Sección: Sociedad Civil: Transformaciones socio-culturales

Chile bajo la amenaza de crisis involutiva (Hipótesis de Trabajo)

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Agosto 2001

Riesgo de involución

Chile vive y enfrenta una actualidad difícil. A primera vista, tampoco son promisorios los escenarios futuros mediatos e inmediatos. En las dirigencias de toda índole existe consenso en cuanto a que el país requiere de esfuerzos adicionales, de reorientaciones gruesas, en gran medida radicales, para los efectos de superar el estado de cosas actual y para reafirmar prontamente opciones de mayor desarrollo. Se piensa que, de mantenerse inercialmente los rumbos vigentes, se alejarían las expectativas de un nuevo ciclo de prosperidad.

Tal diagnóstico no sólo está presente en las elites dirigentes sino que también es una percepción masiva constatable a través de múltiples indicadores.

En lo que no existe el mismo consenso es en lo siguiente: en realidad, la necesidad de un cambio de rumbos no es un requerimiento sólo para progresar. Lo es también para no retroceder.

En efecto, se sostiene aquí la hipótesis que la amenaza que se yergue sobre Chile no es, exclusivamente, la de un bajo crecimiento o la de un franco estancamiento económico. La amenaza incluye la posibilidad de la apertura de un período social y económicamente involutivo.

Por supuesto, esta es una hipótesis resistida por la mayoría de los cuerpos elitarios del país. Si la asumieran, trabajarían con más celeridad y con algún sesgo de dramatismo en la búsqueda de nuevas fórmulas de reordenamiento del quehacer nacional.

Pero no son señales de ese tipo las que emanan de todos los cuerpos dirigentes. El clima promedio que se observa en esos sectores es más bien, paradojalmente, de quietismo, que se expresa, entre otras cosas, en una marcada falta de audacia a la hora de pensar y proponer y en la insistente reiteración de fórmulas ortodoxas – conservadoras, a estas alturas – para configurar alternativas.

Incluso son visibles señales todavía más negativas: algunos conjuntos adoptan conductas inmovilistas a la espera de las iniciativas de otros y responsabilizan a éstos de su propia indolencia. Qué más gráfico de ello la frase que le espetara el líder máximo de la CPC, Ricardo Ariztía, al Presidente de la República en la última ENADE: “Señor Presidente, ¡déjenos trabajar tranquilos!”.

Otras instancias conductoras, particularmente partidos de derecha y medios de comunicación, se comportan como si estuvieran exentos de la demanda de contribuir a la edificación de un nuevo momento político, social e histórico que se anticipe al riesgo de una fase involutiva.

Resistencias a la hipótesis de crisis regresiva

Advertir acerca de un peligro de involución del desarrollo nacional puede parecerles a muchos miembros de las elites una exageración y un pronóstico ajeno a la realidad mensurable. Y esto, básicamente, por dos razones. En primer lugar, porque, al menos sobre este punto, autoridades de Gobierno, personalidades de la Concertación, empresarios y derecha tienen una coincidencia elemental: la defensa del llamado “modelo económico” (que, dicho sea de paso, de concepto ha pasado a ser una entelequia) La hipótesis de una crisis regresiva es vista por estas instancias y dirigentes como una simple interrogación interesada al “modelo“y no como producto de una reflexión analítica.

Para el empresariado y la derecha el “modelo” es obra suya y no están dispuestos a revisión alguna, puesto que, en su lógica, si la economía marcha mal es porque los gobernantes no tienen confianza en el “modelo” y, por ende, no lo aplican correctamente. Para autoridades del Gobierno, por su parte, particularmente para las responsables de la gestión económica, entendiblemente les resultaría muy difícil ponerse en la eventualidad discutida y, más aún, estando sometidas a las presiones de una pronta recuperación del crecimiento.

En segundo lugar, las resistencias a siquiera imaginar un cuadro regresivo tienen que ver con un fenómeno más amplio. Al seno de las elites chilenas se ha impuesto, hegemónicamente, una forma monotemática y, por ende sesgada de evaluar la realidad social y de reconocer los problemas nacionales.

Economía y crecimiento económico – para esta forma de razonar – se han convertido en una variable que alcanza ribetes de factótum. Han devenido en categorías omnímodas, en dogmas de fe para los programas y proyectos políticos. Y junto con esta sublimación, economía y crecimiento son conceptos manejados con casi absoluta autonomía de la totalidad social, como si existieran fuera de ella, enajenados de las impurezas que entraña la terrenalidad de la convivencia colectiva. Como si en la economía no participaran más elementos que los técnicamente económicos y cuantificables y aquellos que las ciencias económicas definen arbitrariamente como propios y exclusivos de la economía (arbitrariedad a la que, por lo demás, recurren todas las ciencias para acotar su campo de acción)

Con tal visión es lógico y natural que no se adviertan peligros involutivos, porque la economía, como variable autonomizada, está sana.

