Sección: Internacional: Reordenamientos y transiciones globales

Zavalita ¿Cuándo se jodió Venezuela? ¿Antes de Chávez? ¿Con Chávez? (I)

Genaro Arriagada Herrera

www.asuntospublicos.org
Octubre 2004

“¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?”
Mario Vargas Llosa, Conversaciones en la Catedral

Uno de los escasos puntos de acuerdo entre los venezolanos es que el país vive una profunda crisis. Pero ese consenso se rompe cuando se les pregunta por el origen de las actuales dificultades: ¿dónde empezó el dramático deterioro en que hoy está sumida Venezuela?

La respuesta de los partidarios de Chávez es que la caída se inició hace unas tres décadas, bajo los gobiernos de COPEI y Acción Democrática (AD) y que Chávez es el inicio de una nueva etapa en la vida venezolana, que superará la crisis y restaurará a la nación en su perdida grandeza.

Los opositores al gobierno, en cambio, afirman lo contrario. Es cierto que aun los más recalcitrantes reconocen que los problemas venían de antes de 1999 (año de la elección de Hugo Chávez Frías), pero minimizan su gravedad y se concentran en señalar que la verdadera crisis tiene su origen en las políticas del actual gobernante.

En esta serie de dos informes procuraremos hacer consideraciones que contribuyan a aclarar el tema, pues se trata de un asunto relevante para el desarrollo futuro de Venezuela.

40 años de gobiernos democráticos

Al término de 1999 Venezuela completaba 40 años de gobiernos democráticos. No había otro país sudamericano que en la segunda mitad del siglo XX pudiera mostrar un mayor éxito en este campo, si por ello se entendía la sucesión ininterrumpida de gobiernos elegidos en procesos electorales inobjetables. Colombia no le era comparable, pues, en su caso, durante los 16 años del Frente Nacional – entre 1958 y 1974 – había existido democracia restringida donde la sucesión presidencial era una rotación entre liberales y conservadores, que se había prefijado en un pacto suscrito por esos dos partidos. Desde 1958, salvo Colombia y Venezuela, todos los demás países sudamericanos registraron dictaduras militares, algunas de ellas prolongadas y muy crueles.

Entre 1959 y 1999 se sucedieron en el poder ocho presidentes. De ellos, sólo uno no terminó su período, que fue Carlos Andrés Pérez en su segunda presidencia, debido a que, acusado de corrupción, fue suspendido en el ejercicio del cargo por la Corte Suprema y luego destituido por el Congreso. En todo caso, el proceso de su remoción no fue visto como un quiebre de la democracia, sino exactamente como lo contrario: una prueba de la solidez de sus instituciones.

Ese largo período democrático – el más extenso que haya conocido Venezuela en toda su historia – es una referencia imprescindible para entender el actual momento que vive el país.

La gran democracia venezolana

La instauración de la democracia venezolana en 1958 va a tener rasgos notables que ejercerían no poca influencia en las transiciones a la democracia que tuvieron lugar en otros países de la región en la década del 80. Ella estuvo fundada en un acuerdo consociativo, el “Pacto de Punto Fijo”, según el cual los tres partidos principales – AD, URD y COPEI – reconocían la necesidad no sólo del gobierno de la mayoría sino, además, de arreglos suprapartidarios, nacionales, eventualmente unánimes, tendientes a garantizar la estabilidad del sistema democrático y, llegado el momento, la gobernabilidad en períodos de crisis.

Lo anterior suponía partidos fuertes, que asumieran con eficacia la representación de la sociedad y la articulación de sus intereses particulares en proyectos nacionales y que libraran una lucha política caracterizada tanto por la competencia y el conflicto como por la cooperación, las capacidades de diálogo y de construir acuerdos entre las elites.

El pacto anterior se ajustaba muy bien a la realidad de una economía bullente y que, por largo tiempo, al menos en sus cifras gruesas, era una de las más exitosas del mundo. Las décadas del 50 y 60 muestran a un país de una enorme prosperidad con una tasa de crecimiento promedio de un 6% anual, una inflación no superior al 2% y un saldo de la cuenta corriente que acumulaba reservas enormes. Un país donde la renta per cápita crecía rápidamente y los ciudadanos percibían un aumento constante en sus niveles de vida.

