Una de las causas de la relativa orfandad y/o dispersión doctrinaria del socialismo tiene que ver con la idea de cambio social. Ostensiblemente es una categoría que ha perdido fuerza en la cultura y en la política socialista en los últimos años, sea porque, discursiva y empíricamente, se ha renunciado a ella, o bien porque su uso ha devenido “blando” y difuso o referido sólo a propuestas de políticas focales.
Por cierto que es factible un socialismo, en cuanto organización política, no adscrito a teorías o concepciones de cambio social. Pero entonces se convertiría en un fenómeno estrictamente político y dejaría de ser un referente cultural y sociológico. Por lo mismo, se trataría de un socialismo plenamente refundado y con una articulación formal con su pretérito y con su esencia fundante. Opción que se encuentra presente hoy al seno del socialismo, con adeptos y detractores. Y aun cuando no en todas las latitudes es ésta la alternativa explícita, sí se ha extendido empíricamente en todas partes merced a una inercia natural.
Mientras no se agote el debate en torno a la cuestión del cambio social, acerca de su necesidad y factibilidad, y mientras este debate no produzca una nueva conceptualización sobre el tema – si es que la produce – capaz de rearticular la política socialista alrededor de ella, será inevitable que la política diaria sea la que dicte la orientación final del socialismo, reafirmando tendencias al pragmatismo.
El pragmatismo ajeno a la idea de cambio social ha sido una de las políticas vividas en los últimos tiempos por buena parte de los partidos socialistas. De hecho, esta fue una de las respuestas a la crisis doctrinaria de la izquierda. Es interesante constatar, sin embargo, que en donde más se ejercitó esa política, el socialismo se encuentra también convulsionado y proclive a la revisión de esa respuesta.
El concepto de cambio social en la tradición de izquierda
Al menos en América Latina, la cultura socialista leía como sinónimo cambio social y revolución. Aun cuando se practicaran estrategias de gradualidad reformista, siempre subyace la idea de que el “verdadero” cambio terminaría de manifestarse en el hecho revolucionario.
Sin duda que tal concepción derivaba del discurso marxista tradicional. Pero no sólo de él. Los ancestros anarquistas y hasta liberales que participaron en la configuración del socialismo latinoamericano también portaban el sello de la revolución. Es más, la propia historia nacional, en muchos países de indoamérica, nutría la tesis revolucionaria. Y todavía se puede ir más lejos: la idea revolucionaria alcanzaba la cualidad de una suerte de doctrina primigenia de casi todos los movimientos de carácter popular. Es decir, el revolucionarismo no era exclusivo del pensamiento socialista, sino una virtual impronta del progresismo latinoamericano que emanaba de la radicalidad de los conflictos sociales, de la fragilidad de las instituciones y de las experiencias transformadoras del pasado.
Probablemente este nexo entre cambio social y revolución, impuesto por la tradición del pensamiento y de la política en América Latina, sea una de las principales causas por las cuales el concepto de cambio social fue resistido y relegado en los procesos de renovación socialista. En efecto, si, en su vieja connotación, la estrategia revolucionaria ha sido descartada, y si tal estrategia se confunde con el cambio social, pareció natural que también se descartara o eludiera la categoría de cambio social. En tal sentido opera, dentro del socialismo, una suerte de temor inconsciente, el temor a que si se postula una política de cambio social ello conlleva el riesgo de reponer las tesis revolucionarias. Y, al respecto, cabe una pregunta muy honrada: ¿No será ese temor el que alimenta ideologizaciones tendientes a demostrar que el cambio social no es factible ni necesario y que es posible alcanzar estadios superiores de convivencia social poniendo énfasis en políticas focales dentro del actual estatus?
Dicho de otra manera, son percibibles en el socialismo lógicas, que amparan propuestas aceptables y funcionales al sistema, menos por confianza en éste que por desconfianza y miedo al hecho revolucionario, que ven indiscutiblemente ligado al cambio social.
Por supuesto que no es este traumático método el más adecuado para resolver estas materias. El legítimo y razonable sostener, por ejemplo, que es mejor renunciar a un acto transformador requerido si este implica acontecimientos de corte jacobino. Pero lo que no puede ocurrir es que para evitar acontecimientos de esa naturaleza se niegue la existencia de conflictos que ameritan ser enfrentados y superados.
En suma, el debate apropiado para la cultura socialista se concibe aquí resumido en dos preguntas.
1. ¿La sociedad contemporánea demanda transformaciones estructurales, demanda del cambio social para que las sociedades accedan a una dinámica de permanente superación de los problemas y conflictos sociales?
