Hacia fines de mayo recién pasado y con escasa diferencia de días salieron a la luz dos libros que fueron ampliamente publicitados y comentados a través de la prensa. Ambos – aunque uno más que el otro – rápidamente devinieron en “éxitos editoriales”.
El libro de Pablo Halpern, Los nuevos chilenos y la batalla por sus preferencias (Planeta, Santiago, 2002), y el de Eugenio Tironi, El cambio está aquí (La Tercera/Mondadori, Santiago, 2002) tienen varias cosas en común, aparte de la casi simultaneidad de sus lanzamientos.
Para los propósitos de este artículo interesan dos de esas semejanzas. La primera está relacionada con los propios autores. Los dos adscriben al mundo de la Concertación y profesionalmente se desenvuelven o se han desenvuelto en áreas tan variadas como la político–gubernamental, la político electoral, la académica, la de asesoría a grandes empresas y la directamente empresarial. Tal variedad de actividades ha tenido, no obstante, un hilo conductor: en su desempeño han primado el conocimiento y la experiencia de los dos autores en la esfera de las comunicaciones y de las estrategias comunicacionales.
La segunda semejanza resulta menos tangible, pero es la más relevante. Ambos pueden ser considerados como integrantes de – llamémosle así, por ahora – “un nuevo tipo de intelectual” surgido dentro del ámbito de los pensamientos progresistas y que comparten no sólo una mirada sobre aspectos claves de lo que es la sociedad chilena contemporánea, sino también una cierta cosmovisión y forma o metodología para observar los fenómenos socio-políticos.
Intelectual tradicional y neointelectual
Sin pretender realizar una estricta definición o clasificación de este “nuevo tipo de intelectual” progresista, bosquejaré a continuación algunas de sus características, resaltando, en especial, aquellas que lo distinguen del intelectual que tradicionalmente predominó casi sin contrapeso dentro del ámbito de las culturas de las centroizquierdas e izquierdas.
Una primera característica la aportan sus biografías profesionales. En este caso, como ya señalé con relación a los autores citados, se trata de intelectuales que acumulan vivencias, además de las académicas, propiamente políticas y directa o indirectamente empresariales (como consultores, ejecutivos o propietarios). Sus actividades profesionales se desenvuelven imbricando estos tres mundos. No son tareas que desarrollen por vías paralelas o separadas en el tiempo. Las llevan a cabo con simultaneidad y armonizándolas.
Es una característica que contrasta con las del intelectual o cientista social tradicional. Para éste, las dimensiones políticas y del comercio pueden no serle desconocidas en tanto objeto de estudio, pero sí en cuanto a experiencias y a prácticas vivenciales. Es cierto que, en muchos casos, tiene un acercamiento a la esfera política, pero suele mantener prudentes grados de distanciamiento y, por norma general, sin mayores compromisos con los planos de la toma de decisiones y de ejecución de labores. A su vez, el mundo de los negocios, de la empresa, sí que le es ajeno por completo.
Complacencia y acriticismo
Una segunda característica del neointelectual progresista es su complacencia con el estatus, con lo establecido. Y no me refiero a la complacencia con lo realizado por los gobiernos de la Concertación, o sea, a una actitud política contingente (“autocomplacientes”). La conformidad de estos intelectuales es más trascendente. Alude a una aceptación de buen grado y conformidad con el orden social que despliega el capitalismo moderno y globalizado. Frente a éste son, de hecho, acríticos. Su criticismo apunta a los factores y visiones que se resisten a la realización plena del nuevo ordenamiento capitalista.
Este rasgo es, sin duda, uno de los más extraordinarios e inéditos en la historia del universo intelectual progresista. La figura del intelectual tradicional está asociada indeleblemente a la crítica sistémica. Lejos de complacerlo, el establishment lo abruma, lo angustia, lo rebela, aun cuando, en ciertos casos, no visualice o no crea en proyectos o en sociedades alternativas. Sus visiones y discursos se orientan hacia la indagación y demostración de las irracionalidades sociales y funcionales del sistema.