La década del 70 mostró una economía creciendo todavía a tasas muy altas: incluso, a mediados del período, superiores al 6% anual. La inflación, en cambio, mostraba un aumento moderado, situándose en el orden del 6,5% como promedio. Impulsada por los altos precios del petróleo, cuyo aumento iba de 2 a 14 dólares y más, la acumulación de reservas del país llegaba a niveles espectaculares, esto es en el orden de los 9.000 millones en 1976 y 11.000 en 1981.

Echada a perder por la riqueza

Esta riqueza era el complemento necesario del sistema político descrito. Pero ella era esencialmente petróleo y su propia abundancia habría de generar no sólo políticas económicas erróneas sino, además, permitir la sobrevivencia de ellas en el tiempo largamente después de haberse probado equivocadas.

Desde el punto de vista de la ética pública, un efecto desgraciado de la riqueza petrolera fue generalizar un clima social en que se consideraba natural tanto el no pago de impuestos como el derecho a recibir la ayuda generosa del Estado sin entregar mucho a cambio.

Venezuela conoció bajo los gobiernos democráticos de las décadas del 60, 70 y 80 una fuerte expansión de la burocracia pública en el marco de una práctica clientelística de los partidos. La riqueza fiscal financió una política de industrialización basada en la sobreprotección arancelaria y en la generosidad de créditos estatales fuertemente subsidiados. Alentó, también la creación de una vasta gama de empresas públicas que se extendieron por todos los sectores productivos y que llegaron a sumar unos 500 entes estatales administrados en forma descentralizada.

Paralelamente, para muchos sectores de la población se creó una suerte de Estado de Bienestar, que dispensaba generosamente una gran variedad de subsidios y prestaciones asistenciales.

El crecimiento de las empresas y servicios del Estado dio origen a una fuerte expansión de la sindicalización y, a la vez, entregó la dirección del movimiento sindical a los representantes de la burocracia pública. Un sindicalismo de esas características tendió a reforzar las relaciones clientelísticas de los partidos y potenció el crecimiento del sector estatal de la economía ajeno a toda concepción estratégica del desarrollo, teniendo sólo en vista el aumento del empleo público

Bajo estas realidades las reivindicaciones sindicales escalaron hasta largo más allá de lo que podía resistir toda economía, se hizo frecuente y gratuito el abuso del derecho a huelga y esa presión salarial y aumento de la conflictividad corrió a parejas con una caída en la calidad de los servicios prestados por el Estado y una disminución de la productividad en el sector.

Hacia fines de la década del 70 cualquier análisis medianamente bien hecho mostraba que el sistema económico venezolano experimentaba una crisis grave y difícil de superar. Sin embargo, la elite gobernante venezolana o no fue capaz de captar esa realidad o prefirió barrerla debajo de la alfombra. Venezuela, liderada por sus gobernantes y dirigentes en los más variados campos, siguió viviendo en la idea de disponer de una prosperidad sin límites, apenas oscurecida por las dificultades que creaba una política corrupta.

Cuando la prosperidad se había ido

Los gobiernos de Herrera (1979-84) y Lusinchi (1984-89) son la expresión de esa Venezuela cuya prosperidad se ha acabado, pero cuya elite política, económica y social no es consciente de que ello ha sucedido.

Es difícil magnificar el proceso de decadencia económica vivido en Venezuela en esos años. Las altas tasas de crecimiento que caracterizaron a los años 60 y 70 se transformaron en caídas permanentes del producto en términos tales que en 1985 el ingreso per cápita era casi un 15 por ciento menor al registrado en 1973. El porcentaje de personas viviendo en la pobreza se había elevado entre 1982 y 1989 del 32 al 53 por ciento.

El año 1989 termina con una tasa de inflación del 90 por ciento. El Estado – el “petroestado”, como lo suelen llamar analistas venezolanos – no sólo se expandió hasta ser, medida su gasto como porcentaje del producto, el más grande de América del Sur, sino que llegó a un verdadero colapso en términos de eficiencia que se extendía por igual a sus funciones de empresario, de regulador de la economía y de prestador de servicios esenciales como educación, salud, agua potable, alcantarillado.

El manejo de la macroeconomía era “simplista, primitivo y mirado en retrospectiva extremadamente lento para adaptarse a los cambios internos y externos. Las tasas de cambio y de interés y las políticas fiscal, monetaria, de comercio e industrial eran rígidas y pobremente coordinadas, si es que había alguna coordinación entre ellas” (Naim).

