Indefinición del escenario político
Aunque noticiosamente novedosos y llamativos, los resultados de las elecciones del domingo 16 estuvieron dentro de los rangos previstos por dirigentes y analistas de todo el arco de la cultura política nacional. Puesto que las cifras no son sorprendentes, respecto de las previsiones, no deberían tardar mucho en multiplicarse los mensajes, las señales y las medidas definitivas que adoptarán los diversos actores políticos ante los nuevos escenarios abiertos y todavía no enteramente cerrados, dado que las conductas que asuman los agentes políticos serán activas y decisivas en la reconfiguración de los escenarios.
Desde antes de las elecciones la atención estaba puesta en la reacción que después de ellas tendría el Gobierno, principalmente en lo referido a cambios en la agenda gubernamental y en la composición del gabinete.
No obstante, si bien esos cambios serán factores relevantes en el reordenamiento del cuadro político, no lo será menos la estrategia opositora que delineará y desarrollará la derecha.
No cabe dudas que los dos bloques políticos mayores, o al menos sus principales cuerpos direccionales, anticiparon y trabajaron como hipótesis la relación de fuerzas parlamentarias y electorales que se confirmó el domingo recién pasado. Por lo mismo, ambos cuentan con diseños gruesos de las políticas a aplicar en este nuevo período. Son esos diseños y sus interrelaciones – dentro de límites histórico-estructurales, claro está – los que a la postre dibujarán el escenario en que se desenvolverá la política en plazos mediatos.
Pero habrá que tener un poco de paciencia. Esos diseños no quedarán del todo esclarecidos estos primeros días pos electorales. Los estados de excitación y de depresión que se producen habitualmente en estos casos entre algunos partidos y muchos dirigentes políticos, no aconsejan que los estrategas de uno y otro bando pongan prontamente todas las cartas sobre la mesa.
El Gobierno deberá actuar con suma cautela. El apoyo obtenido en las urnas, no siendo el óptimo o el mejor, sí le es suficiente para ejercer un liderazgo sólido. Más aún teniendo en cuenta que la Concertación no dispone de ninguna otra instancia lideral de relevancia. Sin embargo, algunos grupos y personeros concertacionistas se encuentran extremadamente sensibles, suspicaces o expectantes, como para confiar que den una respuesta positiva, disciplinada e inmediata a las modificaciones que contenga la propuesta del rediseño. Por otra parte, son temas que el Gobierno ha abordado con bastantes sigilos y reservas. Recién ahora entró en la fase de expandir las auscultaciones y consultas y de asegurar los apoyos mínimos. Todo ello requiere tiempos.
Pero lo que más aporta a esta incertidumbre temporal acerca del escenario definitivo es el misterio en torno a cuál será la estrategia opositora de la derecha. En primer lugar, porque hasta ahora lo que ha habido desde ese sector han sido tres tipos de oposiciones: la de Joaquín Lavín, la de la UDI y la de RN, desde que Sebastián Piñera ocupa la jefatura de ese partido. En segundo lugar, porque la experiencia indica que no son fiables los discursos de la UDI en los que expresan su voluntad de hacer una oposición constructiva y razonablemente colaboradora. Ese discurso ya lo utilizaron en los días posteriores a la elección del actual Presidente de la República y sus conductas han estado lejos de ceñirse a esos parámetros. Y por último, porque la derecha chilena tiene la peculiaridad que su máximo líder no es interlocutor político ni se responsabiliza por las posiciones y actos políticos de su conglomerado. Aparece sólo como un opinante esporádico en materias políticas y extremadamente esquivo a la hora de tener que adquirir compromisos.
Rezago en el tipo de relaciones políticas
La calidad de la oposición es siempre un factor trascendente en el desarrollo de un país. En Chile la oposición de derecha ha devenido en tanto más relevante habida cuenta de los poderes políticos e influencias institucionales que ha alcanzado y de los poderes extrainstitucionales de los que siempre ha dispuesto.
La política nacional requiere que se haga efectivo un cambio en el tipo de relaciones entre fuerzas gobernantes y fuerzas opositoras. Cuestión que pasa por entender, primero, que el largo período de excepcionalidad en el que se desenvolvió la sociedad y la política chilena también trastornó la normalidad de las relaciones entre corrientes políticas distintas y adversarias. Por inercia esa anormalidad pervive o irrumpe endémicamente, lo que propende a que en sectores de todas las esferas se reedite y hasta se vindique como normales las formas anormales de convivencia política que se impusieron en el pasado. Luego, debe entenderse que estamos plenamente instalados en una etapa pos Pinochet y pos transición y que los temas pendientes de esas etapas, si bien no han desparecido, sí están inmersos y subsumidos por los problemas y características de un nuevo período y, por consiguiente, deben abordarse como parte del contexto actual y con las mecánicas relacionales de la normalidad política democrática.
