Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates
Socialismo: una cultura política en crisis
Antonio Cortés Terzi
Las posiciones adoptadas por el Partido Socialista, y/o por algunos de sus dirigentes, en el asunto Pinochet, han estado plagadas de errores, incongruencias, marchas y contramarchas. Incluso, por episodios oscuros, como el referido a la carta enviada al ministro Straw, que, sin duda, devino en el hecho que terminó de poner al PS en una situación delicadísima.
Las cosas llegaron a tal grado, que pudieron tener consecuencias desastrosas para esa colectividad. Precisamente, porque habrían resultado de equívocos y no de fines reflexivamente perseguidos.
Es sorprendente, por ejemplo, que el Presidente de la República no le haya hecho ver al PS la conveniencia de que, al menos, pensara en su retiro del gobierno.
Aunque en rigor sea discutible, virtualmente todos los actores políticos han coincidido en que esa ha sido la peor situación crítica que se le ha planteado a la Concertación en sus dos administraciones. Siendo así, el PS no actuó en concordancia a ese diagnóstico. Contravino las líneas estratégicas diseñadas por el gobierno, yendo más allá de la natural independencia relativa que les corresponde a los partidos respecto de la autoridad del gobierno al que pertenecen. En momentos, sus posturas fueron agravantes de la crisis, complicaron más el cuadro en el que se desenvolvía el gobierno y le hacían aparecer como instancia política opositora.
Es tanto más sorprendente que este reclamo no se le formulara habida cuenta del peso real del PS en el electorado, en la sociedad y en el Parlamento. Que no se le planteara al menos como fórmula para terrenalizar a sus dirigentes. Un partido que implementa políticas con total abstracción de su poder efectivo, indica carencias serias en la calidad de sus dirigencias. Salvo que se considere a sí mismo predestinado a zanjar los grandes problemas de la humanidad sólo con discursos de carácter ético.
No es menos cierto, que las políticas socialistas han afectado gravemente la candidatura de Ricardo Lagos. Y no se nos diga que las encuestas demuestran lo contrario, que no se ha disminuido la adhesión que ya tenía Lagos antes de la crisis. Primero, porque el porcentaje que señalan las encuestas no alcanza para ganar la elección presidencial. Segundo, porque todavía no ha decantado enteramente el proceso político iniciado con la retención de Pinochet. Y tercero, y esto es lo más importante, porque un candidato presidencial no depende sólo del porcentaje de adherentes sino también de los grados, volúmenes y potencia de los repudiantes. El PS tendría que evaluar cuánto esfuerzo de años ha sido lanzado por la borda en unas pocas semanas. En efecto, Lagos, y también dirigentes socialistas, gastaron largos tiempos y trabajos para neutralizar o morigerar las estrategias de “guerra fría” desarrolladas por sectores de la derecha contra la izquierda concertacionista y su candidato. No sin costos y sin fatigas se había logrado abrir interlocuciones cada vez más sanas y racionales con sectores como las FF.AA. y el empresariado. El retroceso en esas materias es innegable, inmenso y gratis, gratuidad medida en términos de prestigio político y potencial electoral. Probablemente, nunca Ricardo Lagos había irradiado imágenes tan erráticas como las que le han acompañado durante estos sucesos, mermando su bien ganada prestancia de estadista. Lo que en gran medida se debe al escenario que le generó la dirigencia del PS.
Por otra parte, desde el gobierno la crisis ha pasado por instantes de muy mal manejo, por debilidades hacia la oposición y hasta por atmósferas “derechizantes”. Es probable que en esto influya el recurrente y exagerado temor a los conflictos que ha caracterizado en muchas oportunidades al actual gobierno. Pero también influye el distanciamiento categórico del PS de las lógicas gubernamentales y las innumerables declaraciones y gestos impolíticos e innecesariamente polarizadores que ha emitido. Otra prueba de falencias direccionales. En una coalición de centro-izquierda, cuando la izquierda aplica una política abstencionista, esto es, cuando no se compromete en la competencia por la conducción de la alianza en cada coyuntura, obviamente que abre las opciones para que el centro vacile hacia la derecha para así contrarrestar las excitaciones izquierdistas.