Políticamente el país estaba entrampado por la presión de distintas y contradictorias fuerzas sociales (los empresarios en Fedecámaras, los trabajadores en la Confederación de Trabajadores de Venezuela), la burocracia atrincherada en los entes estatales, el enorme poder de las dos grandes máquinas partidarias, todos los cuales se neutralizaban unos a otros, haciendo imposible cualquier política que fuera una respuesta proporcionada a la enorme dimensión de la crisis que se acumulaba.

Los ajustes ensayados durante esa década fueron menores y algunas de las medidas adoptadas para paliar la crisis constituyeron gravísimos errores, como la decisión de Herrera de crear un régimen de cambios diferenciados que sólo tendió a ahondar las dificultades y abrió uno de los más fértiles campos a la corrupción.

El intento reformista de Carlos Andrés Pérez

La segunda llegada al poder de Carlos Andrés Pérez va a estar marcada por la reiteración de señales políticas que anuncian la crisis que diez años más tarde habría de estallar incontenible.

La abstención electoral en 1988 se eleva al 18%, la más alta desde 1959 y un año más tarde, en las elecciones de gobernadores y alcaldes esa cifra se eleva a un 54,8%.

A su vez, en 1988 los dos partidos dominantes – AD y COPEI – si bien alcanzaban el 93% de los votos presidenciales obtenían sólo el 75% a nivel parlamentario, lo que indicaba que el bipartidismo, que se había entronizado en la política venezolana, estaba en declinación, apareciendo como fuerzas menores, pero significativas, el Movimiento al Socialismo y Causa Radical (Causa R). Esa caída en el prestigio de los partidos corría a parejas con una fuerza siempre creciente de la sociedad civil y el aumento de la influencia de los medios de comunicación, que encabezaban una implacable crítica no sólo contra los gobiernos, sino contra el propio sistema político.

El gobierno de Pérez terminó mal. Surgido de una explosión de entusiasmo (55% de los votos), a apenas 25 días de asumido recibió un primer golpe, tan sorpresivo como demoledor: el “caracazo” con una secuela de trescientos muertos y una ciudad saqueada. En 1992 su gobierno fue víctima de dos asonadas militares y, finalmente, culminó en 1993 con la destitución del presidente, su juzgamiento por los tribunales y condena por corrupción.

El sistema político venezolano – y, también, el partido de gobierno – en lo que es una de las manifestaciones de su ceguera, vio en las reformas económicas de Pérez sólo un intento de destruir el marco que lo había sustentado y sobre esa base le negó su respaldo, haciendo imposible reformas esenciales en áreas como el sistema bancario y financiero, laboral, fiscal o la reducción sustantiva del rol empresarial del Estado.

Visto desde la perspectiva que da el tiempo, Carlos Andrés Pérez aparece marcado por una perspicacia política para entender la gravedad de los problemas que enfrentaba Venezuela de la que carecieron sus dos antecesores – Herrera y Lusinchi – y de la que estuvo desprovisto su sucesor, Rafael Caldera. Además, tuvo la visión de llevar adelante el más interesante intento de reformas económicas que el país hubiera conocido desde mediados de los 70 hasta el presente; sin embargo, no tuvo el coraje para sostenerlo a lo largo de su mandato, terminando por desandar lo que se había avanzado. Tal vez ésta fue la última oportunidad que Venezuela tuvo de reformar su economía en el marco del sistema político surgido en 1958.

El fracaso de Rafael Caldera

A Pérez lo sucedió Rafael Caldera, ex presidente y candidato sempiterno a la presidencia de la república – ocho veces candidato, dos veces presidente – quien fue elegido por apenas un 30,5% de los votos y por una coalición de 16 pequeños partidos que no lograron obtener sino un cuarto de los asientos del Congreso.

Las elecciones de 1993 fueron un nuevo y fuerte llamado de atención a la clase dirigente que, una vez más, no escuchó. La abstención en la elección presidencial se duplicó, subiendo del 22% en 1988 a un 44% en 1993 y el voto presidencial de los dos partidos dominantes (AD y COPEI) que había sido de un 93% en 1988 bajó a un esmirriado 47% en 1993.

