Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos
¿Una izquierda “carbonaria”?
Antonio Cortés Terzi
Como se sabe, se denominaban “carbonarios” a los integrantes de un tipo de organizaciones obreras, surgidas en los albores de la Revolución Industrial, que combatían violentamente contra la introducción de maquinarias en las actividades fabriles, pues pensaban que ese progreso técnico era causal y responsable de desempleo, de bajos salarios y, en general, de las deplorables y dramáticas condiciones de vida en las que se desenvolvía el proletariado de entonces.
¿Eran de izquierda los “carbonarios”?
Su extracción social era claramente obrera y su existencia cotidiana estaba inmersa en el mundo popular. Sus luchas se orientaban por una oposición radical a las dinámicas capitalistas. Su arrojo y valentía llegaron a ser legendarios. Sus conductas se sustentaban en fortísimos sentimientos y valores solidarios. Pero, insisto, ¿eran de izquierda?
La pregunta es contemporáneamente pertinente. Si bien los carbonarios representan una situación históricamente extrema, forman parte de un largo debate en torno a la identidad de la condición de izquierda. Debate que ha tenido consecuencias políticamente concretas y, en momentos, trágicas. Recuérdense las nefastas consecuencias que tuvo para el mundo la definición que hizo el comunismo, en la década del 30, de la socialdemocracia europea: “social fascistas” la llamó, negándole toda cualidad de izquierda y, por lo mismo, dividiendo irrevocablemente a las únicas fuerzas políticas y sociales que podían resistir al fascismo. El resto de la historia es ampliamente conocido.
Hoy, en Chile, esa polémica está presente y va asumiendo características similares a las de antaño y que se han repetido una y otra vez.
No es muy relevante ni riesgosa la separación, inaugurada ya hace años, entre izquierda renovada y el PC. Y, por cierto, esta no es una afirmación despreciativa. En realidad, entre una y otra cultura política se ha generado un abismo tal que muy difícilmente puede hablarse de una posibilidad de interlocución, ni siquiera polémica. El PC chileno, y en eso es universalmente sui géneris, ha devenido en una instancia irreflexiva y desactualizada. Ha optado por su sobrevivencia en sí y para ello debe refugiarse en un discurso plano, simple y refractario a los pensamientos que lo indaguen a él y a sus políticas. Ha entrado en una de las tipologías de conductas descritas por Antonio Gramsci: “Cuando no se tiene la iniciativa en la lucha, y cuando la lucha misma termina por identificarse con una serie de derrotas, el determinismo mecánico se convierte en una fuerza formidable de resistencia moral, de cohesión, de perseverancia paciente y obstinada”. Tal fenómeno agrega, es “explicable como filosofía ingenua de la masa y, sólo como tal, elemento intrínseco de fuerza, pero cuando (el determinismo mecánico) es elevado a filosofía reflexiva y coherente, se convierte en causa de pasividad, de imbécil autosuficiencia” (El materialismo histórico y la filosofía de B. Croce)
El PC, en suma, no debate, en el sentido que exige la práctica teórica, sino que “argumenta” desde la fe en el valor eterno de determinados postulados. Y no se ajusta al rigor de la discusión intelectual por una razón comprensible: no está en condiciones de hacerlo. Primero, por el temor a una nueva diáspora que probablemente le causaría una apertura reflexiva e interrogadora de su “determinismo mecánico”. Y segundo, porque no dispone de un cuerpo intelectual “competitivo” (Poco se ha observado que de la última y más promisoria generación intelectual del PC, virtualmente, ninguno de sus miembros continúa militando en él).
Para ser más claro, sin duda que el PC es un actor de la política nacional, pero no lo es, o lo es sólo marginalmente, del proceso de reidentificación que cruza a las izquierdas en todas las latitudes.
Las polémicas que sí importan ahora y en proyección futura son las que se desarrollan al seno de la izquierda concertacionista, entre personas y grupos con pertenencia orgánica o no a ésta.
