Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

¿Crisis de los partidos o crisis de los partidos “amateur”?

Antonio Cortés Terzi

AVANCES Nº 43
Agosto 2002

“El Partido Socialista es un partido de gobierno… debe construirse una mentalidad análoga a la de la clase burguesa, análoga en el arte de gobernar”
Antonio Gramsci

Con recurrencia se lee o se escucha acerca de la llamada “crisis de los partidos”. Crisis que se supone identificada en situaciones como las que siguen: elevadísimos índices de desprestigio social; desvalorización, en la opinión pública de sus funciones y aportes a la vida colectiva; juicios negativos acerca de la eticidad de sus propósitos y conductas; escasa o ninguna gravitación en los procesos reales de toma de decisión que apuntan al bien común; imagen que son entidades que privilegian sus intereses corporativos; alejamientos de los mundos sociales y populares; discursividad en absoluto confiable; organizaciones cruzadas por exacerbados juegos de tendencias y de pronunciado personalismo de sus líderes, por consiguiente, altamente indisciplinadas; etc.

Todas estas situaciones tienen, por cierto, basamento en realidades. Pero para precisar los diagnósticos sobre el cuadro crítico efectivo que afectaría a los partidos es menester tomar algunos resguardos.

CRISIS REAL Y CRISIS ARTIFICIAL

En primer lugar, hay que entender que el descrédito que se yergue sobre los partidos está inmerso en el descrédito más genérico que afecta a la política y a sus instituciones.

En segundo lugar, si los partidos aparecen como las instancias más desprestigiadas de la política se debe, en parte, al hecho que son las más desconocidas para el ciudadano común y las que más sufren por el uso en su contra de estereotipos prejuiciosos.

Y en tercer lugar, tampoco puede dejar de tenerse en cuenta un fenómeno universal que tiene que ver con la existencia de un discurso anti política y anti partido repetidos hasta el hastío por dos poderes de gran envergadura.

• De un lado, por un poder conformado por una neoderecha que articula orgánicamente el corporativismo-político de la derecha con el corporativismo-empresarial y que confluyen en una ideología y en una política que busca programáticamente la minimización del Estado y de lo público, es decir, de los dos espacios que son, por antonomasia, los espacios esenciales de preocupación y de desenvolvimiento de la política y de los partidos: la actividad (la política) y los instrumentos (los partidos) a través de los cuales la ciudadanía, preferentemente, y pese a las imperfecciones de la política y de los partidos, puede participar en las decisiones de rango social y puede protegerse de las tendencias privatizadoras de las decisiones que comprometen el interés general. En definitiva el discurso antipolítico y antipartido es un componente ideológico y programático del pensamiento neoliberal que, entre otras cosas, apunta a la máxima mercantilización de lo público y del acotamiento del Estado a labores dominantemente administrativas.

• De otro lado, por un poder mediático, principalmente televisivo que ope-ra de hecho contra la política y contra los partidos por varias razones, una de las cuales, la más importante y estable, resulta del desarrollo espontáneo de una ideología corporativa de los medios que propende a la permanente com-petencia con la política y sus actores.

Sería un error el visualizar esta propensión de los medios como una decisión y acción puramente conspirativa, adoptada con “mala fe”. Aun cuando en algunos casos están presentes motivos de esa índole, lo principal se encuentra en otra cosa.

Los mass media y su ambición de poder

Los medios de comunicación como tales, como subestructura con relativa vida propia, han adquirido una enorme influencia en la creación de opinión pública y en las dinámicas de culturización social. La autoconciencia de esa influencia ha llevado a los medios i) a afirmar sus convicciones de que forman parte de las estructuras de poder de una sociedad y tienden a comportarse con lógicas de poder y, ii) a construir un discurso que tiene como finalidad responder a su condición de estructura de poder, a reproducir y ampliar tal condición. Es decir, el discurso mediático tiene también intencionalidad proselitista, esto es, apunta a ganar adeptos, seguidores de su función de poder. No busca sólo clientes o consumidores. Busca también consolidar a los medios como liderazgos dirigentes, como liderazgos políticos de facto. Es por eso que en la actualidad el concepto medios, en rigor, es equívoco. Los medios ya no sólo median entre la información, el discurso y el público, sino que crean sus propias agendas informativas y discursos. En gran medida han devenido en centros de construcción y difusión de ideas.

Estas nuevas características de los medios de comunicación son una primera fuente de natural rivalidad con la política y con quienes la ofician. Pero hay otra que tiene orígenes más prosaicos.

Los medios perviven de la publicidad. El gasto mayor en publicidad lo desembolsan las grandes empresas articuladas a grandes grupos económicos. Estos están en constantes conflictos con la política en general y muy en particular con la política adscrita a los pensamientos progresistas.

