El alcalde Joaquín Lavín atraviesa por uno de sus peores momentos desde que iniciara abiertamente su carrera presidencial.
Para todo liderazgo que alcanza elevados niveles de presencia y adhesión pública es normal ver afectada su popularidad por movimientos cíclicos y ondulatorios. Pero lo que aqueja a la popularidad de Lavín es resultado de fenómenos más complejos, profundos y estables que aquellos que explican las oscilaciones normales en los índices de prestigio masivo.
Fragilidades de los políticos mediáticos
¿Quién recuerda hoy a Francisco Javier Errázuriz, “Fra-Frá”, aquel personaje que irrumpiera en solitario, sumando un millón de votos, en las elecciones presidenciales de 1989?
Mirando hacia otras latitudes, ¿quién recuerda hoy a dos personajes que sorprendieron con su popularidad y llegaron a la presidencia de sus respectivos países: Fernando Collor de Melo, en Brasil y a Abdala Bucaram, en Ecuador?
El alcalde Lavín tiene en común con esas figuras el haber asentado muy rápidamente su liderazgo masivo merced al uso preferencial de recursos mediáticos y al desarrollo de una elaborada estrategia publicitaria.
Desde la gran expansión que tuvieron los medios de prensa y la televisión en especial, ninguna personalidad política puede lograr adhesión masiva soslayando estrategias comunicacionales ad hoc frente los mass media modernos.
La experiencia legada por la exitosa y televisiva candidatura de John F. Kennedy devino, desde los primeros años de la década de los 60, en paradigma universal y casi mítico para el espectro político.
Pero, como suele ocurrir con las experiencias exitosas, sus estrategias y formas tienden a generar lecturas que las subliman y las enajenan de los contextos y de las otras variables que originalmente las acompañaron. La consecuencia de esas lecturas sesgadas ha sido la aparición, por doquier, de políticos exacerbadamente mediáticos, televisivos. Son políticos que no sólo usan los medios y la televisión como recursos, sino que, además, se mimetizan con sus dinámicas, se reculturizan en base a las lógicas y a la subcultura que crea y encierra la estructura mediática.
Émulo de don Francisco
Lavín responde a esa tipología de políticos. Si se presta atención y se hace memoria, se descubre que el alcalde de Santiago llegó al extremo de moldear su personalidad para ponerla a tono con la personalidad de los profesionales de la televisión: sempiterna sonrisa, neutralidad ante los conflictos, adaptación discursiva y gestual a los dictámenes de la teleaudiencia, etc. En su imagen actual – y subrayemos “imagen” -, poco o nada queda de su vehemente pinochetismo, de su apasionado neoliberalismo, de su orgulloso y radical anti concertacionismo (“Gallo de Pelea” fue su lema de candidato a diputado). En el fondo, trata de ser un émulo de don Francisco.
Es evidente que su estilo y estrategia le han redituado. Pero la pregunta que hoy surge es: ¿le seguirá redituando tanto como lo necesario para ganar una elección presidencial? Invocar lo sucedido con “Fra-Frá”, con Bucaram, con Collor de Melo, tiene pertinencia, porque sus casos son demostrativos de que el sostén preferentemente mediático de un liderazgo es frágil, se va consumiendo con el tiempo y no resiste cuando enfrenta hechos o situaciones políticas de envergadura.
Si se recurre a antecedentes de la historia de Chile, hay varios ejemplos de dirigentes políticos que lograron mantener su influencia social por muchos años: Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende, Jorge Alessandri, entre otros. Claro, se podría argumentar que esos liderazgos se gestaron y desarrollaron en tiempos en los que la gravitación de la televisión no existía o era muy menor. Pero ese sería un argumento que tendría la siguiente réplica: ¿cómo y por qué fue posible que, precisamente, sin el recurso televisivo tal como hoy se emplea, esos liderazgos perduraran por lustros? Pero también se podría replicar actualizando los ejemplos con la figura de Patricio Aylwin, quien con – y a pesar de – la gravitación de la televisión, ha contado durante décadas con alto prestigio en los colectivos sociales.
