Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

2002: ¿El Peor o el Mejor Año del Gobierno?

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Febrero 2003

2002: Percepciones y realidades políticas

Es evidente que, de acuerdo a la percepción pública y de las opiniones que han predominado, el año recién pasado habría sido el peor año para el gobierno. Percepciones que no provienen sólo del público masivo: también están entronizadas en el electorado concertacionista e, incluso, en los universos más cercanos y activos de la Concertación.

Y las opiniones que expresan esa negatividad no son exclusivas de la oposición o de los comentarios que por doquier se encuentran en los medios de comunicación. Han sido expuestas por personeros de la alianza gobernante.

Es decir, está bastante consensuada la evaluación del 2002 como el peor año para el gobierno.

Pero en política, como en muchas otras actividades, no es siempre válida la máxima metafórica de vox populi, vox Dei. No siempre una verdad masificada es una verdad objetivada. Al menos, no lo es en términos absolutos.

En consecuencia, para hacer un balance más riguroso de lo que fue para el gobierno el año pasado, es conveniente tomar ciertos resguardos y distancias respecto de lo que indican las percepciones y opiniones generalizadas. Obviamente que esa generalización de opiniones y percepciones es un dato negativo en sí, pues refleja la imagen que comunicacionalmente quedó establecida. Pero, aunque muchos no lo entiendan, las buenas o malas políticas no se miden sólo por sus efectos en popularidad.

Hasta octubre del 2002 nadie habría juzgado la acción del gobierno con la misma carga negativa con que se evaluó hacia finales del año. Esa constatación, que cualquiera puede hacer, indica que, para el gobierno, no fueron doce meses los malos. Corrijamos, entonces: de lo que se está hablando, en realidad, es de un par de meses.

Y el tema se acota aun más, pues los juicios negativos no se refieren a un balance genérico de la gestión gubernamental, sino a dos situaciones específicas que tienen en común la existencia de irregularidades: el llamado “caso coimas”, que involucra a ex funcionarios y a parlamentarios, y el caso MOP-GATE que compromete a un ex ministro.

A estas dos situaciones habría que agregarle una tercera: el grado de tensiones que se produjeron al interior de la Concertación y entre el gobierno y la directiva del PDC, encabezada por el senador Adolfo Zaldívar, lo que motivó – y motiva – especulaciones acerca de las posibilidades de supervivencia de la alianza gobernante.

Visto el cuadro crítico en su justa dimensión y orígenes, esto es, que abarca un período no mayor a tres meses y que se circunscribe a tres hechos – “caso coimas”, “caso MOP-GATE” y deterioro agudo de las relaciones en la Concertación – recién entonces puede intentarse un análisis objetivado sobre la calidad de la gestión gubernamental en el curso del año 2002.

Alcances o advertencias analíticas

Pero antes de entrar de lleno en materia conviene formular tres alcances.

1. La ocurrencia de irregularidades en la actividad política, que ha sido destapada por denuncias y procesamientos, es una cuestión gravísima que no puede ser abordada con la lógica de “bajarle el perfil” o tratando de taparla con operaciones comunicacionales. Pero tampoco es sano reaccionar con dramatismos casi histéricos o con festines mediáticos. Precisamente, porque son asuntos gravísimos requieren de trato profundo, mesurado y serio. Y no son gravísimos sólo por su significado en sí, sino porque muestran, aunque no todos lo quieran ver, que Chile no está exento de un fenómeno universalmente “moderno”: la propensión colectiva a una suerte de relajamiento de la ética pública y social. Sería un error mayúsculo suponer que sólo en la actividad política se encuentran tendencias hacia la poca probidad y peor sería que la atención prestada a las irregularidades en el ámbito político fuera usada como distractor de las fragilidades éticas presentes en otras áreas de la vida social. Afortunadamente, desde el gobierno y desde la oposición hay señales indicativas de que existe predisposición para abordar el tema adecuadamente. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de la actitud de otros universos, como el de los mass media, del empresarial (recién empiezan a tomar precauciones) y del gremial, y cuyas dinámicas internas no son, precisamente, una pléyade de transparencia.

