I. EL PROYECTO SOCIALISTA: UNA TAREA INCONCLUSA
Transcurridos algunos meses desde el término del proceso congresal vivido por los socialistas, se torna permisible evaluar con más objetividad la situación del PS post-Congreso.
En este artículo adelantamos algunas reflexiones en torno al problema del proyecto socialista –uno de los temas prioritarios y permanentes del Centro AVANCE- y de las culturas que coexisten en el socialismo chileno.
El Congreso socialista resolvió políticamente el tema de la unidad. Las diversas fuerzas asumieron y acataron las normas democráticas; quedaron establecidas las representaciones y proporciones en los niveles direccionales; se concilió –más que nada por la vía del soslayamiento- en los problemas ideológicos, y se lograron acuerdos básicos en lo político, orgánico y programático. Esta unidad política le ofrece al socialismo la posibilidad de una mayor y mejor injerencia en el escenario nacional.
Pero, como era de esperar, le sigue planteado al socialismo el tema crucial: la reconstrucción de su proyecto general para la sociedad chilena. Cuestión que de no resolverse en plazo prudencial pondrá en entredicho tanto su unidad como su capacidad de acción e influencia política.
Las razones de la unidad
Hay cuestiones sustanciales que tienden a unificar a los socialistas, pero éstas se encuentran en un plano muy difuso e implícito. Se hallan más al nivel de lo virtual que al nivel de las certezas. Pero, sea cual fuere la valoración o el debate que se haga en torno al rol que desempeñan hoy las esencialidades unificadoras, lo cierto es que fueron esas esencialidades las que predominaron en la unidad sellada en este Congreso.
Opinamos que la unidad estuvo impulsada principalmente por factores y necesidades políticas trascendentes pero definidas por cuestiones de corto período y que, por lo mismo, pueden tender a diluirse en el tiempo.
Determinante fue el temor que inspira el síndrome de la división. Los socialistas no están de ánimo para revivir los traumas, desgastes y debilitamiento que producen las escisiones. Puede decirse que uno de los elementos unitarios es el instinto reactivo de los socialistas ante la amenaza de rupturas.
Por otra parte, hay una suerte de “buen sentido” que hace ver que sólo los grandes partidos, en sentido literal, o sea numérico, pueden hoy desempeñar roles efectivos en la política nacional. Sólo muy residualmente se encontrará a alguien que siga sosteniendo hipótesis de tradición vanguardista. Ahora bien, ninguno de los sectores que compiten al interior del PS se siente con capacidad de desarrollar por sí mismo un partido poderoso. Cual más, cual menos, prefiere optar por el actual status con la esperanza de expandir su influencia y alcanzar niveles superiores de hegemonía.
Tampoco está ajena al fenómeno unitario la atracción centrípeta que ejerce el poder. El hecho que el PS sea hoy la organización de izquierda más estructurada y políticamente más actuante; forme parte del gobierno; que los parlamentarios socialistas sumen la tercera fuerza congresal, etc., produce un natural interés por pertenecer y permanecer en él. Sensibilidad tanto mayor en cada uno de los liderazgos tendenciales, puesto que es allí donde más opera la descarnada lógica del poder. A nadie escapa que cualquier división mermaría considerablemente el poder alcanzado y sus perspectivas de incremento.
Por último, y aunque actúe de manera menos visible, resulta decisivo en el actual proceso de unidad las incertezas ideológicas y programática que afectan a más de una de las tendencias en juego. En efecto, si bien en los planos doctrinarios – sobre todo en las declamaciones doctrinarias – aparecen tensiones y contradicciones a veces amenazantemente insuperables, lo cierto es que en la política real las corrientes de matriz más históricas y las corrientes más perneadas por la ortodoxia marxista-leninista no poseen un cuerpo político y programático propositivo capaz de traducirse en acción política articuladora de lo contingente y lo estratégico. Oscilan, más bien, desde lo contestatario y la resistencia hasta el atisbar o barruntar alternativas a lo que se identifica como renovación de “derecha” o “reformista”. Sin duda estas incertidumbres permiten posiciones y oposiciones dentro de un partido, pero no permiten ser partido.
Ahora bien, esto se canaliza por dos vías que pese a concepciones y fines distintos, colaboran a la unidad.
