Con el reciente lanzamiento público de sus Bases Programáticas, que finiquitó el proceso de consolidación de la Concertación como alternativa política y gubernamental, se reactualizó, para el socialismo nacional, el necesario debate sobre su participación o no en la próxima Administración democrática. Tema urgente de definir por su propia naturaleza, pero más acuciante aún por el hecho de que un sector del socialismo ya resolvió su activa incorporación.
El tema se plantea desde una situación inédita. No por la decisión en sí misma – puesto que el socialismo tiene vasta experiencia de participación en gobiernos pluripartidistas y sin su hegemonía -, sino por el contexto en que se ubica. Es precisamente este contexto el que le da una relevancia extraordinaria y por ello la decisión rebasa con mucho los límites de la propuesta específica. Compromete cuestiones como el futuro de la unidad socialista, de la revitalización de un proyecto popular, de la inserción y protagonismo de la izquierda como agente competitivo en la escena política, etc.
Precisamente por lo anterior es que el problema no puede abordarse sin tener en cuenta el cuadro previsible en que se desenvolverán los conflictos y alternativas socio-políticas, y tampoco sin definir el rol general que le cabe al socialismo, en cuanto al proyecto autónomo, en la etapa venidera.
TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA
El nuevo período pondrá en relación distinta pero no terminará con la contradicción entre democracia y dictadura. Y esta última en una doble connotación: como operatoria antidemocrática y como estrategia para el establecimiento de su modelo autoritario histórico.
Es obvio que el continuismo dictatorial perderá cuotas claves de poder político, pero conservará dosis elevadas y múltiples de otros poderes, particularmente en las esferas castrense y económica. Incluso espacios estatales e institucionales seguirán bajo dominio o presión autoritaria. Algunas de estas situaciones serán reformables con cierta facilidad; otras, en cambio, requerirán de tiempos más extensos para el logro de una correlación de fuerzas más favorable a la democracia. Mientras tanto, los enclaves e influencias reaccionarias constituirán una tenaz resistencia a la ampliación democrática y, por ende, serán factores de distracción y desgaste.
Por su parte, la democracia se reinstaurará con limitaciones y debilidades insoslayables. Límites provenientes, antes que nada, del cuerpo constitucional. Existe la virtual certeza que el cuadro parlamentario y político general, factibilizará ciertas modificaciones a la Constitución del 80 a relativo corto plazo. No obstante, cabe considerar tres puntos obstaculizantes. De un lado, aun empleando toda la celeridad política y legislativa de la que se disponga, cualquier modificación demandará plazos durante los cuales el Congreso y el Gobierno estarán constreñidos. De otro lado, incluso con los cálculos electorales más optimistas, muchos cambios constitucionales sólo podrán hacerse por la vía de pactos con sectores de derecha, lo que, por cierto, ampliará los tiempos y dificultará la radicalidad de las reformas. Y en tercer lugar habrán, lisa y llanamente, transformaciones de imposible realización en el corto plazo, sobre todo aquellas más necesarias para eliminar los resabios autoritarios, como son, por ejemplo, las que conciernen a determinados manejos económicos, a la institución judicial y a las Fuerzas Armadas.
Huelga añadir que estas restricciones de orden legal se sitúan en un contexto más complejo y socio-estructural. En definitiva no hacen más que reflejar, en el ámbito político-jurídico, parte de la fuerza real de la derecha y el autoritarismo, que va desde su influencia en las FF.AA. hasta la adhesión que logran de conglomerados sociales y gremiales de enorme peso en la conducción de la política y la economía nacional.
Estas limitantes atentarán contra la gestión democrática, pero habrá también otras condiciones.
La sola ocupación de los aparatos estatales sometidos a la soberanía del pueblo no será un proceso rápido ni exento de errores e ineficiencias. Después de dieciséis años de total exclusión del manejo estatal y de la información correspondiente, las fuerzas democráticas estarán naturalmente exigidas de un gran esfuerzo para alcanzar la optimización del ejercicio del poder al que accederán, de por sí, limitado.
Está claro, también, que el impulso de las políticas sociales estará inicialmente coartado por la escasez de recursos fiscales. Y no sólo por ello: la reestructuración administrativa introducida por la dictadura se hizo bajo la concepción de absoluta indiferencia por la “cuestión social”, por lo que la atención de las demandas populares involucrará aspectos no puramente económicos. Será menester una gran acción reorganizadora de las instancias gubernamentales que aborde no sólo los problemas “técnicos” sino, sobre todo, la recomposición de los vínculos de dichas instancias con los conjuntos populares.
Pero, quizás si lo más sustancial respecto de la relativa debilidad en la inauguración de la democracia diga relación con su base social. Que las mayorías populares se definen por la democracia es un dato elocuente. Pero también es evidente que el cuerpo social-popular ha sufrido un inmenso deterioro, que se ha fraccionado en términos estructurales, que ha disminuido su nivel de organización, que se ha dispersado gremial y políticamente, que ha sido mermada su experiencia cultural-histórica, etc. Por consiguiente, la democracia como sistema político y para su estabilidad deberá asumir prioritariamente la tarea de convertir su masa de apoyo en fuerzas sociales organizadas.
