Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores

Cómo cierta prensa y el Poder Judicial contribuyen a la "normalidad"

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Mayo 2003

En Chile, algo extraño nos ocurre como sociedad. Pareciéramos compelidos a fraguarnos climas anormales para la convivencia colectiva, aunque las situaciones reales y efectivas estén dadas para vivir y convivir con normalidad.

Las dificultades, los fracasos, las diferencias, los problemas, los conflictos, en una palabra y más en general, los fenómenos normales, aunque problemáticos, que se presentan en toda sociedad dinámica, sometida a procesos modernizadores, tendemos a convertirlos en Chile en motivación para el drama, la vociferación, el escándalo, la acusación zahiriente, el juicio catastrófico. Pareciera que, en nosotros, los chilenos, no nos cabe la idea que los hechos anormales son parte de la normalidad de la existencia individual y social, como si no aceptáramos una normalidad “imperfecta”, como si pudiéramos comprendernos sólo dentro de una inmaculada ética del deber ser, dictada, además, por una misteriosa Verdad Absoluta.

Quizás nos ocurra que es la verdad, la verdad terrenal y actuante, la que nos molesta, la que nos resulta insoportable, porque la asociamos sólo y linealmente a sus aspectos positivos: a la honradez, a las certezas del conocimiento, a la sabiduría liberadora y altruista, a la felicidad. Pero, como bien escribió José Revueltas en una de sus novelas: “La verdad es el sufrimiento de la verdad, la comprobación no tanto de si esa verdad es verdadera, cuanto si uno es capaz de llevarla a cuestas y consumar su vida conforme a lo que ella exige”. Porque la verdad no siempre es bondadosa y enteramente alegre. Con harta frecuencia es lo contrario.

Para evitarnos el sufrimiento de la verdad, entonces, la sesgamos: lo “bueno” es verdad, lo “malo” es falsedad o una no-verdad. Lo anormal cabría dentro de estas últimas categorías.

Establecida esta dicotomía entramos en contraposición con una de las herencias más importantes que ha recibido la cultura occidental del clasicismo griego: “La mesura es lo mejor”, dicta una de las sentencias de los Siete Sabios. Pero, ¿cómo ser mesurados cuando la propia verdad es enarbolada como extremismo?

Nada de lo anterior significa que hay que resignarse pasivamente frente a lo anormal. Significa, antes que todo, que lo anormal debe observarse con mesura. Implica, luego, identificar su racionalidad interna y, a la par, identificar los elementos o carencias de la normalidad que facilitan lo anómalo. E implica, en tercer lugar y por supuesto, recurrir a los instrumentos que corrigen, castigan, evitan, prevén la ocurrencia de anormalidades.

Pero en Chile no seguimos esa lógica reflexiva. La lógica que tiende a guiarnos es una que parte del supuesto que lo anormal es irracional e inexplicable, abismalmente distante y absolutamente ajeno a la normalidad. Obra de Satán o de figuras similares. No tiene contextos ni causas, sólo culpables.

Es esa lógica radicalmente dicotómica, sesgada, castigadora por excelencia, temerosa de enfrentar la parte dolorosa de la verdad, la que, en gran medida, explica nuestra incapacidad para resolver anormalidades. Merced a esa lógica, quizás cuántas anormalidades perviven inmutables a lo largo de los tiempos, como mofándose de las estridencias que consuetudinariamente producen y de las sanciones que se les prodigan.

Aclaremos que nuestra intolerancia ante lo anormal se encuentra en lo discursivo, es un componente de una suerte de ideología nacional, una “falsa conciencia” y una “falsa autoconciencia”. En lo real-concreto, la cosa cambia. En ese plano, cualquiera y con plena legitimidad podría preguntarnos: ¿Y cómo andamos por casa?

Anormalidad real y anormalidad inducida

Probablemente, lo más curioso y paradojal que plantea este fenómeno es lo siguiente: Cuando instancias o actores con influencia social se dejan llevar por las lógicas maniqueas acerca de lo anormal, lo que terminan produciendo no es, ni más ni menos, que anormalidad social.