Modernidad predestinada
Una tercera característica, vinculada a la anterior, consiste en la elevada confianza que el neointelectual deposita en la modernidad, en los avances y procesos modernizadores, como recurso y mecánica per se y garante del progreso social. Es más, la modernidad es representada por estos intelectuales como un objetivo histórico virtualmente ineluctable, hacia el que las sociedades se dirigen fatalmente e impelidas por una suerte de leyes tan “ciegas” como las del mercado.
En esta interpretación muestran un punto más o menos en común con algunas escuelas tradicionales (casi todas influidas por la filosofía hegeliana, pero también por ciertas lecturas del cristianismo) que comparten el supuesto que la historia marcha hacia un destino establecido, hacia una predestinación.
No obstante, la diferencia con el intelectual tradicional es que éste, en primer lugar, se conflictúa ante la valoración de la modernidad, desconfía del hipotético carácter progresista intrínseco de los procesos tecnológicamente modernizadores; y, en segundo lugar, su fe en el progreso social surge más de su creencia en el predominio de las fuerzas volitivas de la humanidad y/o de la acción político–social que de la confianza en el devenir inerte de las ciencias y la tecnología y de sus efectos transformadores de la vida colectiva.
Examinemos ahora como se manifiesta este “nuevo tipo de intelectual” a la luz del análisis de los textos mencionados.
La modernidad según los autores
Para estos autores, el paradigma social contemporáneo es, precisamente, la modernidad. La conciben como un estadio histórico y como un proceso unívoco y carente de conflictos en su internalidad.
En varias oportunidades, Pablo Halpern alerta en su libro que: “En lugar de centrarme en las complejidades de la modernidad y las inequidades del capitalismo, he intentado desentrañar sus efectos sobre la comunicación entre nosotros”. No hay por qué dudar del argumento que él esgrime para no abordar las inequidades y complejidades del capitalismo y lo moderno. Sin embargo, la lectura del libro deja la impresión que existe otra razón no explicitada, lo que no implica que se oculte premeditadamente.
En el texto de Halpern las inequidades y las complejidades de la modernidad y del capitalismo no son históricamente significativas, no son las más activas en el devenir histórico. Los conflictos que se desprenden de ellas serían históricamente pasivos o desempeñarían una actividad infinitamente menor que otras contradicciones las cuales, empero, no serían intrínsecas a la modernidad y al capitalismo actual.
Esta interpretación es plausible atendiendo a lo que sigue. A lo largo del texto, Halpern trata de convencer a los principales protagonistas de la vida colectiva (políticos, mass media, empresarios) de la presencia de un hecho que está resumido en el título del libro de Eugenio Tironi, El cambio está aquí, algo muy parecido a lo que ya había escrito José Joaquín Brunner en 1994: Bienvenidos a la modernidad (Planeta, Santiago, 1994). Halpern convoca a reconocer lo moderno ya existente en Chile, a comprenderlo para cristalizar una adecuada comunicación entre los dirigentes de las diversas esferas y los mundos sociales ya modernizados por las transformaciones tecnológicas: “Si damos la espalda a estos cambios, negándolos porque no nos gustan, políticos, gobernantes, empresarios y comunicadores corremos el serio riesgo de perder nuestra conexión con los ciudadanos”.
¿A qué ciudadanos se refiere Halpern? Al ciudadano moderno, según su versión, esto es, al homo consumidor. “Como lo sugirió Joaquín Lavín en la Revolución silenciosa (1987) y más tarde Eugenio Tironi en La irrupción de las masas (2001), ya Chile no se puede describir sin hablar de consumidores. El crecimiento económico ha dado origen a un ciudadano que emergió en la segunda mitad de los 80 y que, gracias al dinero plástico, ya no tiene que esperar la llegada del fin de mes para comprar”.
