Es indiscutible la considerable influencia que ejercen los medios de comunicación sobre lo social, en aspectos tan variados que van desde influir en las conductas “privadas” de los sujetos y de cuerpos colectivos hasta en los comportamientos propiamente sociales y de las instituciones públicas.
En Chile, este fenómeno universal es tanto más digno de análisis puesto que, al menos entre las sociedades latinoamericanas, la sociedad chilena es una de las que más confía en los medios de comunicación, especialmente en los de mayor accesibilidad masiva: radio y televisión.
Sin embargo, la relación entre esa influencia de los medios y lo que se discute acerca de ella es desproporcionada e insuficiente. Claro está que es un debate que se pone en el tapete cada cierto tiempo, pero en virtud, preferentemente, de otras materias: libertad de expresión, concentración de la propiedad, calidad de la información, etc. No obstante, la cuestión específica de la relación entre medios y valores y conductas sociales o la cuestión de los vínculos reales entre los medios y los actores y las decisiones políticas, no se aborda con la adecuada sistematicidad, profundidad y transparencia. Tampoco se abordan de esa manera las funciones y responsabilidades mediales en la conformación de lo cultural masivo.
Dicho más escuetamente: en Chile, al momento de los análisis y discusiones, de hecho los medios no son considerados como constituyentes de una totalidad, como parte activa dentro de los sistemas culturales, educacionales y políticos de una sociedad moderna.
Esta carencia analítica – o, en algunos casos, la falta de difusión de los análisis – se relaciona con varias razones.
En primer lugar, con un fenómeno más general que nos afecta en el plano de la reflexión: en los mundos doctos, y también legos, se ha incubado la percepción de que pensar y debatir sobre determinados asuntos es un ejercicio vano, puramente intelectivo, puesto que son inmodificables en sus existencias prácticas. El asunto de los medios de comunicación cabe dentro de esas percepciones.
Responsabilidad privada: no existe
El segundo lugar, en Chile todavía no termina de configurarse una mentalidad colectiva enteramente acorde a una economía de libre mercado: por ejemplo, y de acuerdo a lo que aquí interesa, no hay un convencimiento claro de que lo estatal o público no es lo único que merece atención y crítica social. Se miden con varas excesivamente distintas la actividad pública y la actividad privada, en cuanto a sus efectos sociales. Incluso, lo más habitual es que, cuando existen críticas hacia comportamientos de los privados, éstas finalmente se dirigen al Estado, reclamando mayores fiscalizaciones o regulaciones. La consecuencia es que, en virtud de la relativa inobservancia de los efectos sociales de la actividad privada, ésta, o algunos de sus sectores, escabullen tales responsabilidades, en complicidad con una sociedad que aún no desarrolla una fuerte cultura de libre mercado, que todavía no internaliza plenamente que en la propia matriz teórica del pensamiento libremercadista se encuentra la idea básica de que la propiedad y la iniciativa privada deben redundar en beneficio social, deben coincidir con el bien común.
Los medios de comunicación, en su inmensa mayoría empresas privadas, cuentan con ese refugio, con el amparo de que por el hecho de ser privados no convocan a grandes reclamos por sus papeles en la configuración de la sociedad.
Y, en tercer lugar, existen razones que bien pueden calificarse como de orden corporativo. A los medios de comunicación, como a cualquier otra instancia con autoconciencia de su pertenencia a la estructura de poder del país, no les resulta grato que los indaguen, pero, a diferencia de esas otras instancias, la difusión masiva y el impacto comunicacional de las indagaciones está sujeta a la disposición y poder, precisamente, de los propios medios.
Por otra parte – problema no menor – en Chile, los investigadores, sujetos u organismos, arriesgan presencia y prestigio público cuando sus estudios y conclusiones implican confrontar el interés, el discurso y la lógica medial.
Y esto último tiene que ver con otro aspecto de la realidad mediática nacional: su corporativismo. De por sí es un asunto serio el grado de concentración de la propiedad de los medios de comunicación, pero, aún bajo esa situación, las conductas mediales podrían ser distintas si los pocos propietarios aplicaran a cabalidad simples criterios de competencia mercantil. Lo grave es que a la concentración de la propiedad hay que sumarle el corporativismo con el que actúan los medios, lo que trae como consecuencia la morigeración de la competencia; la existencia, de facto, de una competencia autorregulada y subsumida por lo corporativo y que da lugar a la presencia de un sistema mediático homologable, en su discursividad genérica, a un sistema mediático “oficial”, hegemonizado por atmósferas ideológicas derechistas. Costos que los medios compensan con el enorme poder político y social que adquieren merced a implícitos acuerdos y comportamientos corporativos.