EL SOCIALISMO EN LA TRANSICIÓN
Salta a la vista que el objetivo central en la transición no puede ser otro que el aseguramiento, el robustecimiento y la ampliación de la democracia. Insistimos que este objetivo no se impone sólo por las trabas legadas por la dictadura. Existe hoy en Chile la amenaza de un proyecto autoritario y tecno-burocrático, que se expresa en un modelo de “democracia restringida y tutelada”, políticamente viable, en el mediano plazo, por las fuerzas que concita: los intereses económicos y políticos transnacionales articulados a burguesías locales, fracciones castrenses, segmentos importantes de una gran masa propietaria pequeña y mediana, fragmentos de la “nueva pequeña burguesía”, etc.; fuerzas que pueden competir por la conducción social en el contexto de una democracia limitada y con posibilidades de éxito si la democracia se escinde y si la transición no llega a la plenitud de sus metas.
Es evidente que si al término del período gubernamental democrático la transición no ha consolidado y expandido la democracia, lejos de factibilizarse una salida más progresista se abrirán perspectivas ciertas para el retorno del proyecto derechista.
Ahora bien, asegurar y robustecer la democracia en la transición alude a tres propósitos particulares. Primero, afianzar la legitimidad de las instituciones sujetas a sufragio universal, puesto que a través de ellas se concretiza el ejercicio de la soberanía popular y se convertirán, de hecho, en los focos más expresivos de la recuperación democrática. Segundo, avanzar hacia una institucionalidad democrática superior que tenga por norte no sólo la eliminación de las normas restrictivas del rol de la soberanía, sino también la expansión de una legalidad que reproduzca y cobije los progresos organizativos que se den en el seno de la sociedad popular. Y tercero, acentuar y perfeccionar la recuperación de los movimientos sociales como recursos insustituible para un creciente proceso democratizador.
Con tales características, estos propósitos se condicen con los requerimientos actuales y futuros del socialismo. En efecto, la consolidación y expansión de la democracia no son fines anexos o secundarios a la alternativa socialista. La democracia, aun dentro de sus parámetros formales, permite no sólo el desarrollo de las fuerzas progresistas sino que simultáneamente sienta bases efectivas para una estrategia de poder y para el propio tránsito y construcción socialista.
Por cierto, tales expectativas no están dadas de por sí. Que así ocurra dependerá siempre de la capacidad y sagacidad política del socialismo para desentrañar y empujar la potencialidad democrática real que oculta y que, a la par, encierra la democracia política.
SOCIALISMO Y GOBIERNO DEMOCRÁTICO
El debate acerca de la inclusión o no del socialismo en el Gobierno de la Concertación no puede realizarse hoy con total prescindencia de determinados acontecimientos contingentes y que operan muy activamente en la coyuntura.
Nos referimos, someramente, a las siguientes circunstancias:
Como ya señaláramos, uno de los sectores comprometidos en el proceso de unidad socialista ya definió su participación, dato que, sin duda, no puede soslayarse.
Por otra parte, todo el socialismo se ha suscrito al pacto electoral, al candidato único y a las Bases Programáticas de la Concertación. Por lo mismo, existe desde ya un compromiso genérico con el futuro gobierno.
Por último, la derecha ha apostado e implementa la idea de una pronta desintegración de la concertación de partidos opositores por consiguiente cualquier declaración de esos partidos de que se abstendrían de participar en la Administración venidera tendría efectos propagandísticos negativos.
Obviamente, estas cuestiones no obligan a una determinada respuesta, pero, insistimos, han de estar presentes en la reflexión.
Abordando los temas más de fondo, varias son las interrogantes que surgen ante una eventual participación gubernamental. En respeto a la brevedad las puntualizamos:
a) La enorme deuda social y la limitada disponibilidad objetiva de recursos que heredará el gobierno democrático hace predecible una cierta incapacidad para resolver radicalmente las reivindicaciones populares, lo que se traducirá en un desgaste del apoyo social al gobierno – y a los partidos que en él participaran -, y pondría al socialismo frente a la opción innegable de respaldar al movimiento social.
b) Lo anterior, sumado a orientaciones globales del capitalismo y a la realidad clasista y política interna de la DC, augurarían una tendencia derechizante del gobierno.
c) La integración al gobierno crearía un nuevo factor divisorio en la izquierda, particularmente en relación al PC.
d) La autonomía del socialismo y su proyecto quedaría en entredicho al subsumirse en un gobierno centrista y en una alianza con hegemonía del centro.
Estas preocupaciones sugieren, de inmediato, otras interrogantes sobre ellas mismas. Una general: ¿Se resuelven positivamente esos problemas y riesgos con la no participación del socialismo en el gobierno?