Dicho con franqueza y en lenguaje llano: el PS, hasta ahora, “la ha sacado barata”. Si todavía forma parte del gobierno, tal vez se deba, casi exclusivamente, a una cierta indiferencia que muestra el Presidente de la República a la política de los partidos, al peso específico y propio de Ricardo Lagos que, en este caso, juega como factor protector del PS y la existencia de actores de la DC que apuestan inclaudicable y lealmente a la permanencia de la Concertación.
Pertinencia de algunos recuerdos históricos
Pero esta retahíla de errores y desaciertos es indicativa de una cuestión más esencial: ha evidenciado que el proceso de deconstrucción de la cultura histórica del socialismo criollo no ha terminado y que ese proceso tampoco va siendo acompañado, simultáneamente, de una dinámica de reconstrucción sistemática de esa cultura. El socialismo chileno, como institución, carece de una mínima y común óptica teórica o analítica que lo identifique con su propio pasado intelectual, pero también carece de un cuerpo de pensamiento que efectivamente haya reemplazado y/o superado las matrices culturales que edificó a lo largo de su historia. Como cultura se asemeja más a un collage que a un edificio sólido.
Por cierto que este fenómeno tiene muchas explicaciones, pero hay una que merece ser particularmente atendida, merced, precisamente, a su descuido analítico: el PS no ha hecho ningún ejercicio profundo acerca de su pasado intelectual – no sólo del bibliográfico, sino también de aquél que orientó sus experiencias y que, a su vez, se retroalimentó de ellas – ni menos se ha dado a la tarea de responder cuánto ese pasado influye en su actualidad cultural y de qué forma lo hace. No se ha interrogado con valentía acerca de si ese pasado representa o no una suerte de acumulación genética para su intelecto contemporáneo o, lisa y llanamente, es un pasado muerto y sepultado, digno de ritualidades – y tal vez de nostalgias -, pero que debe ser definitivamente reemplazado por cosmovisiones sin ningún vínculo orgánico con las pretéritas.
En el largo proceso reconocido como renovación, hay temas que el PS ha eludido en sus reflexiones y que, no obstante, son consubstanciales a su historia. Veamos algunos de ellos:
Fundador y líder del PS fue un militar impregnado de un nacionalismo popular y que se comprometió en aventuras golpistas, don Marmaduque Grove Vallejos (candidato a la presidencia de la República en 1932, obtuvo la segunda mayoría después de don Arturo Alessandri Palma). Durante décadas, el PS conmemoró los aniversarios de la llamada “República Socialista de los trece días”, que resultó de un cuartelazo encabezado por Marmaduque Grove en 1931. Don Marmaduque fue senador socialista desde 1934 hasta 1945.
Durante décadas, el PS se sintió próximo al APRA peruano, partido que enfatizaba en un nacionalismo popular y en un latinoamericanismo “antiimperialista” y que postulaba un programa desarrollista autóctono. El himno, la bandera y algunos conceptos (Indoamérica, por ejemplo) del PS surgieron del influjo del APRA.
El 1952, el PS apoyó la candidatura presidencial del ex-dictador Carlos Ibáñez del Campo y participó de su gobierno por un breve lapso con personalidades tan significativas como la de don Clodomiro Almeyda Medina. Ibáñez fue la versión criolla que más se acerca al populismo nacionalista latinoamericano de esa época.
Todos estos datos, y muchos otros, informan de un socialismo con una fuerte impronta ideológica y programática de carácter nacional-popular que se proyectaba hacia un tercermundismo militante (dentro de él se desarrollaron, por ejemplo, corrientes nasseristas y titoístas, inspiradas en Nasser y Tito, dos figuras paradigmáticas del tercer-mundismo original).