2. Ninguna duda cabe que la Concertación ha sido profundamente afectada en su prestigio político y moral, en su credibilidad, en su confiabilidad y en su condición de alianza estable y proyectiva. Tampoco cabe duda que todo ello repercutirá en la fidelidad y ánimo de sectores de sus adherentes tradicionales y en dificultades no menores para sostener su caudal electoral. Suponer que estos efectos son circunstanciales y confiar en que “el tiempo todo lo cura” – actitud y política que ha devenido en una suerte de “principio” o “estrategia” para algunos “consejeros” y fracciones de la Concertación – son suposiciones y confianzas con poco asidero en la realidad de hoy y en la realidad previsible de mañana. Por las características de lo acontecido, por la prolongada exposición medial y permanencia en los debates públicos, no es recomendable esperanzarse en la “mala memoria”, menos cuando los juicios públicos han ido instalándose en el sentido común de las personas y consolidándose, en muchos ambientes, como prejuicios generalizadores.

3. Los hechos que ocurren en la política, como los hechos que ocurren en otras esferas de la vida social e individual, están siempre inmersos en procesos, transcurren como procesos. Y los procesos de la vida real no abren ni cierran sus ciclos al arbitrio de los calendarios ni menos están sometidos a hitos rituales predeterminados según fechas. Así, en política, el 31 de diciembre y el 1 de enero no significan nada. Por consiguiente, cuando a propósito de estas fechas se hace un balance de la acción del gobierno, no puede omitirse este considerando. Que por costumbre, por conductas simbólicas inspiradas en la cultura masiva, se le otorgue al comienzo de un año calendario la condición de fecha obligada para evaluar lo sucedido en ese lapso, no significa en lo más mínimo que sea el momento más adecuado para hacerlo. En consecuencia, si por el peso de las costumbres no es posible eludir el hacer un balance del gobierno al cumplirse un año calendario, entonces, lo que debe evaluarse es el estado de los procesos políticos que éste inauguró, cerró o se encuentra impulsando.

¿Y si el 2002 hubiese sido el mejor año?

Aunque a simple vista pudiera parecer absurdo el sólo enunciar la pregunta, hay dos tipos de razones que la validan plenamente.

a) Un tipo de razones es puramente empírica y en conjunto, se refieren a lo siguiente: a todo lo hecho y actuado por el gobierno hasta octubre del año pasado y a la situación general del mismo.

b) El segundo grupo de razones surge de una suerte de lógica antinómica que con frecuencia rige a la práctica política, lógica que Max Weber sintetiza con esta frase: “Con frecuencia, no, incluso regularmente, el resultado final de una acción política presenta una relación del todo inadecuada y a menudo también paradójica con su significado original”.

Con base al primer tipo de razones se pueden esgrimir los siguientes argumentos o datos empíricos:

Los diez primeros meses del 2002 fueron altamente exitosos, no absolutamente, pero sí en muchos sentidos.

En términos estrictamente políticos y globales, el éxito puede medirse tomando en cuenta que en ese período el gobierno manejó casi por completo la agenda pública y política, resolvió a su favor los principales conflictos y se mantuvo claramente a la ofensiva, mientras que a la oposición se la vio desorientada, reducida a una “guerra de guerrillas”, incapaz de posicionar temas. Incluso, no sin cierta alarma, tuvo de constatar que su principal capital político y electoral, su presidenciable, el alcalde Joaquín Lavín, perdía persistentemente popularidad.

Los hechos político-históricos

En medición político-histórica, en medición de procesos políticos, el 2002 fue notable para el gobierno.

- Tal vez por la propia densidad histórica que revisten los tratados de libre comercio acordados con la Unión Europea y con EE.UU. todavía no son percibidos como parte de las grandes obras de los gobiernos de la Concertación, rematadas por el actual en el año recién terminado.

- Más “modestamente”, pero con igual contenido de proyección histórica son evaluables otros dos procesos abiertos y consolidados:

- la Reforma de Salud que se ha simbolizado en el Plan Auge, pero que es mucho más que eso, y

- los avances en el Plan Maestro de Transporte, cuya concreción quedó mucho más asentada después que los microbuseros bloquearan Santiago por algunas horas.

Si se suman sólo estos logros y se les evalúa por sus alcances como procesos proyectivos para el futuro, por las ofertas tangibles de progreso que entrañan, cualquier diagnóstico veraz y probo sobre la gestión gubernamental en el 2002 debería ser categóricamente contrario a la calificación de “peor año del gobierno”.

