Sospecho que mi exposición no va a ser tan ordenada ni elaborada como las anteriores. La razón principal es que, confieso, me ha producido cierta perplejidad la manera en que el socialismo ha venido abordando el tema del divorcio. Hasta hace muy poco era un tema que se suponía resuelto uniformemente entre los socialistas y, además, de manera categórica. Sin embargo, últimamente ha quedado en evidencia de que ya no es así. Eso es lo que produce ciertos grados de perplejidad.
En suma, expongo sin un largo tiempo de reflexión sobre el tema, principalmente, porque no era, hasta ahora, una preocupación sistemática de los socialistas por el simple hecho de que parecía una cuestión doctrinariamente resuelta.
Más que un enfoque sociológico estricto, mi intervención se ordena desde un punto de vista político-cultural y en la perspectiva de coadyuvar a la elaboración de un discurso socialista para enfrentar el problema divorcio y familia.
Pensando en términos de discurso caben dos alcances previos. Primero, hay que distinguir muy claramente en el debate lo que son los aspectos jurídico-políticos, y que tienen una intencionalidad política muy precisa o sujeta a la coyuntura y a las circunstancias. El propósito de lograr una ley de divorcio obliga a un tipo específico de discurso. Pero, naturalmente, el problema de divorcio/familia tiene también una connotación político-cultural, y eso quiere decir que en ese plano el debate es distinto, puesto que crea precedentes para tópicos futuros que irá planteando el desarrollo de la modernidad en Chile.
Esta distinción se hace tanto más necesaria si se tiene en cuenta lo siguiente: subsiste la impresión de que hace bastante tiempo el discurso socialista y, en general, el discurso progresista, ha estado demasiado subsumido por las contingencias políticas, se ha condicionado en exceso a la necesidad de la política contingente y no ha tenido la suficiente fuerza como para plantear los temas desde una perspectiva y con la lógica de lo político-cultural.
El segundo alcance, más bien de tipo formal, es sobre el requerimiento de cuidar mucho que la discusión no se dicotomice en términos de ateos versus cristianos y entre divorcistas y defensores de la familia. Si así ocurriera se crearía un escenario muy desfavorable para un debate serio. Hasta ahora la derecha o los antidivorcistas no han conseguido situar una contradicción entre ateos versus cristianos. Cuestión que se debe, en gran parte, a que religiones como la judía, musulmana y anglicana, aceptaron fórmulas de divorcio. Y se debe también a que, dentro del catolicismo, y con argumentos teológicos, han aparecido voces que, con mucha valentía, niegan los argumentos del catolicismo oficial.
Sin embargo, lo que sí sucede es que el conservadurismo tiende a imponer una lógica maniquea entre el tema del divorcio y la defensa de la familia.
Coacción cultural
Sobre la relación entre divorcio y defensa de la familia vale la pena iniciar algunas reflexiones.
Hay que reconocer que los antidivorcistas tienen razón relativa en un aspecto: el matrimonio indisoluble – o la inexistencia de una ley de divorcio, que es más o menos lo mismo – opera en un sentido protector de la forma familia o de la formalidad de la familia. Y esto, más que por el dato legal, se da porque la legalidad o ilegalidad de un asunto tiene que ver con la culturización de una sociedad y, por consiguiente, con las presiones sociales. En otras palabras, en la medida que existe ley de matrimonio indisoluble, ésta deviene en práctica cultural coactiva para la mantención de la familia. Los propios divorcistas ven en esa ley un mecanismo confesamente coactivo.
Ahora bien, lo que corresponde plantearse es si esta coacción es positiva para el cumplimiento de las funciones esenciales de la familia. Mi opinión es que no, que una familia mantenida por coacción no cumple eficientemente las funciones que se le suponen.
Lo más negativo en este caso es que una familia sostenida sobre la base de la coacción deja de cumplir, o tiene una gran potencialidad de dejar de cumplir, aquellas funciones intangibles que se le asignan como es, por ejemplo, la afectividad y el desarrollo de una culturización armoniosa de los niños.