Después de un largo, demasiado largo, silencio, ciertos sectores intelectuales y políticos de izquierda vuelven a hacerse presente con sus inconformismos y críticas. Y han empezado estableciendo una primera tónica: cuestionar la calidad de izquierda de los discursos y políticas seguidas hasta ahora por los partidos que componen ese sub-bloque.
Aquí, allá y acullá surgen voces críticas, irónicas, quejumbrosas acerca de lo que ha asido la izquierda concertacionista en los últimos años. Actitud que se inserta bien en una dinámica real y que no afecta exclusivamente a la izquierda. El progresismo socialcristiano se encuentra en situaciones similares y la sociedad toda muestra signos de incomodidad. Este clima generalizado constituye objetivamente un clima de riesgo: que el criticismo se expanda con la misma facilidad y frivolidad con que se expande cualquier moda.
Riesgo que se multiplica en las culturas de izquierda, puesto que éstas internan el supuesto que para ser tales han de desenvolverse inconformes y críticamente.
Supuesto efectivamente verídico: el inconformismo y la crítica son intrínsecos a la condición de izquierda. Pero, evidentemente, no son los únicos rasgos, no bastan para constituirse en izquierda. Hoy en Chile es constatable la existencia de un empresariado y de una derecha crítica e inconforme con el status. Incluso algunas críticas éticas que se le formulen a la sociedad moderna desde sectores de izquierda, son extraordinariamente parecidas a las que formulan las más abigarradas corrientes del conservadurismo católico.
No es suficiente, pues, ser crítico para ser de izquierda, al menos para ser una izquierda con contenido político y no puramente testimonial y valórico.
Una somera mirada a la bibliografía marxista nos informa que esta cuestión recorre a la izquierda desde siempre. De las muchas rupturas teóricas que implicó el pensamiento de Marx, está precisamente aquella que dice relación con la fundación de un “socialismo político”, secularizado y que se distancia plenamente de concepciones de izquierda subjetivadas y voluntariosas. No por nada, en El Manifiesto, Marx dedica un capítulo entero para vapulear el “socialismo literario”, “utópico”, “pequeño burgués”, etc. Y lo que lo distancia de aquellos es que, primero, Marx ve y reconoce sin ambages el carácter revolucionario del capitalismo y de la burguesía. En segundo lugar, no traduce en lamentos las contradicciones y dramas del capitalismo, sino en fuentes de análisis para pensar en superaciones. Y en tercer lugar, y tal vez esto es lo más categórico, Marx no construye sus pensamientos como una negación de la modernidad capitalista. Por el contrario, razona al capitalismo como parte integrante del largo proceso evolutivo de la humanidad y sin el cual no es factible imaginarse estadios históricos superiores.
El neocriticismo de izquierda está más próximo a los carbonarios que a Marx. La modernidad le perturba y conturba. Si no destruirla, al menos quieren frenar el desarrollo de su enorme maquinaria.
Pero el neocriticismo es habilidoso. Ha inventado dos subterfugios discursivos para no aparecer anti-moderno. Uno reza lo siguiente: no nos oponemos a la modernidad sino a la modernidad en curso. O sea, nos ofrecen, o en lo mínimo nos insinúan, otra modernidad. Pero a la hora de la hora no nos dicen cuál es esa otra modernidad, salvo en aspectos temáticos: en medio ambiente, en urbanización, en distribución del ingreso, en igualdad de género, etc. En síntesis, se trata de un collage de ofertas modernizadoras alternativas. Sin embargo, lo que ese collage tiene enfrente y enfrentado es una formidable obra de arquitectura e ingeniería: el capitalismo. En los tiempos contemporáneos la modernidad existente está sometida a las lógicas del capitalismo y el capitalismo es un todo articulado. Por lo mismo, o los neocriticistas reconocen que la oferta de modernidad alternativa implica una oferta de orden social alternativo o explican cómo se introducen modernizaciones parciales y alternativas a las lógicas capitalistas dentro del capitalismo. Sería interesante escuchar una respuesta respecto de esto último.
