El debate entablado entre las prioridades a la modernización económico-social o a las reformas constitucionales ha tenido la cualidad de reflejar la mediocridad político-cultural por la que discurre el otrora azaroso y cada vez menos expectante proceso que nos trasladó de la dictadura a esta democracia.
Mediocre o simplista, no ya por lo que de veras está en juego y que los medios de comunicación abrumadoramente controlados o neutralizados por visiones derechistas encubren: abrir o cerrar la posibilidad de que la misma mayoría nacional que se expresó en el plebiscito de 1988 y en las elecciones de 1989, 1992 y 1993, pueda ejercer efectivamente dicha superioridad en el ejercicio gubernamental y legislativo.
Pero mediocre, sí, hasta el bochorno, si se atiende al artilugio argumental que divorcia el “interés de la gente” por sus urgencias materiales, de la arquitectura institucional que dispone sobre el quiénes y el cómo se definen las políticas públicas.
Cuando el machacón discurso, análisis, editorial o simple slogan sobre la modernidad lo llena y justifica todo, como un torbellino que arrastra al mundo y coloca a Chile ad portas de su última oportunidad de entrar al reino de la felicidad, ruboriza escuchar que la manida tarea modernizadora excluye la política, lo institucional y la cultura.
Sintomático resulta que se distinga a las preocupaciones por los temas económico-sociales como modernizaciones y a los referidos a la Constitución como meras reformas. Aquello pareciera trascendente, ya que sus propias potencialidades determinarían que Chile ingrese al envidiado club de las naciones desarrolladas, y por tanto cabe otorgarle el privilegio de todos los esfuerzos. Las reformas, en cambio, no serían más que ajustes menores a una normativa institucional esencialmente perfecta, de lo que se infiere su ninguna prioridad.
La dicotomía señalada, que coloca todas las gracias en la agenda socioeconómica, resulta una suerte de marxismo tosco que apuesta a un parsimonioso chorreo desde la economía, el que va lubricando la institucionalidad y amoldando sus engranajes defectuosos, proceso espontáneo que resultaría distorsionado por cualquier injerencia extramercantil.
No deja de sorprender que este enfoque economicista del proceso de desarrollo haya encontrado eco en el seno de la Concertación. No se trata de subestimar las dificultades prácticas que tiene la concreción de las reformas constitucionales debido a la correlación parlamentaria, lo que obliga a refinamientos tácticos y a fórmulas negociables con los sectores más abiertos de la oposición. Lo más serio es que, más allá de dichas dificultades fácticas, en sectores del centro y la izquierda de la coalición se haya posesionado el enfoque dicotómico modernización/reformas, y en su peor expresión: la que hipoteca la democratización institucional.
LA MATRIZ DE LA ÉPOCA MODERNA
La idea de modernidad se enraíza a los cambios, esos sí epocales, que significaron la superación del orden feudal y el ocaso del oscurantismo medieval y de la omnipresencia del poder territorial y espiritual de la Iglesia, condiciones del desbloqueo de la razón y de la ciencia y de la secularización cultural de la sociedad. Ese nuevo mundo espiritual más abierto se eslabona con la integración de las economías autárquicas, la reconversión de los intereses gremial-corporativos en clasistas y la configuración del Estado-Nación. La propiedad privada y el laisser faire, laisser passer se constituyen en los nuevos ordenadores del proceso económico-social que se proyecta en el mercantilismo que prologó al capitalismo industrial y a sus clases paradigmáticas: la burguesía y el proletariado. El individuo-ciudadano librado a su talento, anhelos y medios – incluso a explotar y someter a sus semejantes en contienda no sesgada por el linaje o la coacción religiosa -, adviene en el gran soberano que legitima al nuevo régimen político, la democracia (gobierno del pueblo), al convertirse en depositario de la elección de sus mandantes.
El Estado y la sociedad modernos resultan, en fin, ininteligibles si no se reconoce el vital enlace entre sus dimensiones económica, social, cultural y política.
No es lo que piensa nuestra derecha, sea la rigurosamente conservadora – lo que resultaría comprensible, más aún considerando su ancestral relación-dependencia con la mentalidad patriarcal de impronta latifundista -, como la pretendidamente liberal – supuestamente tributaria de los ideólogos del Estado Moderno -, e incluso la neoliberal y postmoderna – reificadora de la razón técnica y de las implícitas virtudes éticas del mercado -.
