1. CONTEXTO
Hablar de la modernidad hoy implica necesariamente tener que hacer mención al desarrollo teórico encabezado por Jürgen Habermas y que tiene como contenido normativo la recuperación del sentido originario de la modernidad, acercando las construcciones sociales racionales a lo que él llamará “mundos de la vida”, es decir, hacer de la razón un elemento liberador de cada sujeto y no el origen de estructuras autónomas que se tornan opresoras y sólo benefician a pocos.
Este filósofo alemán es el único representante vivo de lo que se ha conocido como la Escuela de Francfort que tuvo en sus inicios como principal preocupación, según expresa el propio Habermas en Teoría de la Acción Comunicativa, la de identificar las patologías de la Modernidad que pasan de soslayo en otros universos teóricos. En el desarrollo de esta “Teoría Crítica” participó un grupo de intelectuales que abarcó áreas temáticas diversas pero relacionadas con visiones críticas de ambos modelos de desarrollo vigentes en el período de la posguerra y que apelaban a la Modernidad y el Progreso como núcleos legitimadores: el capitalismo liberal y el socialismo real.
Así, Herbert Marcuse ya en los cincuenta califica al sistema soviético como un “capitalismo de Estado”, a la vez que su Eros y Civilización critica ácidamente el concepto de trabajo enajenado, creación del modo de producción capitalista, proponiendo en su reemplazo la muy atractiva conceptualización de “trabajo libidinal”, y realizando la historización de concepciones freudianas que se entendían hasta entonces como componentes “naturales” del desarrollo psico-social humano. Del mismo modo, M. Horkheimer, en el ámbito de las ciencias sociales en general, investigó sobre una idea que socava las bases del uso dogmático de la razón que se diagnostica como dominante en los sistemas sociales vigentes: la crítica a la “razón instrumental”. También fueron parte de esta empresa grandes teóricos como Teodor Adorno, Erich Fromm y Walter Benjamin.
Hoy, su percepción de época se sitúa en una confrontación con lo que denomina dos formas distintas de despedir la Modernidad. Por una parte, Habermas distingue la despedida neoconservadora, que apela al agotamiento de la modernidad en sus potencialidades y a la sensación de vacío de sentidos que acarrea dicha situación. Como resultado, este adiós desembocaría en una posthistoria en donde ya no hay progreso posible y que no guardaría coherencia entre la dinámica social que implica la modernidad (desencantamiento en la conceptualización clásica) y la carga valórica fundante de toda comunidad que, además, no habría sido capaz de reemplazar con el sólo concurso de la razón. Por otra parte para Habermas el adiós anarquista a la modernidad estaría marcado por una crítica radical a la razón, que descalifica por completo la Modernidad y la acusa de estar condenada a la producción de poder totalitario y dominación instrumental.
2. CONTENIDO NORMATIVO
En el fondo de las argumentaciones contrarias a la modernidad está la descalificación a la razón como su elemento originario. Sin duda que existen argumentos de peso para fundamentar dicha posición ya que sus productos, como la racionalización del poder, el constructivismo social, el control técnico, etc., hacen fácilmente distinguible el aspecto represivo-desgarrador que ocultan las formas de vida modernas. Sin embargo, Habermas afirma que también es distinguible en la funcionalidad de la Modernidad, el aspecto emancipatorio-reconciliador. Es más, sentencia que ninguna de las críticas que se le realizan a este modo de conciencia son ajenas en sus propios fundamentos. Es decir que si bien intentan decir adiós a la Modernidad, no pueden hacerlo ya que la razón es el campo de movimiento de todas ellas.
Ahora bien, para Habermas lo anterior no significa que la razón sea sólo un elemento aséptico y positivo para el desarrollo humano. Su afirmación de fondo es que el proyecto originario de la Modernidad, que entendía a la razón como el elemento liberador de cada hombre – no sólo de la humanidad como género -, que le daría autonomía, libertad y progreso, no se ha llevado a cabo. Es decir, no acepta que por un rechazo “adialéctico” que se hace del principio de la subjetividad que funda la Modernidad, se rechace también la perspectiva abierta por la razón moderna de una “praxis autoconsciente, en que la autodeterminación solidaria de todos pudiera conciliarse con la autorrealización auténtica de cada uno”. (1)
De modo simplificado, se puede decir que el origen de este “desacomodo” entre proyecto y desarrollo histórico está dado por los procesos de autonomización experimentados por la razón y en la diferenciación entre la “cultura de expertos” – marcada por la lógica del trabajo – y la cultura de los diletantes – marcada por la lógica de la intersubjetividad -, o, dicho en terminología habermasiana, en la incomunicación entre una razón autonomizada y los mundos de la vida donde lo racional cobra sentido. El gran cambio que subyace a estas proposiciones dice relación con la propuesta de reemplazar la lógica racional del trabajo por la lógica racional de la comunicación.