Datos con doble lectura
Tampoco Halpern nos habla de cualquier consumidor, sino del consumidor de la modernidad y moldeado por ella. Detengámonos brevemente en esto. La neointelectualidad, para demostrar la gravitación de lo moderno y de la modernidad en la sociedad chilena, recurre en forma habitual a datos que, de manera paradójica, no necesariamente confirman la masividad de lo moderno, sino que admiten también un diagnóstico contrario, a saber, que los espacios modernos en Chile todavía son relativamente reducidos con relación a las totalidades. Pongamos como ejemplos tres de las informaciones que aporta Halpern como señales de sociedad moderna:
- En 1999 el 34% de los hogares accedía a la televisión por cable.
- En 1999 el 23, 9% de los hogares disponía de PC.
- En el 2000 el 16,6% de la población estaba conectada a internet.
Situemos, ahora, estas mismas afirmaciones al revés y el resultado es el siguiente:
- En 1999 el 66% de los hogares no accedía a la televisión por cable.
- En 1999 el 76,1 de los hogares no contaba con PC.
- En el 2000 el 83,4% de la población no estaba conectada a internet.
En fin, eludir el manejo del contraste de las cifras es producto de dos cuestiones articuladas e identificatorias de las visiones de los nuevos intelectuales. Primero, de sus convicciones sobre que los espacios modernos de la actualidad – sin importar mucho su extensión – anuncian la sociedad que inevitablemente será; y segundo, de su negativa a aceptar que los espacios no modernos (que son bastante más que los visibles y ostensibles, pues algunos espacios considerados modernos son sólo un remedo de modernidad) no constituyen un simple rezago, un momento premoderno destinado a desaparecer por la expansión de la modernidad, sino que resultan del advenimiento de un tipo de modernidad propia de países de desarrollo relativo, forman parte de una modernidad “desigual y combinada” y, por ende, nada asegura que en vez de extinguirse con la expansión de lo moderno no se perpetúen o hasta reproduzcan.
Un sistema unificado
Retomando el hilo de la reflexión, Halpern presenta en su libro la idea de una modernidad unívoca y sin conflictos a través del siguiente esquema: la sociedad moderna está básicamente conformada por ciudadanos consumidores de modernidad y por redes y relaciones sociales que se corresponden con esas cualidades de la ciudadanía. El consumo moderno es el leit motiv de las sociedades modernas y, por lo mismo, su demanda clave es la de un mayor y mejor consumo y que sólo la modernidad puede satisfacer. Ergo, la modernidad es un sistema unificado y cerrado en y por esa impronta, por esa complicidad orgánica entre el ciudadano consumidor – y los vínculos sociales que lo expresan como tal – y la oferta y meta de la modernidad.
Dentro de ese sistema no hay conflictos significativos, en sentido histórico. Los conflictos significativos que perviven son exógenas a él y se originan en, primero, los obstáculos y embates a la modernidad que plantea la subsistencia de espacios y conductas premodernas; y segundo, en las carencias de parte de las elites (políticas, empresariales, mediáticas, intelectuales) o de sectores de ellas en la comprensión y asimilación veraz y plena de la mentalidad y realidad del ciudadano y de la sociedad moderna.
No es impremeditado que Halpern, a lo largo del texto, fustigue a los promotores de las “nostalgias” y a las fracciones elitistas que no terminan de modernizarse.
El modelo y la bicicleta
En el libro de Eugenio Tironi se encuentra una similar concepción sobre la modernidad. Pero en su exposición agrega un componente que la torna un tanto más elíptica. Me refiero al factor del crecimiento económico que, en Tironi, deviene una suerte de factótum.
Este autor asocia claramente – y con razón – modernidad y crecimiento económico y crecimiento económico con modernización tecnológica de punta. “Hacia el futuro – escribe –, la Concertación debe proponerse situar a Chile como actor en las revoluciones de la microelectrónica y de la ingeniería genética”.