Una de estas vías se expresa a través de aquellos que confían en que la historia futura repondrá la ideología y el proyecto socialista en sus cauces ancestrales, aunque aceptando modificaciones que actualicen ambas figuras. Sus conductas políticas, por consiguiente, tienden a asegurar una “corriente de izquierda” dentro del socialismo que mañana sea catalizadora de la oferta natural que la historia proveerá. Con tal lógica, la inexistencia de un proyecto no sería hoy un impedimento para sostener la unidad, puesto que los tiempos venideros terminarían por reponer las esencialidades del modelo tradicional, unificando en torno a él a la mayoría socialista.
La otra expresión la conforman quienes asumen más cabalmente la visión de un socialismo que no termina de superar vacíos teóricos y políticos legados por los procesos de crisis nacional e internacional, pese a los esfuerzos renovadores. Merced al reconocimiento de estos vacíos, la unidad sería una suerte de sana imposición, dado que la superación de las incertidumbres debería resultar de un momento sintético, fruto de diversidades doctrinarias y culturales, de experiencias sociales y políticas distintas. La unidad sería así un recurso inevitable para asegurar la convergencia, la riqueza y la fluidez del proceso. De hecho, bajo esta óptica se piensa que las incertezas de hoy establecen márgenes de identidad socialista muy flexibles y las escisiones no podrían ser más que apriorísticas.
La irremediable necesidad del Proyecto Socialista
Como una muy comprensible reacción al esquematismo que dominó en el pensamiento de izquierda hasta no hace mucho, sectores socialistas niegan la necesidad y la posibilidad de elaborar un proyecto globalizador, de imaginar una concepción de sociedad a construir.
En el extremo opuesto se ubica una facción que supone la vigencia de una esencialidad de modelo de sociedad socialista, cuyo esquema básico se encontraría en el clasicismo marxista y que la historia de los socialismos reales no habría hecho más que distorsionar, sin alcanzar a afectar sus generalidades sustanciales.
Esta sola polaridad obliga a los socialistas a acelerar el debate acerca del proyecto. Y no porque sea esta una simple necesidad interna, o producto del afamado prurito de la “monolitización del partido”. Es en realidad un reclamo político-concreto. Mantener la indefinición al respecto afecta inevitablemente a las políticas contingentes.
Suponer que este conflicto – el planteado entre un sector que postula un “modelo” socialista y otro que postula un socialismo identificado sólo por políticas focales determinadas por tiempos y circunstancias específicas – puede ser salvado coexistiendo con acuerdos sobre políticas particulares, o sea, eludiendo cuestiones teóricas gruesas y la discusión de los propósitos de largo alcance, es, en definitiva, una forma de postergar pero no de resolver una dinámica que anuncia confrontaciones álgidas.
Pragmáticamente – y a pesar que el pragmatismo se usa como argumento central – la fórmula de salvaguardar la unidad en base a concordancias políticas puntuales es un recurso escasamente eficiente si se aspira a un PS ágil y competitivo en cuanto a propuestas a la sociedad. Sin una concepción general común, sin un cuerpo de ideas compartido acerca del ser y el deber ser socialista, es obvio que la discusión sobre cualquier política particular se hará desde visiones muy distintas, lo que dificulta y retarda las resoluciones; y es más que probable que muchas de esas discusiones deriven fatalmente en debates más esenciales y por ende más prolongados, que es precisamente lo que se quiere evitar.
Pero aparte de lo anterior, la eficacia de esta fórmula “pragmática” sería dable si:
a) Realmente existieran políticas no ordenadas por un proyecto de sociedad (hipótesis insostenible como veremos en seguida),
b) todas las corrientes socialistas coincidieran en la innecesidad del proyecto. Pero no siendo así resulta de Perogrullo prever que quienes actúan en función de un modelo y sobre la base de principios analíticos y políticos más o menos rígidos y quienes renuncian a la idea de proyecto, tenderán a operar, primero, con énfasis distintos y luego, con políticas distintas en relación a cada tema.
Esto se torna más comprensible si se atiende a lo siguiente. De hecho, los socialistas que rechazan la noción de proyecto lo hacen a partir de una concepción no antisistémica del socialismo, por consiguiente, el proyecto de sociedad ya está dado por los componentes vertebrales del status vigente. Perfeccionar el orden social, eliminar los rezagos y las injusticias más evidentes de ese orden, agregar allí donde se presentan las mayores falencias, sería la misión del socialismo. Para ello bastan las políticas y sobran los nuevos proyectos.