Los ejemplos mencionados son indicativos de que hay otros factores, aparte de los mediáticos, que son determinantes en la sustentación de la popularidad en el largo plazo. De esos otros factores, uno se impone por sobre los restantes y, en síntesis y en esencia, se refiere a la clase, a la estirpe, a la calidad de dirigente político y a la percepción que de esas cualidades tiene la ciudadanía y el propio mundo político.
Antinomias de un político mediático
La diferencia entre un dirigente político de fuste y un político mediático establece una diferencia sustantiva en las oscilaciones de la popularidad. Los altibajos del primero se mueven sobre un eje confiable y permanente en el tiempo y con ondas de poco volumen. Los altibajos del segundo, en cambio, no tienen un eje estable en torno al cual se mueven las oscilaciones: es el eje mismo el que sube o baja de acuerdo a las veleidades de lo mediático y en dimensiones que, en momentos, pueden ser desproporcionadas.
A Joaquín Lavín le está empezando a afectar esta suerte de ley de hierro de la política. Él no es un dirigente político destacado. Al menos, no se ha demostrado como tal. Ni siquiera cuando ocupó el cargo de secretario general de la UDI dirigió nada o casi nada. Tampoco podría haberlo hecho dada la muy superior contundencia política de los ahora senadores Jovino Novoa y Hernán Larraín y el carácter y tesón estratégica del entonces emergente Pablo Longueira.
Además, su propia estrategia comunicacional le ha inducido a negarse en su condición de dirigente político, lo que ha comenzado a jugarle en contra. En efecto, uno de sus problemas en la actualidad deriva, paradójicamente, del hecho de que ha ido convenciendo que su estudiada imagen y discurso apolítico refleja en parte lo que realmente es. Por supuesto que no convence del todo. Y eso es lo peor, porque, ante la opinión pública, queda a medio camino entre varias cosas: entre político y no político, entre militante de la UDI e independiente, entre alcalde de Santiago y candidato a la presidencia. Incluso, en momentos, no se sabe si es opositor o gobiernista.
Su estrategia comunicacional, a su vez, le ha empezado a acarrear otro costo: no goza de respeto, en cuanto dirigente, en las esferas de la dirigencia nacional de toda índole. Menos goza de prestigio en los círculos intelectuales, cualquiera sea la corriente ideológica a la que suscriban. Probablemente, uno de los pocos autores que lo ha invitado a presentar un libro fue Pablo Halpern.
Sin ninguna duda que cuenta con adherentes en las esferas dirigentes, especialmente en las empresariales, pero son adhesiones sustentadas no en el respeto que inspire como dirigente, sino en lealtades corporativas y en el interés obsesivo de esas fracciones por inflingirle una derrota electoral a la Concertación.
Entre sus adversarios políticos el respeto que ayer les inspiró su capacidad para erigirse velozmente en figura nacional electoralmente competitiva, se ha ido perdiendo, porque no todo lo que es tolerable en período de campaña es igualmente tolerable cuando se instalan etapas de otra naturaleza. Por eso es que, en la dirigencia política más responsable, con más sentido de nación, las conductas mediáticas reiterativas de Lavín producen hastío e irrespeto.
Para un dirigente político, especialmente con ambiciones presidenciales, es más importante de lo que parece el gozar de respeto y prestigio entre sus pares, tanto entre los de sus filas como entre las de sus detractores. Y tampoco deja de ser importante el respeto que le brinden los círculos intelectuales.
En primer lugar, porque cuando a un dirigente no se le respeta, se le torna extraordinariamente difícil ejercer idóneamente funciones dirigenciales. Y en segundo lugar, porque cuando los respetos no existen, a la postre se crea una atmósfera de menosprecio en torno al personaje en cuestión que, si bien se inicia en las elites, inevitablemente se filtra hacia las atmósferas en las que se desenvuelven cotidianamente los ciudadanos.
Líder mediático subsidiado
En definitiva, no habiendo demostrado Joaquín Lavín ser un dirigente político con clase, destacable y respetable, sólo le queda el recurso mediático para intentar sostener su popularidad en el tiempo. Recurso que, evidentemente, ha sido su fuerte. Pero una fortaleza que, sin negarle méritos propios, ha sido considerablemente subsidiada por los mass media.