Los huesos de Hobbes, Locke, Montesquieu, Voltaire, Hume, Rousseau, Smith, Ricardo, Kant, Hegel y Marx – los grandes pensadores que intentaron una comprensión global y promovieron con la audacia de sus proposiciones el advenimiento y la consolidación del Estado Moderno – se han de revolcar en sus tumbas al sentir que la modernidad cuyos albores vivieron, en su postrera fase postindustrial ha diluido el protagonismo de la política y la cultura del escenario de la civilización. Fukuyama puede sonreír: es el fin de la historia. La modernidad habría acabado anulando lo que en sus orígenes fue seña de identidad de la Época Moderna: el reconocimiento de la persona como ente soberano – sea creyente o no, egoísta o solidario, burgués o proletario, culto o analfabeto -, capaz de pensar por sí mismo y de interferir con su voluntad ante el mundo que lo condiciona.
Lo que apellida la concepción reaccionaria de la derecha chilena frente a la modernidad –de la que se pretende su indiscutida vanguardia- es su desconocimiento – explícito o implícito, pero siempre ligero de sustancia – de la dimensión igualitaria de los ciudadanos y de su condición de depositarios de la soberanía nacional, cuyo ejercicio se realiza en la libre elección de los poderes gobernantes y en la definición de las normas constitucionales que ordenan la convivencia en sociedad.
El duro legado del gobierno militar
¿Es posible una modernización sectorial, que excluya lo político-institucional y lo cultural? Sería ingenuo desestimarlo.
Es innegable que el régimen militar impuso una línea modernizadora que logró avances sustantivos en el terreno productivo y en la elevación de la eficiencia de la gestión global de la economía, involucrando en sus beneficios a las clases altas y algunos segmentos de las capas medias.
Sin embargo, ese modelo modernizador se sustentó en una concepción marcadamente clasista, que marginó de todo protagonismo y, más aún de sus resultados positivos, a los sectores desposeídos. En una explicación más precisa, dicho modelo – habitualmente denominado neoliberal – tuvo como condicionante de su éxito la sobreexplotación de los trabajadores y el mantenimiento de una abultada capa de pobreza, requisitos para la acumulación de las riquezas que posibilitaron las inversiones e innovaciones tecnológicas y de la gestión. La desvergonzada invitación del general Pinochet, en su calidad de candidato presidencial de la derecha en 1988, a que los pobres “apoyen a los ricos, porque son los que ponen la plata”, es todo un símbolo de la doctrina que orientó la modernización autoritaria.
La restauración de la democracia – aun con sus fuertes limitaciones – y el primer Gobierno concertacionista lograron morigerar los efectos más insanos del modelo neoliberal, pero sin alcanzar a revertir en lo fundamental la lógica de acumulación heredada. Los datos difundidos últimamente sobre la distribución del ingreso prueban irrefutablemente la persistencia de un reparto extraordinariamente desigual e injusto de la riqueza nacional. Amén de las situaciones críticas que atraviesan importantes sectores del agro y la industria, abandonados a la “crueldad del mercado” y a la insensibilidad de un Estado reconvertido en “subsidiario” de los grandes poderes financieros y exportadores.
Tal es el estado de cosas en Chile.
PRECEDENTES HISTÓRICOS
La modernización de tipo autoritaria y concentradora de la riqueza tiene no pocos antecedentes en la historia contemporánea. Y posee la cualidad de mirar hacia adelante, diferenciándose de las variables conservadoras o nostálgicas que desde derecha e izquierda y en distintos momentos han anclado sus ojos y en el pasado.
La línea jacobina – radical y popular – que deslumbró con la Revolución Francesa, fue aplastada por la irrupción napoleónica y la restauración borbónica, hasta que el conato revolucionario de 1848 precipitó el balance, resultando consolidada la fórmula de la modernización desde arriba, lo que permitió la reapertura de los espacios democráticos hegemonizados por una burguesía más poderosa y experimentada en los asuntos del poder.
La vía prusiana, confrontada por Lenin a la fórmula (norte)americana de desarrollo del capitalismo, obedece igualmente al mismo tipo de opciones modernizadoras. La primera despótica, tributaria de una aristocracia dispuesta a retener su influencia mediante su adecuación a los requerimientos de un capitalismo en expansión, lo que mediatizó el desarrollo de una cultura democrática sólida, condición a su vez del ulterior fracaso de la República de Weimar y de la fácil entronización del régimen nazi. La segunda vía – la americana -, socialmente integradora, apoyada en determinación de los pequeños y medianos granjeros y ganaderos que dieron el timbre liberal, individualista y tolerante a la democracia estadounidense.
