La impronta política del período que se inaugurará con el próximo gobierno – abriéndose, analíticamente, a cualquiera de las opciones en juego – no estará dada en sí por los tópicos programáticos ni por los temas que cada candidatura ha relevado en sus campañas. El elemento centralizador de los escenarios políticos que se configurarán a partir de marzo de 2006, no provendrá del proyecto, del programa o de la gestión del nuevo gobierno. La centralidad de los escenarios radicará en la previsible movilidad que adquirirá la política y en los probables cambios que tal movilidad genere en los principales actores e instancias políticas. Y será esa centralidad la que devendrá en un entorno condicionador de la marcha e impronta del gobierno.
Hay dos razones de peso – complementarias entre sí – que permiten conjeturar acerca de porqué no serán las cuestiones programáticas y de gestión las que, por su sólo mérito, desempeñarán los roles protagónicos y ordenadores de los rumbos y cuadros políticos.
No hay “reformas estructurales” a la vista
La primera es que ninguna de las tres candidaturas con viabilidades plantea propuestas que pudieran alterar significativamente las líneas que han seguido hasta ahora las principales políticas públicas. En ningún campo hay propuestas que se acerquen al concepto de “reforma estructural”.
La segunda es que en el período presidencial que se avecina seguirá vigente la ausencia de una “masa crítica” de dirigentes (políticos, intelectuales, empresariales, sociales, etc.) con voluntad efectivamente innovadora y capaz de introducir cambios que cautiven y “reorganicen” la política y sus dinámicas (Véase, www.asuntospublicos.org Informe Nº 484)
Lo esperable, entonces, en materia de programa y de gestión, es un gobierno – cualquiera sea su signo – relativamente “inercial” y “continuista” en lo grueso. Por lo mismo, poco o nada nuevo y distinto aportará a los escenarios lo que suceda en esos planos.
Una agenda programática ya configurada
Esta suerte de “fukuyamismo”, de “fin de la historia” que se presagia para el futuro período presidencial en lo que se refiere al área programática, aparte de las causas señaladas, tiene otras que conviene tener en cuenta.
a) La agenda programática, en ciertos espacios claves, está fuertemente condicionada por los fenómenos y procesos que entraña la globalización y sobre los cuales ningún gobierno nacional de por sí puede intervenir activamente en sus desarrollos.
b) Lo anterior implica que algunas dinámicas modernizadoras demandadas, precisamente, por el devenir de la globalización, también están sujetas a dictados sobre los cuales poco o nada puede hacer un gobierno nacional, salvo implementar las políticas que esas dinámicas exigen con algunos condimentos criollos.
c) Chile todavía no ha cerrado una etapa de modernización, tanto en lo genérico como en lo sectorial; por lo mismo, cualquier gobierno venidero recibirá una herencia programática insoslayable pues deberá avanzar o cerrar el actual ciclo modernizador. Esta condicionante programática es tanto más fuerte merced a que el gobierno del Presidente Lagos en muchos rubros diseñó políticas públicas modernizadoras proyectables más allá de su gobierno. Políticas que o están en aplicación o que cuentan con prerrequisitos ya cumplidos y que difícilmente podrían dejarse en el abandono.
d) Por último, una limitante programática muy relevante para el nuevo gobierno resulta de las facultades auto-resistentes y auto-reproductoras del llamado “modelo”. El “modelo”, por ser tal, funciona como totalidad y concatena las partes que lo conforman. Ahora bien, como el “modelo” en lo grueso – y más allá de la retórica – goza de buena salud y de considerables respaldos consensuados, las “rectificaciones” o “perfeccionamientos” de los que se habla deben ser interpretados en alusión a algunas de sus partes. Pero, la concatenación de esas partes a la esencia del modelo, a sus lógicas y dinámicas no permite – racionalidad política por medio – grandes alteraciones. Ergo, hasta las “rectificaciones” o “perfeccionamientos” en las partes del “modelo” deben ser cautas y modestas para no correr el riesgo de entrar a perturbar la funcionalidad del sistema.