Economía y factores extraeconómicos

Sin embargo, el punto radica en que la economía funciona, ante todo, a partir de una cadena y dentro de un contexto de relaciones sociales y que, en cuanto tales, encierran una infinidad de componentes extraeconómicos. Tanto así que hasta los economistas más celosos de su oficio, cuando sus análisis estrictamente económicos fallan, se amparan en explicaciones, por ejemplo, sicológicas o de orden político.

Según la hipótesis de trabajo aquí expuesta, el riesgo involutivo proviene precisamente de esos factores sociales extraeconómicos. Nadie podría negar que la capacidad y eficiencia de una empresa moderna depende, en altísimos grados, de la calidad de su organización interna, del espíritu de trabajo y cooperación entre sus integrantes, de la eficacia de sus mandos, de los estímulos e identificaciones corporativas, etc. Pues bien, lo mismo ocurre con el funcionamiento de la economía de un país a una escala infinitamente superior por cierto.

La dinámica de la economía nacional no es independiente de la organización genérica de la sociedad, no es ajena ni impermeable a lo que sucede con la legitimidad, idoneidad y funcionalidad de las instituciones, con la calidad de la política, con la responsabilidad y probidad del personal político, etc. Es decir, la economía nacional está indisolublemente ligada a componentes extraeconómicos y que, pese a esa cualidad, intervienen decididamente en las actividades económicas y no por causales artificiales o externamente impuestas, sino por causales estructurales, orgánicas, connaturales a los procesos económicos.

Los vínculos de dependencia entre economía y orden político institucional están claramente reconocidos por los liderazgos de todas las esferas. Pero la organización de la sociedad no termina en lo político-institucional. Menos en las sociedades contemporáneas en donde los espacios que cubre el concepto de sociedad civil son cada vez más amplios, dispersos, heterogéneos y, sobre todo, menos sujetos a controles coactivos o, simplemente, centralizados. Y en donde esos espacios desempeñan o pueden desempeñar papeles con consecuencias sociales significativas.

Importancia de la sociedad civil

Los grados de organización de una sociedad moderna se miden preferentemente por la organización y calidad de su sociedad civil. No sólo por la creciente gravitación de ésta en la vida colectiva sino también por cuanto es ella la que, en última instancia, pone los marcos de exigencias a la sociedad política o Estado.

La importancia que reviste la sociedad civil en sí y como tal para el desarrollo económico – y por supuesto para el desarrollo en general – ha sido ignorada por los liderazgos nacionales. Y la razón es, una vez más, el monismo economicista. Se supuso que la sociedad civil se reorganizaría y reforzaría por efectos lineales del crecimiento y de las modernizaciones. Se confió, por ejemplo, en que la ampliación de las ofertas televisivas, la expansión del uso del computador y el acceso a Internet, devendrían en potentes mecanismos de reculturización social e individual y que el imperio de las relaciones de mercado serían las nuevas bases sobre las que se erigiría una sociedad civil mejor organizada y activa, más protagónica en la vida colectiva y pública.

Pues bien, la realidad que nos muestra los años de crecimiento y de modernizaciones es opuesta a esas previsiones. Los inevitables procesos deconstructivos de lo societario tradicional que traen aparejadas las modernizaciones, no han tenido como contrapartida procesos reconstructivos de sociedad civil. Ante el deterioro de las estructuras, valores y culturas de la sociedad civil tradicional, no han emergido nuevas estructuras, culturas ni valores suficientemente identificables y sistematizados como para concluir que estamos en presencia de una nueva y asentada sociedad civil.

Lo categórico es que la sociedad civil se ha debilitado, que se encuentra en un estado difuso, pasivo, desorientado. Al respecto sobran los indicadores demostrativos. Basta ver el número y la calidad de las organizaciones sociales y comunitarias o asombrarse con el dato de que el 70 % u 80 % de las personas son analfabetas funcionales o que una cifra similar de la fuerza de trabajo no cursó la enseñanza media. O basta ver como la familia y la escuela se han mermado considerablemente en sus cualidades de estructuras orientadoras.

Pero lejos, lo más indicativo del debilitamiento de la sociedad civil se encuentra en la pérdida masiva del sentido y del valor de lo asociativo. En esencia, la fortaleza de la sociedad civil radica en su autoconciencia de ser, de existir como cuerpo asociado. Sólo a partir de esa autoconciencia cobran real importancia sus estructuras, redes y tejidos. Autoconciencia que sólo puede plasmarse, a su vez, si el sujeto individual, la persona, el ciudadano se asume, discursiva y prácticamente, como ente social.

El drama se halla precisamente allí. En Chile se ha venido configurando una ciudadanía que no reconoce su sociabilidad y que, por el contrario, desconfía de lo asociativo. Ahora bien, teniendo en cuenta a la sociedad civil como componente extraeconómico de la dinámica económica nacional y teniendo en cuenta que se trata de una sociedad civil frágil, atomizada, escasamente activa y compuesta por una mayoría de ciudadanos distantes e indiferentes a lo asociativo y público, se hace más comprensible el porqué de la hipótesis acerca de una eventual crisis regresiva.

