“Los economistas razonan de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones: unas artificiales y otras naturales [...] Al decir que las actuales relaciones – las de la producción burguesa – son naturales dan a entender que se trata precisamente de unas relaciones bajo las cuales se crea la riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente estas relaciones [...] son leyes eternas que deben regir siempre la sociedad” (C. Marx: Miseria de la Filosofía)
Desde fines de los 80, la “caída del muro de Berlín” y la “globalización”, las afirmaciones sobre el fin del socialismo y el fin del trabajo son lugar común. El desplazamiento del trabajo humano por las tecnologías, producto se decía de la nueva economía y orden capitalistas, venían a sumar sus efectos críticos al término estrepitoso del socialismo real, en los países gobernados por partidos comunistas. El socialismo quedaba así sin su sustento social histórico privilegiado, los obreros organizados, y perdía la fuerza política que lo había transformado en alternativa cierta para la humanidad. Surgía un mundo de pensamiento único, sin conflicto, administrado sin utopías. Este sueño de victoria del capitalismo para siempre parece suscitar hoy, quince años después, más interrogantes que certezas. Nuestro artículo pretende discutirlo en la perspectiva de una crítica de la ideología que le dio apariencias de eternidad, con el objetivo de aportar, aún en nivel esquemático, a una redefinición del rol del trabajo en la teoría socialista, sobreviviente a pesar de todo.
La economía que sale de esa crisis pone en el centro de las preocupaciones de intelectuales y científicos sociales el llamado “fin del trabajo”. Un bello y documentado estudio de M. Hopenhayn permitió en Chile acceder a los datos e hitos principales de la discusión y discernir sus raíces en las más venerables tradiciones del pensamiento occidental. (1) Así pudimos sacar del ámbito especializado las especulaciones de J. Rifkin, D. Meda o A. Touraine y traerlas a un debate propiamente intelectual, esto es, de todos o de cualquiera y no sólo de especialistas. Pero desde el comienzo provocaron una cierta desazón los modos y contenidos de la polémica. Algo no se ajustaba entre las tesis de una superación progresista de la sociedad del trabajo y la realidad del trabajo apreciable en nuestras sociedades. Algunos fuimos entonces forjando la opinión que la elaboración teórica emprendida por esos y otros autores utiliza el término “trabajo” de modo equívoco. Lo hace equivalente a “empleo” y, por lo tanto, impide su visibilidad en cuanto específica actividad en un proceso de producción, también específico. Visto como “empleo”, el trabajo es materia de conocimiento “macro”, su calidad o propiedades quedan opacadas por el resplandor de las variables del mercado laboral y su incidencia en el “equilibrio general” de la economía.
Incluso cuando esa visión tematiza la “calidad del trabajo”, distingue lo “social” como inherente a la sociedad en su conjunto. Así por ejemplo, siguiendo a clásicos y a pensadores de hoy, Hopenhayn se inquieta por las características conceptuales y empíricas del fenómeno de la “alienación”, por el cual el individuo que trabaja se impide o es impedido por el sistema social de tener para sí el valor de su obra o utilizar en libertad y dotar de sentido a su actividad productiva. En este marco y con todos los matices de un análisis culto, la pregunta es sobre el tipo de sociedad (posible con trabajo alienado: ¿tenemos que seguir cargándole al trabajo el papel central en la integración social, en el desarrollo personal y en la producción de sentido para nuestras vidas? ¿es posible acaso liberar el trabajo mediante un cambio social profundo o una revolución tecnológica difundida? (2)
Sin negar su pertinencia y aportes para la comprensión de la sociedad como totalidad, no es este el punto de vista que sugerimos acá, sino otro en que la pregunta se invierte. Queda por cierto pendiente resolver, sin los prejuicios ideológicos acostumbrados y con base en datos consistentes, si en sociedades como la chilena un horizonte “post industrial” es real o es pura manipulación política. Pero a nuestro modo de ver el punto de vista que permite encontrar caminos nuevos con sentido para el actor y no sólo para el sistema, no se sitúa ya desde la sociedad sino desde la acción, se interroga por los cambios en esta que posibilitan u obstaculizan los cambios en la sociedad y no a la inversa.
