Electoralización y pobreza política
En cinco o seis semanas más, cuando se cierre la inscripción de los candidatos a alcaldes y concejales, se podrá citar a Julio César: Alea jacta est (“La suerte está echada”) Primero, porque se habrá puesto en marcha rápida la larga campaña presidencial que nos espera y en la que, a pesar de sus especificidades y fines propios, la campaña municipal quedará insoslayablemente inmersa y condicionada.
Y, segundo, porque, seguramente, la suerte también estará echada en otro sentido, en un sentido más trascendente. En efecto, es posible que el inicio del extenso período electoral implique el fin o la marginalidad de los incipientes procesos de búsquedas políticas y político-intelectuales que se hicieron cargo de un diagnóstico bastante compartido que habla del término de una etapa histórica en Chile y, en consecuencia, de la necesidad de encontrar imaginarios y alternativas para seguir construyendo la sociedad futura.
La hipótesis que aquí se sostiene es que los tiempos o la calidad de los tiempos para la reflexión política y el interés político por la reflexión y el debate sustantivo, tenderán a verse minimizados por los tiempos e intereses político-electorales que coparán los escenarios hasta fines del 2005. El pensamiento, los libros, la escritura, la discusión productiva, tenderán a ser arrinconadas para dar libre paso a la publicidad, el afiche, la propaganda, el slogan y el puerta a puerta.
Dicho de otra manera, lo que se arriesga es que en poco tiempo más la política entre de lleno a un extenso y agobiante lapso electoral, probablemente vistoso y excitante, pero escasamente apasionante, pues su impronta discursiva y propositiva será más bien inercial, esto es, estará signada por una proyección casi lineal de lo que han sido las propuestas, argumentos y debates políticos en los últimos años, que, en lo grueso, quiérase o no, han venido cayendo en una rutinización soporífica, en una reiteración majadera, en inmovilismo y conservadurismo.
En definitiva, está latente la amenaza que en cuatro o cinco semanas más también podrá recurrirse a la frase “La suerte está echada” para hacer referencias a los planes futuros que sobre el país ofrecen las dos corrientes políticas que dominan el arco político y que, hoy por hoy, son categóricamente insatisfactorios. Sería, entonces, una muy mala suerte.
Es cierto que después de octubre de este año, concluidas las elecciones municipales y con las cifras en la mano, habrá tiempos de ajustes y definiciones, seguramente con muchos estremecimientos y ruidos – en especial, en la Concertación – pero no necesariamente de trascendencia, salvo en lo que se refiera a las decisiones político-prácticas que se adoptarán para enfrentar las presidenciales.
Razones para el pesimismo histórico
A continuación, argumento un poco más sobre esta hipótesis pesimista, refutando de paso algunas ideas que supuestamente la contradicen. Argumentos que expongo en cuatro puntos.
1. El largo ciclo electoralizado que se avecina será pobre en materia de proyecto-país. No sólo porque comenzará sin la preexistencia de reelaboraciones de diagnósticos, cosmovisiones y propuestas actualizadas a la luz de las transformaciones que ha vivido la sociedad chilena y previendo los efectos que sobre ella tendrán las dinámicas cambiantes del mundo moderno, sino también porque la apertura de la electoralización es un óbice y no un aliciente para el pensar con profundidad y dimensión histórica. En política, las elecciones equivalen a lo que en la guerra es el Encuentro, según la teoría de Clausewitz.
Y, obviamente, durante el Encuentro entre fuerzas electorales, al igual que lo que ocurre durante el encuentro entre fuerza militares, no hay lugar para análisis, revisiones o correcciones sustantivas. Simplemente las fuerzas se concentran en aplicar lo previamente preparado.
En consecuencia, que en el transcurso del proceso electoral no se reflexione ni se resuelva sobre aspectos esenciales, como lo es la cuestión de proyecto-país, no es ningún “delito” político. Es resultado de una “ley” de la política y sus prácticas. Instalado un evento electoral se actúa para ganar. Y si se reflexiona se reflexiona sobre y para la producción de hechos y actos que permitan ganar.