Dicha proposición – audaz, como él mismo reconoce – está inmersa en su tesis sobre “el modelo y la bicicleta”: “En este país real, una caída drástica y constante del crecimiento afecta la viabilidad del orden social y político actual en su conjunto, pues éste depende críticamente de una economía en constante expansión. De ahí la referencia a la bicicleta: así como su equilibrio termina cuando el ciclista no le imprime la debida velocidad, del mismo modo la estabilidad global de la sociedad chilena se desplomaría si no mantiene una cierta aceleración de su economía”.
Tal tesis se hace congruente teniendo en cuenta que, para Tironi, “Lo que ocurre es que, como efecto de la experiencia de la década de los 90, los chilenos nos volvimos adictos al crecimiento… Los chilenos, en suma, ya probamos la droga del crecimiento. Es lo que nos estimuló, lo que motivó a las personas y al país por más de un decenio”.
En definitiva, aquí también nos encontramos con la idea de un sistema moderno unificado y cerrado (“complicidad” de los consumidores con la modernidad) y con la idea que el motor y el eje de ese sistema, el crecimiento económico, es unívoco y sin conflictos en su dinámica interna.
En efecto, Tironi nos recuerda “que el crecimiento económico no es tan sólo la utopía de gran parte de la clase dirigente chilena. Es también el mecanismo en el que confía la población para obtener los recursos con los cuales responder al infortunio y ascender en la escala social”. Es decir, el crecimiento es un propósito que unifica a elites y masas, con lo cual se despeja una primera potencial fuente de conflicto.
Pero el meollo del asunto radica en el carácter neutral, indebatible, o sea, unívoco y sin conflictos, que se le concede al crecimiento económico. En su libro, Tironi no concibe que ese propósito esté cruzado por contradicciones internas. Describe dos tipos de conflictos al respecto, ambos externos y ajenos a la lógica pura del crecimiento. Uno representado por los que asumirían “como una fatalidad que no se podrá retomar el ritmo de crecimiento de la década pasada” y otro que pretende “destruir y reemplazar el modelo por un esquema similar al que prevaleció en los sesenta”
Lo que no advierte Tironi es que la “lógica pura del crecimiento” también implica opciones. No da cuenta, por ejemplo, que su propia propuesta estratégica para reimpulsar el crecimiento choca con otras que, con la misma lógica y voluntad, promueven una estrategia reiterativa de las dos décadas pasadas.
Utopía y conceptualización ad hoc
Pese sus aversiones y sus diatribas en contrario, la “nueva intelectualidad” también ha ido configurando una nueva utopía. Complazcámonos leyendo, por ejemplo, el futuro que nos augura Pablo Halpern: “Considerando la ventaja de Chile en cuanto a su alta tasa de conexión a internet y número de PCs en el hogar, es probable que el teletrabajo se extienda con rapidez. Las consecuencias de esta forma de laborar en la vida cotidiana serán numerosas… Se diluirán las fronteras entre la pega y otras actividades. Una persona que trabaja en su casa podrá desconectarse y volver a conectarse. Por ejemplo, alguien podrá dejar por un momento la plantilla de cálculo en la que trabaja y revisar en internet la cartelera de cine para escoger una película para ver en la noche, echar una mirada a sus hijos que juegan en el patio trasero de la casa o ayudarles en alguna tarea”. Augurio igual de hermoso que de utópico, por lo menos en lo que se refiere a su realización como sociedad. El propio Halpern nos aporta el siguiente dato: recién en el 2005 sólo el 10,8% de los trabajadores de la Unión Europea desarrollarán su actividad laboral a través del teletrabajo.
De todas maneras, estas señales utópicas derivan, congruentemente, de la cosmovisión neointelectual sobre las sociedades modernas y su fatal y ascendente transcurrir. Es decir, por cosmovisión los neointelectuales se han vuelto propietarios de una utopía y, por ende, tan predictivos y voluntariosos como el arquetipo del intelectual tradicional.