Neutralidad de los medios: una falacia renovada
En Chile, merced a una larga historia pasada de abierta articulación entre periodismo y política activa, tiene poco uso, y menos credibilidad, el discurso acerca de la neutralidad política, especialmente, de la prensa escrita. Si se observa, ni los diarios ni las revistas más importantes gastan energías tratando de convencer acerca de su imparcialidad en política. Lo que no significa, de ningún modo, que, de un lado expliciten sus filosofías político culturales (salvo, El Mercurio), y, de otro lado, no recurran a mecánicas elípticas o a subterfugios para demostrarse plurales e independientes.
En la televisión, el fenómeno es enteramente distinto. Allí, pareciera ser una obsesión – en momentos infantil y en otros grotesca – el estar tratando de probar recurrentemente la neutralidad filosófico-política de los canales, de los programas, de los conductores, de los actores, de los tramoyistas, etc. (Como siempre, hay excepciones. Chilevisión podría ser una, pero no se sabe hasta cuándo).
En definitiva, si bien la otrora manida proclama de un periodismo objetivo y de medios de comunicación independientes está en retirada, existen renovadas fórmulas destinadas a reinstalar la falacia de la neutralidad de los medios.
Partamos por una “sutileza”: por el empleo del vocablo “medios” para referirse a las empresas comunicacionales.
La palabra “medio” es traducida en la lectura masiva como sinónimo de recurso, de instrumento que sirve a un fin y, en tal sentido, evoca neutralidad. Por su parte, el lenguaje comunicacional, profesionalmente concebido, afirma y potencia esa primera lectura, puesto que reduce al medio de comunicación a la modesta condición de intermediario, a simple mecanismo de interrelación entre sujetos, a herramienta técnica que pasivamente participa en la facilitación de interlocuciones. Es decir, en esta acepción – ideologizada y corporativa, aun cuando no sea premeditada – no es el medio de comunicación el que envía mensajes, sino que sólo transmite mensajes originados en otros lugares. ¿Puede haber algo más neutro que esa función?
Pero la verdad es que las empresas comunicacionales producen sus propios discursos en virtud de cosmovisiones políticas y culturales particulares. Por ende son, a la vez, actores y medios en el circuito comunicacional, creadores y difusores de opinión. La intervención de otros factores en el diseño final que adoptan los mensajes (mercado, avisadores, agencias de publicidad, etc.), no le quita ni le pone al hecho central de que el medio en sí no es agente pasivo en el acto comunicacional, en el proceso de creación de mensajes culturizadores masivamente influyentes.
Pues bien, los medios de comunicación, en general, eluden ese activismo escudándose en la supuesta neutralidad que implica ser simple medio, recurso técnico y, por proyección, a través de la misma fórmula esquivan también responsabilidades por los efectos sociales de sus funciones.
Anti-política, no imparcialidad
En el área más específica de la política el discurso sobre la neutralidad de los medios también se ha renovado. Antaño, con neutralidad se aludía a la disposición de tomar distancia de las contingencias y de las posiciones políticas organizadas. Hoy, la actitud que tiende a predominar entre el periodismo y los medios es a demostrar imparcialidad distanciándose de la política, con palabras, gestos, señales que denoten un exacerbado criticismo y que, en muchos casos y momentos, llega a niveles que se acercan a una suerte de declaración de principios anti-política.
Si se analizan en lo grueso editoriales, entrevistas, reportajes, informaciones o notas destinadas a las actividades políticas, no es difícil detectar en ellas un recurrente y común síndrome de animadversión.
La rivalidad o competencia entre el binomio periodismo/medios y política/políticos es ancestral y universal y enteramente justificada y comprensible. En gran medida esa sana rivalidad coadyuva a garantizar independencia de los medios, fiscalización sobre la política y el poder y aporta también al mejoramiento de la calidad de la política.