Esta “ley” rebate los discursos ingenuos que le asignan a los procesos electorales cualidades incentivadoras del trabajo político-intelectual con espíritu crítico, “desinteresado”, riguroso e histórico.
2. En la medida que se avance en el periodo electoral y cuanto más se acerque la elección presidencial, irán apareciendo copiosamente proyectos, programas, medidas que se presentarán como respaldados por grandes y rigurosos esfuerzos intelectuales, político-intelectuales y técnico-intelectuales. La verdad es que no será así. La verdad es que los macro discursos y sus variantes menores no tendrán tal respaldo. Simplemente, porque lo que no se hizo aprovechando la paz, es muy improbable que pueda hacerse en plena guerra.
En el transcurso del período electoral, a los intelectuales se les pedirá que vistan fajina y el trabajo intelectual apreciado será aquel que se subordine a lo político-electoral. Los productos del pensamiento tendrán que ser instrumentales y funcionales a la exigencia de vencer. La elaboración intelectual útil ya no será la que razone escarbando más allá de lo “pseudo concreto” y la que ofrezca productos de rango proyectivo y político-histórico, sino aquella que se sujete a la inmediatez de las demandas del mercado electoral y sugiera mercancías seductoras para la gama de segmentos que componen la clientela electoral.
En consecuencia, los proyectos, programas, medidas que aparezcan resultarán más de las necesidades discursivas y comunicacionales de las candidaturas que de análisis de la “la realidad real” (que es distinta a la realidad de las percepciones sociales) y destinados a aventurar respuestas alternativas a las dinámicas de desarrollo que se agotan.
Algunos se ilusionan y hasta emocionan cuando, en el curso de las campañas electorales, ven proliferar reuniones masivas de intelectuales y técnicos, encuentros de académicos, eventos de jóvenes profesionales, seminarios de varias jornadas de duración, etc., pues quieren creer que son momentos influyentes y hasta decisivos en la construcción de proyecto-país. Autoengaño puro y simple. Pueden ser actividades importantes, pero para otras cosas: para imagen, publicidad, cohesión, difusión de discursos, crear fuentes de reclutamiento, etc., pero no para plasmar cosmovisiones y alternativas históricas.
3. La pobreza en materia de proyectos no implica que en las campañas venideras no se expondrán ideas que se presenten como constitutivas de proyectos e, incluso y por supuesto, como proyectos de cambio. Lo que aquí se sostiene es que las fuerzas políticas llegarán al comienzo de una etapa electoral y electoralizada sin haber llevado a cabo, previamente, revisiones y renovaciones profundas de sus visiones y postulados “tradicionales”, cuestionados por infinidad de fenómenos expresivos de grandes transformaciones de la realidad social y anunciantes de más transformaciones.
Porque no nos equivoquemos, lo mucho que últimamente se ha dicho y escrito – desde ámbitos políticos y político-académicos, desde la intelligentzia empresarial, desde círculos o sujetos intelectuales – acerca de cambios, de nuevos proyectos, de interpretaciones y proyecciones audaces, etc., en general, con poquísimas excepciones, son apenas remozamientos cosméticos – a lo más, ingeniosos – de análisis, polémicas y sugerencias que se plantearon hace ya más de un lustro y que quedaron rápidamente obsoletas o parcialmente invalidadas, no sólo por lo que ha acaecido desde entonces hasta ahora, sino también porque estaban inspiradas en hechos y procesos desarrollados obviamente antes de que se manifestaran como ideas explicitadas y sistematizadas.
Al pensamiento político chileno le sucede algo similar a lo que pasó con el “realismo mágico” después de “Cien años de Soledad”. Esa obra estimuló la proliferación de autores y novelas inscritas en esa escuela, cuando lo que había ocurrido era que Gabriel García Márquez, con esa obra, había cancelado la capacidad creativa del “realismo mágico” y el mundo latinoamericano ya no se prestaba para ser representado a través de Macondo. Claro, se podía seguir escribiendo con las mismas temáticas y estilos, pero sin aportar nada nuevo.