Dura de desarmar
Dicho sea de paso, uno de los grandes factores defensores del “modelo” está en su orgánica armazón. Si se intentara desarmar la cúspide del “modelo” sería imposible evitar el desarme de sus partes. A su vez, el desarme radical o significativo de algunas de sus partes, inevitablemente estremecería el “modelo” completo. En virtud de esta realidad es que el “modelo” concita, aparte de un consenso activo, un “consenso forzado” y no sólo respecto de sus esencialidades, sino también respecto de sus parcialidades.
¿Quién se atrevería, por ejemplo, a simplemente terminar con la municipalización de la educación, aun cuando se diagnosticara que en la municipalización radica el mayor porcentaje de responsabilidad en las carencias educacionales?
Por cierto que todos estos argumentos sobre la inercialidad programática, también tienen validez para un eventual gobierno de Michelle Bachelet. Es más, en el ámbito estrictamente programático necesariamente sería el gobierno más inercial. Podría ser “audazmente inercial”, pero negar su alta cuota de “continuismo” es un absurdo. Negación útil, claro está, para la política electoral y comunicacional, pero no admisible en el marco analítico.
El obligado camino de Bachelet
Dentro de ese marco resulta obvio que el sólo hecho de que se trataría de otro gobierno adscrito a las matrices conceptuales de la Concertación establece parámetros para el “continuismo”. En lo medular, el verdadero programa de Michelle Bachelet está en los actuales ministerios, en sus proyectos inconclusos o en aquellos pendientes de iniciar, pero que ya cuentan con pilares para ser impulsados. Un gobierno de Michelle Bachelet podría ser estimulador de innovaciones políticas generales, pero escasamente innovador en políticas públicas. Su misión heredada es más la del cierre de un ciclo que la apertura de otro.
En suma, los aspectos programáticos del próximo gobierno no serán por sí mismos los asuntos de mayor gravitación en la caracterización político-histórica del período. En primer lugar, por lo ya dicho respecto de su inercialidad y previsibilidad. Y, en segundo lugar, porque tenderán a ser “opacados” y condicionados por la trascendencia que adquirirán procesos de movilidad política y de actores políticos.
Cualquiera sea el resultado en las elecciones presidenciales será virtualmente imposible evitar la apertura de una intensa etapa de revisiones y búsquedas actualizadoras en los partidos y en las alianzas. Intensidad que sugiere la posibilidad de transformaciones históricamente significativas en el cuadro político nacional.
Construcción de hipótesis
En las líneas que siguen se abordan algunas hipótesis acerca de esos previsibles procesos de revisiones y actualizaciones políticas. Pero antes es menester explicitar la adopción de tres resguardos metodológicos para los efectos de no sobrepasar los límites adecuados a un artículo.
1. Las principales presiones para que esos procesos ocurran provienen de situaciones acumuladas en los últimos años que se verán potenciadas por los resultados electorales. El ordenamiento de la política, de sus sistemas y estructuraciones, ha permanecido inmóvil, en lo sustantivo, por dos décadas. Y hay que tener en cuenta que lo que se configuró hace dos décadas se hizo, en gran medida, a partir de organizaciones y actores preexistentes y de larga data histórica. Ese antecedente por sí solo es una plataforma en la que se asienta una demanda objetivada de renovaciones. Por supuesto que hay otros varios antecedentes que operan en la misma dirección. Pero, gracias a que han sido expuestos por infinidad de analistas y políticos y en reiteradas oportunidades, queda permitido aquí saltarse su explicitación.
2. Los procesos que se auguran, si bien están motivados por factores independientes de los resultados electorales, evidentemente que tendrán características, ritmos y consecuencias distintas según lo que suceda en el evento electoral. En tal sentido, los escenarios analíticos que se presentan son múltiples. Aquí se restringe el análisis al supuesto – amparado en las encuestas, en el sentido común y en el buen sentido – de un triunfo de la candidatura de la Concertación.