2. ¿Cómo concibe el socialismo ahora esos cambios, habida cuenta de que el recurso revolucionario parece extinguido y además indeseado?
Obviamente son preguntas que conllevan a otras y que también exigen replanteos sobre el ideario socialista.
En efecto, cancelado empírica y volitivamente el modelo de sociedad a construir, e incluso la sola idea de “modelo de sociedad”, el socialismo se ha visto forzado a sostener su discurso “utópico” sobre aspectos puntuales, pero que tampoco alcanzan solidez diferenciada y alternativa y rondan más bien como vagas aspiraciones emotivas.
Libertad, democracia, justicia social , equidad, igualdad de oportunidades son las palabras más socorridas y con las cuales se intenta identificar la política histórica o el ideario socialista.
La inconsistencia doctrinaria y política que entraña esta forma de identificación del socialismo radica, primero, en que tales aspiraciones, formuladas en lo general, son comunes ya no sólo a todo pensamiento progresista sino también a algunos proyectos de las derechas. El neoliberalismo, por ejemplo, tiene proposiciones bastante estructuradas sobre casi todos estos conceptos, especialmente sobre la libertad, con los correspondientes corolarios sobre igualdad, justicia social, etc.
Y segundo, la fragilidad de este discurso se encuentra en razones de las que ya dio cuenta Marx, muchos de los discípulos e, incluso, intelectuales como Weber y otros ligados al funcional-estructuralismo. En breve, el problema está en que tales fines son susceptibles de lecturas distintas, correspondientes a intereses diversos, y requieren de un marco socio-estructural global para su existencia y desarrollo. Ambos aspectos son los que en el socialismo no tienen respuestas unívocas.
Ahora bien, en el supuesto que estos fines fueran acotados, se hace más expansivo el cuadro de las interrogaciones.
La libertad, la justicia, la equidad, etc., imaginadas, deseadas y socialmente necesarias ¿pueden realizarse dentro de los límites sistémicos? Para el socialismo ¿tales propósitos están pensados bajo una idea semejante al “fin de la historia”, en el sentido que ésta tuvo, por ejemplo, en Hegel y Weber – hoy actualizada burdamente por Fukuyama – y, por lo mismo, todo cambio se restringe a las fronteras impuestas por una civilización solidificada?
Si esto es respondido afirmativamente se infieren dos supuestos alternativos:
a) Que el capitalismo – o como quiera definirse a la sociedad contemporánea -, posee potencialidad estructural para resolver satisfactoriamente el ideario socialista.
b) Que el imaginario socialista no puede ir más allá de los cambios que la sociedad contemporánea permite, sino a riesgo de ser víctima de la profecía de un personaje de José Revueltas: “La última revolución de la humanidad será de las masas idiotamente felices que ajusticiarán a los poetas, a los artistas y a los intelectuales para que de una vez las dejen en paz”.
Cualquiera de las hipótesis que se elija la identidad y la opcionalidad del socialismo consistiría sólo en su propuesta de administración del status.
Pero todavía cabe la posibilidad de que las respuestas sean negativas, cuestión que, por cierto, complica el devenir del socialismo.
Si se concibe que la dinámica del orden vigente no puede realizar los fines socialistas y si se concibe a su vez que éstos son realizables a través de transformaciones sociales racionalmente permitidas, el socialismo está forzado a reconstruir una concepción del cambio social.
Hacia un nuevo concepto del cambio social
El “neosocialismo”, las corrientes refundacionales de la cultura socialista, indudablemente han aportado a la reconstrucción teórica de la izquierda. Uno de los aportes importantes estriba en la significación dada a lo particular y gradual en el proceso de cambios.
En la tradición de izquierda, la transformación social estaba concebida y ordenada por el imaginario de una “nueva sociedad”. La frustración de esa concepción no está en el uso en sí del ideal de una sociedad nueva. Toda empresa transformadora empieza con la imaginación de su resultado. La causa frustrante fue la cantidad de concretidades que se le agregaron al imaginario, con lo cual dejó de serlo para devenir en un esquema dogmático y fideista de lo que habría de ser la sociedad futura.