Las dos principales cadenas de prensa escrita, El Mercurio y Copesa, tienen asumidos en sus líneas editoriales los propósitos de destronar a la Concertación y erigir a Lavín en Presidente de la República. Con diferencia de bemoles, dos de los mayores canales de televisión adscriben a la campaña de Lavín. Megavisión lo hace abiertamente, casi con descaro. El llamado “Canal Católico” recurre a fórmulas más sibilinas. En honor a la verdad, siendo la línea editorial de UC-TV ideológicamente conservadora, es natural y comprensible su afinidad con las fuerzas de derecha y con su candidato.
Pero el ostensible respaldo medial del que goza Joaquín Lavín – en casos, militante – también ha devenido en un factor que ya no le rinde, como antaño, para perpetuarlo como líder mediático, puesto que incuba aspectos contradictorios que operan negativamente para su prestigio.
En primer lugar, esa cuasi o plena incondicionalidad de algunos de los más potentes medios de comunicación le ha facilitado en extremo la aplicación de su estrategia comunicacional al garantizarle a priori que cualquier palabra o iniciativa suya tendrá una privilegiada cobertura. A la larga, tal garantía ha creado un marco propicio, casi un estímulo, para la rutinización de la estrategia comunicacional, rutinización que incluye la repetición majadera de un mismo tipo de discurso, de las mismas cuñas, de la misma inventiva pueril, de los mismos actos y gestos cuidadosamente memorizados, etc. En definitiva, esas facilidades mediáticas han terminado por transformar lo que ayer fue un lavinismo comunicacionalmente novedoso en un lavinismo latero.
En segundo lugar, porque esa incondicionalidad medial le ha otorgado una facultad que ya quisieran otras personalidades: una amplísima impunidad mediática. Lo que haga o diga Joaquín Lavín virtualmente nunca es sometido a un concienzudo, probo y crítico juicio periodístico. Juicios críticos e implacables que, en cambio, abundan – y habitualmente sin mucha probidad y rigurosidad – cuando se trata de dichos o hechos de dirigentes de la Concertación o de autoridades de gobierno. Las varias frustraciones o fracasos de proyectos ofrecidos por Lavín a la comuna de Santiago han tenido una mínima difusión y difícilmente un reportaje crítico, aun cuando en ciertas circunstancias se han comprometido sumas de dinero no despreciables. Alguna medidas alcaldicias, vox populi risibles, que alientan la proliferación de bromas y tallas gracias al ingenio popular, no inspiran ni siquiera una tenue ironía en los medios de comunicación lavinizados.
Esta sobreprotección mediática se ha ido desnudando ante la opinión pública y eso es letal para un candidato, porque afecta su credibilidad: cuando se revela una connivencia de esa naturaleza, espontáneamente cunde la sospecha masiva acerca de si lo que parece representar el candidato no es más que una actuación “para la tele”.
El ahogo de la sobreprotección
Pero la incipiente revelación de una sobreprotección medial para el candidato de la derecha tiene otro efecto negativo. Las personas medianamente informadas saben que Joaquín Lavín tiene una red protectora configurada desde el mundo de la riqueza y desde el mundo empresarial; observan a diario que cuenta con un círculo de dirigentes y parlamentarios de su partido que hacen las veces de guardaespaldas políticos. Si esas mismas personas comienzan ahora a descubrir que también está sobreprotegido por poderosos medios de comunicación, les basta sumar dos más dos para preguntarse simplemente: ¿qué tipo de dirigente es éste, si se asemeja a un Elefante Blanco, que nunca pelea, que jamás se enfrenta ni toma posición ante los conflictos intrínsecos a la vida social, que acostumbra a victimarse cuando no puede eludir la pugna política y ésta se pone un tantito ruda?
Recientemente, por ejemplo, tratando de ser cándido ha declarado: “Hace bastante tiempo que uno de los deportes favoritos de los políticos es atacarme”. Eso lo ha repetido tantas veces que ya el sentido común se desplaza de verlo como víctima a intuirlo como paranoico interesado.