3. También se puede prever que serán múltiples los efectos y los afectados por los procesos que se anuncian. Aquí se ha optado por concentrar la atención en los fenómenos y consecuencias más generales y que podrían ser ejes articuladores de los cambios o movimientos.
El herido grave
En el supuesto indicado – y casi paradójicamente – el partido más sólido, la UDI, sería el más resentido y ello merced a sus propios éxitos pretéritos. Sin duda que su ascenso electoral ha sido sobresaliente, lo mismo que su incremento en representación parlamentaria y en gobiernos municipales.
Pero sus éxitos no fueron sólo electorales. También lo fueron en el área de la política profunda. Ha sido, virtualmente en todo momento, el partido hegemónico de la derecha chilena. En un primer período en base a los apoyos que recibía de los núcleos más poderosos de los poderes fácticos de la derecha. Y luego, porque su ascenso electoral y fuerza parlamentaria lo convirtió en el partido elegido por la “derecha grande”. Finalmente, porque remató con una hegemonía legitimada en virtud del fenómeno lavinista y de la consagración de Lavín como líder de masas.
Lo que arriesga la UDI, con una derrota de Lavín, es, ante todo, la pérdida de esa hegemonía o, más rigurosamente dicho, la consolidación de esa pérdida, pues, de hecho, tal fenómeno ya está presente. Las secuelas de esa situación pueden ser mucho más relevantes de lo que parece a primera vista.
Pérdida del ordenamiento
En primer lugar, porque repercutiría en la derecha como sector. Se sabe lo difícil que es para la derecha comportarse como bloque. Una de las gracias del lavinismo fue su capacidad para proyectar la hegemonía de la UDI hacia el conjunto de la derecha, legitimándola a través de su liderazgo y discursividad. Mientras Lavín mantuvo el discurso que lo identificó a partir de su primera campaña presidencial y mientras fue percibido como opción presidencial, la derecha – pese a todas sus disputas – tuvo conductas que la acercaron bastante a las propias de un bloque político. El fracaso de Lavín y del lavinismo implicaría el definitivo término de esa fórmula de relativo ordenamiento de la derecha, sin que se visualicen fórmulas de reemplazo.
En segundo lugar, porque, precisamente, la inexistencia de mecánicas alternativas de reordenamiento implica que la derecha entrará en una etapa que reeditará lo peor de las ancestrales pugnas por la hegemonía del sector. Con el agravante de que hoy los poderes extrainstitucionales de la derecha ni tienen el mismo poder que otrora ni la homogeneidad que les permitía terciar en las controversias de los agentes típicamente políticos.
En otras palabras, en la actualidad no hay una “derecha grande” que, como tal, esté por encima de las controversias de los actores políticos. Una parte importante de ella está involucrada en la lucha por la hegemonía y, por ende, no es un recurso del cual la UDI pueda disponer como ayer.
Pugna electoralista
En tercer lugar, porque los conflictos en torno a la cuestión de la hegemonía rápidamente se van a entremezclar y a traducir en conflictos por liderazgos electorales, con todos los maniqueísmos y rudezas que implica la electoralización de esos procesos. Electoralización previsible, primero, por lo corto del período presidencial y, luego, porque la fase post Lavín significa que se crea un vacío de presidenciables que tenderá a ser llenado por una temprana competencia entre las más diversas figuras. Es cierto que Sebastián Piñera podría quedar posicionado como presidenciable, sobre todo si pasara a la segunda vuelta. Pero eso no alivia el conflicto, más bien lo agrava, pues la UDI y parte de la “derecha grande” no le van a conceder tal representación.
En conclusión, la UDI post Lavín enfrentará una situación de retroceso en la posición que había alcanzado en la política nacional: Dejará de ser el partido hegemónico y más confiable para la “derecha grande” y dejará de ser también el partido del candidato presidencial con más opciones. Sin embargo, mantendrá tres fortalezas: su cualidad de ser el partido más estructurado, el más votado y el con mayor número de parlamentarios de la derecha.
