Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates

Socialismo terrenal

Antonio Cortés Terzi

AVANCES de actualidad Nº 32
Junio 1999

Discúlpenme,
pero no puedo dejar de pensar
como marxista
Isaac Deutscher

En este ejemplar de la Revista AVANCES viene una réplica de Sergio Monsalve Vergara a un artículo de mi autoría publicado en el número 32 de esta misma publicación. (Socialismo: una cultura política en crisis)

Hago aquí algunos comentarios a propósito de esta polémica por cuanto Sergio Monsalve ha respondido al meollo del asunto y con argumentos no sólo valorables sino también muy atingentes al tipo de debates que se está dando dentro de las corrientes políticas de izquierda y progresistas.

Y otra razón me estimula a estos comentarios: de un tiempo a esta parte quienes adscribimos a la cultura socialista pareciéramos estar obligados y limitados a tomar partido intelectual por las discusiones que generan autores de otras culturas, asumiéndolas pasivamente, esto es, sin concepciones y juicios sistematizados desde nuestros propios ancestros intelectuales.

El material empírico y cultural acumulado por las experiencias del socialismo chileno, sobre todo en el último dramático y estremecedor cuarto de siglo, conforma un nutriente inigualable para el desarrollo y actualización de su pensamiento. Sin embargo, no hay un trabajo continuo en ese sentido. Valga esta discusión, entonces, como un modesto ejercicio de reflexión entre socialistas.

Globalización y Estado-nación

Siguiendo el propio esquema de Monsalve, debo acentuar que la reivindicación que formulo de lo “nacional-popular” como componente del pensamiento socialista, es un corolario de una tesis mayor: el relativo abandono de las concepciones racionalistas-estructurales. Es decir, a mi juicio, la valoración de o nacional-popular resulta de una lectura racional-estructural del mundo contemporáneo y de sus dinámicas. Su desvaloración, en cambio, procede de una interpretación idealizada y eticista de los fenómenos universales actuales.

Insisto en esto por cuanto, de acuerdo a la moda en boga, o sea, la que se afana por sentirse y creerse globalizado y, por ende, moderno, una posición como la que sostengo tiende a ser calificada con mucha facilidad de “nacionalista”, en el sentido más primario del término, como un prejuicio conservador. En mi concepto la nación es un hecho político e histórico objetivado, con absoluta independencia de la apreciación valórica y cultural que de ella se tenga.

Puesto la cuestión de lo nacional-popular como uno de los ejes interpretativos del socialismo, evidentemente se le asigna vital trascendencia a la cuestión del Estado-nación. Trascendencia que Monsalve tampoco comparte.

En el artículo discutido sostengo que ”el ordenamiento político básico de las sociedades continúa depositado en los estados nacionales”. Monsalve considera esa afirmación un arcaísmo y me acusa de desconocer ”precisamente lo que constituye el cambio de calidad que ha sufrido la humanidad con el advenimiento de la sociedad llamada global”

En este punto Monsalve entra en un terreno un tanto contradictorio. Después de indicar enfáticamente que en la sociedad global el ordenamiento político básico ya no está depositado en los estados nacionales”, sostiene que ”de lo que se trata ahora es de superar al Estado-nación, no para destruir o debilitar la institucionalidad estatal sino para ampliarla y readecuarla, de tal modo que pueda ser un ámbito de actuación del sujeto popular dentro de la globalización”.

Lo contradictorio aquí es que se afirma, primero, una virtual obsolescencia del Estado-nación, para luego proponer la ampliación y readecuación de su institucionalidad para que el sujeto popular – ¡a través de la institucionalidad estatal nacional! – pueda actuar en lo global.

En esta materia Monsalve peca, como muchos otros, de una mitificación del proceso globalizador.

Es cierto que este proceso conmueve y hasta pone en crisis la figura nacional-estatal. Pero de ahí a anunciar su agotamiento o extinción es, al menos, una exageración. Veamos un dato que contradice de plano el anunciado fin de los estados nacionales: ”Había 44 Estados reconocidos en 1850, 51 en 1903, 60 en 1938, 108 en 1963, 144 en 1983, y 191 en 1995. En otras palabras, el número de Estados se ha más que triplicado desde 1940.” (1)

Pero lo más importante a tener en cuenta son dos cuestiones:

Primero, que en todas las latitudes el ordenamiento político fundamental sigue basado en los estados nacionales. En ninguna parte existe una instancia política que suplante el Estado-nación por un ente político que cumpla roles superiores a éste en el ordenamiento de las sociedades nacionales.