Hasta hace unos pocos lustros, el PS se enorgullecía de no participar ni haber participado nunca en Internacional alguna, tanto por diferencias con los pensamientos de las dos grandes internacionales (la comunista y la socialdemócrata) como por sus inclinaciones nacionalistas y latinoamericanistas.
Ese pasado no es tan lejano si se piensa que lo que puede denominarse “allendismo” dentro del PS resumía y actualizaba tales tendencias fundadoras y que se sintetizaban en la “Vía chilena al socialismo” proclamada por Salvador Allende. (Dicho sea de paso: el prestigio internacional de Allende se debe en gran parte a las simpatías que despertó su peculiar proyecto).
¿A qué viene todo esto?
Lo nacional-popular
La cuestión nacional-popular, de tanta presencia en la cultura histórica del socialismo, casi no se encuentra en las preocupaciones, reflexiones y discursos del socialismo actual.
Con elocuencia se ha visto este dato en el transcurso del asunto Pinochet. Los debates jurídicos y éticos que se generan al respecto, no pueden soslayar, cualquiera que sea la posición que se adopte, que tal asunto puso en el tapete la cuestión de lo nacional. Y en ese plano, el PS tuvo un discurso muy frágil, inexistente en la práctica. Jamás fue claro en asumir que, en lo mínimo, el suceso tensaba la relación entre derechos consagrados universalmente con el valor de lo nacional.
Hay una primera cuestión emotiva que da cuenta de esa fragilidad. El partido y la masa socialista fueron largamente castigados por la dictadura y la derecha al amparo de proclamas nacionalistas. La nación – que existe en la concretidad del Estado – les fue arrebatada a los socialistas, y no sólo a ellos, por la soberbia y el sectarismo de la derecha. La nación real-concreta fue suplantada por nociones y símbolos que correspondían sólo a lo castrense y a las elites sociales de la derecha. Un gran error de la derecha y de los militares, un error que raya en la barbarie política, fue el intento por forjar un sentido de nación parcial y excluyente. La patria fue “privatizada” y en nombre de esa patria expropiada de lo colectivo, se combatió a los opositores al régimen. La nación fue “ocupada” militar y culturalmente por minorías. Lo prologado de esta situación tuvo como efecto natural una desafección hacia lo nacional de grandes contingentes ciudadanos, toda vez que, como en los regímenes comunistas, se usaron los emblemas y el concepto nacional como símbolos de partido, del partido de la dictadura. (En ello radica una de las máximas atrocidades político-históricas de la derecha – e imperdonable que a ella se sumarán las FF.AA .-, porque produjo un profundo deterioro del sentido integrativo de lo nacional que va a ser muy difícil de superar).
Obviamente que estas realidades han perturbado a los socialistas en sus sentimientos hacia la nación – y no sólo a ellos -, más cuando su indebida apropiación por parte de la derecha continúa operando. Emocionalmente los socialistas no han resuelto su reencuentro con la nación, porque todavía son muy fuertes los ecos ideológicos y comunicacionales que igualan a la nación con Pinochet y la dictadura.
Sentimientos socialistas comprensibles como tales, pero que no pueden escapar a comentarios críticos desde la óptica de la política, como veremos más adelante.
La pérdida o debilidad de un pensamiento socialista sobre lo nacional tiene que ver también con el tipo de “renovación” que se impuso en esa cultura, al nivel de lo ideológico y discursivo. En más de una oportunidad hemos señalado, desde esta misma publicación del Centro AVANCE, que la renovación comunicacionalmente hegemónica se ha caracterizado por sustentarse principalmente en postulados y respuestas políticas más o menos contingentes y por su muy escasa elaboración conceptual o teórica. La inexistencia o precariedad de este último ejercicio incluye lo descrito anteriormente: la falta de revisión de la historia cultural del PS en una perspectiva de reconstrucción intelectual. Así, las definiciones ancestrales del socialismo acerca de lo nacional han sido omitidas o descuidadas por ese tipo de renovación.