Se entiende que la razón sólo puede autoafirmarse y ser autónoma – base del proyecto moderno -, relacionándose con otra razón al modelo de la dominación, entonces estamos abriendo las posibilidades de que su desarrollo posterior termine en expresiones dogmáticas. Tal vez el ejemplo más claro de esto es el tipo de relación que el hombre ha establecido con la naturaleza, donde la eficiencia de la razón se mide a partir de la capacidad de dominio que se demuestre sobre ella, sin considerar que al destruirla se fragmenta también la humanidad. Socialmente, esta fórmula se expresa en la constitución de sistemas autónomos, que siendo creación de las potencialidades racionales del hombre, se le vuelven ajenos e incluso hostiles. Para Habermas, los casos paradigmáticos de esto son el sistema económico y el sistema de administración del poder, que habiéndose diferenciado como dos subsistemas funcionales entre otros existentes, no pueden ser considerados como las instancias centrales de regulación o control en que la sociedad deposita sus capacidades de autoorganización.
En cambio, si se entiende que la razón también puede ser útil para el progreso humano adoptando dinámicas comunicativas, es decir, entendiendo las relaciones con otros como una relación con un otro legítimo y al que debe “escucharse”, establecer acuerdos intersubjetivos y no dominar, del mismo modo podremos imaginar sistemas sociales donde lo que prime es la solidaridad y la autorrealización. Entonces, sabiendo que “el dinero y el poder no pueden ni comprar ni imponer solidaridad ni sentido” (2) , la disyuntiva es cómo lograr que estos sistemas ya autonomizados puedan contactarse de algún modo con los mundos de la vida. Cómo hacer efectiva la acción comunicativa de la razón.
Sólo en los espacios de desarrollo cotidiano y de conocimiento intenso, la comunicación se facilita; mientras no se compartan códigos comunes la comunicación se verá dificultada. Sin embargo, esto que es absolutamente cierto para situaciones particulares, tiende a dificultarse al momento de los universalismos exigidos por las dinámicas sociales. La alternativa habermasiana plantea que “de lo que se trata es de construir umbrales protectores en el intercambio entre sistema y mundo de la vida y de introducir sensores en el intercambio entre mundo de la vida y sistema” (3) , vale decir, que a la hora de establecer los significados sociales de esta proposición, debe considerarse la “protección” – ¿vía fortalecimiento y autonomía? – de los actores sociales como expresión de los mundos de la vida, en su relación con el Estado para que este no los subsuma o intente eliminarlos y, a la vez, deberá considerarse la instalación del Estado – en su funcionalidad como sistema autónomo – de “mecanismos” para que los actores puedan ser escuchados en sus particularidades.
Así, a lo que aspira Habermas es que la organización de los espacios públicos (representativos) se desarrolle en una combinación de poder y limitación, pero que a la vez permita “interrumpir” las dinámicas sistémicas del Estado y la Economía, sin que ello signifique abandonar las exigencias que impone la ordenación moderna de la vida en sociedad, vale decir, que las “*interrupciones representativas*” no detengan los procesos de racionalización social y subjetivización. En una visión politológica de estos principios, lo que Habermas propone es que se ponga especial cuidado en el desarrollo de los procedimientos de la representatividad. Considerando el estado actual del desarrollo social – fundamentalmente considerando el contexto alemán -, lo que está afirmando es que el instrumento privilegiado para ello es el Derecho. Esto no quiere decir que la simple legislatura sea el espacio seleccionado, sino que se entiende que el Derecho es el modo de analizar la realidad que permite ver lo universal que puede haber en opciones o intereses particulares o subjetivos.
Sin embargo, y ahora considerando la realidad de nuestro país, para que el Derecho pueda ejercer su función, previamente deberá procurarse que los actores portadores de los contenidos de subjetividad y particularismo tiendan a la autonomía y se fortalezcan en su rol representativo. De más está decir que de modo contrario a lo sucedido en Europa, en América Latina, y de modo particular en Chile, ha sido el Estado el encargado de construir la Nación. Sin duda que aquí, hoy, es el tiempo de levantar umbrales y construir sensores.
Notas:
(1) Habermas, Jürgen: El discurso filosófico de la Modernidad, Taurus, 1993, pág. 399.
(2) Ibid., pág. 428.
(3) Op. Cit., pág. 429.