Segundo, que evidentemente los procesos internacionalizadotes y globalizadotes condicionan determinadas funciones de los aparatos estatales nacionales, pero ello no constituye algo nuevo (particularmente en América Latina) ni tampoco implica que, fatalmente, son procesos irreconciliables con la subsistencia de los estados-nacionales.

Lo preocupante de estas visiones sublimadotas de lo global es que tienden a convertirlo en una suerte de nueva utopía: la globalización sería la forma “moderna” a través de la cual la humanidad supera retrasos. Más que como un proceso contradictorio, la globalización se observa como una meta.

Se hace sinónimo de globalización una infinidad de propósitos: desarrollo, cultura, modernidad, justicia, derechos humanos. El ancestral eurocentrismo latinoamericano vuelve a ilusionarnos.

La globalización es un estadio del viejo, aunque robustecido, capitalismo. Y éste, así como globaliza sus progresos, globaliza también sus conflictos. El pauperismo en África es tan parte de la globalización como la Coca-Cola. El agravamiento de la situación mapuche en Chile es tan efecto de la globalización como Internet.

Porque lo que no comprenden los “globalizadotes” es que la globalización no es un conflicto entre lo nacional y lo local vs. El mundo. Lo global vive, se realiza, en lo local y en lo nacional. Ergo, el debate sobre lo nacional es uno y el mismo que sobre lo global.

En el caso chileno, la seducción mayor que produce la globalización radica en que se le asigna a ésta una garantía para la defensa de los derechos humanos. ¿Será tan así? Sin duda que se ha desarrollado en los últimos años una gran sensibilidad mundial sobre estos derechos, muy especialmente en países europeos, sensibilidad que ha debido ser internada por las estructuras de poder político.

Pero esto tiene sus “asegures”, como dicen los mexicanos. Los derechos humanos no comandan la política internacional. Participan en ella, por cierto, pero condicionados y hasta subsumidos por los intereses típicos que se representan en las relaciones de poder. Es una ingenuidad suponer lo contrario ¿Por qué respecto de Turquía, o de países árabes, las naciones centrales no tienen las mismas políticas agresivas en defensa de los DD.HH. que sí tienen, por ejemplo, en el caso de Chile y Yugoslavia?

Digámoslo con todas sus letras: avanzar en el respeto a los DD.HH. es un tema de la política. Si se le sustrae de ese campo, si se le ubica en la pura abstracción de la ética, se le lleva a un plano fundamentalmente discursivo con pocos resultados prácticos.

Ahora bien, el espacio natural de la política como hecho social, de la política participativa, democrática, generadora de cultura política masiva, es el espacio nacional. Por lo mismo, dudo que un juicio a Pinochet en el extranjero constituya un gran evento culturizador en materia de DD.HH. para la sociedad chilena. De hecho, lo que está ocurriendo en Chile es que, salvo las minorías directamente comprometidas con el problema, la sociedad observa “deportivamente” la situación de Pinochet: se limita a aplaudir o a pifiar las jugadas.

Socialismo secular y DD.HH.

Sospecho que esta discusión no nos va a conducir a ninguna parte si no se asume lo que bien plantea Sergio Monsalve: ”Reconstruir un cuerpo de pensamiento que sea el basamento explícito de la actuación política está convirtiéndose en le principal problema para el socialismo”

En efecto, en el artículo que critica Monsalve sostengo que la errática conducta del PS en los inicios del “caso Pinochet” se debió a la carencia o debilitamiento de un cuerpo teórico-analítico mínimo (que en la tradición socialista era el racionalismo estructural) y a su reemplazo por la sublimación de un eticismo cercano a una suerte de neoteología y que adopta la cuestión de los derechos humanos como factótum orientador de la política. (2)

Monsalve rechaza radicalmente mis apreciaciones. Dice ”No hay asomo de una postura religiosa aquí”. Sería enteramente a la inversa: ”En efecto, en medio del notable desarrollo de una cultura postmoderna que acompaña a las primeras formas de la sociedad global… el núcleo de una propuesta racionalista se ha decantado en el cuerpo de pensamiento que llamamos derechos humanos”. Y añade más categóricamente: ”Así las cosas, no parece descabellado el tomar los derechos humanos como un parámetro teórico orientador de la práctica política…”.