De los muchos ejemplos que en la actualidad permiten aproximarnos a alternativas semejantes a las aludidas – entre modernización autoritaria y excluyente o democrática e integradora -, quizás el caso de Rusia resulte el más dramático y difícil de resolver en una perspectiva progresista.
La dictadura pinochetista legó a los chilenos la victoria de un modelo económico y social analogable – cada uno en su espacio histórico y comprendidos sus esenciales componentes represivos – a los resultantes de la restauración francesa y del régimen bismarkiano de principios y fines del siglo pasado respectivamente. Ese es el significado histórico de lo hecho por el régimen militar en nuestro país.
Y esa herencia radica su fortaleza y potencialidades en la coherencia entre el modelo económico “neoliberal” y el modelo político-institucional cristalizado en la Constitución de 1980.
EFECTOS PERVERSOS
De no lograrse romper y sustituir los engranajes institucionales que garantizan el signo clasista al estilo de modernización instaurado durante la dictadura, resultará vano todo intento de revertir las inequidades sociales que caracterizan nuestro actual modelo de desarrollo. Modelo al que, aunque parezca un contrasentido, se empeñan en emular muchos países aún cautivos de concepciones desarrollistas-populistas que han puesto a sus sociedades en trance de colapsar.
Este tipo de modernización neoliberalista tiene efectos tremendamente perversos en términos sociales y políticos.
• En primer lugar, mantiene y acentúa estructuralmente las desigualdades sociales, mediante una distribución del ingreso que hace a los ricos más ricos y a los pobres igual de pobres, o eventualmente menos pobres como consecuencia de un “chorreo” que, no obstante, veda su acceso a las categorías propias de la modernidad, reproduciendo indefinidamente su carácter marginal a los mecanismos y sectores dinamizadores del desarrollo económico.
• En segundo lugar, la ceñida malla de poderes institucionales que se marcan mutuamente, neutralizando las posibilidades de modificarla, provoca una creciente apatía cívica que se proyecta en desconfianza en la fecundidad de la democracia política, legitimando la emergencia de propuestas neoautoritarias y de líderes providenciales.
• Como corolario, y en tercer lugar, la desparticipación de la ciudadanía en las actividades cívicas redunda simultáneamente en la oligarquización de los partidos políticos, proceso en el que también inciden las exigencias de tecnificación de la labor parlamentaria y en general de las aptitudes del dirigente político. Se trata del desarrollo de complicidades horizontales entre las cúpulas partidistas, cuyas destrezas en el manejo del quehacer político va construyendo fuertes intereses corporativos, ahondando su distanciamiento de la base de adherentes y obstruyendo la renovación y circulación de los cuadros dirigentes, sólo posible a través de una competencia no cautelada por los intereses y fidelidades personales.
En definitiva, la modernización de raigambre autoritaria prolonga y origina situaciones y mecanismos antimodernos que, a la postre, tensan el futuro del propio proceso modernizador.
LA ALTERNATIVA PROGRESISTA
Lo que hoy está en juego en nuestro país no es la pugna entre la continuidad del actual modelo o la vuelta al patrón desarrollista-populista, el que devino en sobreexigencias a un Estado que acabó desbordado y paralizado en sus capacidades modernizadoras (industrialización, educación, promoción de las capas medias ilustradas), fórmula agotada y hoy absolutamente inviable ante el dinamismo y planetarización de los procesos económicos, políticos y culturales de fin de siglo.
Las reales alternativas en presencia son, por un lado, la lógica clasista y tecnocrática que sobredetermina el curso actual del desarrollo chileno, que reduce al mínimo o entorpece hasta la irritación los efectos humanizadores de las políticas en contrario impulsadas desde el gobierno de la Concertación; y por otro, una opción modernizadora incluyente, que expanda hacia el conjunto de la sociedad tanto los métodos e instrumentos que posibilitan la eficiencia registrable en las áreas más avanzadas del complejo productivo, y asegure simultáneamente una equitativa distribución de los resultados del esfuerzo nacional, propósito probadamente imposible sin un vigoroso activismo del Estado.
Esta última modernización progresista se puede diferenciar en cuatro aspectos – igual y copulativamente fundamentales – del modelo neoliberal-autoritario.
Primero, coloca especial acento en la libertad del individuo, repudiando toda trasgresión a sus libertades de conciencia, de iniciativa en el ámbito social y cultural y en el ejercicio de sus derechos civiles.