A partir de allí, un equívoco mayor se concentró en la hipótesis de que el cambio social debía ser producto de una negación absoluta del capitalismo. Curiosamente, esta idea pretendía ampararse en Marx, pero sin tener en cuenta algunas de sus teorizaciones más elementales, toda vez que lo opuesto no eran las contradicciones de una unidad real, representadas por el capitalismo y su dinámica, sino las contradicciones entre una realidad – el capitalismo – y un idealismo – la sociedad nueva -, y después una realidad externa a la unidad, el “socialismo real”. Es decir, a diferencia de la dialéctica hegeliana seguida por Marx para su construcción teórica, aquí se empleaba la lógica aristotélica, el silogismo, en donde los conflictos son polares y excluyentes. Y aparte de ello, no se tenía en cuenta para nada la rebelión de Marx contra Hegel, al establecer, el primero, que la dialéctica era un dato de la realidad histórica y no puramente de la práctica intelectual.
En otras palabras, el izquierdismo tradicional erró teórica y empíricamente al oponer vieja y nueva sociedad como fenómenos externos y al exponer el conflicto como contraposición entre realidad y utopía.
En la tradición de izquierda, lo evolutivo y lo revolucionario, el cambio gradual y el cambio radical se vio siempre como contradictorio. No se reconoció una real relación orgánica entre lo uno y lo otro. La positividad de lo progresivo se aceptó sólo en cuanto fenómeno que aproximaba el momento revolucionario. Es decir, la evolución no era progresista en sí, sino en cuanto preparaba su propio fin. Esta visión indujo a formas de análisis teóricamente febles y a conductas políticas contrapuestas a las reales.
En primer lugar, bajo esta concepción se perdió el sentido de continuidad de la historia. Los grandes cambios sociales, fueron pensados como resultado de estrictos procesos destructivos y refundacionales, sin tener en cuenta que hasta las revoluciones más dramáticas han estado sucedidas siempre de largos períodos restauradores, confirmando que la historia tiende a retornar a su continuidad.
En segundo lugar, la subvaloración de lo evolutivo y gradual, la apreciación puramente funcional al concepto de revolución que se vio en tales dinámicas, impidió o dificultó el desarrollo de concepciones y políticas globalizadoramente progresistas dentro del status. Es más, obstaculizó en muchos casos la comprensión del carácter progresista de propuestas lanzadas por corrientes liberales.
Y en tercer lugar, puesto que lo progresivo se identificaba sólo en aquellos aspectos que coadyuvaban a la transformación revolucionaria, es decir, puesto que no se reconocía que, como tal, el orden vigente podía asumir una tendencia progresista, la posibilidad del acto revolucionario quedaba confiado a algunos de esos momentos particulares. De allí los énfasis, por ejemplo, en los cambios en la estructura de propiedad o en el papel asignado a “la clase trabajadora”
Ahora bien, el neosocialismo, en gran medida ha dado cuenta de estas falencias. Sin embargo, sus respuestas también presentan carencias y no dejan de conservar lógicas tradicionales.
Es efectivo que las sociedades modernas pueden revestir un carácter progresista genérico e históricamente acotado, pero ello a condición de que no sólo los conflictos se acepten, sino que además sean razonados como factor de progreso. Dicho de otra manera: lo que se observa en el neosocialismo es una lectura unidimensional de la modernidad en dos sentidos: 1) que asegura de por sí una evolución social positiva; y 2) que no es contradictoria en su interioridad. Se supone que lo “extraño” a la modernidad es producto de retrasos focales, que proviene de zonas aún no incorporadas a la modernidad, pero que no resultan de la modernidad misma.
Dicho sea de paso, esta tesis participa muy activamente en el ostensible y creciente estrechamiento del ámbito político y su circunscripción a elites. En efecto, lo “moderno” ha devenido en una virtual categoría socio-política excluyente y discriminatoria. La pertenencia a dicha categoría – que por lo demás es un concepto ya inextricable, una entelequia – autoriza a discriminaciones culturales y políticas de facto. La desautorización de opiniones, grupos, demandas, críticas y prácticas bajo el epíteto despectivo de “no moderno” se ha convertido en algo habitual. Naturalmente ello configura un escenario elitario en el que sólo está permitida la interlocución entre pares “modernos” y del que se autoexcluyen personas y colectivos masivos que, obviamente, no sienten ninguna semejanza e identidad con los estereotipos sociales, culturales y políticos de la modernidad.
La modernidad es intrínsecamente contradictoria y globalizadora. Cualquier pensador de la modernidad y cualquiera sea su cosmovisión, ha insistido en las irracionalidades que genera el racionalismo moderno. Quizás si George Friedman haya sido el que con más dramatismo expuso esta idea: “Auschwitz es el símbolo adecuado de la modernidad porque aúna razón y sinrazón de modo tal que resulta imposible disociarlas”. Y su globalidad es igualmente conflictiva.