Estas apreciaciones son la clave de nuestras diferencias. Pero antes de resumir algunas ideas al respecto, conviene despejar algunas confusiones, Primero, entiendo y comparto que la cuestión de los derechos humanos debiera ser un eje orientador de prácticas políticas, pero en tanto propósito, en tanto objetivo. La verdad es que no comprendo lo que se quiere decir cuando se afirma que los derechos humanos son un ”parámetro teórico”

El problema – y he aquí la segunda cuestión que conviene despejar – es que, como concepto, los “derechos humanos” se emplean de manera ambigua. Se usa a veces para referirse estrictamente al respecto que deben guardar los estados a los derechos de la vida y de la integridad física y moral de las personas. Pero en otros casos se emplea para referirse a una infinidad de derechos que la sociedad occidental ha venido proclamando como derechos universales para todas las personas: derecho a la salud, a la educación, al trabajo, a la información, al pluralismo, etc.

En todo caso, cualquiera sea el uso que se le dé, lo cierto es que la cuestión de los derechos humanos está siempre expuesta como parte de la discursividad de la llamada “cultura occidental y cristiana”, que – recuérdese – devino en una categoría usada para denostar al “materialismo ateo”, a las “fuerzas del mal”. Claro está que tal uso correspondía a la virulencia de las pugnas ideológicas e ideologizadas propias de la guerra fría. Pero no es menos cierto que ese mismo uso se hizo extensivo para descalificar a Marx y, más en general, a todo el pensamiento inscrito en la tradición racionalista estructural.

Con el desastre de los socialismos reales, se produjeron dos fenómenos intelectuales de sumo interés: de un lado la desacreditación casi natural de los pensamientos racionalistas estructurales. Y de otro lado, y esto es muy paradojal, al menos en algunas áreas de las ciencias sociales, principalmente en las económicas y sociológicas, el neoliberalismo se impuso como el único racionalismo aceptable. (3)

El resultado final de estos procesos ha sido la subsumisión de las izquierdas a cosmovisiones provenientes del liberalismo jacobino y el cristianismo progresista, incomodándose o, lisa y llanamente, abandonando el racionalismo estructural.

Así la nueva ideología de las izquierdas pareciera ser el “humanismo”. Y aquí una vez más acierta Monsalve. En su artículo se lee ... la actuación de los sujetos históricos no puede quedar sólo condicionada a ser mera expresión de la fuerza que se maneja, por cuanto este pragmatismo amenaza con traicionar lo mejor de la herencia humanista”.

Debo confesar que, probablemente por mi formación marxológica, no me siento intelectualmente identificado dentro de la categoría de “humanista”, toda vez que ese concepto, en su origen y desarrollo, se corresponde con visiones teológicas del ser humano.

En su lectura común y masiva, detrás de todo discurso humanista hay una visión religiosa de lo humano y que, en grados mayores o menores, según la vertiente, contiene, resumidamente, cuatro premisas:

• la escisión del hombre entre espíritu y cuerpo, entre materia y alma,
• la correspondencia del espíritu y/o del alma con una bondad intrínseca a la naturaleza humana,
• el despliegue del alma, de la bondad, es lo que conlleva finalmente a la construcción del “verdadero” ser humano y de la “verdadera” humanidad,
• la esencia humana, instalada en el alma, es ahistórica, inmutable en el tiempo y ante la cual, la historia ni jugaría más que un papel develador.

El que suscriban al humanismo personas laicas o ateas no desdice lo anterior, pues esas son premisas asentadas culturalmente y que van más allá de las prácticas religiosas.

En rigor teórico, el racionalismo estructural es lejano a tal humanismo. (4) Si dentro de esta corriente se pudiera hablar de humanismo habría que referirse a él como un humanismo al que “nada humano le es ajeno”, esto es, que lo obrado por el ser humano es siempre humano. Así se trate de actos de caridad o de torturas.

¿Significa ello un renunciamiento a la valoración ética y moral de las conductas humanas? En lo absoluto. Sólo significa que el juicio valórico incorpora la racionalidad y la historicidad. Racionalidad en un doble sentido: en cuanto a la libre racionalidad con la que se ejecuta un acto y en cuanto a las “condiciones materiales de existencia” que delimitan la racionalidad social. Y esto último es lo que juzga la historicidad: los comportamientos éticos y morales del sujeto y de la humanidad se modifican en acuerdo a estadios históricos.

