Entre la dirigencia política y los intelectuales de la Concertación todavía no han tomado fuerza los esperables análisis que quedaron exigidos a propósito de los resultados de la elección presidencial.
Postergación comprensible por razones obvias. Durante el tiempo transcurrido, la atención se ha concentrado en los nombramientos de las nuevas autoridades gubernamentales. También fue un factor de postergación el conflicto interno que se desató en el PDC. El período vacacional que siguió a las elecciones no era precisamente un momento estimulador de la reflexión y el debate. El proceso de traspaso de mandos, la instalación del gobierno y los festejos, naturalmente ocuparon gran parte de la actividad política.
Lo que no parece adecuado es que esa postergación continúe. Riesgo cierto si se consideran algunos aspectos. Ante todo, la cercanía de las elecciones municipales que sin duda van a tender a encerrar a partidos y dirigentes en los problemas que ellas acarrean. Por otra parte, casi todos los partidos de la Concertación enfrentan situaciones conflictivas en su seno y algunos están en períodos de cambios direccionales. Tampoco es menor el hecho de que todavía no termina la fase de reubicación del personal político e intelectual de la alianza gobernante.
Pero quizás si el riesgo mayor provenga de los temores que se han instalado en dirigentes y autoridades respecto de las consecuencias que podrían traer la reanudación de los diagnósticos y discusiones postergadas. Temores que según versiones de prensa compartiría el propio Presidente Lagos. Aprensiones nada infundadas si uno se atiene al nivel y tonalidad que adquirieron las polémicas después de la primera vuelta entre algunas figuras y figuritas de la Concertación.
El asunto es, sin embargo, que los diagnósticos y reflexiones son inevitables y además imprescindibles para la salud de la Concertación, de sus partidos y del gobierno. Es imposible impedir ese proceso y sería una ingenuidad el pretender – emulando a los estilos de los “socialismos reales” – concentrar las discusiones en instancias académicas – que en rigor nunca lo son plenamente – o en comisiones intelectuales ad hoc, cuyos resultados son absolutamente previsibles: a nadie le importaría lo que allí se diga y concluya.
Para que tales debates sean fructíferos, es menester salir de las lógicas, estilos y agrupamientos que se estructuraron a partir de los famosos dos documentos que circularon hacia mediados de 1998 y que crearon las figuras de los “autoflagelantes” y “autocomplacientes”. En ambos documentos hay ideas-fuerzas y razonamientos que aún conservan valor. Pero desde sus respectivas publicaciones hasta ahora se han sumado antecedentes de envergadura que al ser incorporados en los análisis ponen o deberían poner las discusiones en un punto más avanzado.
Por otra parte, la controversia que se generó en virtud de esos escritos, con el correr de los días fue perdiendo crecientemente su sentido original. En estricta verdad poco a poco devinieron en una suerte de excusa para un específico fraccionamiento político que se venía dando en la Concertación y que terminaron sirviendo más que nada de título identificatorio de dos corrientes que empezaban a disputarse la sucesión del poder. Así las discusiones quedaron subsumidas en el maniqueísmo político, se banalizaron y dejaron de ser interlocuciones para convertirse en discursos cerrados e instrumentales.
Redistribuido el poder – y cancelado por ahora otro momento redistributivo – ese tipo de debates ya no tiene ni siquiera un valor políticamente funcional.
Las elecciones y los nuevos elementos de diagnóstico
El considerable aumento de la votación de la derecha y la no menos considerable baja de la votación progresista es un dato analítico que va mucho más allá de lo cuantitativo. Para constatarlo basta observar tres cuestiones:
• Es la votación más alta obtenida por la derecha desde 1946. Véase el siguiente cuadro:
Elecciones Presidenciales
AÑO | % |
---|---|
1946 | 56,9 |
1952 | 27,8 |
1958 | 31,1 |
1970 | 34,9 |
1989 | 30,6 |
1993 | 30,6 |
1ª vuelta 1999 | 47,8 |
2ª vuelta 1999 | 48,6 |
*En 1964 la derecha no llevó candidato.