Por el contrario, los más radicales sostenedores de un “modelo” insisten en el carácter antisistémico, acentúan los rasgos negativistas del socialismo. Por lo mismo, lo propositivo queda casi enteramente restringido al “modelo” de sociedad y a las abstracciones que este “modelo” implica. Dicho de otra manera: así como para la visión anteriormente descritas las políticas parciales son el proyecto socialista, para esta última visión el modelo de sociedad y sus corolarios particulares y abstractos serían las políticas socialistas.
En definitiva, en el esquema “ortodoxo”, el proyecto es intraducible a la política como actividad empírica, colectiva y responsable de la solución de problemas cotidianos. En ese esquema – y si se actúa en consecuencia a él – la política es y no puede ser más que acción contestataria.
Pero ese ideologismo no autoriza a la deslegitimación de todo proyecto. El tema discutible, en realidad, es cómo se concibe el proyecto. Reemplazarlo por la simple yuxtaposición de “políticas concretas” es, en el fondo, un contrasentido. Toda y cualquier política tiene tras sí un concepto de sociedad y apunta a configurar un tipo específico de sociedad, con independencia de si en los operadores de tales políticas está la conciencia de ese concepto y la voluntad explícita de construir ese orden social. La lógica más saludable indica entonces, la conveniencia de indagar acerca del proyecto propio puesto que ello le asegura mayor concretidad a las políticas y mayor congruencia en los planos históricos.
La reconstrucción del proyecto y las limitaciones objetivas del Congreso
Que el Congreso no avanzara en este tema –como en otros – no se explica sólo por la sobredimensión que adquirieron los tópicos inspirados en la redistribución interna del poder, ni por razones estrictamente subjetivas. Estos factores participaron en la liviandad teórico-programática del Congreso, pero en la cuestión del proyecto intervinieron razones de mayor trascendencia que hacían muy difícil, cuando no imposible, un progreso significativo.
Vamos a pasar por alto el clima de relativa polarización que se creó durante el proceso electoral previo y que, por cierto, no facilitaba la organización de un congreso en donde primara la reflexión por sobre el discurso.
Lo que nos interesa destacar es que el Congreso fue de una inconciencia “sabia”, de un sentido común muy razonable al no exigirse finiquitar el polémico problema del proyecto. Esto no excusa al socialismo en general, y en particular a sus liderazgos, de esa gran falencia. Excusa al Congreso.
En efecto, el Congreso sólo podía ser la síntesis de una dinámica anterior y esa dinámica no se orientó en el sentido de resolver la temática o de, cuando menos, asumirla como una cuestión clave.
Aventuramos la opinión que el socialismo chileno, en un sentido muy genérico, no parece haber evaluado con rigor la extensión y profundidad de la crisis que aqueja al socialismo nacional y mundial. No parece haber internado ni lo integral ni lo históricamente peculiar de la crisis.
A este respecto nos interesa llamar la atención sobre algunos puntos.
1. El derrumbe o crisis de los socialismos reales no es resultado de errores en las formas de construcción y realización el socialismo. Es producto de la concepción global acerca de la sociedad socialista, concepción que, matices más, matices menos, era compartida por la izquierda y el socialismo chileno.
2. La crisis no es monopolio de los “países del Este”. Desde hace lustros y, en la mayoría de los casos, varias décadas, que las fuerzas políticas doctrinalmente marxistas no muestran éxitos y sí retrocesos en las naciones de desarrollo capitalista avanzado o relativo. Y esto es anterior a la crisis manifiesta y catastrófica de los “socialismos reales”.
3. Los triunfos electorales de los socialismos no marxistas o no “ortodoxos” en Europa, específicamente en Francia y España, no son demostrativos de un socialismo exitoso y ajeno a la crisis. Por el contrario, allí se da la paradoja de que esta escuela socialista siente y vive su crisis una vez que se transforma en gobierno.
Los gobiernos socialistas de la “Europa Occidental” no pueden mostrar avances calificables de propiamente socialistas. Y esto medido con la vara más benévolamente permitida. Es decir, no la examinamos desde una óptica de transformación social radical, desde la pretensión anticapitalista, etc. Concedemos hasta no juzgar desde una visión reformista, o sea de realizaciones focales y graduales que implican cambios mensurables significativos. Nos estamos refiriendo a políticas elementales: democratización superior, justicia social o redistribución del ingreso, morigeración del poder de los grandes consorcios económicos, etc.