El pensamiento político chileno tuvo su “Cien años de Soledad” en un buen número de textos y polémicas que alcanzaron su apogeo entre los años 97-98. De ahí en más es muy poco lo rescatable. Las excepciones o buena parte de ellas, jamás entraron al circuito político-intelectual-comunicacional, ergo, “no existieron” para los afanes de la polémica política.
En definitiva, las macro ideas que se pongan en juego en esta larga campaña estarán desfasadas de las macro ideas requeridas para responder al estadio histórico en el que Chile se encuentra.
4. Y hay una última razón que impele hacia la tesis del pesimismo en materia de proyecto país. Téngase en cuenta que la demanda de un nuevo proyecto surge del diagnóstico consensuado acerca del agotamiento o término de una etapa de desarrollo nacional. Por consiguiente, en el Chile de hoy no se puede entender por un nuevo proyecto-país sino un proyecto de cambio de cierto grado de profundidad, pues se trata de superar un camino ya recorrido.
Aunque nadie sostenga que se trata de un proyecto de cambio “rupturista”, “revolucionario”, que altere radicalmente los rumbos seguidos por el país los últimos años y que abandone los parámetros claves del “modelo”, lo cierto es que tampoco el postulado al cambio se puede reducir al cambio del personal gobernante y al simple remozamiento de algunas políticas. Si se trata de abrir alternativas a una etapa agotada, aun dentro de determinado marco, es evidente que el cambio implica pensar en transformaciones no menores en infinidad de ámbitos.
En consecuencia, los actos intelectuales y políticos requeridos para imaginar y plasmar un proyecto de esa naturaleza tendrían que tener, como condición inicial, algo de subversivos, de transgresores. Son actos que necesariamente deberían enfrentarse, primero, a pensamientos y propuestas tradicionales, a discursos y prácticas políticas y político-intelectuales inerciales, a estructuras y conductas político-corporativas que rigen el status, a las inevitables mallas transversales de poder conservador que erige cualquier sistema que opera por lustros, etc.
Y eso sólo para comenzar. Luego vendrían tareas como la elaboración discursiva traducible a programa político, su circulación por entre liderazgos múltiples, su conversión en discurso popular, etc. En suma, mucha “pega” para muy poco tiempo. Máxime, cuando ni siquiera se cuenta con una masa crítica de transgresores.
Al son de las cantilenas
Discursivamente – ya se dijo – las ideas que “combatirán” en el transcurso de los procesos electorales serán aquellas que se desprenden de las matrices de los proyectos que han estado en la agenda pública por alrededor de quince años. Proyectos que, por cierto, han tenido actualizaciones, pero sólo de énfasis, de priorizaciones. Sus razonamientos e ideas-fuerza medulares y originales se han mantenido bastante incólumes.
En lo sustantivo, la derecha persistirá en sus dogmas crecimientistas, privatizadores, desreguladores. Insistirá en disminuir el gasto fiscal, en ampliaciones de las facilidades para la inversión, en liberalizar el mercado del trabajo. Enfatizará en políticas exportadoras basadas en las “ventajas comparativas” existentes, principalmente, las que concede la naturaleza y los bajos salarios.
En cuanto a políticas sociales hará hincapié en el crecimiento económico como factótum de las mejoras sociales, en la privatización de instancias, funciones y programas que cumplen roles en esas áreas, en los subsidios a la demanda en educación y salud, etc.
En modernización del Estado apuntará – era que no – a su disminución de personal y de funciones. Pero, sobre todo, tenderá a dos objetivos: a restringir las cualidades dirigentes del Estado (menos influencia en políticas de salud, de educación, de orientación económica, etc.) y a reestructurar la administración pública de manera que se asemeje más a una empresa de servicios que a una entidad que se preocupa de lo público, es decir, que atienda a “privados” y no a grupos societarios.