• Es la menor votación lograda por el progresismo y las izquierdas desde la recuperación de la democracia en 10 elecciones, si se suman las votaciones de todas las fuerzas de derecha por un lado y de la Concertación y las izquierdas, por otro lado, se tiene el siguiente cuadro:
Elección | Fuerzas de Derecha | Concertación+Izquierdas |
---|---|---|
Plebiscito 88 | 44,01 | 55,99 |
Parlamentarias 89 | 41,41 | 56,92 |
Presidenciales 89 | 44,83 | 55,17 |
Municipales 92 | 37,97 | 60,13 |
Parlamentarias 93 | 36,68 | 63,22 |
Presidenciales 93 | 30,60 | 57,99 |
Municipales 96 | 35,60 | 63,61 |
Parlamentarias 97 | 37,41 | 60,19 |
1ª v Presidenciales 99 | 47,89 | 52,10 |
2ª v Presidenciales 99 | 48,68 | 51,32 |
• La reciente elección presidencial rompió la tendencia histórica que se dio en Chile en las últimas décadas cada vez que la ciudadanía debía pronunciarse en un escenario polarizado entre dos fuerzas. Arquetipos de estas polarizaciones fueron las elecciones parlamentarias de 1973 y el plebiscito de 1988. En ambos casos, las fuerzas se dividieron en alrededor del 60% para unas y del 40% para las contrarias.
Ninguna duda cabe que estas modificaciones en las conductas del electorado se explican en parte por cuestiones que intervienen de manera normal en eventos electorales:
La crisis económica que afectó al país desde 1998 y que tuvo dos consecuencias de gran impacto en las conductas de la ciudadanía: el incremento del desempleo y una brusca merma en las pautas de consumo a las que se habían habituado todos los grupos sociales.
El desgaste natural de una coalición que ha gobernado por dos lustros.
El temor que se generó en fragmentos ciudadanos de que un nuevo presidente socialista significara revivir situaciones similares a las que estuvieron presentes entre 1970 y 1973. Máxime cuando esto fue explotado desde la Concertación, durante las primarias, por una fracción del PDC.
Pero no podría dejar de reconocerse que en los resultados electorales de diciembre y enero recién pasados tuvo bastante que ver el deterioro político de la Concertación. Deterioro que no tiene su principal causa en las relaciones de competencia entre partidos o fracciones, sino en algo más profundo: la diseminación de los objetivos y contenidos estratégicos de la alianza. Hemos insistido en esta misma publicación que una de las grandes carencias de la Concertación es que no ha abierto un efectivo proceso de refundación en el entendido de que sus bases fundantes originales – transición a la democracia, solución a los temas sobre violaciones de los derechos humanos, etc. – han perdido su centralidad como preocupación política y social y aunque en muchos de esos aspectos quedan tareas pendientes, lo cierto es que son tareas en gran medida opacadas y subsumidas por situaciones nuevas que han emergido en estos últimos diez años.
La falta de debates y acuerdos en torno a necesarias reformulaciones estratégicas dio lugar a un cuadro de desorden en lo que se refiere a lineamientos estratégicos y que se tradujo en frecuentes discordias entre diversos componentes de la Concertación en cada coyuntura significativa.
Y en segundo lugar, habiendo sido el gobierno de Eduardo Frei la única instancia que mantuvo un norte proyectivo más o menos sólido, no pudo sostener un liderazgo disciplinador, precisamente porque su norte tendía a alejarse de los énfasis fundantes de la Concertación. Más aún, la incomprensión y/o inaceptación del eje gubernamental llevó a una creciente desafección de mucha dirigencia y base concertacionista respecto del gobierno y, en sus postrimerías, a un desatado criticismo.
Este estado de confusión quedó patéticamente de manifiesto después de la primera vuelta electoral de diciembre: inmediatamente se exacerbaron las polémicas y las recriminaciones y no faltaron quienes se encargaron de llevarlas a la prensa.
Cuestiones estructurales e históricas
Sin embargo, dicho lo anterior, somos de la opinión que la matriz explicativa del radical cambio en el comportamiento electoral de la sociedad chilena se encuentra en razones de carácter más estructural y cultural. En general, estas son cuestiones que han sido analizadas por distintos autores y entidades. Nos limitaremos aquí a sintetizar algunas de ellas, pensando en la injerencia más cercana que tienen en las conductas electorales.