Aproximadamente durante todo el último semestre hemos estado viviendo en Chile en un clima social de anormalidad. Clima que se ha creado en virtud del trato que se le ha dado a un conjunto de irregularidades acaecidas en el ámbito público y privado y que han sido ampliamente difundidas.

Aunque suene a barbarismo, lo cierto es que las irregularidades (anormalidades) en cuestión son hechos histórica y socialmente “normales”, esto es, acontecen y han acontecido siempre con recurrencia en todas las latitudes. Que sean actos ilegítimos, ilegales, repudiables, sancionables, es otro cuento.

De por sí, las irregularidades conocidas y su secuela de investigaciones y procesos judiciales no tendrían por qué haber generado una atmósfera tan generalizada y prolongada de anormalidad social. Por cierto que la reacción colectiva no podría haber sido de indiferencia ni de aceptación acrítica ni de conformismo pasivo. Pero sí pudo ser menos estridente y más mesurada.

Ya se dijo que en Chile existe un sustrato cultural que facilita este tipo de reacciones. Pero, en este caso, ese sustrato fue estimulado o facilitado por las conductas y señales que irradiaron desde dos cuerpos: desde los medios de comunicación y desde instancias del Poder Judicial.

En efecto, la hipótesis que sostenemos aquí es que si, en los últimos meses, ha habido algo anormal en la sociedad chilena y que ha aportado enormemente a la creación de un clima de anormalidad, han sido algunos comportamientos y gestos provenientes de esos cuerpos y referidos, particularmente, a su relación con la política y con el poder político.

Juicio a los medios

Es extraordinariamente difícil – y casi inútil – analizar y discutir acerca de las actitudes de los medios de comunicación y de sus principales agentes. Primero, por su excesivo corporativismo. Luego, porque, merced a ese corporativismo, los juicios críticos tienden a ser ninguneados y silenciados por el conjunto de los medios. Y en tercer lugar, porque han incubado una suerte de “doctrina propia” – en nombre de la “libertad de prensa” – y sobre cuya base se auto confieren una superioridad ético-social y de la cual, a su vez, derivan hacia una auto contemplación como entes con altos grados de inmunidad e impunidad que los torna impermeables al debate crítico.

Pero no por difícil y hasta semi inútil se pueden pasar por alto algunos comentarios, porque la verdad es que lo que está ocurriendo con la prensa y el periodismo nacional (por supuesto, hablando en genérico) es serio y preocupante.

Que los medios de comunicación tiendan a convertir los hechos políticos en parte de un espectáculo; que – habida cuenta de quiénes son los propietarios y el personal directivo de los principales medios y consorcios – tengan una política editorial opositora al gobierno y a la Concertación; que desarrollen un periodismo de denuncia y crítica hacia las autoridades, etc., todo eso cabe dentro de lo normal, dentro de las normas del juego competitivo que en casi todas partes rigen las relaciones entre prensa y política. Pero en Chile todo aquello ya no es un juego, es una enemistad. La animadversión de los medios hacia el gobierno es lo que predomina en el Chile actual. Cuestión que no sólo afecta a los intangibles que hacen que una democracia sea una sana democracia, sino que afecta al propio profesionalismo y a la calidad de la prensa y el periodismo.

El ministro del Interior, el 3 de marzo de este año, entrevistado por Sergio Campos en Radio Cooperativa, hizo la siguiente narración: Cierto día, en sus tránsitos por dentro de La Moneda, en varias oportunidades una periodista quiso obtener de él algunas declaraciones, a lo que él se negó. Finalmente, la periodista le habría espetado: “Ministro, estamos a la hora del cierre. Si no dice algo, vamos a tener que especular”.

Inmediatamente después del último cambio del gabinete, en Reportajes de El Mercurio el periodista Mauricio Carvallo “explicó” que tal cambio había sido menor al esperado porque José Miguel Insulza se habría negado (sic) a abandonar su cartera. Y “anunció”, además, la fecha en la que el ministro se decidiría a salir del gobierno y cuál sería su próxima “pega”: la presidencia de la OEA.

