Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
Sociedad, Ética y Ética Política
Antonio Cortés Terzi
Sociedad y Ética Política
La ética política es una cuestión expuesta diariamente al debate público, merced a la frecuente información sobre hechos, nacionales e internacionales, que develan conductas de personalidades o instancias políticas violatorias de los parámetros que miden la ética política. Hechos que no sólo atañen a actos de corrupción, en sus diversas modalidades, sino que incluyen actos contrarios al deber ser de la política y de su ejercicio.
Pero también el tema de la ética social – y no “política” – aparece cotidianamente (y desaparece con la misma cotidianeidad). Recurrentemente, las noticias informan de sucesos, datos o estudios – a veces, estremecedores – acerca de conductas, socialmente significativas, que niegan o atentan contra los valores conductuales más asumidos y compartidos colectivamente por los discursos sobre moral individual y social.
Por otra parte, liderazgos de variadas esferas manifiestan preocupaciones por síntomas de “crisis moral” que afectarían a la sociedad chilena y que abarcarían desde conductas individuales hasta falencias en los cuerpos corporativos e institucionales.
La información y los diagnósticos dan cuenta de una marcha negativa en cuanto a la eticidad en la conducta de los chilenos, como sujetos, como agrupaciones y como sociedad. No obstante, ni las constataciones ni las denuncias ni las preocupaciones se han traducido en un abordaje sistemático del tema que al menos se condiga con la profusión mediática de los datos que ilustran el fenómeno.
Esta contradicción e incongruencia quizás debería ser uno de los primeros subtemas a tratar dentro del macro tema de la ética política y social. Pero no es ése el propósito de este artículo. Si se trae a colación es por razones que se sintetizan en las siguientes preguntas: ¿Por qué existe en Chile una ostensible elusión de las materias que atañen a la ética social?.
¿Por qué, pese a la percepción acerca un deterioro ético en la sociedad chilena, en muchas de sus esferas sociales, la atención se dirige casi exclusivamente al área de la política, de las instituciones y del personal político? ¿Se puede abordar seria y rigurosamente la cuestión de la ética política sin incluirla en análisis o estudios más totalizadores que abarquen el tema de la ética social, de lo que ocurre con instancias no políticas y creadoras o inductoras de conductas sociales?
Estas preguntas seguramente serán tratadas en análisis posteriores. Por ahora, vamos a abocarnos aquí a las siempre difíciles y conflictivas relaciones entre ética y política y entre ética política y ética social, precisando de inmediato dos tesis analíticamente ordenadoras:
• No es suficiente intentar sanear éticamente la política para asegurar conductas sociales éticamente idóneas. O, a la inversa, una adecuada ética política es impensable fuera del contexto ético en el que se desenvuelve una sociedad.
• Prestar atención a la ética en política no debería ser un obstáculo o un distractor de lo que éticamente ocurre con instancias “extrapolíticas” (económicas, educativas, culturales-comunicacionales) cuyas acciones y dinámicas repercuten con tanta o más fuerza que la política en la moralidad colectiva.
Tradicionalismo en los juicios éticos y nuevo contexto para la política
El descrédito de la política y de sus actores es un fenómeno universal del que, por cierto, Chile no escapa. Habitual y principalmente se asocia el descrédito con la ocurrencia relativamente frecuente de escándalos que comprometen a políticos y a agentes de los estados en hechos de corrupción. Pero la verdad es que los enjuiciamientos colectivos hacia la política abarcan aspectos más amplios. Existe una evidente – aunque no siempre consciente – interrogación del papel y de la funcionalidad de la política y de los políticos que deriva en una crítica ética, toda vez que alude al imaginario social acerca del deber ser de la política.
Considerar este último factor cobra relevancia para los efectos de analizar las razones de la extrema desconfianza ética hacia la política que subyace en la cultura masiva contemporánea.
La corrupción, el aprovechamiento personal de los cargos públicos, etc. son situaciones que han acompañado a la política a lo largo de toda su historia. No obstante, el nivel de desprestigio ético que ha alcanzado esa actividad en el presente es, muy probablemente, bastante más elevado que en períodos precedentes. Obviamente, siempre la política ha estado sujeta a críticas morales, pero no con la profundidad, extensión y la frecuencia de hoy. Por lo menos, en el pasado, ciertos personajes o sucesos políticos eran social y éticamente valorados, lo que compensaba, en parte, los juicios negativos y evitaba la generalización casi absoluta del desprestigio que hoy aqueja a la política.
El alto y masificado descrédito ético de la política tiende a ser explicado por la creciente articulación de los negocios privados con la esfera de lo público y por la concentración de enormes poderes en manos de grandes corporaciones económicas, cuestiones ambas que operarían en el sentido de objetivizar mayores condiciones para la corrupción política. A su vez, la globalización e instantaneidad de la información, gracias a los modernos sistemas comunicacionales, harían viable que las sociedades accedieran a un mejor y superior conocimiento de las situaciones de corrupción.