Consolidación de la tipificación capitalista
Chile es un país cuyas relaciones sociales están siendo crecientemente tipificadas por un capitalismo más “puro”. Ese nuevo tipo de relaciones no tiene todavía una aprehensión equivalente en el nivel político-cultural y comunicacional, especialmente en el mundo progresista. La vieja fórmula de Marx acerca de que las ideologías se retrasan en su evolución en relación a la evolución de las estructuras socioeconómicas, parece haberse cumplido a plenitud en Chile. En lo político cultural, la Concertación ha ido dejando grandes vacíos, porque de una parte sus discursos tradicionales son insatisfactorios para captar los movimientos estructurales modernos y porque sus nuevos discursos son todavía vergonzantes, inconclusos y sobre todo inaceptados colectivamente.
Tales vacíos conllevan a desconciertos, a desencantos, a frustraciones tanto más cuando se constata que la purificación estructural del capitalismo criollo posee respuestas culturales desde la propia ciudadanía a través de sus experiencias que se insertan cotidianamente en estas nuevas y tipificadas relaciones sociales. Lo que debe entenderse es que las prácticas rutinarias y colectivizadas son espontáneamente culturizadoras de las masas y cuando los discursos explícitos y explicativos de ellas son frágiles, mayor fuerza cobran esas prácticas en la creación del “sentido común”, que es una forma de cultura difusa de masas.
El desfase entre el avance de un capitalismo “puro” y una cultura que no lo asimila a plenitud da lugar a lo que muchos han descrito como una “crisis de valores” que afectaría a la sociedad chilena. El concepto crisis tiene una connotación ambigua y las más de las veces negativa. Preferimos hablar aquí de una transitoriedad cultural y valórica y que corresponde al proceso inconcluso de adecuación de los discursos culturales y valóricos a las relaciones sociales que predominan.
Diversidad y secularización de instancias culturizadoras
El proceso de adecuación cultural es tanto más lento cuanto que las instancias culturizadoras se diversifican y secularizan en el sentido de que pierden lo sacro y, por ende, pierden también autoridad. Es innegable que instancias como la familia, la escuela, las instituciones políticas, las iglesias, etc., no alcanzan hoy los grados de influencia de antaño para los efectos de orientar valórica y culturalmente a la sociedad. A la par, emergen estructuras fortísimas que compiten en esas funciones, básicamente los videomedios.
Pero la secularización de las instancias culturizadoras es un fenómeno todavía más amplio y complejo puesto que, incluso las más tradicionales, difícilmente resisten las lógicas mercantiles capitalistas.
Heterogenización social y homogenización de masa
Estructuralmente la purificación del capitalismo chileno induce a una mayor heterogeneidad social: tienden a desaparecer o debilitarse grupos tradicionales y surgen otros nuevos, mientras otras tantas categorías sociales se fraccionan en su interior. Pero esta heterogenización no va acompañada de una veraz heterogeneidad cultural. Primero, y ya se mencionó, por el proceso general de transitoriedad cultural y valórica que más que heterogeneidad crea dispersión y un estado cultural difuso. Segundo porque los nuevos agrupamientos sociales, o los cambios en los antiguos, no han decantado todavía en autoidentidades. Eso da lugar, paradojalmente, a que, en términos discursivos, predomine una homogeneidad de masas. Es decir, la debilidad de los estamentos nuevos y antiguos, sus respectivas faltas o pérdidas de personalidad autoidentificatoria posibilitan el despliegue de una culturización homogenizadora de masas que se condice con los requerimientos y prácticas del mercado y de los videomedios.
Fragilidad de la cultura asociativa
Las prácticas colectivas y rutinarias a las que induce la tipificación capitalista de la sociedad chilena ha tenido como uno de sus efectos principales – en relación a la cultura nacional tradicional – el debilitamiento del sentido de lo asociativo. Dos de esas prácticas son las más relevantes. Primero, las que se encuentran en las actividades vinculadas al mercado de consumo, cuya expansión y mecánicas conllevan a que sean prácticas habituales y comunes en la vida de las personas y que no sólo se realizan de manera individual sino que, en muchos casos, involucran relaciones de competencia y conflictividad entre el sujeto y todos “los otros”. Y de otro lado, las que surgen en el campo laboral, especialmente por el incremento del sector terciario y las innovaciones tecnológicas, que tornan menos visibles los sistemas y relaciones de interdependencia y cooperación entre los trabajadores.