Es probable que se puedan mostrar logros en esos objetivos. Lo que importa es saber si era necesario el gobierno socialista para llegar a ellos o si esos logros son más bien efectos de cierta sensatez del capitalismo como sistema.
Se podría argüir que frente a ese socialismo la alternativa es el neo-conservadurismo con su absoluta indiferencia ante la “cuestión social”. Pero en tal caso no se haría más que argumentar en favor de nuestra tesis: el socialismo no tiene más proyecto que el de impedir la ejecución a ultranza de políticas conservadoras.
4. La crisis empíricamente constatable, se agrava – y he aquí lo peculiar de ella – en tanto que el instrumento analítico, la teoría social sufre también derrumbes o crisis.
Antaño solía ocurrir que las frustraciones o fracasos frente a la realidad eran explicadas por el “mal uso” de la teoría. Para superar ese estado de cosas bastaba, entonces, retornar al cuerpo intelectual dado, releerlo y reaplicarlo.
Hoy, en cambio, tampoco perviven las certezas intelectuales. Fenómeno evidentemente categórico en el socialismo marxista, pero del que también es víctima el socialismo no marxista.Se trata, en suma, de una crisis doble y simultánea, es decir, tanto en lo empírico como en lo conceptual.
Recapitulando sobre la idea que nos interesa. El Congreso de los socialistas no podía dar cuenta del problema del proyecto puesto que el nivel crítico por el que éste cruza requiere para su superación de tiempos y esfuerzos infinitamente mayores que los que permite un congreso. Ni esos esfuerzos ni esos tiempos le han sido destinados adecuadamente al tema, ni por los dirigentes, ni por los “especialistas”, ni mucho menos por el colectivo. Sin dejar de reconocer por ello que entre algunos intelectuales, entre algunos dirigentes y en algunos segmentos partidarios la preocupación ha sido notoriamente más manifiesta, y lo que de allí ha resultado conforma, hoy por hoy, los ingredientes más importantes para una labor futura de esa naturaleza.
II. DOS GRANDES OBSTÁCULOS PARA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PROYECTO
Es evidente que el contexto mundial, caracterizado por profundas y rápidas mutaciones en todos los ámbitos, no facilita la tarea reconstructiva del socialismo. Pero allí radica precisamente, el desafío. Enfrentarlo implica, antes que nada, que el sujeto interesado en tal labor, a saber, los socialistas, se halle en las condiciones más adecuadas para hacerlo. Varios escollos se plantean en este sentido. A nuestro juicio, dos de ellos son los más determinantes y decisivos y los reseñamos a continuación.
Primero: Corporativización de las tendencias socialistas.
Hay una herencia histórica nacional que torna a la clase política chilena muy proclive a lo que podríamos llamar “corporativización de la política”. No sólo en el sentido de que los intereses partidarios en el pasado tendieron a priorizarse frente a temas de interés nacional, sino también en el sentido de que en lo partidario se integraron intereses socio-económicos de los diversos grupos constitutivos de la clase política.
Sin duda que es este último rasgo el que consolidó más negativamente esa corporativización.
La generalización de este fenómeno se debió, principalmente, al activo rol del Estado en la gestión económica, en la generación de empleos y en la atención y solución de los problemas sociales. Acceder a los aparatos estatales implicaba, por consiguiente, situarse en la fuente más importante del poder político, pero también implicaba adquirir poder económico directo y elevar el status social de los agentes de la clase política. En otras palabras, la incorporación a los aparatos del Estado era uno de los mecanismos significativos de movilidad social, y, muy en particular, para los sectores medios. Ahora bien, puesto que la actividad política y los partidos políticos eran el vehículo para llegar al Estado, los intereses corporativos que éste despertaba influían fuertemente en la cultura política de todas y cada una de las organizaciones políticas.(1)
Ese es un legado presente en la vida política actual, aun cuando hayan desaparecido muchas de las condiciones que lo originaron y objetivaron.
Como es evidente, el PS no escapa a ese legado. Más aún, los años vividos bajo dictadura ayudaron a su reproducción relativa. Las enormes dificultades surgidas para la subsistencia personal de la clase política, producto de la represión, la clandestinidad, la persecución y marginación de los campos laborales y las características del exilio en algunos países, recreó el vínculo entre lo corporativo y lo político. Con el agravante que, sin nexos abiertos con el universo social – ni siquiera con la masa militante – el corporativismo estaba poco o nada contrapesado por el control que sobre él pueden ejercer los colectivos.