El 21 de abril, Fernando Paulsen, en el programa de Chilevisión que conduce, eligió como frase del día una dicha por el Presidente Lagos: “Cuando se ataca a la Universidad se ataca al espíritu de Chile.”

Obviamente el Presidente aludía a la situación judicial que aqueja a esa casa de estudios por el caso Ciade-MOP. Pues bien, Paulsen se escudó en esas palabras para poder armar su acostumbrado sermón nocturno y lanzar una larga diatriba acusando al Presidente de querer proteger a la universidad de las investigaciones judiciales. Versión, por lo muy menos, antojadiza. Bastaba leer los renglones siguientes para entender a qué se refería en realidad el Presidente. Estos decían: “Es bueno que la justicia aclare y juzgue todos los ilícitos”. Para agregar: “No podemos tolerar que se usen investigaciones judiciales como un pretexto para atacar al proyecto de la Universidad de Chile”. Es decir, el Presidente Lagos no dijo que la justicia no aclarara y juzgara ilícitos. Dijo, eso sí, que aquello no se usara como pretexto para atacar al proyecto de la Universidad de Chile. ¿Podría alguien suponer que el Presidente estaba pensando que el Poder Judicial o la ministra Gloria Ana Chevesich están interesados en atacar al proyecto de la Universidad de Chile? El sentido común más elemental indica que el Presidente estaba aludiendo a terceros interesados en lesionar a la universidad so pretexto de la situación jurídica por la que atraviesa.

Estos son algunos botones de muestra que revelan las relaciones patológicas que han establecido los mass media con el gobierno. Y ese es un dato de la realidad que el periodismo no puede negar recurriendo a la mofa (“échenle la culpa a los medios”). Intentar explicarse el porqué de esta relación patológica requeriría de más espacios que los que posibilitan un artículo. Pero hay una razón que se puede exponer escuetamente.

Para que exista una efectiva libertad de prensa, un efectivo periodismo libre, es menester que existan periodistas “libres”. Pero, ¿cómo puede haber periodistas “libres” en un país en donde la competencia entre los medios de comunicación es escasísima, casi nula, debido a la concentración de la propiedad de los medios de prensa y al peso editorial que tienen los grupos económicos a través de la publicidad?

Para desempeñar su ocupación con relativa tranquilidad económica y expectativas, los periodistas están forzados a emplearse, de hecho, con dos o tres patrones. Sin duda que ese factor les tiende a producir una “autodisciplina ideológica” y una pluma o un verbo complaciente con los dictados de quienes son, o potencialmente podrían ser, sus principales empleadores; y ese factor le posibilita a estos últimos ejercer, con suma facilidad, autoritariamente, sus roles de propietarios. ¿Será necesario explicitar la posición ideológico-política y la posición que tienen ante el gobierno esos empleadores?

Tal vez, en el subconsciente, ese dato les perturbe a los periodistas (siempre hablando genéricamente) y tal vez porque les perturba es que optan por autodefenderse de sí mismos erigiéndose en Catón moral frente a terceros, máxime cuando esos terceros son políticos.

En definitiva, la atmósfera de anormalidad social que hemos vivido en los últimos siete u ocho meses resulta, en un porcentaje bastante elevado, del festín que se han dado los medios de comunicación con los asuntos de las irregularidades. Y los festines no son las tareas normales que han de cumplir los mass media ni los periodistas.

Poder Judicial, un poder del Estado

Cuánto y cómo han intervenido las cuestiones judiciales en la creación – inconsciente, sin duda – de la atmósfera anormal es un tema más complejo, porque participan de manera más indirecta, pero también con más sustancia.

El Poder Judicial ha venido definiendo políticas estratégicas muy precisas, loablemente positivas, pero que, en alguna medida, lo conflictúan con el gobierno y, en menor escala, con el Poder Legislativo.