UDI: un proceso de re-aprendizaje
Pero los asuntos de la pérdida de hegemonía y del agotamiento del presidenciable les serán ineluctablemente perturbadores. Ambas fueron ventajas que estuvieron a su haber por alrededor de diez años y desempeñando papeles activos en sus diseños políticos, político-estratégicos y político-orgánicos. Sin esas ventajas, evidentemente que deberá revisar el conjunto de sus políticas, pues deberá abordar sin ellas la competencia por la hegemonía. Se podría decir que la UDI tendrá que reaprender a hacer política desde posiciones más modestas y menos privilegiadas. Lo que no es fácil para un partido de cultura y prácticas ensoberbecidas.
Los problemas que se le avecinan a la UDI son bastante presumibles. La elite dirigente histórica verá deteriorada su legitimidad y ascendiente. Las derrotas consecutivas carcomen a cualquier dirigencia, máxime cuando el propio cuerpo dirigente ya no es lo monolítico que era.
Por otra parte, tendrá que resolver una mecánica distinta para el desarrollo de sus políticas, habida cuenta del fin del lavinismo. Esquemáticamente dicho, el lavinismo le permitió a la UDI realizar, simultáneamente, una política de derecha típica y una política de centro-derecha. Tal dualidad fue clave para soslayar o morigerar debates y conflictos al interior de la UDI. Pero esa misma dualidad le acarreó costos en credibilidad y, a la postre, fue la que despejó el terreno para la irrupción de Sebastián Piñera. Los dos pilares sobre los que se alzó Piñera fueron los de las frustraciones y los de las desconfianzas que engendró el dualismo UDI al seno de la derecha y de su electorado.
La fórmula dual está agotada. No sólo por la categórica declinación del lavinismo, sino, sobre todo, porque Sebastián Piñera ocupó el espacio político-discursivo destinado hacia el centro.
En definitiva, la UDI estará compelida a redefiniciones de magnitud y que son altamente complejas por un hecho adicional: el lavinismo y la esperanza de ser gobierno postergó, durante mucho tiempo, la adopción de tales redefiniciones con lo cual le adicionó variables más complicadas. Pudo resolverlas en momentos de ascenso. Ahora tendrá que hacerlas en un estado más débil. Si las alternativas planteadas son entre una UDI neoconservadora o un símil a los “partidos populares”, el clima que acompaña a una derrota favorece a la alternativa neoconservadora.
RN: Sebastián Piñera, el dueño del futuro
Renovación Nacional está entrampada en una jaula de hierro cuya llave es propiedad exclusiva de Sebastián Piñera. Lo que ocurra con Sebastián Piñera y, más importante aún, lo que él decida sellará las perspectivas históricas de RN.
La candidatura presidencial de Piñera puso a RN en una situación expectante. Básicamente, por dos razones: i) porque se estaba convirtiendo en un partido vergonzosamente subordinado, sin personalidad, “ninguneable” y ii) porque el liderazgo y protagonismo de Piñera como candidato ha coadyuvado a instalar a RN como un partido claramente de centro-derecha y demo-liberal.
Pero, es precisamente esa situación expectante la que configura la jaula de hierro y lo que pone a RN en dependencia casi absoluta de Sebastián Piñera. El destino de RN – como partido históricamente gravitante – es la prosecución de su asentamiento como partido de centro-derecha y demo-liberal. De lo contrario, si retorna a su viejo eclecticismo paralizante, será presa fácil de la UDI. Incluso, en ese caso, si la DC se aviva también podría sacar sus dividendos.
La “cero” posibilidad de Allamand
La única posibilidad real que tal proyecto prospere es que siga encabezado por Sebastián Piñera. Hasta hace algún tiempo también podía pensarse en Andrés Allamand. Pero sus amoríos con el lavinismo mermaron su liderazgo dentro de RN y su espíritu político hamletiano no da el ancho que se requiere para una empresa a todas luces audaz y no exenta de desgarros.
