Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Progresismo: Proyecto Nacional o rendición histórica

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Agosto 2001

Vox Populi, ¿Vox Dei?

El creciente proceso de precarización, trivialización, banalización de la política en Chile, ha alcanzado un alto consenso entre los entendidos, incluidos los actores políticos. En las últimas semanas tal proceso tuvo manifestaciones grotescas y, de paso, evidenció, una vez más, que no es un proceso que afecte exclusivamente a la política.

Por ejemplo, el acuerdo parlamentario que desplazó en seis o siete días la fecha de las elecciones de diciembre próximo y cuyo propósito, públicamente confeso, era permitir enmendar el error cometido en la inscripción de los candidatos del PDC – que de no corregirse dejaba a ese partido fuera de la competencia electoral – provocó reacciones estridentemente criticistas y que denotaban tan altos niveles de ignorancia, de frivolidad, de indiferencia respecto de lo público y sus instituciones, y tal grado de imperio de visiones particularistas, de propósitos de aprovechamiento corporativo, que al fin de cuentas – para cualquier mente proba – las críticas resultaban más dolorosamente vergonzantes que el hecho criticado y, por cierto, criticable. Y tanto más vergonzantes puesto que buena parte de ese tipo de críticas provenía de sujetos adscritos a los estamentos supuestamente más informados y cultos de la sociedad chilena (léase, periodistas, analistas, comunicadores, intelectuales, empresarios, dirigentes sindicales, parlamentarios, etc.)

Valga el ejemplo para formular algunas preguntas: ¿No será que la precarización de la sociedad explica la precarización de la política, que ésta no es más que una expresión de aquella? ¿No será que la reiterada, majadera y pedestre denostación de la política y de los políticos es una astuta mecánica subconsciente empleada – o aceptada – por la sociedad chilena para exculparse de su propia precariedad? ¿No será que el inconsciente culposo de la sociedad encuentra un alivio, para el mejor dormir, achacándoles sus males sólo a los políticos y a la actividad política, evitándose así el amargo sabor de la autoconciencia?

La sociedad chilena sabe de su precarización, pero no la asume como problema social-nacional. Escabulle esa asunción a través del recurso de parcializar y hasta de personalizar la responsabilidad del fenómeno. Para ello ha llegado, incluso, a reacomodar el lenguaje. En Chile, las percepciones no se definen o describen, en general y masivamente, a través de vocablos categóricos. Las palabras definitorias o descriptivas habitualmente están precedidas del ambiguo adverbio “como”: como lindo, como feo, como gordo, como flaco. Señal inequívoca de incompromiso con responsabilidades unitariamente colectivas: para los colectivos los gordos son gordos, los feos son feos.

Mucho más ilustrativo de esta actitud elusiva, “agachadita”, “cobardona” de la sociedad chilena, es la frase a la que tan habitualmente se recurre cuando se quiere hacer referencia a un mal nacional: “este país”. Es decir, frente a cuestiones nacionales que se conciben negativamente, la respuesta del chileno medio es a distanciarse de esa cuestión por la vía del subterfugio de aparentar que mira al país desde la distancia: no desde “mi país”, no desde “nuestro país”, sino desde la impersonalidad de “este país”.

Es indiscutible que la política chilena es merecedora de críticas, pero, las que más urgen e importan son, precisamente, las que se soslayan. La primera de todas es que se ha prestado para reproducir, en complicidad con las masas, con la gente, un circuito trivializador de la vida colectiva. Los políticos han abandonado la función de ser dirigentes de la sociedad, promotores de una educación y de un sentido cívico superior. Se han rendido a – y usufructúan de – la precarización cultural y social.

Se han rendido puesto que no enfrentan las conductas sociales de escasa o ninguna responsabilidad cívica y que deterioran, a veces, elementales necesidades societarias o asociativas y puesto que, con frecuencia, justifican cualquier demanda grupal que, en muchos casos, son de un egoísmo corporativo extremo. Y usufructúan de ello porque la elusión de esos problemas les facilita el trabajo y les disminuye los riesgos de pérdida de popularidad.

La política chilena no está operando desde diagnósticos que reconozcan de manera totalizadora y profunda el estado actual de la sociedad nacional y la intensidad dramática de los procesos de cambios que afectan tanto al conjunto como a los individuos. No existe una comprensión cabal de las transformaciones que conllevan las modernizaciones y la modernidad, particularmente en lo que se refiere a las subjetividades y a sus repercusiones en la organización y funcionamiento de lo social.

En un breve pero admirable texto, Modernidad y Posmodernidad, publicado en 1995, Armando Roa describía, con gran genialidad sintética, una de las cuestiones características claves de las sociedades en tránsito modernizador y que alude a las conductas personales que tienden a imponerse con relación a las responsabilidades sociales: “Se reclama si se vulnera el más pequeño de los derechos, y de hecho suena mal hacerle presente a alguien sus deberes. Se podría pensar que todo derecho involucra un deber, pero la posmodernidad maximiza los derechos y en cambio tiene una mirada benévola, comprensiva, silenciosa, para las evasiones de deberes.”

