Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas
Reflexiones sobre la derecha y el Informe Valech
Genaro Arriagada Herrera
La lectura del Informe Valech plantea, como una primera reacción, una mezcla de duda e indignación. La duda, referida a aquel sector que apoyó al régimen militar y que negó por décadas las violaciones a los derechos humanos, es ¿sabían o no? La indignación es, si sabían ¿por qué no alzaron su voz para protestar o defender los derechos de esas personas?
Nadie pudo ignorar lo que ocurría
Respecto de la duda pienso que no cabe. Nadie pudo ignorar lo que ocurría a su alrededor.
Las razones son obvias: una sociedad pequeña y el crimen demasiado generalizado. Decenas de miles de exiliados; más de mil muertos el primer año; mil quinientos detenidos desaparecidos, sobre cincuenta mil torturados. Era imposible no saber de vecinos, compañeros, amigos o familiares que eran víctimas. ¿Quién no supo de familias a las que las dividió el exilio? ¿Quién no escuchó de personas que eran arrancadas de sus casas a medianoche? ¿Quién no conoció de hijos, madres o esposas que esperaban por meses y años a sus familiares desaparecidos?
Visto el asunto desde otra perspectiva lo inevitable de este conocimiento es aún más claro.
Chile bajo Pinochet nunca fue una dictadura totalitaria. Siempre hubo espacios desde los que se levantaban voces: la Iglesia Católica; el Cardenal Silva Henríquez; la Vicaría de la Solidaridad; nueve mil recursos de amparo; libros publicados en la clandestinidad, pero que también llegaban a las librerías, como “Los Zarpazos del Puma” o “Lonquén”, ambos publicados por Editorial Aconcagua; radios como Balmaceda, Cooperativa o Chilena; revistas como Mensaje, Apsi, Cauce, Hoy, Análisis; abogados como Jaime Castillo o Eugenio Velasco; declaraciones de partidos, sindicatos, ONGs; condenas de gobiernos extranjeros o de organismos internacionales como la ONU o la OEA. Nunca el silencio fue total ni la dictadura tan absoluta. No obstante muy pesadas limitaciones, no era posible no ver, oír, leer o saber.
El problema, por tanto, no está en el conocimiento, sino en la ausencia de reacción. En la incapacidad de un vasto sector de chilenos, parte importante de la elite, que no tuvo conmiseración frente al dolor de tantos de sus compatriotas. Supieron, sí; pero fueron incapaces de asumir que había un inmenso dolor causado, injustamente y más allá de toda decencia, por una política sistemática. Hubo un embotamiento o una anulación de la capacidad de juzgar y de sentir.
No estoy hablando del que impulsó esa política de crímenes sistemáticos, ni del que aplicó tortura, del que bajó el interruptor que dio paso a la descarga eléctrica sobre el cuerpo amarrado en la parrilla, ni del que violó, tampoco del que tiró los cuerpos al mar o del que exhumó los cadáveres para trasladarlos a sitios aún peores. Esos son criminales.
Estoy hablando de cientos de miles de personas que no cometieron ningún crimen, cultos, altamente instruidos, que desempeñaban trabajos honorables, muchos de ellos en el gobierno o en contacto frecuente con las autoridades, que estaban alto en la jerarquía social, que iban a misa, oraban, cuidaban a sus hijos con esmero, pagaban sus cuentas…pero que sabían de este horror y no reaccionaron.
Mecanismos de negación de la realidad y la piedad
¿Por qué, ante esos hechos, esas personas no sintieron piedad o conmiseración? En rigor, esos cientos de miles de chilenos no pudieron sentir solidaridad porque privaron a las víctimas de su naturaleza humana y, más aun, porque tomando pie en lo anterior encargaron el castigo de sus faltas a un individuo que definieron superior moral y, sobre todo, políticamente.
Este mecanismo de negación partió por asumir una pretensión moral, cercana al fundamentalismo ético y religioso, que por una parte exalta hasta el delirio la superioridad de la propia posición y, por otra, denigra de tal modo al adversario que acaba despojándolo de su condición humana, haciendo que no importe su dolor e incluso, su vida.
Es sabido que la concepción de superioridad moral en una guerra conduce al abandono de toda restricción moral. Quien piensa que en su lado está la excelencia espiritual y moral y en el otro sólo la maldad, el error, las perversiones, termina atribuyéndose el derecho a no reconocer en su adversario una persona humana. Por tanto, su sufrimiento no cuenta, ni tampoco sus derechos.