Este estado de cosas generó una dinámica que se tradujo en la conversión de las distintas corrientes político-ideológicas al interior del PS (o de los PS) en grupos articulados también por lo corporativo. Naturalmente que introducido este factor los agrupamientos se solidifican en torno a cuestiones distantes de lo estrictamente político-ideológico y que operan en un sentido de mayor rigidización.
¿Por qué obstaculiza este cuadro a la reconstrucción del proyecto socialista?
En primer lugar, porque el diálogo, la reflexión común en aras del encuentro de síntesis se hace difícil o inexistente. El encierro en lo grupal lejos de facilitar los acercamientos se desliza casi fatalmente a la necesidad de privilegiar lo competitivo. Creada la competencia se desata la inercia de la sobre ideologización de los debates y discrepancias. Cada quien requiere absolutizar sus “verdades” y estigmatizar las opiniones divergentes.
En segundo lugar, porque la corporativización grupal disminuye el interés por la cuestión del proyecto y lo suple con el interés por lo político-corporativo, por la redistribución formal del poder.
Y en tercer lugar, porque el corporativismo tiende a situar la aspiración de acceso a los aparatos estatales como valor prioritario en sí mismo. Con este tipo de criterios la elaboración del proyecto puede verse casi como un escollo para tales ambiciones. Es obvio que un proyecto pone límites tanto en lo que se refiere a la composición de un partido como a su posible base de sustentación, lo que obliga a esfuerzos mayores para los propósitos de construir la fuerza que permita obtener espacios considerables de poder estatal.
Si bien esto aparece como limitante, es, a su vez, ineludible. Resulta intrínseco, consustancial a un partido la existencia de fronteras. Y pretender expandir esas fronteras no definiendo un proyecto es una concepción de muy dudosa eficacia. Primero, porque el proyecto mismo puede y debe concebirse como una convocatoria de integración amplia. Y segundo, porque un partido indefinido en ese plano, ordenado exclusiva o casi exclusivamente en torno al poder en sí, termina por delatarse ante la sociedad como lo que efectivamente es: un partido oscilante, indeciso y poco confiable.
Ahora bien, que los socialistas terminen o minimicen la dinámica del agrupamiento corporativo es un desafío relevante. Su superación no es fácil, pero hoy se desarrollan situaciones objetivas que empujan hacia ese norte. En política, confiar en la “buena voluntad” de los hombres tiene un valor muy azaroso. No obstante, se descubren en algunos sectores señales de “buena voluntad” para solucionar ese estado de cosas y que se potencian por presiones que surgen de la realidad objetiva. La democratización de la sociedad y de la interna partidaria son datos de esa realidad. La incorporación del ciudadano y del militante a la observación y control de la política interfiere en la corporativización puesto que los grupos son juzgados desde el exterior de sí mismos y están obligados a abrirse hacia nuevos ámbitos y a introducir debates y problemas que rompen o atenúan la cerrazón.
Por otra parte, los agrupamientos corporativos perturban ineluctablemente la eficacia del partido, lo que afecta, aunque en grados diversos, las ambiciones de todos los grupos. De esta manera, inicialmente por razones de origen corporativo, se impone la necesidad de acercarse a comportamientos sujetos al “interés común”, creándose una inercia de reculturización en la que lo grupal pierde consistencia.
Segundo: Crisis cultural en el socialismo chileno
La reconstrucción del proyecto socialista tampoco será factible si no se constata y aborda, simultáneamente, la crisis cultural que aqueja al PS.
Hablamos de crisis cultural y no de crisis ideológica porque no se trata sólo de una crisis del “mundo de las ideas”. Cubre más planos que aquel e involucra ámbitos que van desde lo más menudo (costumbres, estilos, lenguaje, etc.), hasta lo más encumbrado de la teoría y la filosofía.
El socialismo de hoy no tiene una forma de reflexión suficientemente compartida. Se aproxima a la interpretación de la realidad con instrumentos y visiones muy disímiles y, en aspectos, contradictorios. Y tampoco posee un sistema comunicacional uniforme. Las mismas palabras no son leídas por igual por todos los socialistas.