En promedio, el político chileno se comporta según la descripción que hace Armando Roa de lo posmoderno, en cuanto a la evasión de deberes sociales: “tiene una mirada benévola, comprensiva, silenciosa”. El tipo de política más difundida y aclamada en Chile promueve la infantilización, la clientelización de la sociedad: la política pareciera no tratar con ciudadanos y con cuerpos sociales, sino con niños o clientes a los que debe atender incondicionalmente, cualesquiera sean sus exigencias.

La carencia o fragilidad de un Proyecto Nacional

¿Puede haber proyecto nacional, proyecto-país sin una evaluación previa, rigurosa e integral del estado social y societario del país? ¿O acaso se entiende que un proyecto nacional alude a un proyecto a realizarse exclusivamente en la esfera de la política? ¿O se cree que un proyecto nacional es la simple sumatoria de políticas sectoriales que, además, y en la mayoría de los casos, tienen una impronta preferentemente cuantitativa?

El Gobierno e influyentes personalidades de la Concertación, han desarrollado una incomprensible resistencia a debatir en torno al tema de elaborar o reelaborar un proyecto nacional.

Veamos de inmediato algunas conjeturas o sospechas acerca del por qué de esta actitud:

En primer lugar, porque se ha instalado, con la solidez de un prejuicio, el síndrome Massad, el síndrome de la Caja de Pandora y que se inspira en el temor a que las revisiones y discusiones sobre las dinámicas medulares que rigen el país terminen en un caos destructivo de lo existente e incapaces de sostener alternativas viables.

En este síndrome hay una confusión y una confesión implícita. Se confunde modelo económico con proyecto nacional. Y la confesión inconfesa es que se considera, en definitiva, que el modelo económico y su objetivo, el crecimiento económico, constituyen la sustancia de un proyecto nacional. El silogismo es claro: Modelo y crecimiento económico son matrices del proyecto nacional. Ni el modelo ni el crecimiento deben ser interrogados porque ante ellos no hay opciones positivas. Ergo, tampoco corresponde poner en discusión el proyecto nacional.

En segundo lugar, desde el Gobierno y desde las filas de la Concertación, está presente el miedo a que la apertura de un debate de tal trascendencia potencie las centrifugacidades latentes – y también explícitas – que existen dentro de la alianza gobernante. Pero lo que correspondería indagar es, precisamente, si no será la falta o debilidad de un proyecto común lo que alienta las centrifugacidades y lo que promueve a una creciente desafección entre sus componentes y entre éstos y el gobierno.

En tercer lugar, en esas resistencias hay un fuerte componente subjetivo y que pesa más que lo que pareciera a simple vista. Algunas autoridades de Gobierno son excesivamente sensibles con su ego, por lo mismo, cuando alguien expresa la idea de que hay que repensar el país, o reelaborar un proyecto nacional, traducen esa inquietud como un ataque personal, la leen como si fuera una puesta en duda de su idoneidad, lo que las hace reaccionar de manera exageradamente defensiva, pese a que, en realidad, y aunque no lo crean, no se está hablando de ellas, sino del país y de proyecto.

Por último, un argumento que se usa para justificar la elusión de los debates sobre proyecto es que ningún gobierno puede o debe ponerse a revisar sus planes y sus improntas estratégicas a mitad de camino. Este podría ser un argumento convincente, si no fuera porque el Gobierno está siendo crecientemente percibido, por amplios y variados sectores, como a medio camino de nada. Demostrativo de tal percepción es el hecho que la elite empresarial se encuentre abocada a diseñar una “nueva carta de navegación”, un proyecto-país.

La ansiedad por el 2005

La percepción que el Gobierno se encuentra a medio camino de nada tiene su origen en dos apreciaciones distintas. Una que sugiere que este Gobierno virtualmente todavía no ha empezado; que su efectiva gestión se ha visto aplazada por las coyunturas económicas críticas y por la frecuencia de eventos electorales. Concluye, entonces, esta apreciación, en que el verdadero inicio del actual Gobierno será después de las elecciones de diciembre, o sea, una vez superado lo peor de la situación económica y una vez estabilizado por cerca de cuatro años el cuadro de correlaciones de fuerzas electorales y, particularmente, parlamentarias.

La otra es una apreciación bastante más pesimista. Supone que el Gobierno fue afectado por una suerte de ataxia-telangiectasia, esa terrible enfermedad que envejece prematura y letalmente a los niños, de manera que ya no dispondría de energías para cumplir con las expectativas creadas y que estaría condenado a sufrir el resto de su mandato como una larga agonía, administrando inercialmente algunas de las políticas sectoriales ya puestas en marcha.

La primera óptica se aproxima más a la realidad. Pero la segunda tiende a condecirse mejor con las percepciones, con la intangibilidad de las atmósferas anímicas.

Para explicar y comprender esta afirmación es menester retomar lo dicho en las primeras líneas de este artículo, es decir, es necesario reconocer y asumir características culturales y sicosociales de una sociedad chilena estremecida, valórica y conductualmente, por los procesos modernizadores.