De la corrupción a lo positivo

Pero todavía hay más si nos atenemos a las paradojas de las que nos habla Weber. En efecto, la negatividad inmediata que arrojaron las cuestiones sobre irregularidades y la negatividad que expresaron los álgidos y riesgosos conflictos intra Concertación y entre el PDC y el gobierno, se encuentran en pleno proceso de transformase en situaciones catalizadoras de positividades:

- Lo más evidente al respecto es el hecho de que la política nacional se ha puesto manos a la obra para adoptar y acelerar medidas tendientes a restringir al máximo las posibilidades de actos corruptos o irregulares.

- Tanto o más importante es que los acuerdos en esas materias han conducido a que se avance en la discusión y en proyectos sobre una de las reformas necesarias más postergadas o escamoteadas, la reforma de la Administración Pública, reforma que es pivote para muchos otros procesos modernizadores.

- El escenario que se creó a propósito de las denuncias y juicios sobre irregularidades resolvió prontamente una situación que se postergaba absurdamente desde la última elección parlamentaria. Resultaba de toda evidencia que, desde ese evento, las interlocuciones del gobierno con la oposición debían darse prioritariamente con el principal partido de ese sector, la UDI. No obstante, no sucedía de esa manera, por causas a veces muy menores (entre otras, las molestias y suspicacias de la DC). Pues bien, después de los acontecimientos conocidos, los diálogos entre el Presidente de la República y el presidente de la UDI, el diputado Pablo Longueira, pusieron las cosas en su normalidad y, además, con una amplia recepción legitimadora.

- Por último, la percepción más o menos generalizada –exagerada, por lo demás- de que la Concertación se encontraba ad portas de un colapso, se convirtió de facto en un cable a tierra para dirigentes políticos y autoridades de gobierno. En el fondo, las crecientes desavenencias al seno de la alianza gobernante provenían, básica y simplemente, de tres causas – amén de otras que son connaturales y cuyo manejo ya es casi ritual -: i) de las reticencias de dirigentes de partidos aliados y de autoridades a aceptar el liderazgo del senador Adolfo Zaldívar sobre la DC; ii) de la estrategia seguida por éste que contempla un recurrente envío de señales de “autonomía” y iii) de la incomprensión de que tal estrategia conjuga hábilmente histrionismo con pragmatismo electoral, y que, de ninguna manera, persigue el retorno al “camino propio”. (En Chile ninguna fuerza política tiene ropa para “caminos propios” ni tampoco los permite el sistema electoral.)

En definitiva, fue la crisis de la Concertación la que dio un baño de terrenalidad a dirigentes y autoridades y la que abrió las puertas para una repactación de las relaciones entre los partidos y entre éstos y el gobierno. Es probable que esa repactación implique un debilitamiento mayor de la Concertación como alianza doctrinaria, estratégicamente programática y proyectiva y que se acerque más a una alianza esencialmente electoral y de apoyo genérico y discursivo al gobierno y a algunas de sus medidas programáticas claves. Pero con eso basta si tal repactación incluye disciplinas mínimas y evita la tendencia hacia la caotización que hasta hace poco carcomía a la Concertación.

Comunicaciones versus comunicaciones

En consecuencia, si al gobierno se le debe juzgar por “el arte de gobernar”, el 2002 fue un buen año para él. Y no lo fue sólo por lo que resolvió e hizo temporalmente, sino también por lo que dejó sembrado. Por supuesto que los acontecimientos de los últimos meses oscurecen lo obrado y le acarrearon grandes costos políticos, aunque no, hasta ahora, en popularidad, al menos en lo que respecta al Presidente Lagos.

La que está seriamente dañada es la Concertación y sus partidos. Pero esa es otra historia y frente a la cual corresponde otro tipo de parámetros evaluativos.

¿Por qué, entonces, se insiste en percibir el 2002 como el “peor año del gobierno”? Porque comunicacionalmente, en efecto, lo fue y, como ya lo advirtió Ascanio Cavallo, en algunos equipos de La Moneda impera una sublimación obsesiva por la cuestión comunicacional que los lleva a visualizar al gobierno como eterno candidato y el “arte de gobernar” lo confunden con fórmulas de campaña electoral. Lo paradójico – otra vez Weber – es que esas concepciones son en gran parte responsables de la relativa indefensión o debilidad comunicacional en la que quedó el gobierno. Cuando no se comprende “el arte de gobernar”, es naturalmente difícil comunicar lo que es, en verdad, un buen gobierno.