Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores
Reformas Constitucionales: nuevas conductas en un nuevo escenario
Antonio Cortés Terzi
Concertación y derecha: nuevas interrelaciones
Hace un par de años que en Chile se vienen produciendo y tornándose más visibles modificaciones sustantivas en las condiciones que moldearon los escenarios políticos desde el retorno de la democracia. Sin embargo, esas modificaciones no terminan de reconfigurar y de reordenar enteramente las actividades y conductas de los principales actores políticos. Se da así un hecho que no es inusual en la historia política de los países, a saber, que, en momentos, la dinámica política se rezaga respecto de los nuevos entornos que ella misma ha creado.
La forma y el contenido de los debates que han concentrado la atención en los últimos tiempos reflejan esta disonancia. De un lado, no instalan con solidez las materias atinentes a la perspectiva de país y, de otro lado, los llamados temas pendientes de la transición siguen siendo abordados, al menos en muchos de sus aspectos, sin tener cabalmente en cuenta el punto en que hoy se encuentra la transición.
Si se buscaran indicadores relevantes de las modificaciones en los entornos que más directamente inciden en las lógicas políticas, debería considerarse como uno de ellos, el siguiente: la elección parlamentaria de 1997, las dos vueltas electorales en las presidenciales y los resultados de la última elección municipal han puesto en el cuadro político nacional la posibilidad de alternancia en la conducción del gobierno.
Esta posibilidad, que en cualquier país democrático sería una situación obvia, en Chile adquiere connotaciones especiales porque hasta hace menos de dos años era virtualmente impensada. Tanto así que es factible afirmar que recién a partir de los resultados electorales de diciembre de 1999 los actores políticos y la ciudadanía internaron la idea de la alternancia como opción plausible.
El cambio cualitativo que esto implica en el medioambiente político es muy superior al que hasta ahora se expresa en los comportamientos de los agentes políticos.
Concertación: una distinta actitud hacia la derecha
Tal vez uno de los ámbitos más importantes en los que deberían manifestarse nuevos comportamientos es en el de las relaciones entre los dos bloques que dominan la escena nacional y la visión que cada cual tiene del otro.
Es recomendable, por ejemplo, que la Concertación tenga una mirada más respetuosa de la alianza rival, que deje de observarla, esencial y sesgadamente, con los ojos puestos en su pasado de compromisos con la dictadura. Por cierto que ese es un dato histórico irreductible. Pero, pese a todas las objeciones que merece el sistema electoral y pese a otros considerandos sobre la concentración del poder en Chile, es innegable que la derecha gravita de manera ascendente en el electorado, compitiendo en el marco de la democracia que efectivamente opera en el país.
Por otra parte, desde las propias filas de la Concertación se reconoce que la derecha puede acceder al gobierno de la nación. Entonces, parece más que razonable que una fuerza que alcanza esa capacidad debe tener un trato de respeto por el mérito en sí que posee tal capacidad. En el fondo, es un respeto a la ciudadanía – que es la que la ha puesto en ese sitial – y a los cauces institucionales, más allá de los reparos que éstos inspiren.
Este cambio de mirada en absoluto sería una concesión gratuita de la Concertación hacia la derecha. Sería una congruencia de principios y una necesidad político práctica. Congruencia ética por el valor que la Concertación le asigna a la voluntad popular y por su insistente reclamo respecto del sometimiento que todos le deben a las instituciones y sus dinámicas. Y necesidad político-práctica, porque la verdadera rivalidad con la derecha radica en las visiones acerca del país de hoy y de mañana; por consiguiente, privilegiar los juicios sobre su pasado termina siendo un hecho distractor de las energías requeridas para enfrentar sus discursos actuales y sus despliegues de fuerzas.
Derecha: incongruencia conductual
A simple vista, es la derecha la cultura política más exigida en cuanto a modificación de conductas y, especialmente, en cuanto a la manera de ver a la Concertación y al Gobierno. Las manifiestas diferencias discursivas que Joaquín Lavín ha ido estableciendo respecto de los discursos de otros dirigentes derechistas son pruebas palmarias de cuánta radicalidad tiene para ese sector la exigencia de cambios conductuales.