Una convocatoria para la elaboración científica en este campo surge del discurso sobre “trabajo decente” que la OIT impulsa desde hace algunos años. El énfasis ético, la idea que trabajo decente es el que “se realiza en condiciones de libertad, seguridad y dignidad humana” (3), puede favorecer enfoques teóricos y, más adelante, técnicos y prácticos, del tipo que este ensayo favorece. Importa asumir que por su origen institucional tal noción viene preservada de cualquier derrotero “utópico” y su impulso tendrá efectos concretos.
Se ha señalado que en los inicios del siglo XXI la política progresista no puede limitarse a un mejoramiento de la calidad institucional de la democracia, aunque este sea fundamental para una cultura no atada a la “revolución neoconservadora” surgida en los 80. sin anclajes en la economía y el trabajo, dice con acierto J. Godio (4), la política progresista carece de raíces y deambula patéticamente como arte sin sustancia, como “política de salones” y acción “parlamentaria” de partidos “de opinión”, subsidiarios de la economía neoliberal y acoplados a los medios de comunicación y grupos económicos. Si quiere superar esta política “sin sustancia”, el socialismo tiene que reconstruir sus lazos con el trabajo real. Tratándose de las organizaciones de trabajadores las prevenciones ante el avance “neoliberal” son, como es de esperar, múltiples y aún más enfáticas. Así, para la dirección de la CUT, la “modernización” de la cual la política actual pretende convencerles tiene “un fuerte componente antisindical” y una tendencia “a la eliminación de derechos económicos, sociales y culturales” de los que Chile es “el ejemplo más concreto” (5).
En fin, la investigación y la experiencia conocidas permiten sugerir que las estructuras técnicas y organizativas del capitalismo globalizado cuestionan hasta la raíz la teoría y la práctica socialistas que, entre otras “renovaciones”, se ven obligadas a renovar a fondo sus nexos con el trabajo real. Pero esto requiere aclaraciones.
La primera aclaración concierne a la relación entre democracia y trabajo o, más precisamente, a la cuestión de si hay entre ambas esferas una relación “política”, por la cual el trabajo sólo es democrático por los “préstamos” que le otorga la democracia. Una publicación que ya en 1987 reúne investigaciones europeas sobre el incierto futuro del trabajo ante la revolución informática y organizacional, nos permitirá un análisis, matizado, de lo que se anunciaba entonces como crisis terminal. Al examinar las relaciones entre democracia y calidad del trabajo allí, el investigador italiano Luciano Gallino recuerda que la existencia de nexos entre democracia “externa” a las empresas, calidad del trabajo y democracia “interna” a aquellas, es frecuentemente ignorado por los analistas. Se pone de manifiesto la influencia de la primera sobre la tercera, decía, mientras que la calidad del trabajo resulta siempre el elemento excluido. La duda así no resuelta estaba en si para “democratizar” el trabajo bastaba con darle las formas de la democracia política:
“La duda estriba en si, para continuar incrementando la tasa de democracia interna en las organizaciones – o ante los posibles usos autoritarios de la informática, para impedir una regresión – bastará con insistir en abrir estas últimas a los mecanismos de expresión del consenso reconocidos desde hace decenios fuera de ellas.” (6)
Esta duda se complejiza si se considera que la idea de democracia, ya en ese tiempo, muestra síntomas de una fatiga que debilita la posibilidad de irradiación hacia esferas “no políticas” de la actividad social, como el trabajo. Reforzada por una ideología que identifica progreso y economía, no se veía cómo puede democratizar la actividad productiva una teoría “elitista” de la democracia, para la cual la delegación del poder ciudadano en “representantes” es no sólo consustancial al Estado moderno sino, además, inherente al gobierno eficaz de la sociedad. Esta tesis sostenía que la masa no posee la competencia, ni la información ni el horizonte político necesarios para decisiones complejas que afectan la colectividad. La factibilidad de un progreso democrático irradiado desde las elites es doblemente dudosa, agregará Gallino, si se tienen en cuenta las dificultades estructurales existentes en la sociedad para inducir desde abajo la necesidad de acción “correcta” de parte de las elites:
“los sistemas democráticos se degradan paulatinamente con la difusión capilar del convencimiento de que el individuo, por sí solo o unido a otros, no tiene ninguna posibilidad de participar en las decisiones colectivas que le afectan y ni siquiera logra comunicar esta sensación a la elite de burócratas y políticos profesionales que detentan casi la totalidad del poder político, afligidos como extraños bienintencionados por su impermeabilidad a los movimientos de fondo de la sociedad civil.” (7)
La conclusión es que, al revés de lo que postularía la ciencia política convencional, una determinada calidad del trabajo, de su organización, tecnología y movilización del saber, puede irradiar, en sentido inverso, “inputs” de democracia y progreso social hacia el sistema político. Esta es la primera lección que una comprensión renovada del socialismo sobre el trabajo puede sacar de las evoluciones tecnológicas y organizacionales de la producción en los últimos años.