A partir de septiembre del 73, en Chile, no sólo los militares, sino sectores mayoritarios de la derecha – lo mismo que ocurriría en otras fechas en Brasil, Argentina, Uruguay – definen que están no en un conflicto político, sino en una lucha moral, una guerra sin fin, en contra de la maldad y debilidad de la naturaleza humana.
Un contralmirante argentino afirmará: “decir que (estamos en) una guerra contra el comunismo es una simplificación. Estamos en guerra contra los aspectos negativos de la condición humana, contra nosotros mismos… se trata de la voluntad, la estupidez, la maldad y la perfectibilidad de los seres humanos”.
“El marxismo – dirá Augusto Pinochet, en una frase donde es clara la influencia del catolicismo integrista de Jaime Guzmán – no es una doctrina simplemente equivocada, como ha habido tantas en la historia. No. El marxismo es una doctrina intrínsicamente perversa, lo que significa que todo lo que de ella brota, por sano que se presente en apariencias, está carcomido por el veneno que corroe su raíz”. El comunismo es “un cáncer”, un “flagelo” como la sífilis, una “pústula purulenta”, una “secta”. Como lo hiciera constar la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, “el marxismo (llega a ser) una infracción penal…”
Pero no sólo el comunismo es definido en términos de maldad, lo realmente grave es que son perversos sus sostenedores, faltos de escrúpulos y moralidad, sus métodos son repudiables. La perversidad ideológica se traduce en una maldad práctica: “para llegar el comunismo a la conquista del poder – dirá un oficial argentino – no le interesa que los medios sean el dinero, mediante soborno, o mujeres, mediante prostitutas. Otra arma que usan muy comúnmente los servicios secretos soviéticos es el arma del vicio: drogas, pederastia, ninfomanía, lesbianismo, etc.”
Un coronel chileno, en un trabajo publicado por el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad Católica de Chile, escribirá que (el comunismo) “utiliza cualquiera presión o acción a fin de lograr sus propósitos… el chantaje, el terrorismo, la injuria, el genocidio, los crímenes de lesa patria, la degradación, el envilecimiento, las drogas, las depravaciones…” Los comunistas son personas moralmente enfermas, carentes de toda norma moral.
Los comandantes en jefe del Uruguay se referirán a los miembros de los grupos subversivos en los siguientes términos: “Minúsculos grupos de irascibles, fracasados y resentidos… Reducido número de fanáticos, aventureros y delincuentes… Miedo, odio y maldad son los elementos esenciales del resentimiento del MLN Tupamaros contra el hombre y la sociedad…. Enemigo cruel, taimado y traicionero, rezumante de odio…Pequeña minoría de exaltados de extraviada mentalidad… Los entretelones de la vida íntima de la organización descubren un cuadro repugnantemente sórdido de bajezas, deslealtades, felonías e inmoralidades”.
Las declaraciones anteriores pertenecen al mundo militar, pero sólo por un problema de disponibilidad de fuentes; en rigor, en el mundo de los civiles que respaldaban a los regímenes militares – editoriales de “la prensa seria”, comentaristas, líderes de opinión, “intelectuales orgánicos de las dictaduras”, ministros y altos funcionarios – son generalizadas las declaraciones de este tipo e igualmente radicales.
Y los “tontos útiles”...también eran culpables
Pero esta visión fundamentalista no agota su odio en los comunistas, sino que lo extiende a un amplio terreno habitado por la vasta fauna de los “criptocomunistas”, los “procomunistas”, “compañeros de ruta” e “idiotas utilizables”. Sujetos (¿como Jaime Castillo o el Cardenal Silva Henríquez?) que están ligados al comunismo “por bridas que van desde el dinero al sentimiento, pasando a través de las motivaciones, las más variadas: ambición, pusilanimidad, snobismo, fidelidad, intereses profesionales o económicos…”.
Ellos viven en un campo abonado por “la inepcia, falta de memoria y la incoherente sensiblería demoliberal de los países no comunistas”.
Pero una vez que, a través del proceso de denigración que he descrito, se ha despojado al adversario de su condición humana viene un segundo momento donde, en el nombre de la lucha contra el Mal, se abdica del propio poder y de la capacidad de juzgar a favor de un Líder (con mayúscula), un hombre providencial y su entorno, que debe ejecutar la tarea de destruir a quienes amenazan lo más esencial de nuestra civilización, cultura y nación.