Caldera, su llegada al poder y su gobierno fueron marcados por tres circunstancias.

Una, por la división del propio partido que él había fundado, cuando derrotado en la lucha interna por la nominación presidencial, rompió con él y levantó su candidatura apoyado por la coalición a que hemos aludido. En ese marco no es extraño que su discurso estuviera marcado por el rechazo a la partitocracia, la promesa de un gobierno suprapartidario y la creación de un sistema político nuevo.

El golpe de Chávez

La segunda, fue la actitud de permisividad que adoptó frente al golpe militar de Hugo Chávez, en 1992.

En febrero de ese año, en una intervención en el Senado, condenó levemente el intento de golpe fallido, pero señaló que estimaba justificadas las razones que habían motivado a los golpistas. Esta afirmación fue clave en su carrera a la presidencia y, luego, en el poder, conducente al perdón de Chávez y asociados, rehabilitándolos en sus derechos políticos.

El tercer hecho esencial se hará carne inmediatamente después de que asumiera, cuando la quiebra del segundo banco más importante del país desata una crisis financiera de enormes proporciones y el presidente Caldera decide desplegar, ahora desde el poder, la retórica que había empleado en contra del intento reformista de Pérez: un ataque a la oligarquía financiera doméstica, al Fondo Monetario Internacional y la decisión de impulsar un modelo económico alternativo al “consenso de Washington”. El discurso presidencial de la época, se ha señalado con razón, recuerda, en su tono amenazador y populista, los enunciados de Chávez sobre economía.

La política económica de Caldera se caracterizó, durante los dos primeros años, por la improvisación. Analistas de la época recuerdan que en ese breve período de 48 meses se dieron a conocer ocho planes económicos.

Recién iniciado el tercer año de gobierno el presidente hubo de echar marcha atrás y llegar a un acuerdo con el FMI, al que había demonizado en la campaña presidencial. El manejo de la política económica fue entregado a un equipo encabezado por Teodoro Petkoff, quien intentaría llevar adelante una reforma económica que se ubicaba en una línea de continuidad con la política que había impulsado Carlos Andrés Pérez en los inicios de su gobierno; sólo que ella llegaba siete años más tarde y en una situación política desesperada.

El fracaso político de Caldera no fue menor. Su campaña presidencial se basó en un duro ataque a la partitocracia y en la promesa de una renovación política. Llegado al poder muchos esperaron que él fuera capaz de llevar adelante un gran cambio constitucional a través de una Asamblea Constituyente. Esa idea rondó gran parte de su gobierno sin ser jamás materializada.

Una pesada contribución a la actual crisis

En este contexto, es inevitable reconocer que las fuerzas políticas y sociales que tuvieron mayor responsabilidad en los cuarenta años que antecedieron al ascenso de Hugo Chávez, hicieron una enorme contribución a la actual crisis. Es falso pretender que estén exentas de culpa y radicar todo el peso de lo que hoy ocurre en los desaciertos y errores del actual gobierno.

Una responsabilidad fundamental de ellos fue su incapacidad para llevar adelante reformas políticas y económicas. Al año 1999, Venezuela era uno de los países latinoamericanos donde el avance de las reformas económicas había sido menor. Uno, también, donde no obstante que las reformas políticas parecían tan importantes y el costo de no hacerlas tan elevado, había habido una incapacidad de llevarlas a cabo.

Esta verdadera lenidad de la clase dirigente para enfrentar reformas urgentes y necesarias se puede explicar – aunque no justificar – porque la riqueza petrolera permitía postergar una y otra vez la adopción de medidas que pudieran ser una respuesta proporcionada a la crisis.

Es cierto que en materia política el sistema realizó algunas reformas tendientes a disminuir el poder de “la partitocracia” y del centralismo, como por ejemplo, en 1989, al introducir la elección directa de gobernadores estaduales y de alcaldes, o en 1993 al permitir la elección de una mitad de los diputados en distritos uninominales, al tanto que la otra mitad continuó eligiéndose a través del sistema de listas cerradas y bloqueadas que analizaremos más adelante. Pero esas reformas, con ser importantes eran claramente insuficientes.