Por último, en todo lo que concierne a seguridad ciudadana y “trastornos” cultural-valóricos, seguirá ofreciendo una espiral represiva y coactiva, amparada en los ideologismos del catolicismo conservador.
Es decir, su “proyecto” e ideas fuerzas serán las mismas cantilenas que repite desde el régimen militar.
No obstante esa latera amenaza, queda la esperanza que la derecha matice su tradicionalismo con propuestas ingeniosas, hasta chistosas.
De la Concertación no se puede esperar ni esto último. Hace rato que no muestra ingenio, ni menos sentido del humor. Tampoco proyecto. Su proyecto tradicional se agotó en lo sustantivo.
En efecto, la transición como tal se ha ido extinguiendo y lo que resta de ella – en asuntos políticos – seguramente quedará zanjada dentro de poco, una vez que se arribe a acuerdos finales sobre reformas constitucionales.
En otras materias, el proyecto de la Concertación ha llegado a su tope. En lo fundamental ya están en marcha las reformas, los procesos, las realizaciones que componían lo esencial de su proyecto, que, por lo demás, nunca fue muy claro, ni totalizador.
En realidad, aparte de la consolidación democrática, la esencialidad del proyecto de la Concertación – asumido entre conciente e inconscientemente – consistió en llevar a cabo los procesos modernizadores, un tanto heredados del régimen militar y un tanto impuestos por la globalización, evitando o mitigando los barbarismos neoliberales y con algunos agregados de políticas sociales que son propias de las culturas políticas progresistas.
De ninguna manera esto último significa mirar en menos el proyecto y la obra de la Concertación. Los éxitos en desarrollos de toda índole están a la vista y el grado de modernización alcanzado por Chile, con estabilidad política, con paz y legitimidad social, desgraciadamente no lo puede lucir ningún otro país latinoamericano.
Pero ese reconocimiento no impide diagnosticar que, precisamente, el éxito del proyecto agotó un ciclo histórico y que la Concertación no da señales de contar con un nuevo proyecto.
Por lo mismo, a falta de un proyecto renovador la Concertación se va a refugiar discursivamente en ideas-fuerzas genéricas y vagas que considera son deudas no saldadas y que estaban contempladas en el proyecto tradicional. Democracia, pluralismo, equidad, redistribución, igualdad de oportunidades, etc. serán los vocablos preferidos en las cantilenas de la Concertación.
¿Por qué serán cantilenas y no ideas-fuerzas válidamente integradas a un proyecto alternativo, renovador?
Primero, porque la Concertación o el progresismo chileno no ha hecho el ejercicio de historizar el significado que adquieren en la actualidad las categorías que se encuentran en sus ancestros intelectuales y que, a su vez, definen sus finalidades permanentes. Por lo mismo, son categorías y finalidades que de tanto abarcar dicen nada a la hora de traducirlas a programas y políticas. Y luego, porque tampoco el progresismo ha reconstruido un imaginario de sociedad que dé cuenta cabal de las obsolescencias de sus antiguas visiones y que, a la vez, reinstale sus ideales en un mundo cada vez más tipificadamente capitalista y globalizado.
Es decir, el progresismo intelectualmente aún no redescubre como hilvanar principios y objetivos particulares para situarlos dentro de un imaginario del deber ser de la sociedad que aspira y/o dentro de procesos integrales a través de los cuales sus postulados más trascendentes y permanentes aseguraran su evolución.
Pero en la Concertación hay todavía dos impedimentos más para la elaboración de un proyecto-país alternativo o renovado.
Uno es que los principales círculos dirigentes y efectivamente decisores no tienen ni la voluntad, ni el coraje ni el interés en aventurarse con proyectos y estrategias nuevas. Son círculos corporativizados y oligarquizados cuyo poder y su reproducción se basa en lo estatuido. Para ellos es un riesgo el despliegue de aires transformadores. Por consiguiente, no aceptarán más innovaciones que las que puedan manejar y que sean funcionales a lo estrictamente político-electoral.