Por otra parte, esa misma renovación ha pecado de “eurocentrista”. Europa – y no sólo el socialismo europeo – ha devenido en una suerte de nuevo paradigma, del modelo moderno de sociedad a la que se debe aspirar. Si se observa la literatura política a la que recurre de preferencia el socialismo renovado y si se observan las informaciones empíricas a las que más socorren sus argumentos, se torna tangible la europeización de ese pensamiento.
Dado este fenómeno, el asunto Pinochet no sólo tensó la relación entre universalidad de derechos y la cuestión nacional, sino que, para la renovación socialista, tensó también la “fidelidad” a una Europa idealizadamente paradigmática. Tensiones que participaron activamente en las erráticas posiciones del PS ante la coyuntura.
Pero la europeización del socialismo renovado tiene raíces más profundas y que tienden a afectar todo el sistema reflexivo del PS. No está ajena a ella una visión sesgada de lo nacional-moderno. De alguna manera, el socialismo también ha sido víctima de la dualización de la sociedad chilena entre lo “moderno” y lo “tradicional”. En términos gruesos, la renovación socialista se ha afirmado y ha intentado su desarrollo situándose en los problemas y conflictos del “polo moderno”, concebido éste como una realidad socio-estructural centrípeta y hacia la que – por expansión de la modernidad – mecánicamente avanzan, o deben avanzar, las zonas rezagadas. Se puede decir que las preocupaciones del socialismo renovado radican esencialmente en cómo hacer más moderno lo moderno y sólo tangencialmente muestra preocupaciones por definir un proceso de modernidad nacional que, por cierto, en tanto nacional e históricamente definido, será siempre distinto al seguido en los países centrales.
Es en tal sentido que la renovación socialista tiene dificultades para dar cuenta del viejo concepto socialista de proyecto “nacional-popular”. El “polo moderno” no es ni nacional – en el concepto integrativo de lo nacional – ni mucho menos “popular”, toda vez que lo que hoy es asimilable a lo popular coincide, en gran parte, con los sectores tradicionales que son agentes fuera de lo moderno o receptivos de modernidad, pero nunca protagónicos.
Incluso este dilema cruza internamente la orgánica del PS. A estas visiones de la renovación se le oponen fuerzas de corte más tradicional, sociológica e ideológicamente. Y se le oponen de forma que bordean el antagonismo. En ellas se encuentra un virtual desprecio por lo moderno y una reivindicación ahistórica de lo popular tradicional, al que se le continúa contemplando, discursivamente, como factor protagónico y direccional de los cambios y, por ende, como universo a privilegiar por el socialismo. También aquí entonces se impone una idea parcial de nación, que no asimila lo moderno como fenómeno nacional y que, por lo mismo, no contribuye al surgimiento de una síntesis de concepto y de proyecto nacional.
En suma, estas carencias conceptuales llevaron a que, en la coyuntura causada por el caso Pinochet, el socialismo se comportara como una cultura que adscribe a lo moderno-progresista universal, pero sin mediación de lo nacional, esto es, sin un sentido sólido de cultura nacional que, en tal condición primigenia, asume los debates mundiales entre las corrientes progresistas y conservadoras.
Dicho sea de paso, las insuficiencias en la reconstrucción de una matriz cultural nacional del socialismo y la europeización de sus discursos tienen muchos más efectos que los señalados. Así por ejemplo, se visualiza la emergencia de posiciones feministas, ecologistas, liberales, indigenistas, etc., demasiado influidas por los radicalismos que en esas materias impera en el progresismo europeo, sin tomar los resguardos a los que obliga la cultura nacional para el efectivo avance en políticas culturales progresistas.
