Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Una política contra la antipolítica: desafío para la Concertación

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Junio 2002

“América Latina vive una profunda crisis, que es política… en ese marco, los partidos políticos deben ser objeto de una preocupación central, pues son uno de los resortes fundamentales de la democracia y el buen gobierno. Donde ellos no existan o presenten una situación de aguda crisis, las posibilidades de los países de tener avances hacia una mayor libertad, justicia o riqueza, estarán entrampadas”

Con estas frases, Genaro Arriagada inicia una secuencia de dos artículos sobre los partidos políticos, publicados por asuntospublicos.org (informes 201 y 206) y que llevan por título “Diez proposiciones para encarar la crisis de los Partidos”.

Lo interesante del párrafo citado radica en que su autor vincula la crisis que afecta a América Latina a una crisis de la política y de los partidos. Aún más, relaciona la calidad de la democracia y del “buen gobierno” e, incluso, las posibilidades de prosperidad de las naciones, a la suerte de los partidos.

Hace algunos años, probablemente no hubiese llamado la atención esta mirada de Genaro Arriagada sobre la trascendencia de los partidos. Pero hoy sí resulta llamativa, porque tal mirada se ha perdido en grados considerables en los grupos informados y casi de manera absoluta en la opinión pública masiva.

Desprestigio de la política: algunas causales

Reinstalar una visión que pondere en lo que corresponde la política y los partidos políticos es una necesidad de bien común, de interés nacional e histórico. Paso previo e insoslayable para ello es identificar las causas explicativas de la desvalorización colectiva que aqueja a la una y a los otros. Lo habitual es que se responsabilice de sus males a la propia política y a los partidos. Explicación que tiene asideros en la realidad. Pero no deben agotarse allí las indagaciones. El fenómeno tiene también causales de otro orden. A continuación se exponen tres de ellas.

1. La legitimación de las economías de mercado en las sociedades modernas ha ido acompañada de un ascendente proceso de hegemonización ideológica de los pensamientos de derechas y de una desorganización de los pensamientos progresistas que se encuentran, de facto, a la defensiva. Tal hegemonización incluye la instalación y expansión de ideas y discursos que desprecian o subvaloran la función de los partidos. Ideas y discursos que, por lo demás, son corolarios de cosmovisiones más esenciales de los pensamientos derechistas, a saber, la limitación de espacios que le conceden conceptual y empíricamente a la política y la escasa importancia que le asignan a la asociatividad activa para los efectos del ordenamiento y conducción social.

En este aspecto, la creciente hegemonización ideológica de la derecha conlleva a que los partidos sean percibidos como una suerte de agregados subalternos entre las instancias destinadas a desempeñar papeles significativos para el desenvolvimiento de las sociedades. Por lo mismo, difícilmente se tiene en cuenta la importancia que poseen en el desarrollo global de las situaciones nacionales.

2. Las propias ciencias sociales, los cuerpos intelectuales y sus instituciones se han ido sometiendo al imperio avasallador de las relaciones y leyes del mercado. El ejercicio de las ciencias sociales es cada vez más privado, en el sentido capitalista del término, o sea, está cada vez más sujeto a propietarios privados que buscan ganancias o beneficios productivos. Los intelectuales son cada vez más trabajadores asalariados o funcionarios de organismos o agencias con intereses corporativos y/o políticos particulares. Los intelectuales independientes son, crecientemente, una categoría en extinción y marginal.

Las causas/efectos de este fenómeno son múltiples. Importa aquí destacar dos que se retroalimentan. De un lado, los temas a estudiar por las ciencias sociales no son libremente definidos por los intelectuales, sino, en gran medida, por propietarios o compradores, cuyas demandas habitualmente son productos específicos y para finalidades más o menos inmediatas. Y, de otro lado, para satisfacer las demandas intelectuales mercantilizadas, las ciencias sociales han ido desintegrándose en especialidades extremadamente acotadas, reduciéndose, incluso, en algunas áreas, a condiciones más propias de las técnicas que de las ciencias sociales.

Todo lo cual repercute en que las investigaciones y el tratamiento de asuntos integradores de muchas, amplias y complejas variables tiendan a ser abordados aislándolos de sus interrelaciones y totalidades. Precisamente, eso ha venido ocurriendo con la política y con los partidos políticos. Cuando se les estudia – poco y mal, porque no hay muchos propietarios o compradores interesados en esos productos – se les encierra en el marco de un supuesto subsistema cerrado, sin nexos orgánicos con otros subsistemas igualmente cerrados, como lo serían, por ejemplo, el económico, el cultural valórico, el ideológico mediático, etc.

En definitiva, la exacerbada instrumentalización que aqueja a las ciencias sociales y a sus practicantes les ha inducido al empequeñecimiento analítico y valórico de la política y los partidos. Ergo, ni siquiera desde esos ámbitos se encuentran hoy suficientes, continuas y potentes líneas reflexivas y discursivas que coadyuven a reponer una atmósfera que objetivise los juicios sobre la esencialidad de la actividad política y de sus entidades.