Y el otro impedimento alcanza ribetes casi trágicos: la dirigencia e intelectualidad “conservadora” pero más lúcida de la Concertación sabe de la debilidad política, social y cultural de la Concertación, sabe que no cuenta con fuerza política ni social sólida como para impulsar proyectos de envergadura histórica, aun cuando continuara siendo mayoría electoral. Ergo y siguiendo la lógica del realismo político, prefiere no alentar propuestas ambiciosas.
La política a contrapelo de la historia
Hay momentos en la historia en que los proyectos y programas políticos se imponen casi espontáneamente por el “peso de la noche”. Es decir, no requieren de grandes esfuerzos analíticos ni le exigen demasiado a la imaginación y a la creatividad. Ilustrativo de ese tipo de momentos fue, por ejemplo, el período inmediato post-dictadura.
Pero existen otros momentos en que ocurre radicalmente lo contrario. Etapas en las cuales la historia transcurre con demasiada celeridad, se torna voraginosa, presenta novedad tras novedad y genera acontecimientos constructivos y destructivos que corren por delante de lo previsto intelectual y políticamente, produciendo una tal variedad y acumulación de cambios que resulta difícil de seguir y de aprehender por los oficios y actores encargados de esas funciones.
Durante esos períodos la elaboración de proyectos y programas políticos históricos es una demanda que alcanza ribetes inhabitúales y dramáticos. Sustancialmente por dos razones:
1. Porque los procesos que entrañan tienden a generalizar trastornos en la vida social que dificultan o imposibilitan el funcionamiento de la sociedad en aras de objetivos que aprovechen al máximo las oportunidades de progreso que ofrece el dinamismo de esos momentos históricos. Dicho con otras palabras, bajo tales circunstancias los proyectos y programas de rango histórico tienen la gravitante labor de prever y evitar o minimizar desintegraciones sociales y de ser factor sinérgico de los recursos nacionales de suerte que la sociedad tenga la capacidad de asimilar y canalizar orgánicamente las propuestas de progreso.
La carencia de proyectos y programas de ese carácter en momentos históricos “revolucionarios” – y este es un dato que arroja elocuente y repetidamente la historia de diversos países – se traduce en que las ofertas de progresos sean nacionalmente menores o marginales, focales y sectoriales, extremadamente desiguales y que, por lo mismo, a la postre no tengan continuidad y que los legados más importantes sean mayores índices de conflictividades.
2. Porque en tales períodos se producen por doquier y con suma rapidez desfases entre las dinámicas progresistas que prosperan molecularmente en infinidad de esferas (en ciencia y tecnología, en los sistemas productivos, en las escalas valóricas, en los vínculos societarios, etc.) y las estructuras y entidades que hasta esos instantes han organizado y dirigido tales actividades. Dos consecuencias principales y no excluyentes entre sí derivan de ese conflicto. De un lado, las estructuras tradicionales devienen en elemento conservador, resistente a las transformaciones naturales y espontáneas que se originan en los espacios “moleculares”. Y, de otro lado, como efecto de lo anterior, se abren tendencias que impelen a fuertes crisis funcionales de las estructuras y entidades tradicionales que, normalmente, terminan también en crisis de legitimidad. Es decir, en momentos históricos de gran dinamismo las sociedades, sometidas de por sí y en sus esferas más simples a un “caos” de transformaciones y readecuaciones, pueden verse sometidas también a un “caos” institucional y organizacional, merced a la disfuncionalidad y deslegitimidad de los cuerpos organizativos y dirigentes.
Son los proyectos y programas históricos los únicos que pueden – y deben – dar cuenta de esos riesgos, anticipándolos con diagnósticos y disipándolos con fórmulas alternativas y renovadoras.
Y la tercera razón que exige la elaboración de proyectos y programas históricos tiene una apariencia paradojal. Si el mundo moderno es tan cambiante, tan incierto su desplazamiento hacia el futuro, tan imprevisible su mañana y si es así porque las variables que lo movilizan son múltiples, dispersas e imposibles de controlar por la “subestructura” política, ¿cómo y para qué construir proyectos y programas político-históricos? Parecería un absurdo reconocer una realidad incesantemente en movimiento por factores extrapolíticos y aspirar a conducirla hacia el futuro desde la política.