Transformar a RN en el sentido señalado pasa por consolidar una férrea hegemonía interna que subsuma a las fracciones y liderazgos de corte conservador tradicional, de manera que el proceso de reafirmación demo-liberal no se vea empañado y demorado por enmarañamientos internos. El proceso sería tanto más viable en la medida que se exprese como una continuación de la discursividad desarrollada en la campaña presidencial. De ahí que es vital la figura de Sebastián Piñera.
Hacia una nueva fuerza “demo-liberal”
Pero hay otra cuestión decisiva que reclama el protagonismo de Piñera. La constitución de una fuerza demo-liberal en el marco de una centro-derecha no alcanzaría su potencialidad si se limita a lo que hoy ofrecen los sectores demo-liberales que deambulan por los mundos de la derecha. La larga hegemonía de la UDI y las vacilaciones ancestrales de RN han dejado en el limbo a una buena parte de segmentos socio-culturales “naturalmente” sensibles a cosmovisiones y políticas demo-liberales. Algo de esos segmentos han recogido marginal y temporalmente el PDC y el PPD, pero ninguno de los dos ha devenido en un atractivo orgánico y permanente.
Por otra parte, es ostensible que la política nacional, lamentablemente, carece de una fuerza demo-liberal de centro-derecha, siendo que socio-culturalmente hay un gran espacio para que emerja. De todo lo cual se colige que RN, conducido por el piñerismo, puede aventurarse no sólo a su fortalecimiento sino a ser el pivote de un nuevo conglomerado.
Es evidente que para que un proyecto de esa naturaleza tome cuerpo es menester que Sebastián Piñera pase bien la prueba de las elecciones. Los indicadores que hasta ahora se conocen son satisfactorios, aun cuando no enfrente una segunda vuelta.
Piñera ha insinuado tener la idea y la voluntad de emprender una alternativa como la descrita, pero él y sólo él tiene la última palabra.
Lo novedoso en la concertación: el cambio de rostros
El universo de la Concertación daría mucho que hablar en lo que se refiere a presumibles cambios o estremecimientos que podrían enfrentar cada uno y todos sus partidos y hasta la propia coalición. No son misterios los fraccionamientos que cruzan a los partidos ni tampoco las visiones gruesas discrepantes que circulan por la alianza gobernante.
Pero el elemento analítico más interesante surge de otra fuente, a saber, de los anuncios de Michelle Bachelet – en alguna medida ya puestos en práctica – en cuanto a su disposición de introducir renovaciones significativas en el personal gubernamental.
Esto será, probablemente, de gran incumbencia en los estatus partidarios y en los cuerpos dirigentes. En primer lugar, porque los gobiernos de la Concertación han sido, de facto, uno de los polos centrípetos de los partidos y del bloque concertacionista y, por ende, agentes colaboradores de la reproducción de los sistemas que operan en esas instancias.
Cabe conjeturar, entonces, que si se renuevan los cuerpos de autoridades de gobierno dejará de estar presente – al menos en un inicio – ese recurso de protección de lo partidariamente sistémico.
Y, en segundo lugar, dada la gravitación del gobierno en los partidos de la Concertación es difícil imaginar que, al producirse renovaciones de las elites gubernamentales, no se produzcan, a su vez, fuertes movimientos renovadores en las estructuras de los partidos y de la Concertación.
En conclusión, la lógica analítica lleva a suponer que el sello y lo más enjundioso de los escenarios políticos post elecciones radicará en la movilidad que tenderá a caracterizar a los principales actores políticos. En cualquier circunstancia ese es un fenómeno que de por sí cautiva a la política. Pero es tanto más cautivador cuando lo que se mueve es un estado de cosas inmóvil por dos décadas. En ese caso la movilidad puede causar más de una quebradura.