Pero para el socialismo la referencia al trabajo fue siempre a su carácter colectivo. Lo cual significa que, de las múltiples dimensiones socialmente significativas del cambio económico, interesen aquellas susceptibles de inducir cambios sustantivos en la constitución del actor colectivo. Respecto de tres de esas dimensiones de la producción “tecnologizada” de hoy llamaremos la atención: 1) el objeto del conflicto industrial; 2) la construcción del saber eficiente para la acción y 3) la identidad y autonomía del trabajador colectivo y la organización del trabajo “flexible”. En su apoyo, nuestro análisis cuenta con la ayuda del estudio europeo mencionado, cuyas aserciones más sugerentes la investigación posterior no ha modificado respecto de su validez como tendencias estructurales.
Una nueva forma y contenido del conflicto laboral
El uso sin límites de la tecnología informática ha favorecido estos años una poderosa ideología cuyo leitmotiv es la “flexibilidad productiva” (8). Como toda ideología económica razonable esta encuentra bases en “verdades” de la producción. Su idea de base es que necesidades crecientemente personalizadas y mudables, unidas a recurrentes restricciones en la demanda, crean en las empresas la necesidad de una estructura productiva capaz de enfrentar los vaivenes del mercado a costos diferenciales mínimos. La competencia entre las empresas sería así el motor que empuja la “flexibilización” de los ciclos y sistemas de producción o de la organización del trabajo humano directo. En definitiva la “flexibilidad” es para esta visión una necesidad “técnica”, científicamente determinada, de la producción contemporánea.
El problema de tal visión no es tanto su “error” como su unilateralidad, sostiene Lorenzo Cillario. La atención unilateral dedicada al concepto “técnico” de flexibilidad y a las determinaciones de mercado “hace desaparecer, como si no tuviera ninguna importancia, la dinámica del trabajo humano, y anula el carácter central de la relación entre capital y fuerza de trabajo” (9). Enfocada en las relaciones sociales de capital y trabajo, esta crítica parte del supuesto empíricamente sostenible que, en la producción informatizada, el flujo material y físico que la compone va separado del flujo de información que la dirige. Entonces, si el supuesto es razonable, lo que está ocurriendo con las transformaciones en curso no es una superación de los sistemas rígidos sino un desplazamiento de la (antigua) rigidez de los elementos “físico materiales” de la producción de bienes a la (nueva) rigidez de los elementos “informativo intelectuales”. Rigidez que se oculta tras normas, códigos y prescripciones lógicas, las de la informática, y no en modalidades operativas, como ocurría otrora. La conclusión de Cillario es sugerente. En cuanto encarna una nueva rigidez, es lógicamente inaceptable sostener que la flexibilidad obedece a la necesidad de adecuarse a la imprevisibilidad de los mercados. Esta necesidad es una condición extrínseca a la producción, que en realidad sólo vale como explicación “técnica” para justificar la dominación y el control de las nuevas capas de trabajadores (empleados, técnicos, expertos, profesionales) que se hacen presente en contextos de “modernización”.
Pero más allá de las inferencias “revolucionarias” extraíbles de este análisis, interesa subrayar por su inmediata consecuencia para las teorías y prácticas involucradas, una conclusión clave: con la producción informatizada ha adquirido relevancia inédita una forma de “valoración cognoscitiva” de la economía. Es decir, la cuestión de que el valor económico fundamental a acumular, disputar o acordar, tiende a ser ahora información, saber, competencia comunicativa lingüística, “sentido” de la intervención del actor, pensamiento humano. Y la pugna por apropiarse de este valor cosifica la cultura y el saber que modelan el esfuerzo productivo, despojándolos de su carácter de experiencia viva, no mensurable ni acumulable.