El Poder Judicial, principalmente a través del Presidente de la Corte Suprema, ha explicitado al menos dos grandes líneas de acción de carácter trascendente. La primera es una política de mayor inserción y de mayor interrelación con otras instancias de la sociedad política y de la sociedad civil. Es decir, tiene la voluntad de romper el relativo aislamiento dentro del cual tradicionalmente se mantuvo y de romper también con la relativa indiferencia con la que ancestralmente operó respecto de la opinión pública. En otras palabras, el Poder Judicial se ha decidido a plasmar una política comunicacional que pretende revertir la subvaloración que le pesa como poder del Estado y la baja estima social que le muestran todos los sondeos de opinión.

La segunda línea de acción es la de afirmar y extender su autonomía como órgano del Estado, para lo cual se plantea tres objetivos básicos: que se le garantice el financiamiento idóneo a los requerimientos que demandan sus funciones, que se le conceda la tuición en la formación de su personal y que se le permitan más atribuciones en el nombramiento de sus jerarquías.

Ambas líneas políticas y sus corolarios no sólo son respetables y aceptables, sino también encomiables. Pero, como en todo proceso innovador, representan riesgos.

Por ejemplo, el acercamiento de la judicatura a la ciudadanía implica políticas comunicacionales con destino masivo, ergo, no pueden soslayar por entero cierto sometimiento a las lógicas mediáticas y grados de concesiones hacia la cultura masiva, popular. Ahora bien, puesto que tanto en las lógicas mediáticas como en la cultura popular hay elevados prejuicios antipolítica y antipolíticos, el riesgo es evidente: que el discurso comunicacional caiga en la tentación de querer empatizar con esos prejuicios, a pesar de que, precisamente, son prejuicios.

Otro ejemplo, la reafirmación y expansión de la autonomía del Poder Judicial puede inducir a sobreactuaciones en casos en que la justicia enfrenta a los otros poderes del Estado o a algunos de sus miembros. O sea, el riesgo aquí es que se desarrollen, casi instintivamente, actitudes y conductas que apunten a demostrar la independencia del Poder Judicial aun a costa de afectar el prestigio de los otros poderes.

Estos riesgos han tenido manifestaciones actuantes o latentes en los sucesos provocados por los juicios sobre irregularidades, especialmente en aquellos que dicen relación con los casos MOP-Gate y MOP-Ciade.

Estos casos plantean además otro tema de suyo interesante para el Poder Judicial. Ya está claro que buena parte de las irregularidades investigadas que comprometen al MOP trasuntan fenómenos en que se imbrican aspectos jurídicos, administrativos, políticos, político-institucionales, etc. Es evidente también que esos sucesos conmocionan no sólo a un ministerio y a algunos funcionarios. De hecho, conmocionan a toda la administración pública, al gobierno, a la Universidad de Chile, a empresas privadas y, de paso, a la Contraloría y la suma podría seguir. Más aun, repercuten en el funcionamiento de la actividad política en general, en la labor legislativa y gubernamental, en la economía, en la imagen internacional del país, en la autopercepción y autovaloración del “nosotros” nacional, etc. Quiérase o no, ha devenido en un problema de Estado-nación.

Dada esa magnitud del problema, el Poder Judicial está frente a un dilema muy de fondo: se limita a responder con criterios legales estrictamente formales o se abre a buscar respuestas considerando el espíritu de su condición de Poder del Estado.

La pregunta que cabe es si su legítima y sagrada autonomía lo exime de ser responsable de la suerte del Estado como totalidad. La respuesta es que no. Parafraseando, el Estado son tres poderes distintos, pero un sólo Estado no más.

En conclusión, es una necesidad cada vez más urgente superar el clima de anormalidad que se ha instalado en Chile. No pidamos ni esperemos que los medios de comunicación colaboren a ello, pero tampoco nos sometamos a sus cuasi chantajes, vestidos de moralidad y objetividad. El tema es político estatal. Su superación, por ende, corresponde a los poderes del Estado.