Es cierto que muchos de los problemas sociales más álgidos pueden haberse originado en situaciones del pasado, pero han sido “reformados” y subsumidos por la modernidad. ¿Qué tiene que ver la marginalidad de hoy con aquella que décadas atrás se produjo por las grandes migraciones rurales?
En consecuencia, no es lo moderno en sí, como totalidad, lo que permite el progresismo de una sociedad. Lo permite la dinámica de la modernidad que se desenvuelve conflictivamente.
Es esta misma lógica la que niega la concepción gradualista a priori que predomina implícitamente en el neosocialismo. Y en este aspecto, curiosamente, esta corriente tiene un punto en común con la izquierda tradicional. La “ortodoxia marxista” fue criticada y rechazada, y con razón, entre otras cosas, porque sus sistema interpretativo derivó en una “ingeniería social”, es decir, en una concepción que se sentía facultada no sólo para prever el acontecer histórico sino también para controlarlo. El socialismo piensa hoy de manera semejante. Supone que la conflictividad de lo moderno puede ser administrada y canalizada por entero a través de evolución lineal del sistema, de lo que se infiere que supone también que los propios conflictos y sus actores son enteramente previsibles y manejables.
No obstante, precisamente uno de los rasgos de la conflictividad contemporánea es su heterogeneidad y la novedad de sus manifestaciones: el rechazo a la corrupción derrumba sistemas políticos, una “guerra” indígena y provinciana pone en jaque al Estado más sólido de América Latina, el descontento por el desempleo da lugar a movimientos racistas, etc. En otras palabras, en la medida que la modernidad de expande aumentan y se multiplican y diversifican sus contradicciones, sugiriendo modificaciones cuyos alcances son imprevisibles en cuanto a radicalidad.
Lo anterior lleva a tres alcances preliminares sobre una concepción de cambio social.
Primero, que la propia heterogeneidad conflictiva es la que ya no permite “modelos” de sociedad alternativa.
Segundo, que esa misma multiplicidad de contradicciones y cuyo desenvolvimiento es irregular y distinto, torna impensable el cambio social como un momento único e irruptivo del orden social global.
Y tercero, que el concepto de cambio social se torna más próximo a la idea de proceso que al de una finalidad absoluta.
Resumen e hipótesis
1. El cambio social es principalmente un asunto de objetivos específicos y no de una preconcepción de sociedad nueva.
2. Un imaginario de sociedad, sin embargo, es inevitable, tanto por oposición a lo que se requiere ser transformado como por la inevitable articulación con que se conciben los fines particulares.
3. El imaginario, a su vez, es opuesto a “proyecto” o “modelo” de sociedad. Hace referencia, de un lado, a procedimientos político-sociales que, estableciendo la necesaria normatividad, pongan en juego los conflictos, y de otro lado, a situaciones estructurales – que de por sí forman parte del cambio social – que permitan verazmente una competencia entre poderes equivalentes.
4. En tal sentido, el imaginario socialista no se agota en el sólo postulado de una sociedad democrática. El desafío clave consiste en la configuración de una sociedad con mecánicas distribuidas en todos sus espacios que aseguren la expresión de los conflictos y de los poderes reales que radican en la sociedad civil. Es este rasgo del imaginario lo que impele a un socialismo que sobrepase los límites de la política para reafirmarse como fenómeno socio-cultural.
5. El cambio no es social sólo por sus resultados o prepósitos sino también por su desarrollo. Es decir, es un hecho irrealizable sólo desde la política y sin activismo social, lo que conlleva a dos corolarios mínimos:
• El cambio social es una propuesta dinámica, cuyos contenidos precisos son susceptibles de modificaciones en el proceso mismo de su concreción, merced a su propia convocatoria.
• El cambio social, por su propio carácter, no puede desarrollarse ni sostenerse sólo en la dimensión del ciudadano. Requiere de sujetos sociales activos que, en virtud de la heterogeneidad grupal, intereses y problemas que promueve la modernidad, no son identificables, como antaño, en categorías sociales sólidas ni permanentes.
6. El cambio social no puede realizarse sino a través de cambios particulares y en tiempos distintos. No obstante, el proceso global debe estar concebido como discurso y política, esto es, como eje tradicionalmente articulador de las transformaciones.
7. El carácter sistémico, anti-sistémico o meta sistémico del cambio social – visto el sentido y la dinámica que aquí se le da -, no puede ser definido a priori – lo que por lo demás es teórica y fácticamente irrelevante -, puesto que queda sujeto a su propia dinámica empírica.