Por cierto que la crisis está inmersa en fenómenos “exógenos” y universales. Sin embargo, somos de la opinión que los factores que deben reclamar la máxima atención son aquellos que dicen relación directa con la historia socialista y la realidad nacional. Y esta no es una manera insular de ver los problemas. Lo universal y externo participa en la crisis particularizándose en virtud de lo nacional y de las características del socialismo histórico. Por consiguiente es en estos factores donde debe buscarse el punto de partida para la solución del problema.
A este respecto resaltamos dos cuestiones.
Lo nacional ha vivido – y vive – profundas alteraciones en su cultura tradicional. La presión reculturizadora ejercida durante más de tres lustros por la dictadura y el neo-conservadurismo, rindió frutos, aunque estos no llegaron a cubrir las expectativas que esas fuerzas se plantearon.
Por otra parte, el prestigio que legítimamente adquirió la iglesia en el período pasado, culturalmente se ha traducido en claros estremecimientos del acendrado laicismo de la cultura política nacional. Más allá de cómo se valore ese cambio, lo cierto es que modifica los ancestros culturales y tiende a distorsionar la lógica liberal-progresista de nuestra historia contemporánea.
Por último, el largo período de expresión marginal de las culturas de izquierdas, descompensaron la trayectoria cultural chilena. En efecto, es enteramente demostrable que por lo menos desde las primeras décadas de este siglo, las culturas de izquierdas compitieron y participaron en la configuración de la cultura nacional. De tal suerte que su cuasi ostracismo es de por sí un síntoma de la alteración cultural que discutimos.
Estas causas, empero, no habrían sido suficientes para producir la crisis cultural sin el acompañamiento de modificaciones estructurales que le dieron organicidad y racionalidad a las pretensiones reculturizadoras.
Las llamadas “modernizaciones” resumen, en buena medida, los cambios a los que aludimos: transformaciones en el aparato productivo, mayor integración de la economía y del mercado al circuito transnacionalizado, modificaciones en los roles de las categorías sociales, alteración de los sistemas de relaciones entre las clases, etc. Y todos estos cambios resultaron tanto más irruptivos de lo cultural nacional por las formas abruptas con que se llevaron a cabo y por las indiferencias derechistas respecto de sus efectos colaterales.
El conjunto de reconfiguraciones estructurales y de la cultura en la sociedad chilena, repercutió activa y directamente en la crisis socialista, puesto que su cultura ha tenido siempre una gran sensibilidad y dependencia de lo cultural nacional.
La segunda cuestión se vincula a las causas “endógenas”, a las razones que por lógica interna han promovido a la crisis. En referencia a esto vamos a puntualizar cuatro ideas.
a) La cultura socialista histórica entró en crisis abierta una vez cancelada la experiencia de la UP. Así como el éxito electoral de Salvador Allende pareció coronar la historia cultural del socialismo, su derrota apareció como exactamente lo contrario: su definitiva cancelación.
b) Ante la imposición de una situación dictatorial, esa cultura se mostró impotente para dar respuesta. Y no podía ser de otra manera. El universo del que daba cuenta era el universo tradicional de la sociedad chilena. Planteada la excepcionalidad, la ruptura del sistema político chileno, el pensamiento socialista no podía reaccionar sino con sorpresa y desconcierto.
c) La difícil recuperación cultural, producto de este brusco y radical cambio de escenario, se vio todavía más obstaculizada por el acelerado proceso de transformaciones que introdujo la dictadura. Es decir, el socialismo no sólo se encontraba frente a la negación del pasado nacional, sino también frente a un rápido proceso de intención refundacional.
d) Como toda cultura extensa y con fuertes raíces en el pasado, la cultura socialista no podía reaccionar con presteza, Tenía que, simultáneamente, dar cuenta de sí misma, readecuarse, percibir el “nuevo mundo” en gestación y responder a los desafíos políticos. Le estaba exigido un enorme esfuerzo reflexivo. Pero los tiempos de la política no necesariamente coinciden con los tiempos de la reflexión.
Dadas las urgencias de las demandas políticas y las limitaciones con las que frente a ellas se presentaba la cultura histórica, se inauguró un proceso de “ofertas” de políticas con amparos culturales ajenos a esa cultura histórica. Estas alternativas culturales son básicamente dos, las que en la jerga socialista son identificadas como “ortodoxa” y “renovadora”.
