Sección: Gobierno Bachelet: Gestación y desarrollo
Transiciones socio-culturales y liderazgos de Lavín y Bachelet
Guaraní Pereda
En su última columna en El Mercurio John Biehl se pregunta si “vendrá la nueva derecha”. Se refiere a una derecha que se corresponda con los tiempos actuales, moderada, tolerante, no fanática en lo económico y social. Es una interrogante y un deseo reiterado transversalmente desde la Concertación.
En la derecha hay gente moderada, tolerante y no fanática, pero en tanto la derecha como clase o como sujeto político siga cautiva de la mirada exclusiva y puerilmente instrumental del poder y la actividad política, no es previsible que transforme su ethos en dirección a una mayor apertura y sintonía con el curso social. Porque es incapaz de tener un acercamiento inteligente, es decir radical (de ir a las raíces), a las nuevas realidades.
LA FRONTERA INSTRUMENTAL
Las interminables disputas por las que viene transitando la derecha criolla tienen que ver con las disputas de poder interpartidarias (UDI v/s RN) e intrapartidarias (especialmente entre duros y liberales en RN y últimamente entre liberales lavinistas y antilavinistas), y con las siempre ardorosas pugnas por los curules parlamentarios, entre gremialistas y los de RN y en el seno de cada partido, exacerbadas por el sistema binominal. Por aquí radica la razón inmediata y más visible de sus dificultades para empatizar con las predisposiciones a la moderación dominantes en el cuerpo social.
Mas hay otra u otras causas de las dificultades que tiene la derecha `para modernizarse, más sustantivas, relacionadas a la desestructuración de los parámetros socioculturales sobre las que ella se reconstituyó en las postrimerías de la dictadura y en la infancia de la actual democracia. Fue un período en el que se ensamblaron los sentidos políticos e ideológicos previos a los años 70, con los que emergieron con el ordenamiento político-institucional impuesto por los militares y con el económico-social del neoliberalismo, en el curso de los años 80 y 90.
A la postre, las amenazas reales o ficticias de una transición que podía desmontar el “modelo” se fueron deshilvanando y la derecha se avejentó, empantanó y resignó a no ganar nunca más una elección presidencial, hasta que apareció Lavín.
El Lavín de la Alcaldía de Las Condes se convirtió en el fenómeno de la campaña presidencial del 99, que atisbó los cambios que estaban operando en la sociedad chilena, picaneados por las políticas concertacionistas pero no captados por la propia Concertación. Así, el cosismo lavinista irrumpió y penetró en segmentos populares que vivían y sentían la nueva normalidad, desplazando a los márgenes los temores a una reversión del cuadro social y político-institucional.
Efectivamente, Lavín, o los samuráis fundantes del modelo Lavín, captaron el epifenómeno de las rápidas mutaciones liberalizantes que se desplegaban en la sociedad chilena, cosa que pocos veían o pocos querían aceptar, incluso dentro de la Concertación. Y el grupo lavinista original estrujó al límite esa ventaja, incluso colisionando con poderosos sectores de la derecha, a los que finalmente sometió y arrastró. La visión instrumental del poder y la política se impuso.
¿Por qué aquél lavinismo se agotó? Porque se quedó pegado a su triunfal performance de 1999-2000, basada en un audaz y eficaz posicionamiento mediático. El payaseo de los disfraces con gorro aymaras o con una corona de canelo y una inconmovible risa de yeso dejaron de impresionar y de encantar. Los ofertones de lo que haría desde la Alcaldía de Santiago culminaron en una gestión redondamente mediocre. No hay nada por lo que se pueda recordar su administración. Hasta a los alcaldes que ejercieron en el centro de la capital durante la dictadura se los puede evocar por una u otra iniciativa valiosa. A Lavín, por nada. Quizás si tan solo por la venta en la oscuridad de los derechos de agua de la Municipalidad de Santiago.