Estas cuestiones cobran actualidad porque es empíricamente constatable una suerte de renacimiento de relaciones políticas beligerantes y que no están acotadas a causas propias y habituales de las campañas electorales. La causa de fondo y más permanente está radicada en lo siguiente: desde que se hizo tangible la posibilidad que en Chile vuelva a manifestarse un principio elemental de la democracia, como es el de la alternancia en el gobierno, se ha venido incubando una discursividad y un accionar político regresivo que, de una u otra manera, reedita aspectos de las relaciones políticas que se dieron en el período de excepcionalidad que vivió el país.
La eventual presidencia de Joaquín Lavín está siendo percibida por amplios sectores de la derecha como un retorno al poder de los vencidos en 1988, quienes anticipadamente empiezan a degustar el agridulce sabor de la revancha. A su vez y frente a la misma eventualidad, en el mundo de la Concertación, especialmente en su universo social, ha surgido temor, miedo y no puramente político sino existencial. La imagen que cunde no es la de Joaquín Lavín con banda presidencial terciada sino la de los rostros semiocultos de Pablo Longueira, de Ricardo Claro, del Cardenal Medina, o sea, los rostros sombríos de los hombres, según El Mercurio, más temidos por los chilenos.
Poco importa si estas percepciones corresponden a la realidad. La gente actúa según sus percepciones de la realidad y no según un conocimiento acabado de la misma. Y la política moderna – por desgracia – tiende a actuar acomodándose pasivamente a las percepciones de la gente.
No es difícil imaginar hacia dónde conduce la marcha de estos fenómenos. Si el exitismo ostentoso y prepotente de los mundos derechistas y los miedos exacerbados y defensivos de los universos concertacionistas son traducidos y reproducidos por los actores políticos, entonces, es inevitable un progresivo avance de la beligerancia en las interlocuciones políticas.
Proyecto de Nación
Pero el asunto de las relaciones políticas alude a otras demandas que van más allá de las usuales. Se vincula a la cuestión del acuerdo nacional o proyecto de nación. Llamado que recurrentemente formulan diversos liderazgos en miras a enfrentar un estado de cosas difícil y complejo. Es decir, la revisión del tipo de relaciones políticas que requiere el país no es una convocatoria que surja sólo por el hecho de que éstas deben adecuarse en plenitud a la normalidad democrática, sino también por las conmociones e incertidumbres que afectan al mundo contemporáneo y por la finalización de ciclos que predominaron en Chile durante varios lustros.
El panorama internacional continúa siendo incierto, política y económicamente. En los últimos tiempos se ha tornado evidente que la globalización es un proceso contradictorio, que especialmente para las naciones en desarrollo implica simultáneamente beneficios y sacrificios. Se ha evidenciado también que para que los primeros sean más que los segundos es menester un grado de fortaleza nacional que permita cierto control y manejo interno de las inevitables intromisiones desequilibrantes que, en momentos y casi avasalladoramente, traen aparejadas las dinámicas globalizadoras.
Por otra parte, es innegable que la fase expansiva del modelo económico se ha agotado y que éste debe reformularse. Las resistencias a aceptar este dato sólo pueden provenir de ideologismos y prejuicios. Elevar las tasas de crecimiento y bajar los índices de desempleo, retornar, en definitiva, a una vía ascendente de desarrollo social, es un desafío que incluye innovaciones sustantivas tanto en el plano técnico-económico como en planos político-institucionales, político-administrativos y político-culturales. El modelo económico idóneo para sostener el progreso del país no puede seguir siendo pensado ajeno o distante del modelo social, de la organización y funcionamiento de la sociedad.
En consecuencia, el contexto internacional y la necesidad de introducir procesos integrales de cambios en Chile son los componentes que objetivan el reclamo por un acuerdo o proyecto nacional.
El tipo de relaciones políticas entre los sectores opositores y sectores gobernantes son aún muy inadecuadas para el momento político-histórico. Si se comparte la idea que no se han actualizado de lleno en lo referente a las normalidades del juego democrático, congruentemente debe concluirse que ni remotamente son las idóneas para arribar a un proyecto nacional.
Importancia del tipo de relaciones políticas
Por antonomasia los gobernantes de una nación, salvo que los aqueje alguna patología o que su país se encuentre sumido en una crisis revolucionaria, están naturalmente dispuestos a buscar acuerdos de carácter nacional y a relacionarse con las oposiciones de la manera más sana posible.
Las oposiciones en cambio, también por naturaleza intrínseca, siempre se mueven dentro de la disyuntiva de colaborar con los gobiernos en lo que respecta al desarrollo del interés nacional o de obstaculizar las gestiones gubernamentales para acrecentar sus propias opciones de gobierno. El cómo las oposiciones resuelven el dilema es uno de los principales indicadores de la calidad de la política de un país, factor que a la postre deviene en condición sine qua non para el progreso.
Concordar un proyecto de nación no significa, en lo absoluto, el abandono de las discrepancias entre gobernantes y opositores ni el fin de las conflictividades políticas. Implica que ambas se desenvuelven en un particular marco regulatorio definido, gruesamente, por las normas weberianas de la ética de la responsabilidad e incluye una priorización compartida de temas y objetivos sobre los cuales se concentra el debate público y se expresan los acuerdos y desacuerdos.