Regresión en la secularización de la política
La cuestión de lo nacional no es un puro problema de orden ideológico ni cultural ni tradicional: es en esencia un problema de carácter político-programático. Primero, porque el ordenamiento político básico de las sociedades continúa depositado en los estados nacionales. La internalización si bien deteriora y condiciona estas instancias, no las ha suplantado por un orden político internacional. Y segundo, porque, desde un punto de vista estructural y societario, el “interés nacional” no ha desaparecido ni desaparecerá en tanto existan grupos masivos cuya pervivencia y reproducción está substancialmente ligada a los lindes nacionales. Gramsci, por cierto en otro contexto y con lenguaje propio de la época, anticipó la importancia de lo nacional en un proyecto socialista: “una clase internacional, en la medida que guía a capas sociales estrictamente nacionales (intelectuales) y con frecuencia, más que nacionales, particularistas y municipalistas (los campesinos) debe en cierta medida “nacionalizarse” (Notas sobre Maquiavelo…). Es decir, lo nacional tiene un contenido sociológico y político específico.
No parece estar siendo visto así por el socialismo criollo contemporáneo. Pareciera ser que éste ha venido restringiendo lo nacional a sus aspectos puramente discursivos y culturales, de lo cual se deduce su relativa desvalorización.
Detrás de esto se encuentra un curiosísimo fenómeno que se vislumbra en el PS y categóricamente expuesto en muchas de las argumentaciones sobre el asunto Pinochet: el deterioro intelectual de sus escuelas de origen laico, racionalista, estructuralista e historicista y un acercamiento, probablemente inconsciente, a visiones analíticas más acordes a la metafísica y a idealismos eticistas. Es decir, a corrientes que pretenden explicar y cambiar el mundo desde cuerpos de ideas enajenadas de las “condiciones materiales de existencia”. Lo paradójico de esto es que sucede en un estadio histórico en el que la modernidad expande sus lógicas de manera espectacular. ¿Y cuál es la clave del pensamiento moderno? Si se me permite y para ahorrar palabras, vuelvo a citar a Gramsci: “Es indudable que el afianzamiento del método experimental separa dos mundos de la historia, dos épocas, e inicia el proceso de disolución de la teología y de la metafísica, y de desarrollo del pensamiento moderno” . Lo moderno, en suma, es la superación de los métodos teológicos y metafísicos por los métodos seculares que desarrollan las ciencias experimentales. En las ciencias sociales lo moderno se asimila al racionalismo estructural, en cualquiera de sus vertientes.
Durante la coyuntura Pinochet, la dirigencia socialista ha defendido sus posiciones aludiendo a cierta universalidad de derechos humanos y a juicios éticos que explicarían sus conductas.
Para las corrientes progresistas siempre serán elogiables los avances que impliquen protección universal de los derechos del hombre, particularmente cuando la vulnerabilidad de esos derechos es mayor en los estamentos sociales más desprotegidos.
Pero, en la cuestión específica que nos preocupa ¿podían abordarse separando enteramente los contextos políticos e históricos?
¿Por qué hoy se abre la posibilidad de juzgar extraterritorialmente a violadores de DD.HH.?
Por una razón política e histórica: porque no existe la URSS ni el bloque socialista. Es decir, no es por una razón ética en sí y de por sí, ni tampoco atemporal. Por consiguiente, el tema expuesto era, y es, de política internacional que se extiende hacia temas de orden jurídico internacional. Dicho de otra manera, concederle a los tribunales españoles la facultad de juzgar a Pinochet no es una concesión primariamente jurídica sino política: obedece a una nueva concepción del ordenamiento político internacional.
Pues bien, esto último no es un asunto suficientemente discutido. Pero lo que debería estar claro es que no es divorciable de un debate más amplio acerca de la inserción de los estados nacionales, especialmente de los más débiles, en un mundo que se globaliza bajo la égida no sólo de las naciones más poderosas, sino también bajo la égida de instancias privadas.