Tampoco se trata aquí de una mirada paranoica desde la política hacia la empresa privada. Se trata de la simple constatación del funcionamiento de sociedades regidas por economías de mercado, en las cuales es intrínseco el conflicto, latente o manifiesto, entre el poder de lo público y el poder de los propietarios privados. Para estos últimos es una cuestión de interés que la política vea extremadamente acotados sus espacios de manera de limitar su capacidad de intervenir en la operatoria de las “libres leyes del mercado”.

Los representantes de los medios de comunicación y el periodismo corporativizado niegan con vehemencia la realidad descrita, les irrita que se les mencione, pero en privado reconocen que, al establecer sus líneas editoriales, sus pautas investigativas e informativas, deben recordar los rostros de sus anunciadores.

Lo dicho hasta aquí ocurre de manera bastante similar en todas sociedades contemporáneas. Pero en Chile el fenómeno se acentúa porque en los medios de comunicación confluyen todos o casi todos los elementos que promueven la antipolítica. En efecto, la inmensa mayoría de los medios más gravitantes son propiedad de sujetos que profesan o simpatizan con las ideas de la derecha o neoderecha. Los grupos económicos y grandes empresas (los principales contratadores de publicidad) y los gremios empresariales están, en un altísimo porcentaje, dirigidos o gerenciados por personeros que también suscriben ese tipo de ideas. A diferencia de lo que sucede en otros países, en Chile virtualmente no existen tensiones ideológicas y/o corporativas entre, por ejemplo, los dueños de los medios y los más poderosos anunciadores, tensiones que allí donde existen al menos morigeran el manejo ideologizado y proselitista de los medios.

En Chile, los diversos actores que determinan la orientación de los medios se complementan y por ende potencian la discursividad antipolítica y antipartidos.

Y el asunto se agrava aún más habida cuenta que en nuestro país se ha venido imponiendo un periodismo y un tipo de periodistas sin personalidad medianamente autónoma, sin – o con escasa – prestancia profesional y muy cercanos a la obse-cuencia ante el poder de los propietarios de los medios y de sus copropietarios, las grandes empresas que pagan la publicidad. Para el periodismo y el periodista medio – que es el que a la postre y por lo general (con excepciones por cierto) llega a las primeras líneas – lo “políticamente correcto” es hacer ostensible su criticismo per sé hacia la política y los políticos. Actitud que es independiente de las convicciones o simpatías ideológicas o políticas que íntimamente sostengan. Para un periodista de derecha el gesto antipolítico le emana con espontaneidad. Los periodistas que rondan por las atmósferas de la centro-izquierda, del concertacionismo, recurren a piruetas un tanto grotescas y risibles: disfrazan su gesto antipolítico, su disciplinamiento a lo “políticamente correcto” con una discursividad que imita la discursividad del progresismo-liberal o del radicalismo de izquierda, quieren lucirse como antipolíticos con ropajes doctrinariamente liberales, progresistas o izquierdistas, pero el resultado es el mismo: en Chile el periodista medio ya no ejerce una “profesión libre”.

LOS PARTIDOS MODERNOS: UN AVANCE CIVILIZATORIO

Distinguir entre los datos reales que informan sobre una crisis de los partidos y aquellos que son artificialmente presentados como tales por discursos comunicacionales, es sólo una de las distinciones que debe hacerse al momento del análisis. Es necesario diferenciar también entre otras cuestiones, para lo cual hay que responder si la crisis alude a las forma-partidos, al aparato-partidos o a los partidos en su propia esencialidad. Es menester aclarar si la crisis se debe a la obsolescencia de cómo se han organizado los partidos hasta ahora, de las maneras en que han cumplido tradicionalmente sus funciones, de sus mecanismos de vinculación con la sociedad, etc. o se debe a la obsolescencia de los partidos en sí, de la relevancia que tuvieron como instrumentos de la política o, más aún, como instancias requeridas para el buen devenir del orden social.

Explícita o implícitamente, en los últimos años y en algunos sectores políticos e intelectuales se ha venido desarrollando la idea que los partidos ya no son instancias imprescindibles para la actividad política y que su pervivencia o no es casi intrascendente. Que la gente vota por las personas y no por los partidos; que ya no existen proyectos políticos radicalmente distintos; que las diferencias en política son, básicamente, de carácter técnico y con grados de diferenciación apenas de matices; que los dirigentes políticos de hoy se relacionan con la ciudadanía a través, principalmente, de los medios de comunicación, etc. son frases reiteradas y que, consciente o inconscientemente, confluyen en la hipótesis de un próximo fin de los partidos o de su minimización, toda vez que tales frases en el fondo son argumentos que apuntan a una declaración de obsolescencia de las funciones de los partidos. Ergo, lo que sugiere esta idea es que la crisis de los partidos es una crisis terminal.