Si a la manera del “materialismo histórico” aceptamos que la dinámica esencial del capitalismo es la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el cerrojo impuesto por instituciones políticas autoritarias o que, a la manera de su “reconstrucción”, esa contradicción es hoy entre progreso del mundo de la vida cotidiana y orden tecnificado del sistema social, entonces lo que está ocurriendo es que el trabajo y, más allá, la política, son colonizadas por la tecnología. El campo de la “objetividad” técnica invade el de la “subjetividad” de las personas, con el consiguiente déficit de democracia, pérdida de calidad representativa en esta y carencias de un futuro compartido, como ha destacado N. Lechner (10). Las muestras empíricas de este hecho en los entornos de la producción son múltiples. En una investigación en empresas tecnológicamente avanzadas en Argentina relevábamos hace unos años el fenómeno siguiente: “la existencia de un pensamiento gerencial “heterodoxo” que busca movilizar y racionalizar, sistemáticamente, la subjetividad del trabajador con miras al desempeño de la empresa. Dicho de otro modo, es la búsqueda de sincronía entre la estructura de la personalidad del individuo y la estructura de la productividad de la organización.” (11)
Entre los repliegues y extensiones de la “sociedad de la información”, el actor no puede sino dar prioridad a la creación de cultura y sentidos nuevos en su mundo de la vida y del trabajo y en las interacciones comunicativas que dan a éste su consistencia. Al modo de Cillario, un sindicalismo socio político enfáticamente crítico: “reforzará el enfoque político, la representación de los intereses de las nuevas capas sociales, del sector terciario, del trabajo técnico administrativo, de los “intelectuales”, que tan difíciles de absorber resultan al movimiento obrero [...] recuperará una iniciativa social capaz de fundamentar “la crítica de la economía política” y de reducir la hegemonía cultural de la “política económica e industrial.”
Una nueva forma de construcción de saber
Observaciones de Patricio Bianchi, investigador vinculado a los sindicatos metalúrgicos italianos, particularmente doctos en la materia, nos permitirán introducir con ahorro de datos el tema de la producción informatizada y la construcción de saber para la acción colectiva del trabajo. Con base en la premisa técnica, recordada más arriba, sobre el rol estratégico dominante del flujo informativo sobre el flujo físico de mercancías, se extraen tres tesis claves: la primera se refiere a una desestructuración de las formas clásicas de aprendizaje; la segunda al surgimiento de barreras específicas para el “acceso” a la información por el sindicato y, la tercera, al surgimiento de nuevas formas y contenidos de la relación entre calidad del trabajo y acción sindical.
• La primera tesis es que el salto de la tecnología informática rompe en industrias y servicios la “curva de aprendizaje” de la producción que los trabajadores habían construido en las décadas precedentes. Es decir, ha interrumpido la acumulación de conocimientos, de competencias de aprender, de movilizar saber y de capacidades de manejo del proceso productivo que formaron la acción colectiva en el trabajo y permitieron la existencia de sindicatos. La rapidez y capacidad de difusión del actual proceso de innovaciones y su carácter exógeno, dado por el hecho que no surge de la experiencia de producción sino de la universidad y los laboratorios, torna aún más desestructurante tal ruptura para el sindicato (y para la empresa). Los actores del conflicto laboral sienten y experimentan dramáticamente el impacto informático sobre sus tradiciones y señales de identidad.