La globalización no es un proceso exento de conflictividades ni que resuelve espontáneamente las contradicciones norte/sur, países centrales/países periféricos, o como quiera llamárseles hoy. Tampoco la globalización permite a las naciones más débiles elegir en donde acepta la globalización y en donde la rechaza. La globalización es eso, global. De Perogrullo: una política frente a los problemas que acarrea la globalización debe ser integral, y además de integral, propositiva y activa. ¿Tiene el PS una política de esa naturaleza? Y si no la tiene, ¿por qué se aventura en sentar precedentes políticos que implican expansión del poderío de las naciones centrales? ¿Ingenuidad o estamos frente a una suerte de fundamentalismo ético en materia de DD.HH. que subsume la política y que olvida que un partido debe dar cuenta ética, primero que todo, de su función política? Perder de vista aquello es nadar contra la modernidad del pensamiento político, retroceder a fórmulas neoteológicas, como las que otrora inspiraron a los “reformadores sociales” que renegaban de la política y que, no obstante, produjeron hechos políticos catastróficos de los que terminaron siendo víctimas ellos mismos. ¿O los socialistas han olvidado que el eticismo revolucionario a ultranza de algunas de sus fracciones y personeros fue causa clave en el debilitamiento extremo del gobierno de Salvador Allende?
Por otra parte, el abandono de la secularidad, del racionalismo estructural ha inducido a otra carencia en el pensamiento socialista: al ahistoricismo, es decir, a la sustracción de los acontecimientos, y de los pensamientos que los acompañan, de sus realidades históricas específicas. O lo que es casi lo mismo, a emitir juicios sobre hechos históricos con los ojos de hoy sin respetar las miradas de ayer. En el caso Pinochet hay mucho de aquello. No está en discusión en este caso las tropelías y barbaries perpetradas durante el régimen del ex-dictador. Lo que se discute es si los delitos cometidos pueden o no ser juzgados por un sistema judicial extranjero. Los argumentos a favor sostienen que la humanidad ha avanzado en ese plano y que el mundo desarrollado está dispuesto a sancionar extraterritorialmente las violaciones de los DD.HH. ¡Pero eso es lo que dice hoy el mundo desarrollado! No lo decía en la década de los 70 y de los 80, precisamente cuando esas violaciones estaban ocurriendo a diario en América Latina. Había repudios, es cierto, pero también había apoyos abiertos o velados a las dictaduras. ¡El comercio exterior de Chile nunca se había expandido tanto hacia los países centrales como en los años del gobierno militar! ¡Los agentes de los aparatos represivos de la dictadura adquirían en EE.UU. los utensilios necesarios para sus “labores”! Digámoslo con todas sus letras: es al menos inconsistente que los países centrales apliquen hoy criterios propios de la post guerra fría para juzgar hechos ocurridos en América Latina durante la guerra fría, guerra en la cual los latinoamericanos fuimos incluidos como parte de los intereses de esos países y no por voluntad plenamente soberana. En definitiva, si Pinochet debe ser juzgado lo debe ser en virtud de nuestra historia y no de los avatares político-históricos particulares de los países centrales. ¿O en lo universal no participa América Latina incorporando sus peculiaridades?
Omitir este tipo de análisis es coincidir con los razonamientos de la derecha chilena cuyo ahistoricismo es reiterativo al enjuiciar como demencial los procesos reformadores que acaecieron en Chile en la década de los sesenta y a principios de los setenta.
El prejuicio sobre lo ético
La ética en política es insustituible y permanente. No es un agregado que se incorpora a conveniencia. Pero en política la ética, valga la redundancia, es ética política. La ética pura, la ética que Weber llama de “fines últimos” no es activa en política, no al menos en el carácter social y colectivo de la acción política. Tanto así que Weber le recomienda a los sujetos políticos que no soportan esta secularización de la ética, que mejor se retiren del oficio. La ética en política es una ética de fines históricamente posibles, aunque esta afirmación cauce tanta conturbación a una parvada de intelectuales criticistas de la política que han emanado y tomado vuelo últimamente y que son atendidos adecuadamente por el conservadurismo antipolítico.