Lo que importa destacar es que ambas prácticas, por los tiempos que ocupan y/o por la intensidad con que son vividas, devienen en altamente culturizadoras, incentivadoras de conductas “espontáneas” y reflejas.
Y si se observa con mayor detenimiento se pueden descubrir fácilmente otros varios factores permanentes que inducen al debilitamiento de lo asociativo y que van desde una discursividad compartida acerca de la importancia per sé de lo individual hasta las formas de esparcimiento más usadas por los chilenos.
En suma, otrora el valor de lo asociativo era asimilado subjetivamente gracias a la cercanía, a la presencia inmediata de su objetividad, de su necesidad, de su existencia real y visible en las relaciones sociales. Hoy, en cambio, esa objetividad está más distante, oculta o mediada por relaciones de apariencias puramente individuales y que son las más tangibles para las personas en su cotidianidad. En consecuencia, percibir y valorar lo asociativo requiere de un acto previo de subjetividad mayor que antaño para captar su objetividad.
En mi opinión son estas modificaciones culturales y conductuales dentro de la sociedad chilena las que están cambiando y seguirán cambiando los comportamientos electorales tradicionales. La reciente elección presidencial sólo fue el primer ejercicio de una tendencia de largo plazo. Y si es así, las cifras demuestran que tales modificaciones están siendo mejor comprendidas por la derecha que por las corrientes progresistas. Incluso es posible aventurar la siguiente hipótesis, a la luz de un seguimiento más pormenorizado de los resultados electorales: Joaquín Lavín aventajó a Ricardo Lagos en el universo electoral en configuración, en el universo que se comporta con más fidelidad a los parámetros descritos y que se encuentra en pleno desarrollo. Lagos ganó porque el dramatismo de la dictadura y de nuestra transición ha permitido una “anormal” vigencia y permanencia de fuerzas tradicionales que están en extinción.
El derechismo es una realidad cultural seria
La derecha tiene, como sociocultura y desde una perspectiva estructural e ideológica, una mayor y mejor vinculación orgánica, que la que tiene el progresismo, con los procesos de modificaciones culturales y conductuales.
En primer lugar, a través del empresariado y de buena parte de su intelligentzia. Ya que se trata de procesos puestos en marcha por una acentuación de las relaciones de un capitalismo “típico”, es obvio que en tales relaciones los cuerpos empresariales e intelectuales de la derecha están instalados en lugares hegemónicos y desde hace bastante tiempo, lugares que han devenido, a su vez, en miradores privilegiados para contemplar lo que acontece molecularmente con las transformaciones estructurales. Y en segundo lugar, los cambios analizados afectan más los ancestros ideológicos del progresismo que los de la derecha. En efecto, al menos en sus líneas gruesas iniciales y temporalmente, esos cambios tienen una buena cantidad de puntos en común con concepciones y valores de la vieja ideología derechista: individualismo y competencia, sublimación de la propiedad, de la riqueza, del orden, autoritarismo tecnocrático, etc. Es decir, las cosmovisiones derechistas poseen en sus raíces elementos que las tornan más rápidamente capaces de asimilar las nuevas manifestaciones de las culturas masivas.
Pero a estas razones, que son consustanciales a la naturaleza misma de la derecha, es menester agregar otra y que tiene su origen en una cuestión irónicamente paradojal: la presencia entre la dirigencia derechista de un inconsciente sentido gramsciano de la política – sintetizado en el concepto de hegemonía de Gramsci – y que se refleja en la asignación de una enorme importancia a los aspectos culturales y comunicativos que integran las pugnas políticas.