¿Significa lo anterior la aceptación enteramente acrítica de la modernidad capitalista de parte de la izquierda? En absoluto. Esta propia publicación ha sido pionera en la difusión de un concepto: la modernidad no es unívoca ni una fase histórica definitiva: la modernidad es un proceso contradictorio que puede dar lugar a distintas soluciones sociales, dependiendo de cómo se vayan desplegando y resolviendo los conflictos.
¿Qué implica esto para la izquierda? Primero que todo, la reconstrucción de una cosmovisión progresista. No dejarse seducir por el alternativismo del collage y dedicarse a edificar un hilo conductor y ordenador de rango histórico de sus políticas. Luego, identificar las áreas globalizadotas de los conflictos que más impiden, dificultan o demoran la expansión social de los beneficios de la modernidad, en el entendido que la modernidad se expresa y asienta en cuanto su capacidad expansiva. Después, aceptar su propio activismo en las dinámicas modernizadoras, su necesario compromiso en la conducción de la modernidad, lo que hoy significa compromiso con las lógicas capitalistas que más promueven el progresismo, para los efectos, precisamente, de influir en la superación de contradicciones gruesas en la perspectiva de una mayor racionalidad social de los avances modernizadores.
En suma, la modernidad capitalista se mueve en una contradicción permanente entre racionalidad e irracionalidad social. Ubicarse en la parte racionalizadora del binomio conflictivo es lo que le corresponde a un progresismo político.
El segundo ardid ideológico del neocriticismo, y con el cual intenta salvarse de un pronunciamiento categórico acerca del capitalismo, consiste en centrar sus dardos en el “modelo neoliberal”, concepto que se ha convertido en una suerte de muletilla y de fetiche y en una noción tan errática y clásica que permite incluir en él cualquier política y/o resultado del desarrollo capitalista. (Dicho sea de paso, la facilidad y seguridad con la que se usa el concepto para calificar determinadas políticas, deja la impresión que todos y cada uno de los neocriticistas tuvieron un conocimiento enciclopédico acerca del “neoliberalismo”).
El neoliberalismo no es un pensamiento extraño al capitalismo como para pretender distinguirlos radicalmente, ni tampoco es ajeno a sus esencialidades. El capitalismo, por razones estructurales e intrínsecas, es el que produce neoliberalismo y es éste, en momentos, el modelo más funcional a la reproducción capitalista. Por lo mismo, resulta irónico que el hipercriticismo se concentre en el neoliberalismo queriendo exculpar al capitalismo de los males que éste genera.
Son estas evidentes imprecisiones e indefiniciones las que tornan poco confiable al neocriticismo. Y son, además, las que retrotraen a viejas polémicas acerca del ser de izquierda.
La sumatoria de críticas parciales de nuestros “carbonarios” induce a la postre, quiéranlo o no, a la negación de la sal y el agua a la modernidad capitalista. Porque aunque no se le cuestione como tal, las alternativas temáticas que se sugieren cuestionan los fundamentos de sus esencialidades y prácticas. Un ejemplo simple: denunciar y oponerse por principios a la emergencia y desarrollo de grupos económicos para postular una suerte de capitalismo proudhoniano (basado en pequeñas empresas), o es un absurdo o es un desconocimiento del funcionamiento del capitalismo, o es una fórmula retórica para continuar sintiéndose anti-status sin interrogar la propiedad privada.
En efecto, desde Marx sabemos que la concentración y centralización de los capitales (ergo monopolios y grupos económicos) son fenómenos consustanciales a las dinámicas capitalistas. Y Marx llega todavía más lejos. Piensa que esas dinámicas conforman uno de los aspectos más poderosos que hacen del capitalismo una instancia histórica modernizadora.
Una izquierda política debe reconocer esas leyes ineluctables del capitalismo y sobre la base de esa realidad erigir políticas que impidan que la centralización de capitales devenga en una mecánica obstaculizadora de una modernidad socialmente expansiva.