En virtud de los alcances en libertad de raciocinio (el conocimiento es una de las principales mediciones de tal libertad), y en virtud de las condiciones reales de existencia (satisfacción de necesidades para la producción y reproducción de la vida social), las sociedades, en cada etapa de su evolución, construyen sus códigos éticos, y son eficaces no por las bondades del alma humano sino por su necesidad. De lo contrario, desde hace milenios habría bastado con los Diez Mandamientos.

Secularizar e historizar el tema de los DD.HH. es la mejor manera de avanzar en su respeto. Sin historizarlo, Simón Bolívar podría ser enjuiciado como criminal de guerra. Cuando en algún momento de sus campañas lanzó la consigna de “Guerra a muerte”, la acompañó con la siguiente arenga: “Españoles y Canarios, sois culpables aunque seáis inocentes”. Obviamente esa fue una manera de dar rienda suelta a sus tropas para la matanza y el abuso”. (5) Sin secularizarlo, esto es, sin políticas que le den sustrato real y cultural al respeto por los DD.HH. ese objetivo se mantendrá sin efectiva solución en el tiempo.

De ahí mi discrepancia y hasta mi temor por lo sostenido por Monsalve (defendiendo las iniciales posiciones del PS sobre el caso Pinochet). Escribe: ”Esta posición del socialismo chileno ha que sea una fuerza política en armonía con las tendencias políticas más innovadoras del pensamiento democrático universal”.

Qué duda cabe que es un gigantesco progreso la trascendencia que se le otorga en Europa a la cuestión de los DD.HH. Pero no es por esa vía ejemplificadota que Chile y América Latina van a alcanzar una culturización similar. ¡Por favor, no otra vez catequizaciones europeas! El tema de los DD.HH., como muchos otros temas, son distintos en un país con quince o más dólares de ingreso per cápita a otro con cuatro mil, dos mil, o menos. En el primero es un puro problema cultural-valórica. En los otros, los DD.HH tienen también ese carácter, pero su solución está en una infinidad de problemas: subdesarrollo, pobreza, FF.AA. ideologizadas, fragilidades institucionales, concentración de riqueza, etc. Me temo, amigo Monsalve, que con cruzadas valóricas, por muy internacionales que sean, no resolvemos estas cuestiones. Pareciera ser que más bien las entorpecemos.

Termino aludiendo a una última y reiterada crítica de Monsalve a mi artículo. Considera que mis opiniones pecan de pragmatismo. Prefiero calificarla de otra manera, parafraseando a un talentoso escritor y político mexicano, José Revueltas: después de haber vivido los infiernos de los celestiales días utópicos, he optado por “los días terrenales”.

(1) Delmas, Philippe, El brillante porvenir de la guerra, Ed. Andrés Bello, pág. 149.
(2) Monsalve lo define con precisión: ”Después de la experiencia histórica de la dictadura militar, el PS se ha autodenominado el partido de los derechos humanos.”
(3) Me temo que las reacciones “idealistas” de la izquierda actual tienen que ver con ese fenómeno. Avergonzadas de su pasado “materialista vulgar”, se desprendieron de casi todo el ancestro cultural racionalista y por ende quedaron sin armas de esa naturaleza ante el racionalismo utilitario del neoliberalismo. Obligadas a resistir a la expansión de éste no encontraron mejor refugio que el Verbo “occidental y cristiano”, o sea, el de la mitificación ideológica de los fenómenos y realidades terrenales.
(4) Es momento de aclarar lo siguiente: no recurro a la noción de “materialismo histórico”, por cuanto ello conlleva a circunscribir el racionalismo estructural a Marx y a los intelectuales marxistas, cuando en realidad tan racionalismo tiene muchas más fuentes. Pienso, por ejemplo, y por mencionar algunas, en Freud, en Nietzche, en Konrad Lorenz, en Weber, en Marcase, en Sartre, etc. Por otra parte, la noción de “materialismo histórico” está demasiado vinculada a la vulgata materialista que impuso el “marxismo” soviético.
(5) Dicen sus biógrafos que esa política – que fue sólo temporal – devino en un remordimiento de Bolívar hasta su muerte.