América Latina ha experimentado sustantivos cambios en los últimos años, tanto en el ámbito político como en su estructura económica. Por cierto, dichos cambios se enmarcan a su vez en la transición a escala mundial que vivimos desde el fin de la guerra fría.
En efecto, desde la caída del Muro de Berlín, como fecha simbólica, la Humanidad asiste a un proceso de cambio en pleno desarrollo. Aunque algunos se han apresurado a proclamar la existencia ya de un nuevo Orden Mundial, lo cierto es que los hechos acaecidos en estos últimos cinco años demuestran que el nuevo orden está aún en construcción.
Pero los cambios políticos-estratégicos no son los únicos. Estrechamente vinculados a ellos, y en alguna medida retroalimentándolos, asistimos desde hace algunos años a una espectacular revolución científico técnica que modifica sustantivamente el proceso productivo y profundiza la interdependencia a escala mundial.
Los cambios de América Latina se dan en este contexto, en medio de una transición planetaria hacia un nuevo equilibrio de poder y hacia la conformación de una nueva estructura económica internacional.
En dicho marco, nuestro continente asistió en los últimos años a la confluencia de dos procesos bien definidos. En el ámbito político, a partir de fines de los ochenta se crearon condiciones para una generalización de gobiernos civiles. A ello contribuyeron dos procesos subrregionales. En Sud América, con los capítulos de Chile y Paraguay se completó el fin de los regímenes militares que poblaron la región desde los setenta en adelante. Mientras tanto, en Centro América, con la pacificación en Nicaragua y El Salvador se puso en lo fundamental fin a la llamada “crisis centroamericana”, con el eslabón de Guatemala pendiente hasta la fecha.
De esta manera, por distintas vías (como fin de dictaduras, o como mecanismos de pacificación, o ambas cosas a la vez) América Latina se pobló de gobiernos civiles.
En el ámbito económico, la tendencia venía de más atrás. A lo largo de los ochenta la mayoría de los países de la región adoptaron una política económica común, basada en la apertura externa, la desregulación y la privatización. En pocas palabras, se puso fin a la fase de desarrollo basada en la ampliación del mercado interno que caracterizó a los principales países de la región desde los años cuarenta en adelante.
En resumidas cuentas, América Latina homogenizó su agenda a inicios de la presente década. En medio de la euforia neoconservadora que se expresó en el ámbito de las ideas, no faltó quien proclamara que América Latina estaba escribiendo su capítulo regional del Fin de la Historia. El mercado y la democracia habían triunfado.
La actual coyuntura
Pese a lo anterior, desde el veinte de diciembre del pasado año a la fecha una enorme sombra de desestabilización empaña el horizonte de la región. En pocas semanas América Latina ha pasado de ser “la más prometedora zona emergente” a la típica mezcla de violencia e inestabilidad, Macondo en definitiva.
Como era de esperarse, los mismos que proclamaban el triunfalismo han pasado al alarmismo, corroborando la tesis de que en vez de prometedores tigres, somos en realidad “gatos maníaco depresivos” que enunciara hace algún tiempo el presidente del Banco Central. En definitiva su propuesta de solución no tiene viabilidad geográfica: que Chile no pertenezca a América Latina o, como más cándidamente han publicado recientemente algunos medios, “que Chile se incorpore a la Unión Europea” (sic).
¿En qué consiste en estricto sentido la actual coyuntura de crisis regional? ¿Cuál es el real impacto de la nueva situación? ¿Qué ponen de manifiesto sucesos tales como el “tequilazo” y la “guerra del Cóndor”?
Vamos por parte. Desde el punto de vista económico estamos ni más ni menos cosechando lo que sembramos. O si queremos verlo desde otro ángulo, estamos viviendo el lado oscuro de la globalización. El estar más incorporados a la economía mundial nos expone también a sus vaivenes.
El “tequilazo” mexicano estaba perfectamente delineado desde hace algunos años: un enorme déficit comercial que desde 1993 exigía una devaluación. Pero ello iba en contra de las metas antiinflacionarios que desde 1982 en adelante se habían fijado los gobernantes aztecas. Además estaban las elecciones de agosto de 1994. Los otros indicadores caminaban bien: altas reservas, bajos déficit fiscal, incremento de exportaciones, y afluencia de inversiones extranjeras. Pero la mayoría de éstas iban a la Bolsa y pocas a la inversión directa. Como bien dice un analista europeo refiriéndose al caso, cuando una mesa tiene una para coja no se nota hasta que se sienta un elefante arriba de ella, y eso pasó a fines de noviembre y comienzos de diciembre: los capitales especulativos emprendieron vuelo asustados de la inestabilidad política, económica y social imperante. Se comprobaron así, una vez más, viejos axiomas: que la devaluación es una decisión más política que económica, que nunca existe un “buen momento para devaluar” (a lo más hay momentos menos malos) y finalmente, que demorar una devaluación lo único que provoca es que al final esta venga igual, nada más que de manera descontrolada. Todo eso pasó en México.