CAMBIO CULTURAL EN TRANSICION
En la izquierda y en el centro se reproducen problemas similares a los de la derecha. De incapacidad de comprensión y de resistencia a internalizar los cambios que discurren por los vasos capilares de la sociedad. Eduardo Muñoz los alude como “procesos altamente rutinizados dentro de los que se mueven los actores del sistema político”, que entraban la ruptura “con el letargo de la democracia institucional”*.
El llamado “fenómeno” Bachelet coloca un gran reto teórico y ofrece un acercamiento fino a la complejidad del avance sociocultural que se percibe en la sociedad chilena.
No es intrascendente que el 71% de la gente no le atribuya importancia a que no conforme una familia de tipo tradicional, que haya tenido hijos de dos padres y que no tenga pareja. El dato sugiere un cambio cultural fuerte en la sociedad chilena. Más si se considera el amplísimo respaldo que logró la ley de divorcio y la “píldora del día después”, y la barrida en la última década del arsenal de censuras legales implantadas durante el régimen militar.
Pero hay otras señales de que persisten acendradas creencias y hábitos muy en línea con lo tradicional conservador. Como la alta adhesión religiosa – además que el decrecimiento del catolicismo no se traduce en un similar aumento del agnosticismo -, el alarmismo que surge cuando se pone en debate el concepto familia, y qué decir de la sola insinuación de que el aborto podría aceptarse en ciertos casos, lo mismo que la eutanasia, o la idea de incluir la educación sexual en los colegios.
Son algunos ejemplos sobre qué estamos diciendo cuando hablamos de cambios socioculturales.
Ponderando factores, la sociedad chilena se observa aún bastante conservadora, comparándola con las tendencias predominantes en el mundo en general y especialmente en algunos países habitualmente referentes de Chile, como Argentina, Uruguay o España.
En ese marco, lo que sí se aprecia es la celeridad con que se han ido produciendo aquellos cambios comúnmente catalogados de progresistas. Es en ese dinamismo que cabe calibrar la sustantividad del fenómeno Bachelet, y la insustancialidad del fenómeno Lavín. Éste fue fulgurante y hechizante, pero pasajero, como cualquier novelería. Aquella parece engarzar con la modernidad más profunda, pero aún adolescente y ansiosa, y por lo mismo condicionada por múltiples inseguridades.
CONFIANZA Y CREDIBILIDAD
Allí estaría la fortaleza de la candidata, en que empalma con las búsquedas de las viejas y nuevas clases y de las viejas y emergentes culturas políticas. Aquellas, porque han visto desvanecerse los códigos de referencia que las acomodaban en el antiguo tablero social; éstas, porque aún no tienen parámetros ordenadores -medianamente claros – de sus vidas y circulan por un constante “busco mi destino”.
El fuerte de Bachelet es la confianza y credibilidad que genera y de lo que redunda su estatus avasallador en las encuestas. En ambas nociones cristalizan las invocaciones a la transparencia, a la horizontalidad, a la inclusividad, al sentido de servicio, a la solidaridad, a la desdramatización y ciudadanización del poder. Son conceptos trillados en el discurso político, pero no es en ese frente en el que importan. Lo clave es que son sensaciones y demandas que motivan a la gente, a la persona innominada de la sociedad globalizada.
Siguiendo el mismo razonamiento, es difícil, aún, consagrar conceptualmente como liderazgo lo que proyecta Bachelet. No se deduce evidente de los sondeos de opinión, aunque podría derivarse de la acumulación y fusión de los datos que aportan.
Si hay una distancia entre liderazgo consumado y el poseer un envidiable capital de confianza y credibilidad, para la teoría y para la práctica política lo conveniente es hacer el seguimiento del fenómeno y estimular su desarrollo, para capturar nuevas certezas en tanto se hagan evidentes.
Si hasta el momento la figura de Bachelet se posiciona como testimonio, disposición y carácter, ello transpone y vuelve inocuo el dilema entre más de lo mismo o el cambio. Léase como un desafío radical a lo políticamente correcto. Por eso el apoyo contundente que logra en todos los niveles socioeconómicos, en mujeres y hombres, en jóvenes y adultos. Y la menor resistencia que tiene, igualmente, en todos los parámetros y mediciones.