituciones. El vacío que ello genera permite la emergencia de instancias semi o extra institucionales como fórmulas e intentos para llenar las carencias funcionales de las instituciones. El gobierno no escapa a estos fenómenos y el “segundo piso” está ligado a ellos.
Probablemente por formación y convicción republicana, por una alta valoración de la historia política del país, el Presidente Lagos es, empíricamente, un convencido presidencialista. La conformación de una suerte de “Estado Mayor Presidencial”, emulando el modelo norteamericano, es muy propia de sus inclinaciones presidencialistas, dado que es un cuerpo que supuestamente coadyuva a la realización del poder unipersonal del Presidente. No obstante, ese modelo ha fallado por dos causas esenciales, sin excluir otras causas menores.
Es cierto que el sistema político chileno es presidencialista. Pero el actual presidencialismo poco tiene que ver con el de antaño, porque el Estado de hoy concentra varias veces menos poder que el que concentraba el Estado chileno tradicional, comandado por el Presidente de la República. El presidencialismo actual alude fundamentalmente a poderes de carácter institucional formal, pero no cuenta como ayer de las poderosas maquinarias económicas, educacionales, organizacionales, etc. que acompañaban y expandían el poder institucional del Presidente. Comparativamente, el presidencialismo del presente, en un sinnúmero de materias, ya no posee las mismas facultades de ejecución directa que tuvo otrora, en consecuencia, le resulta más difícil eludir las mediaciones políticas a la hora de adoptar decisiones.
Esta causal se engancha orgánicamente con la segunda. El presidencialismo ampliado a través de un Estado Mayor centraliza las decisiones políticas, pero son los ministerios los que deben mediarlas y ejecutarlas. Es decir, el proceso de toma de decisiones no está eficazmente concadenado, lo que promueve a confusiones: los asesores son decisores; los mediadores (ministerios) no resuelven; los que resuelven (asesores) no median sino con los mediadores; los ejecutores median, pero no deciden, etc.
Por último, no cabe duda que en el uso del diseño analizado ha influido de manera determinante el precario estado político y organizativo en que se encuentra la Concertación y sus partidos. Ni la Concertación como tal, ni los partidos, ni las bancadas parlamentarias, tienen interlocutores y conductores fiables y permanentes. Tampoco la alianza gobernante cuenta con un discurso programático común que sirva de pauta para un diálogo sistemático y ordenado con el Gobierno. Salvo en tiempos electorales, los partidos se pierden en los intrincados vericuetos de las internas, se abocan a sus ritos cada vez más rituales y sus vínculos con el gobierno se restringen al ámbito preferente de lo peticionario.
Curiosamente, la riqueza política, intelectual, social, etc. que aún conserva la Concertación se encuentra, en alto porcentaje, fuera de las instancias partidarias que la componen. Quiérase o no, el diseño de toma de decisiones del Gobierno – tan criticado por los partidos – es también, en medida considerable, obra de los propios partidos por notable abandono de deberes.
Visto lo anterior, cabe sostener que el rediseño de toma de decisiones no puede ser abordado como tema que atañe exclusivamente al Gobierno, responsabilizando exclusivamente a éste de las fallas del diseño en revisión. Ni menos debería abordarse circunscribiéndolo a discusiones acerca de las fórmulas de mejoramiento de las relaciones interpersonales.
La cuestión del diseño del proceso de toma de decisiones está inmerso en la demanda de redefiniciones y readecuaciones estratégicas del Gobierno y de la Concertación, a partir de la constatación de los nuevos escenarios en los que se desenvuelve la política nacional. Tratado fuera de ese contexto, el debate sobre el diseño sería, en el fondo, una manera de ocultar vulgares intrigas palaciegas.