3. Es evidente – y demostrable empíricamente – que la sociedad chilena ha venido descendiendo en sus índices de cultura cívica, principalmente por una precarización cultural de sectores medios que otrora no sólo constituían un universo políticamente educado, informado y numeroso, sino también eran agentes naturales de culturización política de conjuntos populares. El deterioro de la calidad de la ciudadanía chilena ha configurado un “sentido común”, una opinión pública que juzga la política y a los partidos desde juicios muy primarios, elaborados con escasísimos conocimientos.

Valga un ejemplo paradojal para ilustrar lo anterior. Se sabe que es insignificante el porcentaje del electorado que está inscrito en los partidos y que también es acusadamente bajo el porcentaje de personas que, en las encuestas, manifiesta interés por la política. No obstante, en las mismas encuestas, los partidos aparecen siempre entre las instancias peor evaluadas y menos respetadas. Es decir, la gente enjuicia negativamente organizaciones que simplemente desconoce.

El punto es que en una “sociedad de masas” como la chilena, la cultura masiva tiende a ser reproducida sin interrogaciones por instancias o estructuras que juegan papeles de orientación y dirección de la sociedad. Es decir, la cultura masiva, como tal, tiende a dictar pautas a los entes que elaboran y difunden los discursos de alcances sociales y éstos, a su vez, tienden a asumir tales dictados, a satisfacer, a complacer discursivamente a las masas. Y ello con los propósitos de ganar clientes, elevar rating o conquistar electores. En consecuencia, cuando una sociedad de masas decrece en sus niveles culturales, también lo hacen, en buena parte, los medios y sujetos creadores y/o difusores de cultura masiva.

Así, en lo referido estrictamente a este análisis, la percepción masiva sobre la política y los partidos – construida desde la precarización de la calidad ciudadana y desde la influencia hegemonizadora de los pensamientos derechistas – es intelectualizada, conceptualizada, legitimada y expandida por los medios de comunicación, el periodismo político, por los llamados comunicadores en general y hasta por un no despreciable número de políticos profesionales, dominantemente de derecha, pero no sólo de ese sector.

En resumen, el desprestigio, la incomprensión, la desvalorización de la política y de los partidos es producto, en grados mayúsculos, de prejuicios de la cultura masiva y de la complicidad que con ellos establecen grupos elitarios e instrumentos de poder.

Vindicación de la Política

A estas alturas de desarrollo de la civilización occidental da cierto pudor tener que escribir, como recordatorio vindicativo, que la política, en esencia, es la actividad responsable de la organización y del funcionamiento estable y ordenado de las sociedades. Sin embargo, es imprescindible reiterar esa obviedad merced, precisamente, a la discursividad antipolítica tan sistemáticamente repetida en nuestro país y que induce a la idea que la política es una actividad casi superflua, casi prescindible, y que su práctica tiene efectos más negativos que positivos para la sociedad.

Entendámonos: la política, como cualquier otra actividad, es criticable. Pero la crítica racional y proba ha de velar por su calidad y no postular su negación o minimización.

La crítica o el inconformismo de las masas o de sectores de las masas o de sujetos-masas hacia la política ha existido y existirá siempre, con variaciones sólo de grados, porque la política se desenvuelve y opera en y para los conflictos, especialmente en dos espacios.

Uno, y el más elemental, es el que se genera entre los intereses individuales y los intereses colectivos, debiendo la política resolver favoreciendo los intereses genéricos de la sociedad que, frecuentemente, afectan o no realizan a plenitud los intereses de cada persona.

El otro espacio dice relación al sempiterno conflicto planteado entre las demandas de la sociedad y las limitaciones que la propia sociedad tiene para satisfacerlas a plenitud. La política, en consecuencia, paga los costos por seleccionar, jerarquizando y priorizando, la satisfacción de demandas o, lo que es lo mismo, paga los costos por no poder resolver – o por resolver sólo parcialmente – algunas de las muchas exigencias sociales.

El criticismo hacia la política que emana de estas situaciones es, además de insoslayable, racional, comprensible. Más aún, es un componente dinamizador de la política.

En el desprestigio que aqueja a la política nacional están presentes todos los factores mencionados. Pero también está presente – y hay que insistir en ello – una política intencional que convoca e impele a la antipolítica y al antipartidismo.

La antipolítica: una política intencional

La neoderecha – agrupada en la UDI, pero que no se agota allí – promueve esa política, en complicidad, en momentos, con personalidades ingenuas o superficiales de otras corrientes políticas.

En el plano ideológico y en cuanto a hegemonía, ese ha sido uno de los éxitos más importantes de la neoderecha, de la UDI, del lavinismo. Éxito que ha sido, en gran medida, facilitado por errores de apreciación y de conductas de las culturas políticas concertacionistas. Salta a la vista que la Concertación dista mucho de contar y exponer un discurso vindicativo de la política que confronte con energía y persistencia similar el discurso derechista denostador de la política. Al punto que, a menudo, y con absoluto desparpajo, los políticos de derecha acusan de políticos a sus colegas de la Concertación. Y al punto que, dentro de la Concertación, también algunos parlamentarios coquetean tratando de vestirse de no políticos.