Las dos primeras dudas – la opción de los socialistas a favor del movimiento social ante una actuación “conservadora” del gobierno, y la eventual línea derechizante de la DC – tienen completa legalidad en un plano hipotético. Pero ello no implica, en primer lugar, la certeza de que así debe suceder. Y en segundo lugar, la pregunta que cabe es si esa dinámica presumible – el debilitamiento del respaldo popular al gobierno – no se facilitaría con la ausencia de las fuerzas más progresistas en dicha Administración.
Puesto en términos más globales, el tema planteado aquí es si se supone que los partidos de centro de la Concertación tenderán a ultranza a divorciarse del movimiento popular y aproximarse a la derecha, o el socialismo reconoce su propia capacidad para actuar e influir en el seno del conglomerado democrático.
Por otra parte, estas previsiones – siempre discutibles – deben ser ubicadas en la situación política concreta, o sea en los tiempos precisos. Definir hoy una política-práctica sobre la base de una presunta derechización y/o agotamiento gubernamental a acontecer mañana es, a todas luces, no sólo inconveniente sino inexplicable para las masas. Sólo frente a la presencia real y visible del fenómeno puede responderse de manera comprensible para la sociedad popular.
El tema de la división o resquebrajamiento de la unidad de la izquierda es otra inquietud real. Pero también al respecto se genera un cuadro complejo. Sin duda que la no integración al gobierno coadyuvaría a la alianza exclusiva de un sector socialista con el PC, debiendo a su vez sobrellevar el costo de las orientaciones inciertas que este partido ha puesto de manifiesto en los últimos tiempos. Y por otra parte no pueden haber dudas de que una tal opción cancelaría las posibilidades hoy vigentes de unidad socialista, postergándola con toda seguridad por un largo tiempo.
Y aquí también surgen temáticas más trascendentes. Por ejemplo: ¿Cómo el socialismo chileno puede volver a ser eje de una estrategia de izquierda sin antes recomponer su fuerza histórica?
¿Puede haber una unidad de izquierda efectiva y alternativa sin un PS unificado y con proyección hegemónica? Y lo que es peor aún: ¿Un socialismo dividido y debilitado no arriesgaría mucho más intensamente su autonomía en cualquiera de los espacios de alianzas en que estaría adscrito cada sector?
Por último, el desenvolvimiento autónomo del socialismo estará siempre interpelado, en tanto su política reconozca que el campo popular es disímil, y en tanto busque la realización de sus objetivos a través de diversas alianzas, sean gubernamentales o no. Con tal concepción, la autonomía no se pretende ni se establece a priori sino en y con el desarrollo de políticas socialistas.
Dicho de otra manera: el problema de la autonomía existe siempre que se está efectivamente inmerso en la lucha social y política, y cualquiera sea el sistema de vínculos que establezca con otras fuerzas políticas. Por ende, la autonomía jamás se resuelve por la vía de la abstención, de la sustracción, sino, al contrario, por medio de la actividad competitiva al interior de la realidad que configuran las fuerzas aliadas y necesarias para el desarrollo de la política propia.
EJES PARA UNA DISCUSIÓN
Lo sustancial del debate, no obstante, debe ordenarse sobre los puntos que más jerarquizan los alcances estratégicos de la decisión a tomar.
En primer lugar, concebida la transición como un proceso para asegurar y fortalecer la democracia, no puede perderse de vista el rol que desempeñará el éxito o fracaso gubernamental en relación al logro de aquel objetivo. Frente a la sociedad popular – dadas las características de la cultura y el sistema político chileno – es virtualmente imposible hacer distingos entre democracia y gobierno democrático durante la transición de la dictadura a la democracia. En medida extrema la democracia será juzgada popularmente a través del gobierno, por su solidez y eficacia. De allí que cualquier reserva o suspicacia previa y manifiesta sobre éste, redundará inevitable y objetivamente en un debilitamiento global de las posibilidades de éxito de la transición.
En segundo lugar, para los efectos democratizadores resulta vital que el futuro gobierno refleje con certeza su origen concertado. Esto implica, entre otras cosas, que ninguna de las fuerzas comprometidas en la Concertación se sienta ni actúe como “invitada” a la Administración, sino, al contrario, como sujeto activo y garante del gobierno. En el caso particular de los socialistas, su rol protagónico en la reconstrucción de la democracia se medirá fundamentalmente por la fuerza con que se integre e incida en la conducción del proceso, lo que se hará de manera preferencial a partir del gobierno.
Y en tercer lugar, el objetivo más decisivo para los socialistas en la transición, cual es la recomposición y proyección orgánica del movimiento social y de masas, en gran medida va a estar condicionado por lo que haga el gobierno. No sólo por los instrumentos institucionales y las capacidades materiales que podrán movilizarse a tales efectos, sino también porque las fuerzas del centro político – particularmente la DC -, poseen fuerza y tienen experiencia en el plano de la competencia por el liderazgo popular. Dinámica y posibilidades a las que se sumaría el sector socialista ya adscrito a la participación en el gobierno, lo que prefigura espacios restringidos para el desenvolvimiento de una tendencia socialista marginada de la gestión gubernativa.