• La segunda tesis se refiere a las barreras de “acceso” a la información aportadas por los nuevos sistemas. Sostiene que, antiguamente, el trabajador colectivo disponía de un instrumento excepcional de información y control: por observación directa, siempre tenía claro, qué equipamientos eran obsoletos, cuántos tipos de operación había o eran factibles, cuáles eran los ritmos de acumulación de ganancias o pérdidas. Con la producción automatizada le ha surgido una barrera de acceso estructural a esa información, no puede ya situarse ante la línea de producción y conocer el estado y posibilidades de la empresa. Tiene entonces la necesidad de realizar dos operaciones genéticas: por una parte, reconstruir los flujos de producción que “circulan por el mundo” y, por otra, impulsar en el trabajador una profesionalidad, un tipo de “saber hacer” en que esa reconstrucción colectiva de la información sea eje fundamental (y no sólo, como lo era antes, el “conocimiento” transmitido desde afuera). El sindicato así está llamado a estimular capacidades de saber aprender en el propio trabajo, de “polivalencia” y de comunicación efectiva del trabajador con sus pares y jefatura. Pero más en el fondo, sostendrá J. Godio tomando investigaciones de P. Bourdieu y L. Wacquant, la exclusión de ese acceso calificado obstaculiza al trabajador la posibilidad de ser ciudadano: “El “acces”, hasta hace algunas décadas un verbo de acción limitada, ahora es un verbo usado cotidianamente como articulador de los hombres con la nueva economía: pronto se transformará en la cualidad dominante de “nuevos ciudadanos” que dotarán de sus intereses al mismo concepto de democracia.”(12)
• La tercera tesis sostiene que la transformación productiva en desarrollo en países como Chile cambia la relación entre el saber productivo, operante en el área de producción representada por el sindicato, y el saber práctico que los dirigentes aplican en su acción. Ese saber productivo profesional ha estado presente, potencial o realmente, en la constitución de los sindicatos desde que existen, pero el predominio de lógicas estatales en las relaciones laborales de las últimas décadas fue progresivamente transformándolo en un saber “político”. Los dirigentes sindicales eran más expertos en entenderse con ministros, parlamentarios o dirigentes de partido que con gerentes y trabajadores de las empresas. O cuando se entendían con éstos recurrían a las formas y saberes adquiridos en su relación con la “política”. El problema es que, en contextos de economía competitiva y en que la información es sustento funcional de la sociedad, este desfasaje entre saber “político” y saber productivo es hoy más grave que antes. Recuperar la primacía del saber profesional supone un cambio en la cultura de los sindicatos de la mayor complejidad. En palabras de Bruno Trentin, ex guerrillero en la segunda guerra mundial, doctor en economía y secretario general en los años 80 de la central de trabajadores (CGIL) de Italia:
“Existe el riesgo de una marginación cultural del cuadro sindical frente a las nuevas tecnologías. El día en que un representante sindical no esté ya en condiciones de comprender el trabajo de aquellos a quienes representa, es decir, de ser fuerza hegemónica capaz de competir culturalmente con sus interlocutores, se convertirá en un intermediario, en un mediador, que habla de cualquier cosa.” (13)
Una identidad y autonomía obrera que asuman imperativos de competitividad
Desde la óptica de la acción colectiva, la cuestión que suscita la aplicación de nuevas formas de organización del trabajo y de gestión empresaria es lo que Benjamín Coriat llama el “principio de ostracismo”: ”la importancia y la eficacia que reviste la presión colectivamente ejercida por un grupo sobre todo elemento de ese grupo que tienda a separarse de los objetivos que le son asignados o que son comúnmente asumidos por él” (14). Se trata de una técnica de control social aplicada a las formas de racionalización que operan por la vía de descentralizar y transferir “poder” a los niveles inferiores de ejecución en las empresas. Una especie de exigencia de “autonomía responsable” del trabajador que es particularmente “económica” porque ahorra inversión en tareas y sistemas de control físico, de medida y evaluación del trabajo, como porque imprime un compromiso con el desempeño que mejora, habitualmente, la productividad de los factores de producción.
El discurso ideológico que recubre esta “racionalización” descansa en una mutación del trabajador en “cliente”, habitual en programas de “calidad total” o similares, que comporta una transformación crucial del sujeto del trabajo. Sutilmente los trabajadores dejan de ser llamados tales y lo son como “personas”, “gente”, o “clientes”. En la empresa cada trabajador es cliente de otro, es decir, lo interpela (como en cualquier intercambio mercantil) respecto del volumen, calidad, oportunidad y “precio” de un bien que puede ser detección de fallas, de demoras, de costos o de desperdicios. En consecuencia, se introduce en el proceso de trabajo la competencia empresarial o el juego de intereses y las manipulaciones de información estratégica que caracterizan un mercado “imperfecto”. Las coacciones y conflictos de la circulación de bienes se instalan en su producción. Más aún, en la “nueva economía” o economía de la “información”, la acumulación “inmaterial” de contenidos que circulan por Internet hará primar una lógica que ya no es de la producción ni de la circulación sino del mercado de capitales, con las consecuencias en volatilidad de trabajos y contratos que ello presupone (15).