Por otra parte, el matrimonio indisoluble es objetivamente discriminatorio desde el punto de vista legal y desde el punto de vista cultural: discrimina, de facto, a aquellas familias que no están establecidas dentro de la ley del matrimonio indisoluble. Naturalmente que una familia discriminada encuentra dificultades para desarrollar lo que se piensa deben ser las funciones de la familia; en ese sentido la falta de una ley de divorcio o el matrimonio indisoluble implica la generación de potencialidades para que determinadas familias no puedan cumplir las funciones que se espera que ellas desarrollen.
La misma lógica anterior crea, además, una paradoja: la propia discriminación, la ilegitimidad cultural con la que es tratada la familia no sustentada en el matrimonio indisoluble, produce circunstancias – las cuales no vale la pena detallar porque son de la vida diaria – que tornan frágil a esa familia constituida de hecho, precisamente porque hay un cuestionamiento permanente a su constitución.
Ahí la paradoja de las posiciones antidivorcistas son evidentes: suponen que el matrimonio formalizado es una garantía de permanencia del matrimonio, y sin embargo, al impedir la formalización legal de aquellas relaciones factuales están promoviendo de hecho a la inestabilidad de dichas familias.
Por último, la anormalidad y la inestabilidad que se crea en torno a las familias de facto, no sólo repercuten negativamente en aquellas familias sino también en las familias “primarias”, por cuanto se reproducen en ellas situaciones de anormalidad e inestabilidad.
En suma, la lógica conservadora de la defensa de la familia a través del concepto de matrimonio indisoluble, genera más disfuncionalidades que positividades en el desenvolvimiento de la estructura familiar.
¿Cuál familia?
Pero yendo a un problema más de fondo, la pregunta que hay que plantearse es ¿qué familia se quiere proteger con la oposición a una ley de divorcio?
Por cierto los antidivorcistas quieren proteger a una familia concebida ahistóricamente y se refugian para ello en la “ley natural” y en el “derecho natural”. Es decir, protegen un tipo de familia que hipotéticamente no sufre modificaciones, que está ajena a circunstancias que sí se modifican. Niegan así el dato empírico de que la familia también cambia. Hasta la sociología más simple habla, por ejemplo, del cambio del predominio de la familia extendida al predominio de la familia nuclear. Y todo pensamiento coincide hoy en el reconocimiento de las transformaciones como fenómeno intrínseco a la historia. Sin embargo, para los antidivorcistas la transformación se detiene frente a la familia.
Otra vez un contrasentido. Las corrientes de derecha insisten en la familia como estructura básica de la sociedad y postulan, a su vez, transformaciones sociales. No obstante, resisten los cambios de esa estructura básica de la sociedad, cuando éstos son simples propuestas que emanan de los cambios globales vividos por la sociedad, muchos de los cuales los ha introducido la propia derecha.
En una perspectiva de pensamiento laico y socialista, es el individuo, en tanto ser social, la estructura base de la sociedad. O sea, el individuo ha sido hasta ahora individuo-estructura. Porque, en tanto ser social, está obligado a establecer relaciones y asociaciones de orden social, pero el sujeto primario de la existencia social es el individuo. La necesidad individual de lo social lo obliga, lo impele a asociarse y, por consiguiente, a conformar estructuras, dentro de las cuales está, natural y primariamente la familia.
Ahora bien, si uno razona las estructuras como un binomio constituido por lo individual y por lo social, debe identificar, dentro de toda estructura, incluida la familia, una tensión entre ambos momentos. Y si se piensa que la modernidad – no la modernidad exclusiva de hoy día, sino la iniciada hace cuatro o cinco siglos – ha sido un proceso creciente de afirmación del individuo o de la individualización, se debe colegir que los cambios en la institución-familia tienen que ver con este último proceso.
La individualización sugerida por la modernidad no significa, necesariamente, individualismo, egoísmo o autocentrismo. Significa simplemente que el individuo se asocia cada vez más a partir de espacios superiores de libertad personal. Es decir, la modernidad implica que las asociaciones son cada vez más voluntarias y sobre la base del ejercicio de una libertad creciente.
La familia en sus orígenes, la familia tradicional heredada por nosotros, tiene orígenes absolutamente contrarios a la modernidad. No nació de compromisos voluntarios y libremente acordados por las partes. El matrimonio indisoluble se armó sobre coacciones directas o por la inexistencia objetiva de condiciones para hacer uso de la libertad personal.