Pero su constitución como neointelectualidad no estaría completa si no inventaran sus propios conceptos. Y lo han hecho a través de reformulaciones. Tres son los conceptos fuertes, propicios y consecuentes a sus cosmovisiones: ciudadano consumidor, malls y televisión.
El consumidor ciudadano
La noción de ciudadano consumidor es corolario obvio de la idea que la sociedad se organiza y estructura en torno al consumo. El consumo incluso sería el sustrato que se encontraría en la emergencia de una nueva tipología social, que tendría dos tendencias fundamentales: pluralismo e igualación en función de las pautas de consumo. Halpern escribe: “Los nuevos ciudadanos tienden a agruparse en torno a pequeñas tribus y el consumo es una de las herramientas más poderosas de cohesión social”. Continúa: “La mentalidad del consumo ha facilitado la aparición de grupos con identidades diferentes que se reconocen por su ropa, por la música que escuchan, por los lugares que frecuentan, por la tecnología a la que tienen acceso, por los fetiches que compran y por los canales de cable que prefieren… Si uno observa a un skater de Lo Barnechea y a otro de La Pintana, no distingue el abismo socio–económico que los separa”.
Pero lo verdaderamente importante de esta categoría es que los dos vocablos que la componen no son un binomio complementario, como podría pensarse. En realidad es una categoría sintética que da por superados los viejos conceptos de ciudadano y de consumidor. Dicho muy escuetamente, por ciudadano se entendía el sujeto con deberes y derechos políticos que los realizaba en el plano de lo público. Y se entendía por consumidor a la persona “privada” que simplemente adquiría bienes en el mercado, o sea, que ejecutaba acciones privadas.
El ciudadano consumidor – para la visión intelectual comentada – es un actor público y privado, pero no por complementación, sino porque la condición ciudadana tradicional se encuentra subsumida, reacondicionada a la condición y función consumidora moderna. En ese sentido, sería más adecuado invertir los términos y hablar del consumidor ciudadano. Elocuente al respecto es la siguiente afirmación de Halpern: “Para bien o para mal, la lógica del consumo predomina y se ha hecho extensiva a las opciones que tomamos en las urnas… Los electores aplican los criterios de satisfacción al consumidor en su evaluación de políticos y funcionarios”.
Malls y Televisión
Una sociedad en la que sus integrantes están fundamentalmente definidos por la condición de consumidores tendrá que estar caracterizada a su vez por el dominio de estructuras o instancias que reflejen esa realidad. Para nuestros autores, esas estructuras o instancias son los malls. Entiendo – o quiero entender – que en ellos el uso de la figura de los malls tiene un sentido real, pero también metafórico e hiperbólico. El mall sería la instancia representativa o el lugar preferente en donde se manifestarían las nuevas relaciones sociales, propias del ciudadano consumidor. Sería algo así como uno de los pilares o uno de los principales cuerpos de un nuevo tipo de sociedad civil, el punto de encuentro y de interrelación de los ciudadanos consumidores.
Pablo Halpern lo describe así: “Las relaciones sociales se han transformado porque la posibilidad de consumir ofrece nuevos espacios y oportunidades para afianzar los vínculos entre las personas. Son comunes los paseos familiares y de amigos a los malls, los eventos de promoción y marketing se constituyen en verdaderas plazas públicas”.
Y el último componente de esta tríada conceptual sería la televisión. Es obvio el vínculo entre televisión y consumidor y el papel que desempeña ésta en el consumo a través de la publicidad. Pero en el pensamiento de la nueva intelectualidad, la televisión adquiere otras dos dimensiones de gran envergadura.