Hay una contribución decisiva que estos civiles, partidarios del régimen militar, pero que no son parte de crímenes o asaltos contra los derechos humanos, deben cumplir. Ella consiste en no juzgar, no condenar, guardar silencio mientras el Líder ejecuta la misión, que puede ser terrible, de derrotar el Mal. Es la idea de que en este momento histórico que se vive hay compartimentos, lo que no significa que yo no sepa que en el compartimento del lado están ocurriendo cosas horribles, sino, simplemente, que renuncio a juzgarlas en nombre de un valor superior y como un acto de confianza en el Líder providencial y su entorno.
Tal fue la descripción en boga en los años de euforia del régimen militar: los militares proporcionaban el orden, la seguridad – esto es, una paz social fundada en la represión -, los economistas un nuevo modelo económico. Tal era el sentido de la notable alianza entre militares y economistas. Pero ambos sabían lo que acontecía en el campo del otro.
La caída del velo
Este proceso de negación de la realidad continuó largamente después del término del régimen militar. No lo alteró el Informe Rettig, al que la derecha, en el mejor de los casos, aceptó como evidencia de haberse cometido algunos “excesos”. Tampoco variaron la situación las revelaciones de la Mesa de Diálogo.
Sin embargo, esta vez, ha caído el velo. Muy probablemente el Informe Valech no es la única causa, sino el empujón final que ha derribado el dique. Es seguro, también, que un factor no menor en esta ruptura ha sido el descubrimiento de las cuentas secretas de Pinochet en el Riggs Bank.
Pero lo cierto es que, a raíz de estos últimos acontecimientos, la derecha ha terminado reconociendo la violación masiva y sistemática de los derechos humanos bajo el régimen militar.
Ha llegado la hora de elaborar un duelo. Si ayer algunos mecanismos los liberaron de sentir culpa, dolor o vergüenza frente a esta falta de piedad y conmiseración ante el dolor de los exiliados, torturados, detenidos desaparecidos, ahora deben asumir que esas explicaciones eran absurdas, fútiles, inaceptables.
En lo ideológico, caído el comunismo, derrumbada su ideología y demostrado el fracaso de sus programas y políticas, las caracterizaciones demoníacas de sus militantes parecen hoy febles pilares sobre los que se sostenía una política de odio que era conducente al crimen. Junto con el comunismo se ha derrumbado el anticomunismo que era su imagen en el espejo.
Al caer el velo los atropellos a los perseguidos quedaron sin justificación y aparecieron como lo que son: crímenes puros y simples; violaciones; torturas; atropellos de las normas de la guerra; ofensas del honor militar; conductas condenadas desde hace 100 años por el Código Penal.
Las cuentas que no cuadraban
Pero para hacer las cosas peores, el líder absoluto, Pinochet, que encabezada la cruzada moral, está desnudo: procesado por crímenes e investigadas sus cuentas secretas en el Riggs Bank.
El problema no es menor. No se trata de la falla de un individuo. Es mucho más. Es la caída del líder al que una gran adhesión impedía a sus partidarios preguntar o juzgar: la caída de “mi general”, cuya astucia política hacían innecesaria la crítica o la fiscalización y al que clase alta, tan preocupada de las maneras, excusaba su vulgaridad como “socarronería”, aplaudía su lenguaje zafio, su retórica cuartelera y excusaba la pobreza de sus argumentos.
Para los temperamentos autoritarios este quiebre es más dramático. La corrupción de un gobernante democrático es una catástrofe moralmente más posible de sobrellevar para quien cree que “la democracia es un muy mal sistema político, salvo que no hay otro peor”.
Pero cuando el “hombre providencial”, al que se le ha entregado el derecho a atropellar la Constitución, a suspender el recurso de amparo, a limitar las libertades más fundamentales, a intervenir las universidades, se muestra en su miseria moral, entonces el trauma es enorme para los que creyeron en él. En el espíritu democrático anida un escepticismo hacia el poder y los dirigentes. En cambio, el temperamento autoritario cae fácilmente en la idolatría y luego, cuando se desmorona el líder, queda en la orfandad.
La ideología del comunismo se ha hecho nada y con ello la tortura y el asesinato han vuelto a ser lo que siempre han sido, crímenes. La renuncia a condenar el atropello y a solidarizar con el dolor se hizo en el nombre de un gobernante que hoy emerge como un ser moralmente destituido y comprometido en actos de corrupción y enriquecimiento personal en gran escala.
Ha llegado, para la derecha, la hora de elaborar un duelo. ¿En qué fallamos que explique nuestra debilidad moral de esos días? Un proceso doloroso que, visto desde el lado positivo, es la piedra angular que faltaba para empezar a construir una verdadera reconciliación.