Aparecen formas de implicación “competitiva” de los trabajadores con los resultados de la empresa, los correspondientes sentidos de pertenencia a ésta y formas de liderazgo que trascienden largamente las funciones de control y estímulo de los supervisores tradicionales. Los nuevos “líderes” no sólo controlan, premian y castigan, sino que representan al trabajador de su grupo ante la empresa, negocian con ésta cuestiones económicas sustantivas y, en este sentido, dan lugar a prácticas que se asemejan y compiten con las del sindicato.
A la vista de estos fenómenos, los sindicatos tienden a objetar las prácticas “participativas” que así aparecen. Perciben un estrechamiento del ámbito de la negociación colectiva y, por tanto un debilitamiento de la identidad y autonomía de los trabajadores y sus organizaciones. En aparente correspondencia, las empresas dan muchas veces a los programas de “calidad” una connotación antisindical, buscan con ellos sustituir los sindicatos donde existen o impedir su constitución donde no existen.
Pero el problema esencial es la incorporación de los objetivos de competitividad de las empresas en la acción cotidiana del sindicato. Ya que concebida al modo capitalista, es decir, dirigida a la acumulación de ganancia, esa competitividad enfrenta a los trabajadores entre sí, corporativizado antes que ampliando (democráticamente) sus intereses. Al mismo tiempo, crea las bases para un entendimiento, economicista pero no por eso menos eficaz, entre trabajadores y gerencia, que hará superfluo el sindicato. El desafío para este es enorme. No puede simplemente rechazar los programas empresariales sin desligarse de la economía y la política real, pero tampoco puede asumir todas sus manifestaciones e implicancias. Tiene que desarrollar un nuevo tipo de autonomía sindical, que descubra las formas de solidaridad capaces de imponerse por sobre las restricciones culturales y prácticas que a ella pone la competitividad. Y concebir solidaridad y competitividad como partes de un todo es un ejercicio intelectual y práctico difícil.
Dicho de otro modo, el sindicato buscará en la teoría una forma de racionalidad ampliada que le permita tener razón frente a la razón de la competitividad. Parece apropiada a estos efectos la teoría que concibe la acción como una comunicación en torno a los diferentes intereses puestos en juego cuando un actor se encuentra con “otro”. Esta teoría de la “acción comunicativa” ha demostrado las posibilidades de una “racionalidad amplia”, cuyos valores (acumulables) no se limitan a la eficiencia sino que se extienden a las normas de integración social de los grupos y a sus formas de autonomía y expresiones genuinas (16). El punto es darse cuenta que ninguno de los tres criterios de valor considerados, ni el relativo a la eficiencia instrumental de la acción, ni el relativo a la corrección en la aplicación de las reglas sociales del grupo de trabajo ni el relativo a la autenticidad de la autonomía y expresión del actor, tiene prioridad sobre los otros. La racionalidad más competitiva y/o más cooperativa de la acción no puede sino, entonces, ser resultado de una discusión contradictoria y conflictiva que, en el mejor de los casos, lleva a un consenso o un compromiso. El “espacio de discusión” en la empresa, en el trabajo y en el sindicato, es así la cuestión fundamental, como sostiene el investigador francés C. Sejours (17). Sólo garantías suficientes para que en este espacio haya discusión racional, se desarrolle “acción comunicativa”, pueden mejorar las condiciones de “cooperación” que todo trabajo racional presupone y conjugarse con ésta las exigencias de competitividad.
En este preciso sentido, la teoría en cuestión puede resultar adecuada para las demandas de nuevas ideas que el actor social presenta hoy y, desde una perspectiva socialista, proporcionar conceptos, métodos y orientaciones “racionales” para una renovación “seria” de las ideas de emancipación social. Se trata acá del “reformismo radical” que los teóricos de la acción comunicativa postulan cuando hacen política y renuevan la crítica del capitalismo. Tema que sólo es posible enunciar o anunciar en un artículo como este.
Conclusión
Como cierre del análisis discutiremos una noción de experto coherente con la teoría con “intención práctica” esbozada. La referencia a una figura de actor permite elaborar de modo “práctico” observaciones sobre el tipo de “conocimiento” que está en el trasfondo y que, explicitadas según las convenciones científicas al uso, resultarían demasiado abstractas. Conviene aclarar que para nuestro discurso una teoría muestra más intención práctica cuanto más se enfoca desde el actor social antes que del Estado y funcionamiento del sistema.
