Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates

Congreso Socialista

Antonio Cortés Terzi

AVANCES de actualidad Nº 29
Marzo 1998

I. CONTEXTOS

Los riesgos de la banalidad

El momento político y las circunstancias que van a rodear al Congreso de los socialistas, a realizarse en mayo próximo, arriesgan a hacer de éste un evento muy instrumental y circunscrito a dos o tres materias de interés político-electoral. Las discusiones previas al evento no debieran soslayar tales riesgos.

Cabe la posibilidad, por cierto, que la candidatura de Ricardo Lagos se instale como eje esencial de los debates y de las resoluciones y, sobre todo, como atmósfera, esto es, como una etérea presión ordenadora y conductora de todos los puntos a discutir.

Los alineamientos internos se presentarán de manera bastante frágil. En primer lugar, porque allí no habrá nada o muy poco que definir en términos de poderes partidarios. En segundo lugar, porque virtualmente todos los liderazgos tendenciales están comprometidos en el estado institucional y político en que se encuentra el socialismo y, sobre todo, son igualmente responsables de los malos resultados en la última elección parlamentaria. Lo que naturalmente los convoca a una fuerte solidaridad grupal. Y en tercer lugar, porque se ha hecho cada vez más ostensible la instalación dentro del PS de una transversalidad “laguista” que cruza a las tendencias y que se ha venido convirtiendo, en la práctica, en un verdadero grupo de poder, sustituyendo institucionalidad y a las propias y tradicionales tendencias.

Al manejo de la realidad interna actual del PS y de sus políticas, sólo se les enfrenta un criticismo y una oposición difusa, sin estructuración y sin liderazgos. Es factible, no obstante, que alguna tendencia o subtendencia, o alguna personalidad socialista, caiga en la tentación de pretender movilizar la dispersión inconformista. Lo más probable, sin embargo, es que ese suceso forme parte de esa ritual mecánica que consiste en resistir un poco para negociar mejor con el estatus.

Vistas así las cosas, el Congreso del PS puede limitarse a tres propósitos básicos:

• reinstitucionalizar la candidatura de Ricardo Lagos;

• preparar las condiciones para legitimar al grupo “laquista” de dirección interna; y

• neutralizar o mediatizar la relativa desafección que se ha venido produciendo en sectores del PS respecto de dicha candidatura y respecto de los propios liderazgos partidarios.

Para algunos, tal vez el socialismo no requiera ni no pueda esperar más de ese Congreso. Pero si se atiende a otros aspectos del contexto en el que se realizará, constreñirlo a tales fines sería una banalidad.

Centrifugacidades y riesgos históricos^

Desde el Centro AVANCE y desde hace ya un buen tiempo, hemos insistido en la tesis del término de un ciclo político, que también puede leerse como “fin de la transición”, aunque ello sea sólo parte de lo que implica la finalización de un ciclo. Como este concepto provoca excesivas y arbitrarias polémicas, repetimos aquí dos de los significados precisos que le damos.

a) Se han agotado las formas y los tipos de relaciones políticas que son propias de una transición y que básicamente tienen que ver con la mutua voluntad de los adversarios de privilegiar la negociación para llegar a acuerdos por sobre la medición de las correlaciones de fuerza a través de la activación de ellas.

b) La evolución política y socio-estructural del país ha ido poniendo temas nuevos, reformulando a agravando temas viejos, que tienden a subsumir en ellos los llamados temas de la transición. No prestar atención a estos cambios conlleva al peligro de pérdida de audacia y de actualidad de los pensamientos de izquierdas y progresistas. Por ejemplo ¿las imperfecciones democráticas del sistema político o de las leyes laborales son sólo producto de los legados dictatoriales o lo son también, y de manera creciente, de inadecuaciones más globales a las realidades que surgen de las modernizaciones?

La extinción de un ciclo político está siendo acompañada por fuertes síndromes de dispersión y desorientación que afectan a los principales actores políticos. Fenómeno natural puesto que la política chilena se ha organizado, casi por completo y durante más de dos lustros, por y para la transición. Tanto es así, que hasta las metas históricas o programáticas de los partidos progresistas llegaban, de hecho, sólo hasta el imaginario de una post transición.

En la medida que avanza la configuración de un nuevo ciclo los proyectos están demandados de replanteamientos. Pero no lo están menos las alianzas políticas y sociales.