Para seguir en el capítulo mexicano, además de la crisis desatada en la economía, se complicó el proceso de negociación con los zapatistas y, más encima, las revelaciones en torno a los magnicidios del año pasado han puesto de relieve el nivel de conflictos que existía en la cúpula del partido oficial. Raúl Salinas preso y Carlos Salinas autoexiliado cierran las últimas ediciones de la crisis mexicana, la que por cierto proporcionará nuevos capítulos en un futuro próximo.
La crisis mexicana repercutió en todo el continente, y en particular en Argentina, donde coinciden varias circunstancias que se dieron en México: un déficit comercial creciente y una moneda local sobrevaluada, por cierto, en magnitudes muy inferiores a las mexicanas. Para completar el cuadro, hay elecciones en mayo próximo, el presidente Menem necesita un 40% de los votos para ganar en la primera vuelta, siempre y cuando su más cercano competidor no esté a menos de 10 puntos de diferencia, todo esto consagrado en la última reforma constitucional.
La incertidumbre financiera golpeó a Argentina y a toda la región, incluido nuestro país. El efecto es muy simple: todos los inversionistas de corto plazo, específicamente los bursátiles, vendieron con rapidez sus títulos latinoamericanos (los famosos ADRs) y por allí se cayó la Bolsa latinoamericana.
En estricto sentido, lo que sucede es consecuencia de las bases del nuevo funcionamiento económico. Veamos.
La apertura no sólo es comercial sino que también a la inversión extranjera. La globalización empuja hacia una nueva fase del proceso de internacionalización del capital, y como es sabido desde hace mucho, el capital fluye hacia donde hay ganancias (lo cual es una verdad de Perogrullo), y migra cuando ve desórdenes que no las garanticen.
¿La respuesta debiera ser volver al aislacionismo?, ¿o al nacionalismo proteccionista? Es difícil reeditar la historia y además, en estricto sentido nunca América Latina eligió el aislacionismo. Más bien la experiencia indica que hay que diversificar la oferta exportadora, hay que incrementar el comercio intrarregional y sobre todo, hay que privilegiar la inversión extranjera directa y controlar la especulativa. Ello supone una mínima pero eficiente función estatal de regulación, lo que choca con el “anarquismo de derecha” que permea a la intelectualidad neoconservadora. Y lo mismo puede decirse de otro rasgo del modelo: la implantación de un capitalismo salvaje (y “cruel” como dicen el Papa y el presidente Aylwin) puede generar crecimiento, e inclusive las estrategias antiinflacionarias pueden provocar equilibrios macroeconómicos, lo cual es loable, pero si no hay función reguladora también puede incrementar las desigualdades sociales, y la polarización social. Chiapas es un buen ejemplo de ello. Mientras los primeros deciles de la población mexicana consumen a niveles del primer mundo, en las montañas del sureste hay cientos de aldeas donde no se conocen ni la luz eléctrica ni el agua potable. Los zapatistas son la primera guerrilla de la post guerra fría, pero muchas de sus demandas son ancestrales: justicia social, respeto a las minorías, democracia, tierras. En Venezuela, a raíz de la experiencia del “caracazo” ya se había reiterado una vieja verdad latinoamericana: que a veces “la economía crece mientras la gente se empobrece”.
El incremento de la polarización social no es algo nuevo en América Latina. Desde los años cuarenta la sociología viene advirtiendo sobre el fenómeno de los “dos polos” que coexisten en nuestras sociedades. Lo que debe llamar la atención son las magnitudes que ha alcanzado el problema: en la actualidad nos acercamos a los 200 millones de latinoamericanos en línea de pobreza, lo cual sigue siendo un desafío a la modernidad inconclusa de nuestra región, para no hablar de quienes se han ubicado en la “pos modernidad”, dando por supuesto que alguna vez fuimos modernos. Otra diferencia que agrava las cosas es la brutal confrontación de los pobres de hoy, entre su concreta condición y la oferta de consumo que le ofrecen los medios. A lo mejor, en indicadores de vida los pobres de hoy están más escolarizados que los de comienzos de siglo, y por lo mismo saben que existe un tipo de vida diferente al cual no tienen oportunidad de acceso.
Pero la actual coyuntura de crisis también tiene aspectos políticos y estratégicos. No pudo haber peor momento para que estallase el conflicto entre Perú y Ecuador. La mezcla de noticias latinoamericanas se componía de fuga de capitales, devaluaciones, guerrilla y contrainsurgencia, y guerras fronterizas. La guerra del Cóndor ha puesto de relieve varios temas.
a) Subraya la debilidad de los mecanismos de seguridad regional. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca sirve para poco después de la guerra fría y sobre todo, después de las Malvinas.
b) Demuestra que a pesar de la globalización, la lógica de los Estados Nacionales sigue vigente y la geografía puede reemplazar a la ideología en materia de conflictos.
c) Provocará un nuevo salto en el proceso de armamentismo en la región, de partida en los dos países involucrados, con las correspondientes alteraciones de los equilibrios regionales. En definitiva, terminada la guerra fría en América Latina no se han acabado los conflictos. La permanencia o profundización de la desigualdad social provoca inconformidad que puede asumir contornos insurreccionales (Chiapas); los conflictos fronterizos pueden convertirse en otra fuente de enfrentamiento. A ello hay que sumar la persistencia de situaciones de violencia como las de Guatemala y las dificultades en los procesos de pacificación.