Por otra parte, es clave para la existencia de un proyecto de nación un diagnóstico objetivado y común, al menos sobre determinados aspectos de la realidad del país. Es imposible un proyecto de nación si el gobierno no acepta, allí donde las haya, debilidades, carencias o errores en su gestión y si la oposición culpa al gobierno de todos los problemas sociales, aun cuando muchos de ellos tengan orígenes en fuentes que escapan a los alcances gubernamentales o cuyas dimensiones tengan rangos histórico-estructurales y, por ende, requieran respuestas de largo aliento.
Pero un proyecto de nación destinado a superar tendencias críticas o fases de desarrollo, como lo es el sugerido para el Chile de hoy, plantea, además, la asunción de conductas políticas siempre ingratas para los sujetos políticos. En efecto, obviamente la superación de esas tendencias o fases exige medidas transformadoras radicales y céleres las que ineluctablemente estarán procedidas de conflictos y consecuencias sociales sectorialmente negativas. Son transformaciones, por tanto, que acarrean costos políticos elevados para el gobierno que las ejecuta. Y en este punto radica una de las esencialidades de la razón de ser de un proyecto de nación: el compromiso y la responsabilidad de todos los involucrados en él con los costos sociales y políticos a pagar. De lo contrario, si los costos debe asumirlo sólo el gobierno, entonces, ¿para qué proyecto de nación? En tal circunstancia y como en todo orden de cosas, el que paga de su peculio todos los costos, decide solo y por sí mismo en qué invierte. Incluso, para el Gobierno, el asunto puede resultar extremadamente paradojal si después de acordado un proyecto de nación la derecha decide capitalizar los efectos sociales negativos que éste genere, sabiendo a priori que tales efectos son ineludibles para el éxito del proyecto.
Vistas así las cosas, debería estar claro que para hablar seriamente de proyecto de nación la derecha debe decidirse a adoptar nuevas formas y contenidos en sus relaciones con el Gobierno.
Presumible conducta opositora
A la luz de la hegemonía de la UDI en la derecha, consagrada y legitimada por las cifras del domingo último, cabe preguntarse acerca de la factibilidad de un cambio conductual en la oposición coherente a la idea de un proyecto de nación. La respuesta no puede estar sino impregnada de racionalismo pesimista.
Los discursos de la UDI sobre voluntad cooperadora no son creíbles, simplemente porque la información empírica lleva a la incredulidad.
Hay que considerar, a su vez, que la señal más poderosa al respecto la envió Hernán Büchi en la Enade 2001. El concepto vertido por él allí es que el gobierno es gobierno y la oposición es oposición. Es decir, el uno gobierna y la otra se opone. Bajo ese concepto subyace la negación de la necesidad o conveniencia de un proyecto de nación.
Pero el pesimismo en esta materia tiene razones más poderosas y que se encuentran en la convicción que la UDI va a orientar férreamente su política a partir de dos nutrientes que se articulan muy armoniosamente.
La primera, la nutriente política, es la dosmilcincorización de su estrategia. Para la UDI hacer de Joaquín Lavín el futuro Presidente de Chile es un objetivo al que deben acomodarse o subordinarse todas las variables de la política: doctrinarias, programáticas, ideológico-discursivas, político-propositivas, etc. O, si se quiere, póngase al revés: la UDI considera que todas sus variables políticas son realizables sólo con la conversión de Joaquín Lavín en Presidente de la República. Lo que importa, en verdad, es que la UDI es un partido declarado en estado permanente de campaña electoral. No hará nada que no sea directamente funcional al objetivo político-electoral del 2005.
Proyectada esa estrategia al tipo de relaciones que establecerá con el gobierno, éstas tendrán que ser las propias a un partido obsesivamente electoralizado: erráticas, indefinidas en términos de criterios generales, ergo, resueltas coyuntura tras coyuntura. En suma, un tipo de relaciones absolutamente contrario al requerido para concordar un proyecto de nación.
La segunda, la nutriente ideológica, obedece a una idea-fuerza clave en el pensamiento de la UDI y que la lleva al convencimiento que la Concertación no cuenta ni puede contar con los recursos teóricos, políticos, sociales, técnicos, etc. que se necesitan para el cambio que conviene a la sociedad chilena. En el fondo, la UDI no cree en un proyecto de nación configurado desde la pluralidad de lo nacional. Postula, casi confesamente, que su proyecto (que no existe como tal, pero ese es otro debate), sin contaminaciones ni impurezas provenientes de otras visiones, ni siquiera de las de sus aliados, es el que debe ser asimilado por la sociedad y erigido en proyecto de nación.
Corolario: desde esa óptica ideológica es enteramente comprensible que la UDI no esté disponible para adecuar sus conductas relacionales en aras de un proyecto de nación en el que no cree.
Periodistas, analistas, dirigentes políticos se desgastaron durante semanas tratando de prever los escenarios pos electorales prestando atención preferente al resultado de las elecciones, al más que probable cambio de gabinete y al anunciado giro en la agenda gubernamental. Lo recomendable sería prestar atención ahora a las conductas opositoras de la derecha. Ese será un dato determinante en la configuración del escenario político que regirá durante un buen rato.