La crisis cultural del socialismo de hoy está signada por las diferencias y competencias entre estas dos culturas y la cultura histórica.
No es nuestro propósito hacer aquí un exhaustivo análisis de cada una de estas culturas, puesto que lo que en realidad nos interesa es discutir acerca de las posibilidades de superación de la crisis por la vía de la reconstrucción de una cultura socialista.
La renovación a la que aludimos es, específicamente, una de las corrientes renovadoras, la que, merced al consentimiento que le han dado los medios de comunicación, ha logrado cierto “control monopólico” del término.
Para esta corriente, la renovación se asemeja más a un acto refundacional que a un proceso de reconstrucción. Tiende, de hecho, a una ruptura creciente con los antecedentes intelectuales y políticos del socialismo histórico nacional. Incluso, explícita o implícitamente, promueve una reformulación sustancial acerca de cuáles deben ser las bases de sustentación social del PS. Busca sus paradigmas – aunque verbalmente niegue su necesidad – en los partidos socialistas europeos.
Su aproximación a la política es desde ópticas más modernas y “técnicas”, lo que le ha redituado éxitos valorables en el espacio público. No obstante, y paradojalmente, no concita un gran consenso dentro de la masa socialista.
La cultura ortodoxa, en oposición a la anterior, reclama para sí la historia socialista. En parte tiene razón. Su confesa adscripción al marxismo la vincula a tendencias ideológicas con pasado socialista. Sin embargo, ello no implica continuidad respecto de la cultura histórica. Su “marxismo” corresponde a la vulgarización ideológica llevada a cabo por los países socialistas y/o por los autores “oficiales”. Ahora bien, ese marxismo efectivamente ocupó lugares en la historia socialista, pero siempre estuvo subsumido en la cultura histórica y no generó prácticas colectivas significativas y propias de esa ideología.
Es precisamente ese marxismo “depurado” que ostenta, lo que más la distancia de los ancestros socialistas (2) , puesto que la conduce a dos fenómenos contrarios a la dinámica histórica. De un lado, la torna intelectualmente extemporánea. Reivindica una versión ideológica de cuyo agotamiento ya nadie debería dudar y que la tradición socialista nunca asumió como propia. De otro lado, la induce al apoliticismo, es decir, a la incapacidad de sostener propuestas políticas realizables en el aquí y en el ahora, desde sus propios razonamientos. Cuestión que se demuestra en el hecho que, por lo general, los adeptos a esta cultura, ubicados en cualquier esfera del poder formal, no hacen nada distinto a las políticas definidas por las corrientes contrarias.
En suma, ninguna de estas dos vertientes culturales está en condiciones de reconstruir la cultura ligada a la historia real del socialismo.
III. RESPONSABILIDAD DE LA CULTURA HISTÓRICA
Ya hemos reseñado las falencias que aquejan a esta cultura. A pesar de ello, opinamos que a partir de su proyección puede recomponerse y consolidarse una cultura socialista que, además de constituirse en sustrato unificador, resulte idónea a las nuevas realidades. Y afirmamos esta convicción, en primer lugar, porque ella cruza todas las tendencias políticas actuales que se debaten en el socialismo. Es evidente que está recogida en grados diversos por cada una de estas tendencias, pero tampoco cabe duda que sigue siendo la cultura más común al socialismo.
En segundo lugar, porque mantiene aún fuertes nexos con la cultura nacional-popular tradicional, por ende, tiene gran potencial de desarrollo entre conjuntos sociales decisivos. Cuestión que se releva si se tiene en cuenta el rol que están desempañando las culturas tradicionales en variadas latitudes.
En tercer lugar, porque lo permanente de esa cultura no ha sido nunca opuesto a lo innovador. Junto a los naturales atavismos de una cultura con historia, posee rasgos que la sensibilizan a la innovación. Quizás si uno de sus componentes fundamentales sea su negación, su rechazo a los dogmas, componente que llega casi a una suerte de culto por lo irreverencial. De ahí su capacidad de asimilación de la dialéctica conservación/cambio, de su capacidad de hacer surgir lo nuevo desde la interioridad y proyección de lo tradicional.