En política, el fundamentalismo ético le debería resultar inmediatamente sospechoso al ciudadano, porque muchas veces responde a demagogia, a incapacidad o a oportunismo. Cualquier político honesto sabe que ninguna política realiza de inmediato los fines que la ética, en tanto tal, define.
Los socialistas que han argüido, una y otra vez, que sus políticas contrarias a las del gobierno en el asunto Pinochet obedecen a principios morales intransables, o están equivocados de profesión o están equivocados de cultura política o pecan de ingenuidad supina. El afamado viaje de parlamentarios socialistas, justificado por su institución partidaria en cuanto eran personalidades subjetivamente afectadas por la violación de DD.HH., es, precisamente, una demostración de la pérdida de secularización del pensamiento socialista.
Para no extender en excesivo estas líneas y para mejor entendernos, recurro a citar a un pensador español, de izquierda y catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco: “…la ética es ante todo una perspectiva personal, que cada individuo toma atendiendo solamente a lo que es mejor para su buena vida en un momento determinado y sin esperar a convencer a todos los demás de que es así como resulta mejor y más satisfactoriamente humano vivir… En cambio, la actitud política busca otro tipo de acuerdo, el acuerdo con los demás, a la coordinación, la organización entre muchos de lo que afecta a muchos. Cuando pienso moralmente no tengo que convencerme más que a mí; en política, en cambio, debo contar con la voluntad de muchos otros, por lo que a la “buena intención” le cuesta casi siempre demasiado encontrar su camino y el tiempo es un factor muy importante, capaz de ir estropeando lo que empezó bien o no terminó nunca de traer lo que intentamos construir. En el terreno ético la libertad del individuo se resuelve en puras acciones, mientras que en política se trata de crear instituciones, leyes, formas duraderas de administración… Mecanismos delicados que se estropean fácilmente o nunca funcionan del todo como uno esperaba.” (Política para Amador, Fernando Savater).
Cabe preguntarse otra vez porqué el socialismo renunció a esta lógica no sólo impecable desde la racionalidad sino también desde la estética histórica del racionalismo.
En definitiva, respecto a la cuestión Pinochet los socialistas han perdido una oportunidad histórica que consistía en convertirse definitivamente en uno de los agentes protagónicos de la transición y de la edificación del Chile del futuro. A propósito de este asunto, como nunca le estuvo convenida una máxima de Weber: “Después de la guerra, en vez de buscar al ‘culpable’ como viejas comadres – en una situación en la cual la guerra se produjo debido a la estructura de la sociedad -, todas las personas con una actitud viril y controlada deberían decir al enemigo ‘Hemos perdido la guerra. Vosotros la habéis ganado. Esto ya está pasado. Discutamos ahora las conclusiones a deducir de acuerdo a los intereses objetivos implicados y qué es lo más importante en vistas a la responsabilidad que recae principalmente en el vencedor’. Cualquier otra actitud es indigna y repercutirá en contra propia””. (Weber, Ensayos de sociología, T.I).
Si de toda esta experiencia se puede sacar una conclusión es la siguiente: la cultura socialista histórica, su actualización y proyección no están hoy bien resguardadas por las instituciones que llevan su nombre. Por allí circula demasiado neoteologismo, demasiado liberalismo imitativo del radicalismo norteamericano y europeo, demasiada teología de la liberación. La renovación secularizadora se ha estancado y el racionalismo estructural se encuentra autoinhibido ante la apabullante ofensiva del facilismo eticista. Si los socialistas persisten en negar esa crisis de su cultura política, les esperan días peores.