Y en tercer lugar, la sobreprotección mediática que tan prolongadamente se ha cernido sobre Lavín plantea una duda válida acerca de la verdadera eficiencia de cualquier individuo que en cualquier actividad ha tenido éxito sin competencia o con una competencia muy menguada y/o desleal. ¿Es tan eficiente Lavín como político mediático o sus éxitos se deben a los cuantiosos subsidios recibidos desde los medios de comunicación y de los que nunca ha dispuesto otro político?
La duda es pertinente porque – asumiendo que no es ni ha sido un dirigente político de muchos quilates y, por ende, nunca fue esa condición la que le reportó sus mejores momentos – lo lógico es pensar que su mal momento se debe a fallas y flaquezas en su estrategia comunicacional y que ésta no ha sido reparable por los subsidios mediáticos.
Un tema a consultarse es, entonces, si esa sobreprotección y la falta de competencia, no habrán terminado por constreñir, por limitar, por estancar el desarrollo de las habilidades comunicacionales de Lavín. Y otro tema de consulta es: si la estrategia comunicacional requiere de innovaciones, ¿podrá Lavín adaptarse a una estrategia ampliada y corregida, memorizar nuevos libretos, readecuar su personaje, habida cuenta de las rigidices que le ha impuesto la estrategia tradicional?
El riesgo de un cambio estratégico es que a Joaquín Lavín le suceda algo similar a lo que les ha ocurrido a algunos actores que, estereotipados por largos años como cómicos, al aventurarse en la representación de personajes trágicos, igual han provocado risas con su actuación.
Entre el remozamiento o el continuismo estratégico
Joaquín Lavín está forzado a ser fiel a su consigna más apreciada, el cambio. El actual debilitamiento de su popularidad es una señal del agotamiento o insuficiencia de su estrategia política y comunicacional. No es claro que él y sus asesores lo hayan entendido así. Más bien pareciera que responsabilizan la merma en popularidad a la falta de recursos de la Municipalidad de Santiago y a la consiguiente falta de financiamiento para implementar los proyecto-espectáculos que acostumbra el lavinismo y en los que deposita buena parte de sus expectativas para reposicionar su campaña presidencial. De ahí los denodados e inescrupulosos esfuerzos por juntar plata.
Lo que no parece percibir el lavinismo es que el continuismo en el uso y abuso de los mismos recursos y discursos mediáticos es una fórmula gastada y, sobre todo, es una fórmula que se vuelve cada vez más extemporánea. Ya no rigen los mismos contextos que la hicieron exitosa. Veamos algunas razones.
- Los estilos, las formas de hacer campaña de Joaquín Lavín ya no seducen ni cautivan electores por lo sorprendentes. Paulatinamente se han incorporado a la tradición política, a una nueva tradición, pero tradición al fin. El lavinismo se aleja cada vez más de la originalidad que le reportó hartos beneficios. Hoy se asemeja más a una moda que a un fenómeno de renovación política. Basta observar cómo numerosos alcaldes UDI reproducen las conductas del líder y cómo abundan en otras latitudes candidatos con comportamientos iguales o similares a los de Lavín. En cuanto a formas y estilos, el lavinismo se ha vulgarizado.
- La vendedora imagen inicial de dirigente de nuevo tipo, de político distinto, de político apolítico que vendió Lavín, ya no es una imagen, sino un manchón borroso, sin contornos definidos ni definibles, ergo, de venta difícil.
- A Joaquín Lavín le resulta cada vez menos fácil actuar como exponente de la inocencia política. Se le vio comprometido en el proceso de fagocitación que ha emprendido la UDI respecto de RN. Estuvo en las operaciones que culminaron en el ignominioso abandono de la candidatura senatorial de Sebastián Piñera. En la opinión pública crece la percepción de que sus discursos, gestos y actos son programados en virtud de su ambición presidencial.
- La Concertación y el gobierno han dejado de estar desorientados ante las eruptivas sorpresas de Lavín y ante su existencia casi fantasmagórica. Ya conocen su juego, son capaces de anticipar sus movimientos futuros y de volverlo a la tangibilidad. Tanto así, que con dos o tres movimientos comunicacionales del gobierno los sorprendidos han sido Lavín y su entorno, lo que explica la irritabilidad que, por estos días, trasuntan estos últimos.