Al interior de los partidos hubo, también, intentos de reformas tendientes a democratizar su vida interna y disminuir el peso de “las máquinas”. El más destacado de ellos fue el propósito de introducir el mecanismo de primarias para la elección de autoridades y candidatos. Sin embargo esas reformas carecieron de consistencia. La reforma de los partidos llegó tarde, animada por propósitos poco claros y fue mezquina frente a la gravedad del problema.

La destructiva corrupción

Otra responsabilidad fundamental fue la negativa o la ineficacia para combatir la corrupción. Venezuela es, sin duda, un país con un alto nivel de corrupción. Pero lo que hace particularmente peligroso el fenómeno es el modo como los venezolanos lo perciben y viven.

Una de las ideas más aceptadas por los venezolanos es aquella de que su nación es una de las más ricas de la Tierra; que, tal vez, no hay otra a la que la naturaleza haya favorecido con recursos más abundantes. No existe un país sudamericano donde esta convicción sea más generalizada.

Pero, a la vez, los venezolanos viven desde hace a lo menos veinte años en una situación donde la pobreza es siempre creciente y donde en el lapso de una generación han visto pasar a su país desde la extrema abundancia a la escasez. Esta contradicción entre la enorme riqueza potencial y un presente amargo encuentra – a juicio de la mayoría del país – en la corrupción la explicación, casi única, de los males, las injusticias y la decadencia que los aflige.

Pero, además, lo que es políticamente explosivo, frente a la corrupción el país es dividido en dos grupos. Uno, los corruptos, que son el establishment – político, social, empresarial – y, otro, que es la gran masa que siente que le han usurpado su parte en la riqueza inagotable del país.

Semejante enfoque es casi más peligroso que la corrupción misma y ello porque alienta una situación similar al odio de clases, pues los desposeídos tienen como única explicación de sus privaciones la maldad y el egoísmo de los privilegiados que, en este caso, son los corruptos. De este modo, las grandes masas tienden a esperar a un gobernante providencial que al terminar con la corrupción reestablezca la grandeza de Venezuela y la prosperidad de su pueblo.

Poco afecto hacia la democracia

Otro elemento fundamental de la crisis fue el agotamiento de los partidos dominantes y su incapacidad de reforma. Venezuela, a partir de 1958, construyó un sistema político fundado en partidos de enorme poder. El inventario de los mecanismos utilizados para lograr ese objetivo es conocido. La concentración de la influencia que originaba este tipo de funcionamiento era enorme. El centro de ese poder era el pequeño grupo que controlaba la dirección superior del partido.

Todo lo anterior llevó a una desafección respecto de la democracia. En las décadas del 60 y 70 la población pudo asociar el mejoramiento de sus niveles de vida al funcionamiento de la democracia. El pueblo votaba, respaldaba a los grandes partidos (AD y COPEI), se integraba como parte de su clientela, miraba si no con orgullo al menos sin temor al “petroestado” y recibía a cambio una economía bullente, una moneda de las más estables de la región y un mejoramiento de sus ingresos y prestaciones sociales.

A partir de 1980 todo empezó a cambiar y en un sentido negativo. El Estado de gran proveedor de servicios pasó a ser el principal responsable de la ineficacia en los servicios de salud, educación, agua potable, alcantarillado, retiro de basura, transporte, comunicaciones. Y con cada caída de su eficacia experimentaba una nueva pérdida de legitimidad.

La democracia dejó de estar asociada al progreso del país y sus ciudadanos y pasó a ser vista como el régimen que permitía que el número de hogares viviendo bajo la línea de pobreza se elevara de un 18% en 1981 a un 35% en 1991. Los partidos empezaron a ser condenados como los agentes de la corrupción y los mayores responsables de la decadencia del país y del empobrecimiento de sus habitantes.

Por esa vía perdieron su función de articulación de intereses y de representación y pasaron a ser vistos como meras “máquinas electorales” al servicio de los intereses particulares de sus grupos dirigentes. La elite política entró en una fase de desprestigio terminal y, a la vez, de aislamiento respecto de la sociedad civil. La prensa, como han destacado diversos autores, empezó a desarrollar desde mediados de los 80 un importante rol político que contribuyó a precipitar la caída del sistema. Lo mismo ocurrió con la acción de amplios sectores de la sociedad civil.

Es en este marco que se crean las condiciones para la irrupción de Hugo Chávez Frías. Pero ¿cuál es la responsabilidad de éste en la actual crisis venezolana? Tal es el propósito del siguiente informe.