Poco se reconoce que la derecha ha alcanzado una influencia cultural y comunicativa en la sociedad chilena difícilmente imitable por las derechas de otros países. Es probable que, en términos de competencia por la hegemonía, por la “conducción espiritual y moral” (Gramsci), la derecha criolla se encuentre muy por encima de sus pares de América Latina y muy próxima a las capacidades de las derechas modernas en países centrales, allí donde éstas son fuertes.
Y en eso hay que tener cuidado con los autoengaños. Es cierto que la derecha chilena aparece, en momentos y en determinados temas, con posturas conservadoras que no se condicen con las atmósferas culturales y valóricas que imperan en la sociedad. Pero este desfase está circunscrito a materias específicas y no representa los vínculos veraces entre la cultura de masas y el pensamiento global de la derecha. En realidad, un diagnóstico desapasionado tendría que concluir que la derecha no sólo ha conseguido legitimar socialmente muchos de sus enfoques valóricos y culturales, antaño casi despreciados, sino que también ha hecho retroceder, en muchos aspectos, los discursos de tradición liberal y progresista. Cultural y valóricamente, la mayoría de los postulados “espirituales” de las corrientes liberales y progresistas se han visto seriamente morigerados para poder subsistir dentro de las culturas de masas, y ello gracias a la acción hegemonizadora de la derecha.
Este peso de la derecha en los ámbitos de la cultura colectiva no se debe sólo ni exclusivamente al control que ejerce sobre los principales medios de comunicación. Se debe principalmente a que ha construido un numeroso y homogenizado cuerpo de intelectuales, el que a su vez ha reconstruido y actualizado un discurso integral, que es traducido a programas por su dirigencia política y gremial y profusamente difundido por sus mass media. Es decir, la derecha cuenta con un sistema, con un ordenamiento muy definido del personal y las instancias encargadas de desarrollar las políticas de las que depende el ganar espacios de hegemonía.
En la Concertación y en la izquierda extraparlamentaria no existe una disposición y organización semejante para abordar estas áreas. De partida, en la esfera de lo cultural y valórico, no ha habido un proceso de reconstrucción de cosmovisiones que valga la pena discutir. Lo que se detecta, de un lado, es una tendencia a adormecerse en un cinismo pragmático que a la postre implica renunciar a la política-historia, a la subjetividad de la historia, para abandonarla a los devenires de las “cosas concretas”, que es la mejor manera de dejar en manos de otros la conducción proyectiva de la sociedad. Y de otro lado, persiste una corriente que de facto se niega a aceptar la historicidad de lo cultural, conductual y valórico y que, por lo mismo, reivindica acríticamente las cosmovisiones tradicionales y supone que éstas se pueden traspolar a la actualidad con simples gestos de buena voluntad y muchos discursos éticos. Concepción que aporta decididamente a la creciente inorganicidad de las culturas progresistas y que facilita la expansión empírica de los pensamientos derechistas.
La despreocupación concertacionista tiene, además, razones estrictamente políticas. Sus partidos, sus dirigencias, sus universos intelectuales hace tiempo que vienen pecando de “gobiernocentrismo” y de “estadolatría”. Curiosamente, pese a que desde esos sectores las convocatorias a “fortalecer la sociedad civil” se aproximan a una majadería verbal, la verdad es que sus preocupaciones y debates se centran en lo propio de la sociedad política.
Si todas estas cuestiones son juzgadas como “abstractas”, permítasenos advertir sobre dos efectos muy concretos. En primer lugar, de proseguir la presente inercia cultural y conductual será la derecha la que objetivamente represente con más legitimidad lo cultural masivo. Y cuando eso ocurre lo natural es que termine expresándose en resultados electorales. En segundo lugar, la expansión de los espacios hegemónicos ya ocupados por la derecha coarta o condiciona las posibilidades del actual gobierno en cuanto al desarrollo de políticas progresistas. Es más, si esa hegemonía se impone el gobierno se verá forzado o a someterse a gobernar de acuerdo a “lo que quiere la gente” – cualquiera sean esos quereres – o a la amenaza de ser juzgado por la gente desde fuera de la racionalidad política.
La conclusión final es simple: ser progresista sin hegemonía cultural, conductual y valórica es la forma de no hacer progresismo y el camino hacia derrotas futuras.