Pero en el aquí y en el ahora nacional la rivalidad tiene ribetes que no obedecen a la inocente competencia entre dos oficios ejercitados con probidad.
Es sabido que los mass media criollos más relevantes están articulados a círculos de poder económico que suman poder social y político, precisamente, por el dominio y/o control que ejercen sobre medios de comunicación.
Son conocidos, también, los sectores políticos que han adoptado como estrategia el criticismo hacia la política y hacia “la clase política”. Todo lo cual quiere decir que los medios de comunicación más importantes:
• No rivalizan o compiten con la política desde una posición neutral, por razones puramente profesionales, sino, al contrario, lo hacen desde determinadas y particulares posiciones e intereses de poder político.
• No rivalizan ni compiten con la política y con los políticos en general, sino con adversarios específicos y preferenciales, léase Concertación y Gobierno.
• Adscriben no sólo a una filosofía política concreta, sino también a lineamientos políticos estratégicos de un sector del arco político chileno.
De estas tres conclusiones se desprenden dos corolarios:
Uno, el sistema medial en Chile no cumple adecuadamente la función de fiscalización de la política y del poder, puesto que la hace sesgadamente.
Y dos, aporta poco a la superación de la calidad de la política dado que, de hecho, se involucra, aunque sea elípticamente, en las lógicas y dinámicas con las que se desenvuelve hoy la política criolla.
Medios de comunicación y proyecto-país
Una última reflexión sobre el papel actual de los medios.
De entre los grandes debates requeridos en Chile está el de proyecto-país o proyecto nacional. La demanda de tal debate se ha tornado más acuciante por los problemas que se arrastran en el crecimiento económico y en el empleo. Pero, en realidad, tiene raíces más profundas. En infinidad de aspectos el país ha cambiado cualitativamente y en muy pocos años. Los escenarios internacionales se han modificado de igual manera y los movimientos que existen en el presente anuncian más transformaciones.
Como sociedad, Chile no se ha detenido a reflexionar los cambios. Falta un reconocimiento más acabado de lo que somos hoy y de lo que podemos y aspiramos a ser mañana.
Siendo un debate que involucra a la sociedad, es una tarea que debería comprometer a los medios de comunicación. Pero también aquí los medios han fallado por sus compromisos con parcialidades nacionales.
Pensar y actuar en función de un proyecto de país implica, quizá, como primerísima condición, reconstruir una cultura nacional que sintetice diversidades y oriente las voluntades colectivas. En lenguaje gramsciano significa alcanzar una hegemonía cultural-valórica consensuada. En sus Cuadernos de la Cárcel, Gramsci define hegemonía consensuada de la siguiente manera : “La filosofía de una época (hegemonía) no es la filosofía de tal o cual filósofo, de tal o cual grupo de intelectuales, de tal o cual sector de las masas populares: es la combinación de todos estos elementos que culmina en una determinada dirección y en la cual esa culminación se torna norma de acción colectiva, esto es, deviene historia concreta y completa (integral)”.
Si se atiende a esta definición, en el Chile de hoy no existe, en rigor, una hegemonía consensuada, sino un fenómeno que se aproxima más a la imposición político-cultural de unos sobre otros, de manera “monopólica” y “externa” de esos “unos” a esos “otros”. Y en ese fenómeno tienen harta responsabilidad los medios de comunicación.
Si se pudiera asir una panorámica instantánea de las imágenes político-culturales que los medios de comunicación más poderosos transmiten y reproducen sobre Chile y que, como toda panorámica, ocultara los intersticios y los enclaves, se observaría, sin lugar a dudas, un discurso político-cultural liso, uniforme y en contraposición con lo heterogéneo, con las diversidades, con las búsquedas de respuestas silenciadas porque se realizan desde ángulos distintos a los mediáticamente “oficiales” y que en más de un caso tienen improntas bastantes más audaces, ergo, más próximas a las búsquedas que necesita el incesante movimiento de lo moderno.
Vistas así las cosas, los medios de comunicación deberían tomarse en serio la influencia social y política que poseen y hacer uso de su poder para la recreación de los ambientes culturales y políticos nacionales. A estas alturas es casi doloso que los medios se postulen como “conciencia crítica” de la sociedad declarándose inocentes de cuanto mal la afecta.