Ninguno de estos conflictos es nuevo en la región, de modo que lo que podríamos extraer es que, concluida la guerra fría, lo que en América Latina se acaba es la posibilidad de etiquetar cualquier protesta social como parte del expansionismo soviético. De otro lado, por un número de razones que los límites del artículo impiden desarrollar, Cuba abandonó hace mucho tiempo la exportación de la revolución como parte de su política exterior, y hoy está más interesada en su inserción internacional y en su reorganización económica para lo cual necesita universalizar, en la medida de lo posible, sus relaciones diplomáticas.
Esto no quiere decir que Cuba no sea un tema de la agenda regional, porque aquí están presentes dos realidades que se contraponen. La primera, es una óptica de guerra fría con la cual la administración estadounidense enfrenta su política hacia la isla, y al mismo tiempo, tenemos de parte del gobierno cubano una inmutabilidad en materia de su régimen político, que podrá denominarse de múltiples formas pero que no reúne los enunciados básicos de una democracia. No asumirlo puede llevar a que desde la izquierda se incurra en la misma actitud de la derecha chilena, que está muy preocupada de la democracia y los derechos humanos en Cuba y guarda silencio frente a los mismos temas en nuestro país. El compromiso democrático y humanista de las fuerzas progresistas se acrecienta y legitima con su coherencia.
A modo de conclusión
La región ha experimentado en estas semanas una síntesis de varias contradicciones. Se trata de fenómenos que tienen su explicación causal en procesos de larga maduración. Su examen exige volver a un análisis de la totalidad social porque, en estricto sentido, los problemas no pueden dejarse al análisis ni de los economistas solos, ni de los diplomáticos ni de las ópticas de defensa, porque están estrechamente vinculados.
Económicamente está planteado el tema de cuál es la mejor estrategia para enfrentar los vaivenes de la globalización. Una respuesta para ello es la integración. Un primer examen debe partir del hecho realista que a lo menos, en lo que a NAFTA se refiere, la actual coyuntura desdibuja a sus partidarios al interior de EE.UU. MERCOSUR es la otra experiencia, y nuevamente hay que reiterar que en materia de negociaciones internacionales, y sobre todo las comerciales, hay que asumir que se trata de procesos largos y complejos. Al mismo tiempo, la actual coyuntura demuestra los desequilibrios sociales que puede provocar un modelo económico concentrador y excluyente. Pone al día la discusión en torno a un modelo de país donde además de crecimiento haya distribución e inclusión social, tema por lo demás nada nuevo en la región, pero que hoy se replantea con renovados bríos.
En materia de seguridad hemisférica, queda claro que es necesario construir mecanismos eficientes que reemplacen a los desgastados (e inútiles) instrumentos diseñados en tiempos de la guerra fría. Coloca otro tema: la construcción de una política de defensa en el nuevo contexto estratégico que se está conformando y que potencie nuestro interés nacional, que entre otras cosas hoy se expresa en el amplio consenso en torno a la democracia. Una de las barreras principales para ello es la supervivencia de ópticas de guerra fría que en definitiva son peligrosas porque es muy arriesgado manejar para adelante mirando por el retrovisor.
Por cierto, todo lo anterior reitera una verdad tan obvia pero tan discutida en el Chile de la transición que lleva a la moraleja de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Se trata de la pertenencia al barrio y la prioridad latinoamericana de nuestro país en su proyección internacional. La experiencia de estos días debiera llevar a reflexionar a quienes tratan con desesperación de diferenciarse. Porque afuera no hay ninguna duda: Chile pertenece a América Latina y punto.
A cinco años del fin de la guerra fría la región avanza sin lugar a dudas, sobre todo en materia de reivindicación democrática. No es menor el dato que en estos días el ex dictador García Meza ingrese a las cárceles de su país a cumplir la condena por sus crímenes. Pero el consenso en torno al régimen político (un sistema democrático) debe servir de base para construir nuevos consensos en torno al proyecto de país que deseamos los latinoamericanos, y no pretender que el modelo económico que se impuso en condiciones de dictadura sea inmutable y asignarle un carácter de estación de término.
Los efectos “tequila” y “tango” muestran los precios de las aperturas indiscriminadas. Chiapas muestra los límites de la desigualdad. La guerra del Cóndor exhibe la supervivencia de los nacionalismos en la Aldea Global. La construcción de nuevos esquemas de ordenamiento social y económico es una tarea urgente, porque se acabó la guerra fría pero muchos de los problemas de la región subsisten igual. El progresismo latinoamericano tiene ante ello una tarea ineludible.