Este planteamiento le otorga grados de racionalidad a dos conductas político-intelectuales. De un lado, al llamado “cosismo” que es una renuncia explícita a la política-historia, bajo el supuesto de que el devenir es inmanejable por la política, incluso, por la voluntad humana y que, por ende, el espacio de la política se reduce a la concretidad del aquí y el ahora. Y, de otro lado, al nihilismo histórico que, en síntesis, está inspirado por la frustración que implica el pensar que la voluntad humana nada puede hacer frente al avasallador peso de una historia que transita de manera ignota y autonomizada de la humanidad. Curiosamente coinciden en tal apreciación “anarquismos” de derechas y de izquierdas y es, hoy por hoy, uno de los pensamientos “orgánicos” más seductores para los jóvenes.
La respuesta política – qué duda cabe- no es simple, pero tiene tres componentes elementales en cuanto a qué deben comprender los proyectos y programas históricos.
En primer lugar, ante las incertidumbres inevitables del devenir y que por naturaleza intrínseca impelen hacia centrifugacidades, deben apuntar hacia una tarea clave: asegurar la pervivencia de la sociedad como tal y de su caminar en una misma dirección. Hagamos una analogía. Si un grupo de personas se adentra en una selva hostil y no tiene certezas acerca del camino de salida, lo peor que le puede ocurrir es que sus miembros se dispersen y que marchen en distintas direcciones. El proyecto adecuado, en ese caso, es mantenerse juntos y caminar hacia el mismo lado.
En segundo lugar, deben asumir los vaivenes desconocidos e imprevisibles que depara el devenir histórico y, por lo mismo, su conceptualización y propuestas deben integrar un profundo sentido de flexibilidad, imaginando renovaciones estructurales que garanticen adaptibilidad y maniobrabilidad.
Y, en tercer lugar, deben recoger un elemento utópico, a saber, que la sociedad y sus sujetos desarrollen capacidades e instrumentos que vayan permitiendo la paulatina recuperación humana de la historia y de su devenir. Es decir, los proyectos y programas históricos deben ordenarse tras la utopía de superar la enajenación que afecta a las sociedades respecto de la historia y el mundo real, lo que, en el fondo, significa aspirar a que la sociedad humana viva la modernidad y no que sea vivida por una modernidad de las cosas, que los seres humanos disfruten y no sufran la modernidad, que la modernidad sirva a la humanidad y no que la humanidad sirva a la modernidad.
Entendido de esta manera, los proyectos y programas de dimensión histórica tienen que ser pensados de forma muy distinta a la tradicional. Particularmente, en un sentido: no pueden restringirse al campo que usualmente se entiende comprendido sólo por las políticas públicas. Han de ser imaginados de manera más totalizadora, para lo cual es menester revisar y actualizar la dimensión de la política, de sus esferas, de sus actores. En las sociedades modernas la “subestructura política” no cubre la totalidad de la política, de las relaciones de poder ni se encuentran concentradas en ella todas las facultades y mecánicas de tomas de decisiones que importan a la sociedad y que, siendo decisiones políticas, se resuelven en esferas de la sociedad civil.
Es de toda obviedad que en Chile están presentes las razones históricas que exigen de la política visiones históricas plasmadas en proyectos y programas. Pero también es de toda obviedad que la política chilena está enceguecida por el “presentismo”, por el aquí y el ahora, por la comodidad que ofrece el pensar que las perspectivas de progresos están aseguradas inercialmente y con algunas correcciones de énfasis.
En tal sentido es que la política se encuentra a contrapelo de la marcha de la historia. Mientras ésta se mueve revolucionariamente y “desvaneciendo todo lo sólido”, la política se distrae en lo anecdótico y se aferra a un “conservadurismo evolucionista”.