Este ingrediente radicalmente libertario de la modernidad supone un gran esfuerzo por transparentar la realidad de valores que identifican a la comunidad nacional con las normas legales que regulan la convivencia de todos sus habitantes. Por ejemplo, estableciendo la imprescindible correspondencia entre la importancia que se otorga a la familia con la realidad de los miles de convivencias de hecho, sometidas a una legislación que agrede la libre determinación de los cónyuges. O garantizando la proclamada igualdad de derechos de la mujer y el hombre, violentada cotidianamente por los hábitos machistas predominantes en todos los estratos sociales. O protegiendo activamente la autonomía de pensamiento y el libre albedrío de cada mujer u hombre – admitiendo el riesgo de excesos que ofendan el consenso social -, y que vulgarmente se admiten como intangibles pero que se ven habitualmente cercenados por presiones y resguardos dirigistas que reprimen la expresión libre de la persona.
En segundo lugar, una modernización progresista entiende el desarrollo como un proceso integrador de todas las virtudes y capacidades de la comunidad nacional, rechazando a cualquier tipo de exclusión social o política como los privilegios derivados del poder del dinero o del prestigio de casta.
Ello implica no sólo atender prioritariamente a las urgencias de los sectores más pobres de nuestra sociedad, sino también atacar con decisión los factores estructurales que realimentan, bajo idénticas o nuevas modalidades, la dinámica de la miseria masiva. Ello supone una especial responsabilidad de los poderes públicos, o más precisamente del Estado, al que cabe intervenir sin temor a invadir espacios pretendidamente reservados a otros poderes – privados o corporativos – cuyos fines, por lícitos que se consideren, contradicen o no convergen con los cambios hacia un orden económico y social que acorte las distancias entre la lógica de la riqueza y la lógica de la pobreza. Es decir que – en figura aristotélica- dé a cada cual lo suyo, siendo lo suyo el fruto de sus esfuerzos y no ventaja heredada, sea material o de oportunidad no resultante del mérito propio.
En tercer lugar, las obligaciones que el desafío de la modernización progresista le endosa al Estado, presupone una radical modificación de los objetivos, estructura, pautas y estilos que han de perfilar al aparato público ante la ciudadanía.
En lo principal, es preciso revitalizar el concepto de servicio público que define la función de los entes estatales, versus la ordinaria opinión de que constituyen una contraparte entre destinada a dar empleo fácil a los adherentes al gobierno de turno y la más elemental de que son aparatos burocráticos insensibles a los derechos – más o menos apremiantes – del ciudadano corriente, en especial al no poseedor de influencias político-partidistas.
La elevación de la eficiencia de la gestión estatal es consustancial al propósito de vigorizar el sentido de servicio público, y en ello juega un rol decisivo la dignificación del funcionario público. Al revés de lo que suele entenderse, la prioridad debe ponerse en la calificación del servicio que éste presta a la comunidad – lo que involucra el tema de las remuneraciones, la capacitación y la excelencia operacional -, y no partir por la racionalización de la plantilla. Se trata de fortalecer y prestigiar el rol del Estado, no de jibarizarlo.
No menos relevante es la descentralización de la estructura estatal, en obediencia a las prioridades estratégicas de un desarrollo nacional integrador y equilibrado, más que como una simple desarticulación administrativa, cara tanto a los caudillismos localistas como a quienes buscan el debilitamiento del rol del Estado en la promoción del desarrollo. La descentralización del aparato estatal ha de expresar una voluntad nacional, debe reflejar el objetivo de la modernización con sello integrador y acento en la justicia social.
Finalmente, es imprescindible la reformulación de los equilibrios institucionales, restableciendo la primacía de la voluntad ciudadana en la generación de los poderes públicos en los que aquella deposita sus preferencias.
La restitución de la igualdad de todos los ciudadanos – hoy falseada por el sistema binominal y la institución de los senadores designados -, es una premisa básica de la depuración del actual sistema democrático.
Mas la modernización del régimen democrático no acaba allí. El quiebre de las tendencias oligarquizantes de la actividad política – conexas a la modernización neoliberal -, impele avanzar hacia el fortalecimiento de la sociedad civil, concepto no confundible con los intereses corporativos sectoriales – como habitualmente sucede -, y mucho menos con la vulgar privatización del poder. La modernización progresista del sistema democrático consiste no sólo y no tanto en la eventual modificación del esquema de conducción superior del Estado – como un régimen semipresidencial o decididamente parlamentario -, sino fundamentalmente en expandir el poder hacia la ciudadanía, aproximando la capacidad de decisión a la comunidad mediante, entre otras posibilidades, la dotación de facultades resolutorias a los organismos sociales y el recurso a los plebiscitos nacionales y regionales o locales.