En primer lugar, la televisión tendería a suplir, a reemplazar las antiguas “estructuras intermedias” (partidos, sindicatos, asociaciones comunitarias, etc.). La comunicación entre ciudadanos consumidores y sus agrupaciones (“nueva sociedad civil”) con la sociedad política se llevaría a cabo, en lo substancial, a través de la televisión. Afirma Tironi: “Las campañas políticas de estos tiempos no se dirigen a los electores, sino a los públicos y audiencias de la televisión, radio y prensa… El sostén que le daban antiguamente las estructuras militantes de los partidos ya no sirve”.
Pablo Halpern es aún más categórico: “Cuando los partidos políticos ya no cuentan con gran poder de convocatoria, su rol de intermediarios entre la gente y el aparato público se debilita… La televisión reemplaza a las juntas de vecinos, a las agrupaciones gremiales y a los sindicatos. Es ahora el espacio donde se conectan los chilenos con sus líderes”.
En segundo lugar, y dado lo anterior, la política y los políticos modernos estarían forzados a reeducarse en función de las nuevas dinámicas, lógicas y códigos televisivos. “Para los políticos – escribe Tironi – atraer la atención de los medios y del público es una tarea titánica que requiere altas dosis de creatividad y una impecable producción. Los obliga a asumir no sólo las leyes propias del mercadeo, sino también las del espectáculo, más aún cuando la televisión (y, por consiguiente, la imagen) se ha convertido en el núcleo de la industria de medios de comunicación”.
Halpern apunta a lo mismo: “Los medios de comunicación le han robado a la política su leit motiv, convirtiéndola en un espectáculo. Las imágenes y los estilos de un político han llegado a ser más importantes que la consistencia de sus ideas”.
Efecto político: el poder del Idiótes
En su Teoría de la Democracia. El debate contemporáneo (tomo I, Alianza Editorial, Madrid, 1995) Giovanni Sartori nos explica que: “El vocablo griego ídion (privado), en contraste con koinón (el elemento común) denota aún con mayor intensidad el sentido de privación. De acuerdo con ello,* idiotez* era un término peyorativo que designaba al que no era polítes – un no ciudadano y, en consecuencia, ignorante y sin valor, que sólo se interesaba por sí mismo”.
En los textos comentados – por cierto, sin la crudeza de los antiguos griegos – se describe un tipo de ciudadano consumidor que se asemeja al idiótes.
La cuantificación de este ciudadano es un tanto confusa en el texto de Halpern. Tironi, en cambio, acota más su número, ubicándolo en un porcentaje que estaría lejos de constituir mayoría. Ambos, sin embargo, coinciden en una tesis: en el Chile actual, considerando los equilibrios político–electorales que se han establecido, serán los conjuntos de electores compuestos por ese tipo de ciudadanos los que decidirán quienes gobernarán el país en el futuro. Pero ese poder no se expresará sólo en la elección de los gobernantes. Su poder de decisión será determinante también para los efectos de definir el tipo de “clase política” y de política que deberá imperar. Según esta tesis, quién o quiénes quieran gobernar estarán obligados a complacer a esa minoría para obtener mayoría, y para mantener tal mayoría deberán gobernar cuidando satisfacer a esa minoría.
Como se puede ver, no es muy promisorio el panorama que nos describen los autores comentados respecto de la sociedad moderna y de su devenir. Especialmente porque lo que nos anuncian cabe dentro de lo que Sartori describe como tele–democracia y sobre la cual plantea, de manera ingeniosa, una muy seria advertencia: “Comparto (con Popper) sus temores sobre la democracia, sobre todo en el sentido de que la tele–democracia incentiva un directivismo suicida que –como ya he dicho – confía la conducción del gobierno de un país a conductores que no tienen permiso de conducir” (*Homo Videns. La sociedad teledirigida* Editorial Santillana–Taurus, Madrid, 1998).
Lo que correspondería discutir es si la cosmovisión y el sistema analítico tan hermético que nos ofrece la nueva intelectualidad es el único posible para analizar e imaginar las sociedades modernas.