Un relato anecdótico sobre la aplicación de tecnologías en el agro ayudará a explicar nuestro punto de vista. Expertos intervinientes en tales procesos constataban que, aunque se eligiera de modo técnicamente inobjetable la tecnología adecuada a la producción, muchas veces era imposible encontrar el campesino que las aplicara. Terminaron preguntándose si en vez de “tecnologías adecuadas” no había que producir “campesinos adecuados” ... Es también usual que la ciencia social aplicada a partidos, sindicatos u otras formas de acción colectiva prescriba reglas “óptimas” que, sin embargo los potenciales beneficiarios jamás aplican: ¿habrá que buscar el “partido adecuado” al pensamiento del experto o al revés?
Está acá presente el problema clásico de la relación entre teoría y práctica, cuyo tratamiento exhaustivo excede de lejos no sólo este ensayo sino las posibilidades de su autor. Pero alguna indicación puede esbozarse si la mirada, aunque mantenga pautas de “objetividad”, se acota a la perspectiva ideológica que designamos como socialismo. Pues en este caso la pregunta versará sobre una relación entre teoría y práctica o entre experto y actor que desarrolle el potencial democrático susceptible de surgir de la práctica del actor.
¿Cuál es el tipo genérico de experto que hace este desarrollo posible?
Primero uno que acepta algo poco aceptable para el experto tradicional: que el saber evidenciado en toda acción o experiencia con sentido puede tener tanta entidad, valor de conocimiento y capacidad de representar la realidad como lo tiene, en principio, el saber construido por los métodos técnicos usuales. Sobre esta valoración del “saber común” de las personas y, para nuestro caso, el “saber obrero”, hay disponible una amplia acumulación de ciencia social, de la cual nos hemos ocupado en otra parte (18). No es un dato menor que esa ciencia muestre las conexiones de la estructura y dinámicas de la innovación productiva con la estructura y dinámicas de la experiencia “obrera”. Valgan sólo a modo de ejemplo las elaboraciones de la “ciencia acción” surgidas de investigadores y teóricos del MIT y Harvard (19).
Hay una segunda condición planteada al experto por el desafío metódico de aportar saber eficaz a la acción social: debe ser capaz de elaborar un conocimiento que es una “reconstrucción” del saber común del actor. Pero el punto es que, por principio, está excluida toda forma de esa reconstrucción que derive su validez de la técnica utilizada: La figura de experto evocado en este ensayo entiende que la validez reconstructiva de su “ciencia” se extrae de una “fusión de horizontes” entre experto y actor. Es decir, elaborada de modo que es el actor quien emite el juicio de validez “científica” de las conclusiones, luego que encuentra argumentos racionales y prácticos que lo llevan a coincidir con la formulación experta, sus perspectivas, significados e inferencias principales. Y luego que actor y experto aceptan que las diferencias de interpretación se resuelven en una discusión pública sin limitaciones a priori. Tanto la productividad real de las empresas como el desempeño del trabajador, sus competencias y evaluación, pueden ser “materia” de una construcción plural y pública entre “expertos” y actores sociales.
No se nos escapa que esta noción de experto “práctico” más que “técnico” presupone un tipo específico de teoría social, por ejemplo “hermenéutica” o “comprensiva” antes que la de uso más habitual. El tema excede también en demasía los límites de este trabajo, sin embargo hay una opción que es necesario desterrar: la “investigación participativa”, en cualquiera de sus versiones. Por coherencia teórica no se trata que el actor “participe” en la elaboración de un conocimiento cuyas premisas y métodos no le conciernen porque vienen técnicamente determinados. La idea es que el saber mismo es una interacción entre actores, uno que investiga y concluye de un modo y otro que lo hace de otro. Este enfoque suele ser explicado como crítica a la noción de “ciencia aplicada”, por ejemplo, en Francia por C. Dejours:
“En la perspectiva de la crítica de que hablamos, se trata de establecer la primacía del terreno, es decir, en este caso, de las conductas humanas concretas. La cuestión planteada es entonces la del análisis, la descripción y la comprensión de las conductas concretamente adoptadas por los hombres y las mujeres en situación real, considerándolas como punto de partida del proceso de investigación, es decir, renunciando a considerarlas como la ejecución más o menos degradada de conductas ideales, definidas a partir de situaciones artificiales (experimentalmente construidas).” (20)
En definitiva, el desafío socialista frente a la economía contemporánea difícilmente puede enfrentarse sin cambios profundos en la comprensión misma del trabajo, la tecnología, el saber y el conocimiento. El sentido de esos cambios está en una valoración sistemática, despejada de todo romanticismo “participativo”, del saber obrero y del poder comunicativo con que la sociedad civil puede, bajo ciertas premisas, influir el sistema político y sus instituciones, poniendo límites y confrontando con el poder de la administración estatal y de las grandes empresas o actores privados. Por esta vía el socialismo no puede ya escindir trabajo y ciudadanía, tiene que comunicarlos. La figura del trabajador y la figura del conocimiento mutan en profundidad como resultado de esa comunicación.