Sin duda que tales realidades participan en las percepciones masivas sobre la falta de ética de la política contemporánea. Pero no explican, al menos suficientemente, los cuestionamientos éticos más profundos hacia la política y que se refieren a su funcionalidad y a su deber ser.
Es en esta dimensión de las apreciaciones y críticas donde entra a tallar un conflicto entre los parámetros tradicionales empleados para juzgar la política y los nuevos entornos en los que ésta se desenvuelve. Dos de estos cambios son los más notables y destacables.
1. La cultura masiva ha construido una visión de la política principalmente a partir de los relatos que la historiografía (oficial o informal) hace de grandes acontecimientos o procesos políticos. En esos relatos, los hechos y personajes políticos están habitualmente rodeados de cierta aura heroica y evaluados como de gran trascendencia histórica. Visión que se potencia tanto más habida cuenta que los relatos históricos más conocidos son aquellos más cercanos al presente, los que con mayor intensidad participaron en la configuración de los tiempos modernos. Así, en la cultura masiva, la política y los políticos – según las narraciones historiográficas – aparecen estimulados y ordenados por pugnas y confrontaciones que concluyen en obras que se perpetúan en el tiempo. Es decir, se asocia la política, por ejemplo, a la conformación de Imperios y/o Estados nacionales, a descolonizaciones, a rupturas oligárquicas, a revoluciones y/o reformas sociales, a edificación de sociedades libres y democráticas, etc. Y todo lo cual, en la mayoría de los casos, estuvo acompañado de guerras nacionales o civiles, de liderazgos carismáticos conduciendo movimientos multitudinarios, de aventuras y sacrificios personales, de mártires deificados, etc.
Si algo caracteriza a la política contemporánea es el fin de la política de objetivos irruptivos, dramáticos y requeridos de conductas excepcionales y, por ende, el fin también del político-héroe. El político contemporáneo carece de la posibilidad de gozar, como antaño, de la admiración y del respeto público por el sólo ejercicio de sus funciones, puesto que éstas no demandan ni de los heroísmos ni de los riesgos ni de los sacrificios de otrora.
De alguna manera, esta modificación no está enteramente asumida por la cultura social, de suerte que genera en la sociedad una crítica moral sobre la base de los rasgos éticos que la cultura masiva le asigna al político y a la política del pretérito.
Todo lo anterior puede decirse de manera muy resumida: en la cultura masiva hay una interrogación ética originaria hacia el político, por cuanto considera que adquiere poder – con lo cual detenta superioridad – sin esfuerzos éticos excepcionales como los que hacían los políticos de la narración historiográfica.
2. El término de la bipolaridad, de la pugna catastrofista entre capitalismo y socialismo, de la inexistencia de enemistades políticas bélicas, torna, comparativamente con el pretérito, cada vez menos viable la justificación de hechos reñidos con la ética por “razones de Estado”. El viejo dilema planteado por Max Weber entre “ética de la responsabilidad” y “ética de los principios”, ha ido resolviéndose socialmente a favor de la última. Las sociedades están menos dispuestas a aceptar la violación de normas éticas en virtud del “interés superior del Estado” y con tanto más énfasis puesto que tal tipo de interés fue tradicionalmente identificado por la cultura masiva como referido casi exclusivamente a la seguridad y pervivencia del Estado-nación.
Sociedad y control ético de la política
¿Está la sociedad en condiciones de juzgar y controlar adecuadamente la ética en política?
Los dos puntos anteriores serían indicativos de limitaciones en tal sentido, pero hay otros que también apuntan en la misma dirección.
En primer lugar, pese a matices de opinión distintos al respecto, lo cierto es que la propia sociedad moderna enfrenta crisis valóricas de alta complejidad, toda vez que sus causas atañen a tres procesos simultáneos y articulados:
a) a cambios conductuales en virtud de las readecuaciones que impone la vida moderna;
b) a debilitamientos de estructuras o instituciones que tradicionalmente culturizaban y orientaban éticamente a la sociedad, y
c) a la continua emergencia de nuevos fenómenos que indagan la vigencia de valores ancestrales.
Es decir, las sociedades modernas, y en lo que a ellas mismas compete, se encuentran en un período de imprecisiones o incertidumbres éticas.