En primer lugar, porque la debilidad organizativa, cultural y valórica del entorno global (sociedad civil) en el que se desenvuelve la actividad económica dificulta la materialización de los aportes que la colectividad puede hacer para el mejor funcionamiento de la economía. En segundo lugar, porque de mantenerse en el tiempo los actuales índices de la economía (y todo hace prever que así será) es muy probable que ello tienda a repercutir en un mayor deterioro de la sociedad civil. En tercer lugar y como consecuencia de lo anterior, a menor solidez de la sociedad civil son más las posibilidades de desordenamiento social, de exacerbación grupal de lo corporativo y de descompromiso colectivo e individual con los problemas generales del país. Y, en cuarto lugar, porque situaciones de desordenamiento social suelen acompañarse rápidamente de indisciplinamientos políticos, pudiendo alcanzar éstos hasta las instituciones estatales.

Cabe advertir que no debe entenderse desordenamiento social sólo como la proliferación de manifestaciones explícitas de descontento y demandas. El desordenamiento social más agudo y erosionante es aquel que se encuentra en lo cotidiano y molecular, en la abulia, en la displicencia ciudadana, en el abandono de conductas que atañen al bien colectivo, etc.
Es evidente que en un cuadro como el descrito se tornan muy factibles las tendencias involutivas.

Sociedad civil y proyecto nacional

Atender a la importancia de la sociedad civil y a los problemas que la aquejan debería ser un foco de preocupación prioritario para las elites dirigentes. Obviamente, por lo dicho acerca de las amenazas involutivas pero sobre todo porque a diario toma más consistencia la idea que el progreso del país requiere de acuerdos sobre un proyecto nacional. Gobierno, partidos políticos y empresarios no son toda la Nación. Si se habla en serio de proyecto nacional, la convocatoria debe incluir a la sociedad civil, que tampoco está enteramente representada ni termina en unas pocas y esmirriadas organizaciones sindicales y sociales.

Convocar a la sociedad civil a un proyecto nacional – que hoy prioriza el crecimiento y el empleo – implica, simultáneamente, políticas destinadas a su revalorización y a su revitalización. Políticas que no aluden sólo al tema de las organizaciones sociales de base, como normalmente se piensa, sino que aluden en especial a la revalorización de las contribuciones que la sociedad civil hace al desarrollo nacional y que no son otras que las que ejecutan la inmensa mayoría de sus integrantes, destacándose, en primerísimo orden, el trabajo, el trabajo simple y rutinario. Y aluden también a revitalizaciones en el ámbito de lo cultural y valórico del sentido de pertenencia a una sola y misma sociedad nacional, por ejemplo; o el de la trascendencia de lo asociativo para los mundos populares; o el de la condición igualitaria ante el derecho de las personas, etc.

Vigorizar la sociedad civil por esas vías requiere mucho más que discursos o campañas publicitarias. Requiere de políticas sistemáticas y de efectos tangibles. El sentido común, la opinión pública, se cultiva preferentemente desde la experiencia, desde la observación empírica. La cultura masiva, por ejemplo, jamás va a internar como veracidad el principio de igualdad ante la ley mientras coexistan experiencias tan disímiles como la actitud de carabineros en Alto Hospicio y la que tuvo frente al crimen perpetrado por un oficial del Ejército en Viña del Mar.

Instalar ahora estas discusiones tiene cierta urgencia. La Agenda Pro Crecimiento y Pro Empleo que prepara el gobierno y los gremios empresariales puede transformarse en un proyecto que subsuma, minimizando otras metas u objetivos que necesariamente debería incluir un proyecto nacional para ser tal. Es más que probable, a su vez, que esa agenda implique costos, sacrificios y cancelación de expectativas económicas para los conjuntos sociales masivos. Implicancias, por lo demás, técnicamente comprensibles. Lo que no sería comprensible es que las políticas públicas, junto con plantear sacrificios en determinadas áreas, renuncien también a esforzarse por mejorar la calidad de vida de la ciudadanía actuando en áreas deficientes y cuyas deficiencias no están causadas – ni fundamental ni exclusivamente – por falta de recursos económicos. Las áreas susceptibles de ese tipo de acciones son muchas. Lo que importa es el establecimiento de ejes orientadores de políticas destinadas a sostener más perentoriamente líneas de progreso social, a la manera de decir del PNUD en su último informe sobre Chile “Más sociedad para gobernar el futuro”.

De lo contrario, si la única oferta será i) la Agenda Pro Crecimiento y Pro Empleo (cuyos beneficios masivos son inciertos y de seguro tardarán en llegar); y ii) la mantención inercial de las políticas sociales actuales, la sociedad civil no se incorporará como actor en ningún proyecto y tenderá a comportarse contestatariamente, lo que puede redundar en una mayor precarización de sus conductas, con los consecuentes efectos negativos abordados en la hipótesis de crisis involutiva.