La derecha se anuncia mejor espectada para enfrentar el nuevo ciclo inicial. Antes que todo, porque visualizó mejor cuáles iban a ser los escenarios post transición. En segundo lugar, porque – dato de suma importancia –la derecha ha logrado construir un “bloque histórico” que en su matriz sustancial se ha mantenido inalterable desde el período dictatorial. Las fuertes controversias y divisiones entre los partidos de derecha han llevado a engaños. Tales fenómenos se dieron casi exclusivamente en la esfera de la política partidista. No tuvieron su origen ni se extendieron seriamente hacia los sustentos socio-estructurales del bloque derechista. Por cierto que ese sostén “clasista” orgánico y de larga data le significa a la derecha una inmensa fuente de potenciación para el futuro. Tanto más cuando desde la última elección parlamentaria comenzó un claro proceso de construcción de una nueva hegemonía política que se anticipa capaz de consolidar un liderazgo político, factor que hasta ahora había sido la gran debilidad del bloque.

En el campo progresista la situación es casi a la inversa. El bloque político constituido en la década de los ochenta no ha sido capaz de devenir en “bloque histórico”. Incuso lo que éste tuvo germinalmente se encuentra en etapas regresivas. La Concertación es cada vez más una simple alianza política que se sostiene, en lo fundamental, por un genérico sentimiento “anti-pinochetista” y por una suerte de “bismarquismo”, o sea, por el hecho de ser alianza gobernante. Los adhesivos culturales y programáticos, el “mito” histórico aglutinador, el sentido emocional y colectivo de pertenencia, el sustento sociológico activo, etc., factores todos que hacen a un “bloque histórico”, o no están presentes o sus presencias son muy menguadas. Ello no implica declarar su inexistencia. Son factores latentes y susceptibles de reorganización, pero a condición de asumir dos cuestiones: que no se regenerarán espontáneamente, sino a partir de políticas predefinidas y que, probablemente, conlleven a hechos y periodos tensionantes – incluidas posibilidades de escisiones -, como sucede en todo proceso de transformación real.

Si lo anterior es correcto, la elección de 1999 y los acontecimientos políticos que le van a preceder pueden tener como efectos:

a) la postergación de los movimientos refundacionales de la Concertación;

b) la aceleración de los mismos, o

c) su cancelación indefinida.

Estas tres opciones deberían ser materia del Congreso Socialista, primero, porque son opciones y no fatalidades y, segundo, porque son claves al momento de definir una estrategia política.

II. PROYECTO SOCIALISTA: UNA DEFINICIÓN ESTRATÉGICA

Por cierto que estas cuestiones de estrategia política se engarzan con el tema del proyecto socialista para el estadio histórico.

La modernización capitalista es la que moldea los escenarios y los parámetros sobre y desde los cuales el socialismo debe repensar su proyecto. La modernización capitalista es una impronta insoslayable de lo contemporáneo y que se impone en Chile tanto por la inercia de la mundialización como por impulsos internos.

Hasta ahora, la idea de modernización como epifenómeno de lo contemporáneo, ha sudor asumida por el pensamiento y las políticas socialistas, a pesar de los mohines de algunos de sus sectores.

Sin embargo, en lo cual el socialismo no ha sido suficientemente categórico o franco es en la asunción de la modernización en su especificidad se: se trata de una modernización del capitalismo que, lejos de negarlo en sí, lo reproduce y amplía.

Este es uno de esos temas que, por su pesadez “teórica”, desagradan a la política y que, no obstante, intervienen con una practicidad casi prosaica en el desarrollo de ella.

Las complejidades que plantea el tema han sido resueltas, hasta estos momentos, a través de tres fórmulas:

• simplemente a través de su soslayamiento empírico;

• inventando razonamientos ideológicos que “demuestren” que la fase actual del capitalismo no es capitalista, por consiguiente la modernización y/o modernidad escapa a las lógicas y conflictos del capitalismo permitiéndole al socialismo instalarse cómodamente en este novedoso, novísimo e inédito ámbito histórico;

• amparándose en viejos axiomas marxistas que teóricamente sugieren que el desarrollo de la modernización capitalista, ahora sí, incubará las contradicciones y condiciones factibilizadoras de una nueva y superior sociedad.

Cada uno de estos discursos ha sido funcional tanto para la convivencia de la heterogeneidad socialista como para su desenvolvimiento en el aquí y el ahora de la transición. Pero el nuevo ciclo político anuncia con perentoriedad sus insuficiencias y obsolescencia.

Socialismo en el capitalismo

A partir del supuesto que el socialismo se inscribe y compromete su proyecto en la modernización del capitalismo, se plantean definiciones, consecuentes a ese supuesto, mucho más radicales y dramáticas, al menos discursiva y doctrinariamente, que las que hasta hoy se han explicitado. Puntualizamos algunas de ellas, menos con la intención de definirlas categóricamente que de polemizarlas.