Como conjunto, la derecha todavía no adquiere completa autoconciencia de las implicancias que tiene el postular a ser mayoría y el devenir en opción gubernamental. Le pesa en exceso el largo período en el que se ha dedicado y limitado al desempeño de un papel primordialmente defensivo y durante el cual mantuvo su ancestral desconfianza hacia la democracia, recelando no sólo de sus procesos intrínsecos, sino también de las instituciones que le son propias.
Desde el retorno de la democracia y durante bastante tiempo, la derecha se ha comportado casi como un movimiento de resistencia a la pronta normalización democrática. Podría concederse que tal actitud, en lo grueso y originalmente, respondió a una estrategia política racionalmente comprensible y que abogaba por un manejo prudente de la transición. Pero hoy resulta evidente que esa conducta se extremó y que, incluso, ha generado una suerte de subcultura política que acarrea costos serios para la salud de la vida pública y para la credibilidad interna y externa sobre las fortalezas políticas, económicas, sociales y morales del país.
En efecto, de las cautelas respecto del proceso democratizador se pasó, en muchos momentos y a través de diversos dispositivos, a la agresión contra dinámicas e instituciones democráticas y republicanas. La derecha, de facto, ha llegado a declararse adversaria no sólo de la Concertación, sino de la política, de los partidos, del Parlamento, del Poder Judicial, del Consejo de Defensa del Estado, de la Administración Pública.
Obviamente que esas odiosidades no se condicen con las características y conductas elementales que debe tener una corriente que postula a gobernar.
En suma, el nuevo escenario, dentro del que se destaca la apertura a la posibilidad de alternancia gubernamental, es una convocatoria a cambiar el modo y el sentido de las interlocuciones entre Gobierno y oposición en una dirección que se puede resumir de manera muy simple: asumir corresponsablemente los problemas nacionales, sin eludir, por cierto, las responsabilidades particulares de cada quien.
Una nueva modalidad en los diálogos políticos alude directamente al tema de la confianza que tan insistentemente plantea la derecha y el empresariado (ver informe aparte). En cualquier relación la construcción de confianzas es una cuestión de reciprocidad. Sin embargo, la oposición le ha cargado exclusivamente al Gobierno y a la Concertación la responsabilidad de hacer actos que repongan o profundicen las confianzas. El punto es que también el Gobierno y la Concertación tienen sobradas razones para desconfiar de la oposición y de núcleos empresariales.
La Constitución: factotum para las confianzas políticas
Si recrear confianzas políticas es un propósito central y un interés común y si la derecha se decide a comportarse como alternativa gubernamental, reformar la Constitución debería ser un objetivo prioritario, y, además, fácil de abordar.
Las constituciones son – o deberían ser – por antonomasia una suprema manifestación de confianzas que depositan en ella las pluralidades que conviven en un país. En Chile, muchos dictados constitucionales producen lo inverso, desconfianzas.
La Constitución chilena nació en uno de los períodos históricos más afectados por la falta de confianzas y en el que menos diálogo había entre las partes integrantes de la pluralidad nacional, de suerte que en su origen existe una enorme paradoja.
Las constituciones son siempre un gran pacto social y político entre los diversos sectores sociales y culturas políticas que conforman la nación, pero la Constitución chilena surgió excluyendo no sólo a culturas políticas adversarias del régimen militar, sino a culturas o subculturas presentes entre fracciones de sus propios adherentes. Cómo entonces va a sintetizar y reproducir confianzas.
Amén de lo anterior, cualquier análisis desprejuiciado debería concluir que la necesidad de reformar la Constitución emana de la obsolescencia histórica de contextos que inspiraron muchas de sus lógicas internas.
No es debatible la enorme influencia que tuvieron en los constituyentes al menos tres factores históricos vigentes en el período de elaboración y dictación de la Constitución y que están palmariamente recogidos en ésta en varias de sus partes y preceptos:
• La bipolaridad mundial beligerante, la guerra fría y su consecuencia doctrinaria, la seguridad nacional, claramente irradian hacia la Constitución y se traducen en ideas-fuerzas y articulados. Por ejemplo, el concepto de seguridad nacional es uno de los que más se reitera a lo largo de la Carta Fundamental. Específicamente aparece mencionado dieciocho veces y en cinco de los catorce capítulos de la Constitución, y sobre materias tan dispares como defensa nacional, gobierno interior, educación, derecho de propiedad, explotación y adquisición de bienes.