Recurramos, otra vez, a Armando Roa. Para este talentoso siquiatra y pensador, en Chile, y en el mundo, lo que está en plena expansión es la posmodernidad y el hombre posmoderno. Hacia el final de su libro ya citado nos habla de un significativo cambio que se produce en el ser humano inmerso en este estadio y reculturizado por él: “Pasamos ahora a ilustrar la importancia del paso de la modernidad a la posmodernidad con un problema antropológico y médico concreto y de vital importancia: la desaparición de la angustia en el hombre posmoderno, y la presencia invasora, en cambio, de la ansiedad. Y no se trata de un problema de interés exclusivamente médico; importa a todo el que quiera comprender el momento histórico, pues toca algo céntrico del ser humano… La ansiedad normal es un desasosiego íntimo ante la necesidad de desprenderse rápidamente de la situación en la que se está, a fin de abordar la próxima, y ello en una larga cadena; o bien, el deseo vehemente de alcanzar algo. Así, el hombre actúa en su vida diaria apresurado por terminar lo de ese momento para emprender lo que siga.”

No es difícil colegir de lo anterior que si existe un hombre contemporáneo ansioso, existen también sociedades ansiosas, o sea, desasosegadas por la “necesidad de desprenderse rápidamente de la situación en la que está”.

Ahora bien, en la medida que el actual Gobierno no le ofrece a la sociedad un proyecto convincentemente satisfactor de su “deseo vehemente de alcanzar algo”, la respuesta anímica de ésta es poner su mirada ansiosa en la próxima situación, a saber, el próximo gobierno.

De forma larvada, pero viviente y en marcha, ese fenómeno cultural, conductual y sicosocial está ocurriendo en la sociedad chilena y encuentra cauces políticos palpables en la figura de Joaquín Lavín y en gestos y discursos que empiezan a perfilar y a instalar sectores de la derecha. No por nada Sebastián Piñera eligió, como pauta diferenciadora de Joaquín Lavín y de la UDI, una convocatoria a resolver los problemas ahora y no el 2005. Pero también desde sectores y actores de la Concertación surgen señales de ansiedad por el 2005.

Progresismo y Proyecto Nacional

Para la Concertación, debería ser de toda obviedad el requerimiento de reponer un nuevo proyecto nacional. Entre otras cosas porque Pinochet se ha extinguido y porque está ad portas la posibilidad de reformar la Constitución, lo cual, según el propio Presidente Lagos, marcaría el efectivo final de la transición.

Pero hay otro asunto que hace tanto más urgente ese requerimiento. De acuerdo a los postulados de la Concertación y del Gobierno, el sello de la gestión gubernamental debería ser aquel que se desprende de la genérica idea de “crecimiento con igualdad”. Sin embargo, las políticas sectoriales que se pensaron para plasmar esa consigna fueron previstas priorizando el crecimiento económico y en el entendido de que este alcanzaría, en el sexenio, un promedio entre el 6% o 7%. Las proyecciones económicas señalan que esa meta es muy improbable, por no decir imposible. Salvo, quizás – y sólo quizás – que se adopten medidas pro crecimiento de una radicalidad tal que, necesariamente, serían a costa de políticas sociales, por ende, a costa de las propuestas de mayor igualdad.

En definitiva y para abreviar, el punto es: sin Pinochet, sin transición, sin un crecimiento económico suficientemente elevado y que facilite la irradiación hacia avances sociales, ¿cuál es el macro proyecto de la Concertación y del Gobierno? Dicho a la inversa: si, por diversas razones y circunstancias, el crecimiento económico se mantiene a tasas más modestas que las presupuestadas, ¿le estaría negada a la Concertación la opción de reformular y conducir un proyecto nacional progresista?

La respuesta puramente intelectual es que no, que el progresismo cuenta con alternativas para ser tal y para representarse como mejor proyecto nacional, a pesar que la variante del crecimiento económico le sea desfavorable, pero ello a condición que desarrolle políticas contrarias y superadoras de la precarización, de la trivialización, de la atomización, de la anomia conductual y cultural a la que induce inercialmente la modernidad o posmodernidad.

El proyecto nacional del progresismo, en suma, no debiera estar centrado en las políticas económicas que, según las ortodoxias economicistas en boga, asegurarían per sé el crecimiento y el progreso social, sino en aquellas políticas que aportan a la reconstrucción del valor de lo societario, de lo asociativo, de lo público y en el entendido de que el principal valor económico de una a sociedad radica en la calidad cooperativa de su organización y en el paulatino ascenso de su gente a la cualidad objetiva y voluntaria de co-gobernante.

Si el progreso social se concibe limitado a lo que se pueda hacer sólo en el espacio de la economía y de la política – y omitiendo la capacidad y fuerza autonómica de lo societario -, entonces estamos hablando de una rendición histórica del progresismo. Porque el progresismo será exclusiva resistencia y nada propositivo si sólo suma a su haber sus flaquezas económicas y la feble formalidad de las instituciones políticas democráticas.