1. El socialismo ya no es una fuerza anti-capitalista en lo que constituyen esencialidades de ese sistema: propiedad privada, relación capital/trabajo asalariado, organización mercantil de la economía, etc.

2. La figura política de revolución y como instrumento clave del cambio social no es una opción socialista, por cuanto ésta no postula ni el quiebre del capitalismo ni tampoco la instauración revolucionaria de un ordenamiento social antagónico.

3. La dinámica genérica del capitalismo permite opciones de desarrollo expresables en efectivo progreso social integral y socialmente expansivo.

4. Las estrategias políticas del socialismo respecto del capitalismo ya no están regidas por el antiguo trinomio conflictividad-destructividad-revolución sino por el trinomio conflictividad-propositividad-reformas.

Aceptando lo anterior, los socialistas deberían concluir, con dolorosa pero con plena autoconciencia, que el capitalismo no nos es ajeno. Quizás en esta paráfrasis esté el punto clave y sintético de una efectiva renovación y reconstrucción del pensamiento y de la política socialista. Mientras tal concepto se remoce o se oculte con ideologismos, o se manifieste a través de intrincadas elipsis, no se podrá hablar de la existencia de un pensamiento colectivo y uniformador del socialismo, ni menos de una capacidad intelectual, con rango teórico, que le dé un sustento contemporáneo.

El socialismo vive empíricamente con esta noción, aunque de manera difusa o inconsciente, sin respaldo en una conceptualización confesa. Tal ambivalencia da lugar a la emergencia de dos conductas, tal vez, también difusas o inconscientes.

Una sigue la siguiente lógica: si no está históricamente planteada la transformación cualitativa del capitalismo, entonces el socialismo deviene en una suerte de negación pasiva de éste, de resistencia a sus leyes y dinámicas. Convertida en política, tal conducta conlleva a considerar el socialismo como simple instrumento protección, de defensa, de voz, de demanda de los conjuntos sociales desprotegidos, subordinados, discriminados. Se auto-erige en fuerza puramente contestataria, sin “compromiso” ni responsabilidad respecto del funcionamiento global del capitalismo. En el fondo, hay allí una virtual renuncia a la política en su connotación de voluntad de poder y un acercamiento a una moralidad filantrópica, humanitaria, para terminar siendo un socialismo políticamente desarmado.

La otra conducta bien puede describirse como de “socialismo desalmado”. Proviene de la asimilación acrítica de la esencialidad capitalista – lo que, de todas formas, permite una criticidad marginal – y de su casi plena y de hecho integración a las cosmovisiones que derivan del funcionamiento experimental del capitalismo y/o que la racionalizan discursivamente. (1)

En tal sentido es que se trata de un socialismo “sin alma”, en el entendido que el ethos socialista es su oposición a la racionalidad sustantiva del capitalismo. Sin ese ethos, el socialismo es indistinguible y prescindible.

Así, mientras la primera conducta reseñada es producto de un escepticismo histórico, de una fatiga de la política como actividad del poder, la segunda resulta de un renunciamiento a la acción político-histórica, de un convencimiento acerca del “fin de la historia” (en el buen sentido que esta categoría es manejada por Fukuyama) y de la convicción que la política no puede tener más que alcances pragmáticos, impuestos por una realidad ya prefigurada que apenas acepta modificaciones en sus formas.

En el fondo, pareciera ser que, abandonada la teoría y la aspiración a la revolución, el socialismo hubiera quedado vaciado de contenido propio y que ha devenido en un ente que busca su pervivencia en el eclecticismo y/o en refugio de doctrinas que deambulan por el mundo desde hace mucho tiempo, varias de ellas desde antes de Marx.

La fragilidad doctrinaria que muestra el socialismo criollo está muy relacionada, de un lado, a cierto grado de simplificación en el tratamiento de los dilemas que le han surgido a propósito de las transformaciones universales de los últimos lustros y, de otro, a algún nivel de indiferencia y de desvalorización política de la práctica teórica.

En efecto, el desconcierto en el pensamiento colectivo socialista tiene un punto de partida en la siguiente simplificación: o su pensar y actuar político lo realiza asumiéndose comprometido con el desarrollo de un capitalismo históricamente afianzado y abandona, por ende, la idea de cambio social; o retorna a la idea del imperativo del cambio social y levanta nuevamente banderas anti-capitalistas. Dicho de otra manera, o renuncia a la idea de revolución y se aliena al capitalismo o se desalinea de éste y retorna al ideario revolucionario.