Nuestros “carbonarios”, por otra parte, son de facto promotores del abstencionismo político. En general, sus alternativas no son aplicables dentro de los parámetros del capitalismo contemporáneo. Pero como tampoco confiesan aspiraciones de un cambio revolucionario de la sociedad, sus críticas y propuestas adquieren un carácter puramente testimonial. Los más visionarios entre ellos tienen autoconciencia de la intraducibilidad política de sus pensamientos y varios explicitan su conformidad con ubicarse solamente en el plano de la “ética de los principios”, de la crítica moral pura.
A raíz de estas últimas cuestiones, el neocriticismo plantea un problema serio para las políticas de izquierda. Sus discursos sintonizan y le otorgan más racionalidad a la anomia conductual que aqueja a grandes conjuntos en las sociedades modernas. Son – y duele decirlo – discursos a la amargura, al “sentimiento trágico de la vida”. Y, por cierto, son las culturas progresistas las que más se desarman en escenarios de escepticismo social.
Un segundo problema, no menos serio, es que, incipientemente, el neocriticismo empieza a tentarse con la posibilidad de construirse en una “nueva izquierda” a partir de determinados nichos intelectuales, a semejanza de lo que ocurrió en la década de los 60, esto es, en feroz pugna con la “izquierda tradicional” y en abierta oposición a las opciones políticas de ésta. Algunos síntomas ya son visibles. Snobismo criticista, compulsiva búsqueda de alternativismos, desprecio por la política real, abuso de la insolencia discursiva, extremismo valórico, etc.
El riesgo no radica en la capacidad que tenga un proyecto de esa naturaleza de viabilizarse en la práctica política, sino en otras consecuencias. Enrarecería y entorpecería el ya de por sí difícil proceso de reconstrucción del pensamiento de izquierda, porque sustraería la política de las polémicas y, sobre todo, porque las pondría en un plano en donde lo especulativo se autonomiza absolutamente. Generaría mayores centrifugacidades en las ya dispersas comunidades intelectuales progresistas. Y, por último, alcanzaría un nivel de poder comunicacional desproporcionado respecto de su representación social y, por ende, devendría en otro obstáculo para el reencuentro del progresismo con sus mundos sociales naturales.
Una última reflexión. Sin duda que a la izquierda y al progresismo no le sobra sino que le falta criticismo. Pero, sobre todo, le falta calidad crítica. La carencia mayor, en ese sentido, está en la falta de crítica a la crítica, en la poca exigencia que se le demanda al pensamiento crítico.
Dicho francamente: sospecho que nuestros “carbonarios” no van a aportar mucho a la superación de tales carencias. Hay en esos sectores factores psico-sociales que tienden a obnubilar sus reflexiones. Si se observa, sus liderazgos y exponentes provienen de la generación política juvenil de la década de los 60 (hoy cincuentones). Es decir, en general, este neocriticismo no está encabezado por jóvenes de hoy, sino por jóvenes de ayer.
La generación de los 60 está llena de frustraciones. La manera en que cada quien las ha resuelto ha escindido a esa generación en la actualidad: “nihilistas”, “integrados”, “cínicos”, “pragmáticos”, “renovados” y… “carbonarios”.
Los “carbonarios” resisten. Resisten a la idea de no ser protagonistas épicos de la historia. Resisten a lo moderno. No al cambio, sino al cómo se llegó a lo moderno “realmente existente”. Y es esta su mayor resistencia: su resistencia al ser, para reivindicar el “debió ser” o, lo que es lo mismo, el “no debió ser”. Sus análisis están sometidos a esa terrible carga emotiva de insistir en el “debió ser” o “no debió ser”. Así, el golpe militar y la dictadura “no debió ser” y la transición “debió ser” de otra manera. Y del “debió ser” saltan al “deber ser”, omitiendo el ser del aquí y el ahora.
Su confusión y desazón existencial es comprensible, pero, por favor, no la conviertan en política.