Insisto en esta idea de que en su origen el matrimonio monogámico indisoluble no es producto de las libertades individuales. Fue una necesidad objetiva de los tiempos, demandada por un sistema productivo que no podía funcionar sin la cooperación familiar y era, a la par, un cuerpo coactivo.
De suerte tal que las características que dieron origen a la familia monogámica indisoluble van desapareciendo, y es obvio que esa familia empieza a sufrir modificaciones.
La fase actual de la modernidad plantea una verdadera revolución en este sentido, al menos en dos aspectos.
Primero, el matrimonio indisoluble ya no es imprescindible para la satisfacción de funciones que ayer cumplía la familia. Y esto no es un juicio de valor, no quiere decir que sea bueno o malo. Lisa y llanamente es prescindible para los efectos de muchas funciones sociales para las que ayer era insustituible.
Y en segundo lugar, el matrimonio hoy se gesta a través de actos muy superiores de desarrollo de la libertad individual, a pesar de que esto todavía está sometido a relatividades. Bien se señalaba en una de las exposiciones anteriores, por ejemplo, que no siempre en el matrimonio indisoluble hay conciencia de lo que ello significa, por ende, en esos casos hay un ejercicio precario de la libertad individual. Y existen muchas otras coacciones que todavía operan para inducir al matrimonio y que explican varias de las frustraciones posteriores. Coacciones que van desde la presión social hacia mujeres de determinada edad para que contraigan matrimonio, hasta – cuestión que se elude absolutamente – la fuerte influencia que tiene la sexualidad en la constitución de matrimonios jóvenes. Las prohibiciones morales y prácticas que se le imponen a las relaciones sexuales prematrimoniales, generan compulsión en la juventud para contraer matrimonio como respuesta a sus necesidades de naturaleza sexual.
No obstante todas las relatividades, en lo sustancial hoy el matrimonio tiende a configurarse desde decisiones personales mucho más libres comparado con antaño. Y en esa misma medida el divorcio no hace más que reconocer y legitimar ese derecho y práctica libertaria que induce al matrimonio. Así como es personal y libre el matrimonio, el divorcio lo que hace es restablecer y proyectar esa misma libertad personal. Es decir, matrimonio y divorcio dicen lo mismo respecto del derecho a la libertad.
En este sentido puede extraerse otra conclusión. Si se acepta que libertad en expansión es un fenómeno de la modernidad, el derecho al divorcio pasa a formar parte también de la normalidad del funcionamiento social y, por consiguiente, no puede seguir siendo tratado como un tema para abordar anormalidades. Es parte de la vida contemporánea y del ejercicio de las libertades.
Ahora, como toda libertad, esta también tiene un condicionamiento social. Este condicionamiento se legitima cuando se plantea en relación a la presencia de hijos. Ahí la estructura familiar deviene susceptible al juicio social. Pero las formas familiares que se originan a partir del divorcio o las separaciones, las formas como se rearman las familias no tienen por qué ser disfuncionales a esos roles sociales. En definitiva, no sólo el matrimonio indisoluble cumple adecuadamente los roles sociales que le están asignados a la familia que, por lo demás, son cada vez menores.
Se puede aceptar que una familia constituida fuera de las leyes y de lo permitido por la cultura oficial, tiene más dificultades que la familia legal para desempeñar sus roles sociales respecto a los hijos. Pero la duda está en lo siguiente: si ello es intrínseco o si eso es resultado de factores externos a la forma en que se organiza la familia. Es decir, las dificultades para desarrollar con efectividad las funciones asignadas a la familia en una familia “mal constituida”, derivan de las presiones que sobre ella ejerce lo socio-cultural y en esa negatividad juega un rol determinante la cuestión legal. La ilegalidad establecida para las familias de facto facilita el desarrollo de una cultura social discriminatoria y, de hecho, la promueven.
Para terminar y a modo de resumen, el divorcio vincular está en relación directa con el propósito de ampliar los contenidos libertarios que ofrece la modernidad, y en segundo lugar se relaciona también – el divorcio -, al tema de darle una mayor salud, funcionalidad e idoneidad a los roles sociales asignados a la familia sin importar las formas que revistan esas familias para cumplir su rol.