Por cierto, no es con esta crudeza que se plantean las cosas dentro del socialismo. Pero el dilema descrito es el que realmente subyace en muchos de los ejercicios intelectuales que tienen lugar entre sus filas y, sobre todo, es el provocante de un innegable y prolongado desasosiego intelectual y emotivo que circula por sus cuerpos más masivos. Y más aún: es también causal de no pocas ambigüedades en los ámbitos de definiciones políticas y de políticas programáticas y/o gubernamentales.

Es innegable que las imprecisiones doctrinarias no han puesto al socialismo en situación catastrófica y que su dramatismo se vive de manera más bien introvertida. Pero ello tiene razones circunstanciales. En primer lugar, la larga transición chilena ha subsumido estos problemas y por buenas razones. Y en segundo lugar, porque, merced al radicalismo neoliberal que opera en Chile, el enfrentamiento con él ha exigido políticas y discursos que en apariencia recogen el binomio anti-capitalismo/cambio social. Pues bien, la transición no es eterna y el neoliberalismo, en todas las latitudes, tiende a perder su condición de doctrina oficial del capitalismo contemporáneo. Es decir, el socialismo empieza a ser demandado cada vez con más premuras para responder a esos postergados dilemas.

Decíamos que tales dilemas tienen mucho de simplicidad y de falta de rigor analítico. En realidad, renunciar a la revolución no es sinónimo irrestricto de renunciamiento al cambio social, y el cambio social no implica necesariamente negación destructiva del capitalismo.

Así surgen para la reflexión dos cuestiones: ¿cuál es el cambio social que objetivadamente sugiere la dinámica actual del capitalismo y cuáles son las modalidades que debe revestir el cambio? En palabras sintéticas, es menester historizar la calidad y las mecánicas del cambio social.

Permítasenos un paréntesis. Sin duda que cambio social y revolución – en el concepto y la práctica histórica que ésta ha tenido – son categorías unificadas en la tradición de izquierda y que esta unificación se hizo, intelectualmente, sobre el supuesto de la teoría marxista y teniendo en cuenta, además, las experiencias revolucionarias del siglo XX. Pero, cualquier análisis sobre esta materia nos arroja una conclusión paradojal: ninguna de las revoluciones paradigmáticas para la izquierda universal – Rusia, China, Cuba – fueron revoluciones que se correspondieran con las hipótesis de Marx para tales efectos, ni se llevaron a cabo por “exceso” de capitalismo en esas naciones, sino, más bien, por “escasez” del mismo. ¿Por qué, entonces, asociar cambio social en el capitalismo con revolución?

Cambio social en la modernidad

El capitalismo ha permitido siempre autotransformaciones que interesan a la cultura política socialista y que, por lo mismo, le crean márgenes para políticas propias que, no siendo anti-capitalista, resisten y devienen en alternativas a políticas provenientes del corporativismo del capital.

En el pasado, y en el caso específico de Chile, los instrumentos empleados para tales efectos fueron, principalmente:

• El impuso y fortalecimiento del Estado desarrollista, regulador, productor y empleador.

• La lucha social a través de poderosas organizaciones de trabajadores y asentadas conductas contestatarias.

• La presencia política de una considerable fuerza de izquierda claramente imbricada con las demandas de los universos laborales y subalternos.

El agotamiento del desarrollismo y con él del modelo de Estado tradicional debilitó y/o extinguió las formas precisas y los usos concretos de esos instrumentos. Razones estructurales e históricas hacen inviable su recomposición con los mismos rasgos del pasado.

En suma, lo que está planteado es el debate acerca de cuáles son hoy los instrumentos, y/o las adecuaciones que requieren estos instrumentos tradicionales, para los efectos de desarrollar políticas de cambio social.
Para responder aquello es menester identificar las características del estadio actual del capitalismo. En lo grueso, es un estadio signado por radicales y acelerados procesos de modernizaciones que tienden a instalar universalmente los idearios ancestrales de la modernidad. En tal sentido, es una fase expansiva, estructuralmente revolucionaria, plagada de autotransformaciones.

El capitalismo e, incluso, su expansión, a la que se le ha denominado modernización, no ha dejado de ser intrínsecamente contradictorio. Y esto último merece una observación muy categórica. Dentro del progresismo se expresan sectores que consideran la modernización o lo moderno como una virtual alternativa al capitalismo o, por lo menos, como una dinámica que resuelve o minimiza las contradicciones capitalistas. Tanto así que de manera muy improvisada se ha querido identificar al socialismo como una suerte de paladín de la modernidad capitalista en sí. La verdad es que la modernización entraña conflictividades intrínsecas al capitalismo.