En cuarto lugar, porque tiene la probada virtud de ser integrativa. En su concretidad, en su forma de existencia, siempre ha resultado de fusiones de los pensamientos más avanzados. Si bien es identificable un predominio marxista, no son menos reconocibles influencias del liberalismo radicalizado, de los marxismos “disidentes”, de expresiones del populismo, etc. Nada indica que hoy no conserve esa cualidad y que no pueda fundirse con las manifestaciones más progresistas de los pensamientos modernos.
Ahora bien, que la cultura histórica desempeñe esos roles reconstructivos de la cultura y del proyecto socialista, no es una cuestión que esté asegurada a priori. Y es conveniente insistir en esto por cuanto en la actualidad han surgido opiniones que depositan excesiva confianza en el libre juego tendencial legitimado – y con toda justicia – en el socialismo chileno. Casi se ha querido dar rigor teórico a la idea de que la competencia entre las diversas corrientes tiende en sí y de por sí a garantizar los ajustes requeridos por el socialismo y a consolidar una dinámica superadora de las falencias del presente. No nos convence en absoluto esta hipotética “ley”, aunque reconocemos que es cómoda si sólo se tratara de administrar un partido con tendencias más o menos estructuradas. Pero la reconstrucción de un proyecto y de una cultura dista mucho de poder resolverse por el simple y azaroso juego tendencial. Su resolución demanda una voluntad activa que conduzca a la cultura histórica intencionadamente hacia tal fin.
Por otra parte, la cultura histórica no es enteramente autosuficiente para arribar con celeridad y con plena cobertura a las respuestas que demanda un proyecto socialista para el Chile contemporáneo. Por razones más o menos evidentes, el socialismo histórico se halla rezagado en relación a varios temas. Pero, lo que es más importante, sus propios méritos tradicionales devienen en desméritos u obstáculos cuando se trata de reflexionar y aproximar conclusiones sobre determinadas áreas de la vida moderna. Y esto no por incapacidad intrínseca. Obedece a ciertas formas de configuración de espacios nacionales que constituyen virtuales irrupciones o “bolsones” dentro de lo histórico nacional. En efecto, algunas de las “modernizaciones” que muestra Chile no son resultado “natural” o no se articulan con facilidad al desarrollo histórico nacional. Han “aparecido” abruptamente, creando lógicas políticas, económicas, sociales y culturales casi completamente nuevas, sin pasado.
Comprender ese universo – cualitativamente relevante – no le es fácil al socialismo histórico, precisamente porque su lente analítico, sus categorías, su lenguaje, sus estilos, etc., han sido forjados con extraordinaria influencia de lo histórico nacional.
Ahora bien, la corriente socialista “refundacional” (ultraconservadora) ha destinado a ese mundo buena parte de sus estudios y, de hecho, se vincula a él. Quizás si ello explique, en alguna medida, muchas de sus conductas. Lo que importa, sin embargo, es que al seno del socialismo se ubican pensamientos capaces de dar cuenta de esta dualidad que detectamos en lo nacional.
Resulta ostensible que el encuentro, la complementariedad de ambas culturas socialistas aceleraría el proceso de reconstrucción de un proyecto socialista suficientemente asentado y articulador de lo nacional.
Notas:
(1) Para anticiparnos a cualquier suspicacia interesada, cabe una aclaración. Estamos señalando un fenómeno constatable y no estableciendo un juicio sobre las bondades o peligros de un Estado con más injerencias en los diversos planos de la existencia social, como el que tuvo Chile hasta antes del golpe militar. Si, por lo demás, esta constatación deviene en crítica objetiva de esa situación – y así pensamos que ocurre -, ningún socialista tiene razones para alarmarse. Nunca ha sido monopolio del liberalismo o del neoliberalismo la crítica al Estado “intervencionista”. Hasta donde llega nuestro conocimiento, el socialismo postula un tipo de existencia social donde la sociedad expande su auto-control sobre los diversos ámbitos. Por consiguiente, no pretende una mayor centralización de funciones en los aparatos del Estado sino una mayor asunción de funciones por parte de la sociedad misma. De esta manera, si el socialismo no es “estatista”, en la acepción vulgar que ese término ha adquirido, o sea de concentración de poderes, menos podrá ser defensor o acrítico de formas de Estado con síntomas corporativos y burocráticos, que es el caso al que nos estamos refiriendo.
(2) Debe reconocerse que en esta corriente también hay intentos de revisión crítica y de actualización. Pero es todavía una renovación más de prótesis, de agregados, que de reflexión analítica sobre las matrices esenciales de su ideología.