Notas
1) Hopenhayn Martín: – Repensar el trabajo. Historia, profusión y perspectivas de un concepto. Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 2001.
2) Id.
3) Cfr. Espinosa Malva: “Trabajo docente y protección social”. Documento de Trabajo para proyecto de formación de líderes sindicales emprendido por la CUT, Santiago de Chile, 2002.
4) Godio Julio: Sociología del trabajo y política. Atuel, Buenos Aires, Argentina, 2001. Godio propone un cambio profundo en la relación del sindicato con la sociedad civil, que llama sindicalismo “socio-político”.
5) Zambrano Juan C.: “Trabajo y sindicalismo en los nuevos tiempos”. Documento de Trabajo para el presidente de la CUT, Santiago de Chile, 2002.
6) Gallino Luciano: “Informática, trabajo, inteligencia y democracia”. En: Castillo, Juan J. (comp.): La automación y el futuro del trabajo. Tecnologías, organización y condiciones de trabajo. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, España, 1988.
7) Id.
8) Una versión “degradada” del fenómeno suele designarse como “flexibilidad laboral”, desregulación de la protección del trabajo constitutiva del “derecho laboral”. En un país como Chile, el discurso empresario de “flexibilidad laboral” no tiene más sustento “científico” que la fuerza ideológica y política de sus impulsores.
9) Cillario Lorenzo: “El engaño de la flexibilidad. Elementos para una crítica de la ideología de la automatización flexible”. En Castillo Juan J., 1988, op.cit.
10) Lechner Norbert: “Tres formas de coordinación social. Un esquema”. Ponencia en coloquio del CENDES, Caracas, Venezuela, 9 al 11 de octubre de 1996.
11) Rojas Eduardo et allii: La educación desestabilizada por la competitividad. Las demandas del mundo del trabajo al sistema educativo. Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, Buenos Aires, Argentina, 1997.
12) Godio J. 2001, op. cit.
13) Entrevista en Rev. Leviatán Nº 35, Madrid, 1989.
14) Coriat B.: Penser á l’envers. Christian Bourgois Ed., Paris, Francia, 1991.
15) Ehrke M.: “La nueva economía. Cinco dimensiones del concepto”. Fundación Ebert, Buenos Aires, Argentina, 2001.
16) Teoría desarrollada por J. Habermas, K.O.Apel, Albrecht Wellmer, investigadores y teóricos como T. MacCarthy o Nancy Fraser en EE.UU., Fernando Vallespín o Cristina Lafont en España. Una presentación de esta teoría aplicada a los ambientes productivos se encuentra en Zarifian Philippe: Travail et comunication. Essai sociologique sur le travail dans la grande entreprisse industrielle. PUF, París, Francia, 1996. Esquemáticamente y sólo para indicar de qué hablamos, puede decirse que el abordaje basado en la teoría de la acción comunicativa cuestiona las nociones habituales de “comunicación”, “poder” o “regla”, entre otras tan fundamentales como estas para comprender trabajo y política, siguiendo además aportes de M. Weber, L. Wittgenstein, J. Austin, J. Searle, M. Foucault, Hannah Arendt, H.G. Gadamer, P. Ricoeur.
17) Dejours Christophe: El factor humano. Asociación Trabajo y Sociedad, Buenos Aires, Argentina, 1998.
18) Cfr. Rojas Eduardo: El saber obrero y la innovación en la empresa. CINTERFOR-OIT, Montevideo, Uruguay, 2000.
19) Un clásico de esta “escuela” es: Argyris C., Putnam R. and Mac Lain Smith D.; Action science, Jossey Buss Publischers, San Francisco, USA, 1985.
(20) Dejours C., op. cit.