En lo que sí se puede coincidir es que la fase modernizadora implica y conlleva, dentro de la conflictividad, a potencialidades progresistas dentro del capitalismo. Pero esto a condición de que tales conflictividades se expresen y de que se identifiquen los movimientos modernizadores que apuntan hacia el progreso en dimensión histórico-social. Dicho en otras palabras, la etapa modernizadora del capitalismo abre cauces para la integración a ella de políticas sociales siempre y cuando se entienda que:

• la modernización no puede reducirse a la introducción de nuevos y mayores recursos tecnológicos y de racionalización económico-productiva;

• la modernización es en sí conflictiva y, por consiguiente, requiere tanto de una cosmovisión socialista que permita disputarla como del activismo de fuerzas sociales y políticas interesadas en competir por su condición.

Quizás si una de las cuestiones más interesantes originadas en el universal y profundo proceso de modernización capitalista provenga de lo siguiente: el capitalismo ha avanzado a pasos agigantados respecto de su propio ideario y lo previsible es que dentro de plazos históricos breves no tenga más imaginarios históricos que su simple autoreproducción inerte y tediosa. El capitalismo ya no sabrá qué hacer con el futuro. La tesis de Fukuyama tiene esa doble lectura: canceló al socialismo o a cualquier otro modelo de orden social distinto del capitalismo, pero canceló también a éste como fórmula creativa para la humanidad. El imaginario socialista, en este mismo orden de ideas, puede devenir en necesidad histórica ante la desorientación trascendente del capitalismo.

Podría decirse, en el ámbito de la especulación filosófica, que los formidables éxitos de la sociedad capitalista en el uso y la realización de la racionalidad instrumental, le retornan al socialismo la posibilidad de reinstalarse como utopía: la de la realización humanista del orden social, ya no como imposición revolucionaria, sino como despliegue gradual de nuevas y diversas formas de organización societaria y de recreación cultural de las relaciones sociales.

El despliegue político de una concepción sucinta y desordenadamente expuesta, convoca al tratamiento específico de tres cuestiones.

La primera dice relación con el Estado, su concepción y sus formas. La vindicación del Estado-regulador es ampliamente insuficiente si se trata de buscar reordenamientos sociales sustantivos. Para recoger todas las potencialidades conflictivas que pueden hacer de la modernidad una figura que nos acerque al racionalismo humanista, es menester redistribuir el poder al seno de la sociedad capitalista. Regular los poderes económicos no lleva necesariamente a ese objetivo. Para estos efectos, lo medular radica en la institucionalidad democrática, la cual también debe ser pensada en función de las nuevas modalidades que caracterizan a las sociedades modernas. Es decir, si bien la democracia representativa no está obsoleta, muchos de sus rasgos se encuentran rezagados ante la emergencia de situaciones de poder inexistentes a los momentos que ésta fue concebida y edificada.

La segunda cuestión se conforma en trono al problema de reidentificar y reorganizar las fuerzas sociales que le den sostén a una política socialista de envergadura histórica. Los niveles alcanzados por “lo privado” en todas las esferas de la vida social han puesto, como nunca en la historia, a la sociedad civil como campo de batalla del poder político. El mundo conservador dispone allí de una organización espontánea y de fuerzas que por natura ocupan lugares de mando. El progresismo está ostensiblemente desorganizado y debilitado en esas esferas, pese a disponer de enormes potencialidades para su desarrollo.

Y el tercer punto alude a la fuerza política estructurada – partidos, alianzas o movimientos -. Más allá de ciertos dramas coyunturales harto conocidos y que delatan una profunda pérdida de sentido del valor de la organización política, un aspecto fundamental a renovar en las estructuras políticas se refiere a la necesidad de adecuarlas a la pugna por la “hegemonía cultural”. Ya no se trata de debates ideológicos en el que los discursos se facilitaban por la profunda escisión de las cosmovisiones y proyectos de sociedad puestos en juego. Si el desafío es ahora por la conducción cultural y política de los procesos modernizadores, es evidente que las organizaciones políticas están exigidas de manera muy distinta en lo discursivo y operacional.

Notas:

(1) Demostrativo de lo dicho es la siguiente observación. Cuando estas conductas se expresan críticamente sobre el capitalismo chileno, lo hacen en tanto éste contradice aspectos del capitalismo desarrollado, principalmente europeo, y no en virtud de esencialidades intrínsecas al capitalismo como totalidad.