En segundo lugar, la moralidad colectiva, en tanto parte de la cultura occidental, tiene su origen en las tradiciones filosóficas y religiosas greco-judeo-cristianas, lo que implica que en sus matrices esenciales se encuentran fuertes sustratos metafísicos y teológicos. El carácter fundamentalmente secular de la política, especialmente de su práctica, ha sido eterno motivo de conflictos entre ésta y la moral masiva que predomina en las civilizaciones culturalmente cristianas. Con el advenimiento y consolidación del capitalismo moderno y global, tal conflictividad tiende a extremarse, no sólo porque la política está impelida a una todavía mayor secularización, sino también porque, en general, las relaciones sociales sobre las que opera la política también se establecen sobre marcos cada vez más secularizados y crecientemente distantes de las idealidades éticas de la cultura occidental. Dicho brevemente, con la modernidad la moral social tradicional va perdiendo racionalidad instrumental a la hora de juzgar la actividad política, la cual es forzada, por la propia dinámica social moderna, a ser más secular, más racionalmente instrumental.
Y en tercer lugar, la modernidad y la globalización hacen que la política y, especialmente, sus procesos de tomas de decisiones, acrecienten sus caracteres técnicos. La mayor tecnificación, a su vez, conlleva a que la política y sus instancias devengan en una suerte de subestructura especializada. Este fenómeno produce un primer efecto, bastante estudiado y conocido: la tendencia a un más empírico distanciamiento entre sociedad y política. Y ello por dos causas:
a) porque a la sociedad se le vuelve más difícil acceder a la comprensión técnica de los procesos políticos, y
b) porque la tecnificación de esos procesos, genera mecánicas renuentes o francamente contrarias a la participación ciudadana. Es evidente que en las sociedades modernas existe una tensión entre calidad de la política y la representatividad social.
Pero este mismo fenómeno implica también que la superior profesionalización que adquiere la política y sus procesos genera códigos conductuales – que en tanto tales se ligan a la ética – específicos, esto es, intrínsecos a esa condición de subestructura especializada y, por consiguiente, desconocidos por la sociedad masiva.
Ética y política: un mismo drama
(A modo de resumen)
Recapitulando: la política está sometida a un extendido y profundo desprestigio ético. Si bien las sociedades disponen de razones tangibles para enjuiciar la falta de ética en conductas de la política moderna, muchas de sus críticas merecen reparos:
a) en general, no tienen en cuenta los estremecimientos cultural-valóricos que aquejan a las propias sociedades como conjunto;
b) algunos de los parámetros que se usan para medir la ética en la política actual son extemporáneos;
c) las sociedades capitalistas modernas y globalizadas tienden a crear conductas crecientemente secularizadas que no se condicen con la idealidad fundante de la ética colectiva en las civilizaciones cristianas. No obstante, a la política se la juzga desde preceptos surgidos de esa idealidad fundante y simultáneamente se le demanda que actúe prácticamente en virtud de requerimientos que emanan de las conductas sociales más secularizadas.
d) la tecnificación y profesionalización de la política contemporánea son acompañadas de ciertos códigos éticos internos y, normalmente, ignorados por la ciudadanía, lo que establece, de hecho, algún grado de paralelismo entre las mediciones éticas del ciudadano común y las que evalúa el actor político.
Para avanzar en los análisis sobre estos desencuentros entre la política y las apreciaciones sociales sobre la ética política es menester incorporarlos a las viejas reflexiones sobre la permanente tensión o conflictividad entre ética y política.
Puestos en ese cuadro analítico, se percibe una primera conclusión paradojal que, por lo demás, debería ser punto de partida para tratar estos temas: tanto la política como la ética están sujetas a crisis particularmente agudas y por las mismas causas. En efecto, tanto la una como la otra son refractarias a los cambios, por el simple hecho de que sus funcionalidades tienen que ver con la mantención y perpetuación de conductas socialmente ordenadas. Funcionalidad que, a su vez, las fuerza a una estructuración rígida de pensamientos y lógicas que les impide o dificulta asimilar modificaciones sin riesgos de significativas rupturas.
La resistencia consuetudinaria de la ética y la política a las transformaciones endógenas ha llegado a niveles históricamente excepcionales en el estadio actual de la modernidad, por cuanto, pese a que los cambios en casi todo el resto de las esferas sociales y culturales interrogan sus roles ancestrales, ambas perviven con escasísimas modificaciones relevantes.
En efecto, ética y política han tenido como misiones, monopolizadas en cuerpos orgánicos, entregar certezas normativas, conductuales, rectoras para la vida social e individual. Pero las nuevas sociedades emergentes y ya consolidadas anuncian caracterizarse por lo volátil y heterogéneo, por las incertidumbres y las atomizaciones de las antiguas estructuras. En tal sentido, los espacios para la ética y la política, con sus misiones y organizaciones tradicionales, no sólo son menores sino cualitativamente distintos. Por cierto que un desafío de esa envergadura tiene una connotación crítica tan profunda y radical que las instancias que concentran de preferencia esas funciones ni siquiera han entrado seriamente en el tema, han optado por resistirlo.
La duda que asalta es si no son esas resistencias, precisamente, las que impiden la superación de los síntomas de crisis que cruzan a la ética social y a la ética política.