Los prejuicios antipolíticos instalados mayoritariamente en la gente, probablemente, autoinhiben a parte de la dirigencia concertacionista para los efectos de la defensa de la política. Pero cabe la sospecha de que la debilidad de la Concertación en esta materia se debe, además, a que no le ha tomado todo el peso que implica la política derechista en debate.

El discurso antipolítico es, por cierto, un componente de la estrategia político-electoral derechista. No obstante es, a la par, mucho más que aquello. Está inmerso en sus visiones doctrinarias y conceptuales, en su cosmovisión acerca del deber ser de una sociedad moderna. Constituye, dicho en breve, un elemento que traduce a la política una parte de su imaginario de una sociedad regida por los principios puros de una economía neoliberal y de su filosofía.

La antipolítica: una política conceptual de derecha

Relevamos aquí tres de estas cuestiones doctrinarias y conceptuales que subyacen en el discurso antipolítico de la neoderecha.

1. A los pensamientos de derecha se les dificulta enormemente la asunción de la sociabilidad y de la historicidad del ser humano. Lo conciben con una existencia pre-social y ahistórica que sería, a su vez, constitutiva de su esencia. Sin duda que virtualmente todos los pensamientos sociales reconocen una esencia humana individual y que trasciende en el tiempo. La diferencia estriba en que las derechas razonan la sociabilidad y la historicidad como externalidades a la esencia individual y atemporal primaria y no como expansión connatural de la misma.

Para las derechas, hay siempre, de facto, una contradicción antagónica o semi antagónica entre el interés privado y el interés público, puesto que al no aceptar que el individuo es en sí y en su esencialidad un ser social, no encuentra los vínculos orgánicos, regidos por internalidades, entre el ser individual y el ser social.

Ahora bien, dado que por antonomasia la política es la actividad que vela por lo público, las derechas la resisten, la observan y practican con reticencias. En el fondo, la política se les aparece como agresiva o amenazante para su concepto de individuo e individualidad.

2. Las derechas tienen una visión marcadamente subjetivista y elitista del devenir histórico. Ilustrativo de ello es que la historiografía que escribe y lee la derecha – particularmente en Chile – se asemeja mucho a biografías de héroes y villanos. Los fenómenos sociales – cuando están presentes – son tratados, en la mayoría de los casos, como simples escenarios o entornos en los que se desenvuelven los protagonistas individuales a los que, habitualmente, se les caracteriza como conspicuos miembros de alguna elite, aunque no lo sean.

Tanto en el mundo ideal como material, para las derechas las grandes obras son siempre resultado de la decisión o acción de individuos provenientes de elites. La política, en consecuencia, entendida como proceso de toma de decisiones complejo y colectivizado, resulta, en esa visión, bastante superflua o subalterna, habida cuenta de la existencia de elites y protagonistas individuales que serían los verdaderos hacedores de la historia.

3. Estos dos antecedentes ideológicos del discurso antipolítica son de rango tradicional. Es decir, están en los ancestros de los pensamientos políticos de derecha. El neoliberalismo los ha complementado y modernizado, sumándole racionalidad económica y teoría científica. Emulando algunos de los escritos más utópicos del joven Carlos Marx, el neoliberalismo postula un modelo de sociedad autorregulada en lo substancial, autorregulada por el mercado, por las leyes y relaciones mercantiles. Serían éstas el factótum del ordenamiento social y ya no más la política ni menos su creación más abominable, el Estado.

En un tal tipo de “sociedad libre”, la política no sería más la actividad destinada a conducir ordenadamente a la sociedad, sino sólo la ejecutora de los parámetros que dicte libremente la sociedad y manifestados a través de las palabras del mercado. Dicho con términos en boga, sólo sería la realizadora de lo que “la gente quiere” y lo que quiere la gente lo señala el mercado.

Progresismo y antipolítico

Visto lo anterior se desprende que la cuestión del desprestigio de la política, de los partidos, de los políticos, no es una cuestión a superar sólo con autocríticas internas, con revisiones de las formas y estilos de hacer política, con correcciones orgánicas al seno de los partidos (asumiendo que esas son medidas imprescindibles) Es menester una política contra la antipolítico. Para lo cual, a su vez, es necesario entender que el discurso antipolítica forma parte del proyecto de nación, de sociedad que promueve la derecha hegemonizada por la neoderecha y que no se reduce a la condición de simple oportunismo político-electoral.

Por cierto que enfrentar el discurso antipolítico no es nada de fácil. Reclama coraje e implica riesgos, puesto que aquél goza de simpatías masivas. Pero eludir tal enfrentamiento es mucho más peligroso, porque deja el campo libre para la expansión y predominio de una cultura (o incultura) política de masas que perfectamente bien puede derivar de una ideología antipolítica a una ideología antiprogresismo, dada la relación intrínseca y abierta entre progresismo y actividad política.