• La edificación constitucional se inició a menos de un lustro de los aciagos días de septiembre de 1973. Es obvio que para los redactores estaba muy fresco en sus memorias ese hito dramático y fratricida, como también lo estaban las convulsiones políticas, sociales, económicas y valórico-culturales que le antecedieron. En virtud de la remembranza de esas experiencias, los constituyentes razonaron con franco temor a los excesos populares de la democracia. En la Constitución hay un evidente aroma de desconfianza hacia la democracia liberal. El texto trasunta reacciones al temor que inspiraron en el mundo sociocultural y políticos de derechas los eventos reformadores de corte popular llevados a cabo entre 1964 y 1973. El sacro valor que la teoría democrática liberal le asigna a la soberanía popular y que, entre otras cosas se expresa en la idea del derecho de las mayorías a gobernar, está ostensiblemente mediatizado en la Constitución, más allá de los resguardos que la propia teoría democrático liberal establece. En efecto, el principio acerca de la soberanía popular y la noción de “gobierno del pueblo” tiene su máxima materialización en dos instituciones, el gobierno, o, más en concreto, la Presidencia de la República, y el Parlamento. No obstante, la Constitución impone sobre ambas instancias otras instituciones no expresivas de la soberanía popular, léase Tribunal Constitucional y Consejo de Seguridad Nacional, que en determinados momentos y sobre determinados puntos pueden tener más poder que las instituciones representativas, o al menos la facultad de neutralizar sus decisiones. Por otra parte, el mismo temor y suspicacia se expresa en el sistema electoral binominal que, grosso modo, equipondera un tercio con dos tercios.
• La Constitución contempla el término del régimen militar y se filtran en su articulado – y más allá de las disposiciones transitorias – medidas de protección para los efectos de ordenar el repliegue disciplinado y sin sacrificios de las fuerzas que gobernaron en ese período. Están presentes en ella diagnósticos y prevenciones sobre el proceso transicional propiamente político.
Estas previsiones reforzaron la necesidad funcional, para el bloque hasta entonces gobernante, de mantener instancias garantes de sus intereses en la etapa de transición, como lo son el COSENA, los senadores institucionales, la inamovilidad de los comandantes en jefe, etc. Vistos estos tres contextos se concluye que buena parte de las matrices rectoras – históricas, ideológicas y políticas – de la Constitución hoy no existen, o que, si algunas perviven parcialmente, están en franco proceso de desaparición.
- No existe ni bipolaridad ni guerra fría, por consiguiente, la noción de seguridad nacional, tal cual se concibió en el pasado, ha perdido toda racionalidad.
- Hoy no hay proyectos ni culturas políticas significativas equivalentes a las que otrora se encarnaron en alternativas transformadoras que interrogaban las esencialidades de las estructuras de propiedad y de la economía de mercado.
- La transición, al menos en sus aspectos más categóricos, a saber, en cuanto a instalación y operación de las instituciones, está virtualmente concluida.
Atendiendo a lo expuesto, cabe la siguiente afirmación: desde una perspectiva y proyección histórica las reformas puestas en juego son bastante menos trascendentes de lo que se supone y, por ende, los álgidos debates que las han acompañado son desproporcionados en cuanto a la dimensión intrínseca de tales reformas. Lo que en verdad está en discusión es – o debería ser – mucho menos polémico de lo que pareciera.
Se trata, en el fondo, de actualizar una Constitución que conserva áreas y cuerpos normativos que surgieron de situaciones y cosmovisiones radicalmente superadas y no de reformas que digan relación con un fuerte conflicto doctrinario y político.
El haberse situado en posición de viabilizar la alternancia en el gobierno, con las consecuencias que ello conlleva en cuanto a conductas, es lo que en verdad está emplazando a la derecha a concordar reformas constitucionales.
No puede ser fiable como alternativa gubernamental una cultura política que piensa la Constitución desde el prisma de la utilidad que ésta le presta para sobredimensionar su poder y a costa de sostener un sistema institucional que trastorna el ejercicio de la democracia e impide la reinstalación de confianzas.