Razones para un pesimismo tranquilo
“La suerte está echada”. Abierto el largo período electoral la actividad política y político-intelectual quedará osificada por su reducción a lo electoral. Las lógicas y dinámicas de la política-historia seguirán en barbecho. Continuará el desfase entre la movilidad de la política y la movilidad de los fenómenos históricos. Sólo un milagro – que en política asumen la forma de hechos azarosos que conducen a irrupciones y crisis – podría modificar esos rumbos.
Pero aun sin milagros, es visualizable que ese estado de cosas no debería perdurar más allá de dos o tres años.
De por sí el actual ordenamiento político nacional – y las prácticas que entraña – está gozando de sobrevida, merced, entre tras cosas, a la prolongada transición política, a la jaula de hierro que es el sistema binominal, a la oligarquización corporativa que rige en la política, etc. Pero ninguno de esos factores, en particular o en conjunto, puede encorsetar permanentemente los ímpetus innovadores. Podrán dificultar y demorar los procesos transformadores, hacerlos más complejos y conflictivos, pero no detenerlos ni siquiera postergarlos por mucho más tiempo.
Debe tenerse en cuenta que las enormes presiones que está recibiendo la política para su cambio significativo, en Chile tiene una doble proveniencia:
i) las que surgen del dinamismo estructural, social, socio-cultural y valórico que entraña la modernización globalizada y
ii) las que se originan en el rezago que ya afecta a la política nacional con relación a nuevas realidades instaladas desde hace algunos años.
Es decir la política está demandada de cambios para adecuarse al estadio de modernidad que ha alcanzado el país, para responder a una etapa modernizadora que se abre y para anticipar nuevos fenómenos que se incuban en el ámbito internacional y regional y que, ineluctablemente, van a repercutir en lo nacional.
Ahora bien, todas estas presiones no se hayan sólo en el plano de lo estructural-histórico, no son sólo “objetivas”. Poseen también expresiones “subjetivas”. En otras palabras, no sólo hay presiones desde la impersonal y fría realidad, sino también desde subjetividades (sujetos-individuos y sujetos-sociales).
Tres son las conductas o manifestaciones más importantes que develan las presiones “subjetivas” – activas y/o pasivas – que está recibiendo la política para su renovación.
a) La autoconciencia de su obsolescencia en sectores de las elites dirigentes tradicionales en distintos ámbitos. Autoconciencia que, en algunos casos se hace conductualmente explícita y en otros sigue caminos más elípticos y pausados (abandono de protagonismo, alejamiento de posiciones de poder, menos activismo, etc.)
b) Lenta pero constante ocupación de espacios de influencia pública (medios de comunicación, arte y cultura, ciencias, universidades, etc.) de parte de nuevas generaciones que empiezan a imponer sellos propios. Si bien en la esfera política este es un fenómeno todavía poco notorio, ese entorno generacionalmente renovador es un aliciente que potencia los recambios políticos.
c) Junto con lo anterior, se observa en Chile una creciente voluntad de “escisión” de las generaciones más jóvenes que implica rupturas con el tutelaje ejercido por las generaciones más viejas y el despliegue de nuevas elites, que poseen la cualidad “superior” de haberse forjado dentro de los componentes sustantivos de la modernidad y no como las elites tradicionales que han debido adecuarse a la modernidad y, por lo mismo, la viven a tropezones.
En pocas palabras la pronta renovación más o menos radical de la política está propuesta subjetivamente por la obsolescencia o agotamiento de los antiguos actores y por el natural desarrollo de nuevos actores que, además, de nuevos, no son discípulos o son “malos” discípulos de los líderes de ataño.
El punto catártico de la reformulación de la política nacional va a ser la próxima elección presidencial, con relativa independencia de sus resultados. Los resultados tendrán efectos en los tiempos e intensidad del cambio, pero no en lo esencial del proceso. El nuevo gobierno, del signo que sea, tendrá que asumir –por “los porfiados hechos” – el fin de un ciclo de desarrollo y, además, el fin de un ciclo de prácticas y actores políticos.
El “pesimismo tranquilo”, en consecuencia, alienta un “tranquilo optimismo”.