Lavín ahora es el pasado
Estas cuatro modificaciones de contextos aluden al espacio de lo político-comunicacional. Pero la modificación contextual más relevante se encuentra en dos planos interrelacionados orgánicamente: en los planos de lo político-estructural y político-cultural. Ámbitos para los cuales los pensamientos de derechas tienen una escasa batería de instrumentos analíticos que permitan reconocer sus transformaciones y un también escaso cuerpo conceptual para interpretar desprejuiciadamente tal tipo de cambios.
La intempestiva emergencia del liderazgo masivo de Joaquín Lavín y su acelerado crecimiento en el año 1999, se produjo en un mundo estructurado de manera distinta al actual en cuanto a patrones económicos y socio-culturales. Dicho más rigurosa y específicamente, se produjo en el intersticio entre dos períodos: en las postrimerías de un período de bonanza y estabilidad mundial y nacional y la apertura de un período de declinación en la bonanza y estabilidad de la sociedad mundial y nacional.
La campaña presidencial de Joaquín Lavín apostó al buen prestigio y a los efectos del pasado exitoso que concluía. La verdadera oferta de continuidad era la de él: continuar en la senda de ese pasado inertemente próspero.
Su discurso caló porque la sociedad todavía no internalizaba que los obstáculos para seguir por esa senda eran profundos, estables y universales. Buena parte del electorado creía que los problemas que aquejaban a Chile eran resultado puro y simple de la política o de la política tradicional encarnada por la Concertación. La oferta de Lavín era el cambio cuyo contenido consistía, en síntesis, en la administración no política del país y en el cambio del personal de gobierno.
En definitiva, la exitosa campaña presidencial de Lavín se debió a su apelación a un conjunto de realidades e ideologismos plasmados en la década de los noventa y muy imbuidos en el sentido común.
Un panorama distinto
Pero el ciclo de los 90 terminó. El nuevo ciclo iniciado hacia sus finales está caracterizado por complejidades inéditas.
Hoy la sociedad chilena es más permeable a entender que:
Elevar los índices de crecimiento económico es para todos los países más complejo que antaño, lo mismo que bajar las tasas de desempleo. Y que el tratamiento de ambas variables es todavía más complicado: a veces la modernidad impone un tipo de crecimiento que es contrario al empleo.
Modernidad y globalización dejaron de ser virtudes en sí, procesos sagrados y benefactores por antonomasia.
La bonanza de la década de los 90 recreó la estructura de consumo. La gente no reclama ahora por la tardanza en la instalación de una línea telefónica, reclama por los cobros de las compañías. Los consultorios de salud, las postas, las clínicas, los hospitales se atestan porque las personas tienden a abandonar la “medicina popular” y porque hay una sana menor predisposición a soportar el sufrimiento.
La gobernabilidad de los 90 ha sido reemplazada por las incertidumbres. Ni los países más desarrollados están inmunes a inseguridades institucionales: las promueven los recurrentes hechos de corrupción pública y privada de las grandes empresas, el narcotráfico, el terrorismo internacional, etc.
En fin, se podría hacer una lista casi interminable de las estructuras socio-económicas y cultural-valóricas que se han modificado desde la aparición del lavinismo hasta ahora. Para los fines de este artículo, importa constatar lo esencial.
Esos cambios han venido reconfigurando a la sociedad chilena y, por ende, a su electorado. En el público nacional existe un ascendente proceso de internalización de las incertezas y complicaciones que implica vivir en una sociedad moderna.
Ese diagnóstico comunitario reconoce – o reconocerá – que conducir una nación abrumada por un cúmulo de incertezas demanda de dirigentes con cualidades político-intelectuales de envergadura, que estén capacitados no sólo para preocuparse de??los problemas concretos?? de la gente, sino también para desenvolverse en los intrincados, tortuosos y conflictivos laberintos políticos, técnicos, intelectuales a través de los cuales – e insoslayablemente – se resuelven los problemas reales de la gente. Y esos son laberintos duros y crueles y en los cuales poco sirve el efímero poder acumulado por un presidenciable a partir de una ritual discursividad mediática.