En la antípoda se encuentra otra posición – proveniente por excelencia de las filas de las dirigencias partidarias – que reduce la crisis de los partidos a problemas simplemente instrumentales, orgánicos y que se verían agravados, en algunos casos, por problemas de orden ético y moral (situaciones de corrupción, competencia excesiva y desleal entre personalidades, febles lazos de camaradería, etc.) De allí que en los últimos años, todos o casi todos los partidos hayan aventurado fórmulas orgánicas modernizadoras: extensión del sufragio universal en las elecciones internas, discriminación positiva para mujeres y jóvenes, mecánicas para favorecer la presencia de las estructuras regionales, relajamiento de las normas disciplinarias, virtual legitimación de las fracciones o tendencias y de las disputas públicas entre ellas o sus representantes, etc. Medidas que a la luz de las realidades partidarias actuales han servido de poco o nada.

Dicho sea de paso, paradójicamente el partido reconocidamente de mejor funcionamiento y de mayor eficacia política y electoral ha sido el menos innovador y el que más se ha ceñido a los parámetros conceptuales tradicionales acerca de organización partidaria: la UDI.

Los partidos deberían empezar por apreciarse a sí mismos antes de pretender el aprecio social. Uno de los síntomas más claros de la crisis quizás sea la desafección que muestran los militantes y hasta dirigentes respecto de su propia organización. Y para apreciarse hay que valorarse.

Pensar y pronosticar el fin de los partidos es fruto de ignorancia supina u oculta el propósito de una oligarquización abierta de la política y del poder.

Los partidos son parte consustancial a la política. Mientras exista política existirán los partidos. Y la política existirá mientras existan sociedades con necesidades que superan sus posibilidades de satisfacerlas todas e íntegramente y con los conflictos que derivan de esa contradicción originaria.

La política no crea conflictos. Los recoge de una realidad social contradictoria, los reproduce en un plano más global, los explicita y los resuelve. Bien o mal, pero los resuelve.

La realidad social contradictoria es asumida por los sujetos de manera igualmente contradictoria, o sea, con miradas distintas, con intereses diversos y con proposiciones que jerarquizan y priorizan de manera diferente las soluciones. Esas divergencias naturales, espontáneas, insoslayables impelen a la formación de partidos, es decir, a la organización de los partidarios de unas u otras visiones sobre las realidades conflictivas y de unas u otras alternativas de solución.

Es esa esencia, esa racionalidad real y necesaria de los partidos la que no desaparece ni puede desaparecer pues es intrínseca al devenir histórico. Por consiguiente, cuando se postula o augura la desaparición de los partidos, lo que en verdad se está postulando o augurando es el fin del tipo de organización a través del cual se han agrupado y expresado los partidarios de tales o cuales visiones y proyectos desde los albores de la era moderna, es decir, no el fin de los partidos sino la suplantación de sus formas conocidas por otras formas desconocidas, ocultas, sectarias e, inevitablemente, oligárquicas.

En efecto, la aparición de los partidos políticos modernos (nacidos en la era moderna) fue un enorme avance civilizatorio en y para el mundo occidental. Fueron los tipos idóneos de organización de los partidarios de corrientes que hasta entonces estaban excluidas del “*sistema de partidos” estructurado palaciega y cortesanamente*, y que estaban excluidas simplemente porque no accedían ni podían acceder a los palacios ni a las cortes. Los partidos modernos fueron el recurso orgánico que posibilitó la irrupción de la ciudadanía en los procesos políticos por la vía del respaldo a nuevos cuerpos políticos y dirigentes ofrecidos por los partidos y cuyos poderes derivaban, en lo medular, precisamente de ese respaldo.

Ese sustento histórico, racional-real de los partidos surgidos en la era moderna tiene hoy plena vigencia. Sin ese tipo de partidos los procesos políticos y las instancias de poder serían ocupadas por “partidos informales” conformados desde grupos sociales elitarios que poseen poder factual intrínseco y para los cuales el poder que emana de la condición ciudadana es superfluo y prescindible.

Los partidos como elites de la ciudadanía

Seguramente a cualquier partido, pero en especial a los de raigambre popular, les debe resultar ofensivo que se le defina como “estructura elitaria”. Pero los partidos son instancias elitarias y sus militantes son o debieran ser considerados y considerarse como integrantes de las elites de una sociedad.

El vocablo elite no es sinónimo ni de clases altas ni comprende de por sí privilegios. Una de las definiciones dadas por la RAE es “minoría selecta o rectora”.

Los partidos están constituidos, efectivamente, por minorías, y la condición de “selectos” o “rectores” no les está dada por ninguna “ley natural”, pero sí por la demanda de ser cuerpos dirigentes, gobernantes y por las exigencias de que sus miembros desarrollen capacidades direccionales y de gobierno, en el sentido lato del término.

El viejo concepto acuñado por Lenin de “partido de cuadros” alude, precisamente, a las cualidades de conducción social y política que debe tener un partido y sus militantes. Antonio Gramsci, recurriendo a su vasta categoría de “intelectuales”, razona de la misma manera: “Que todos los miembros de un partido político deban ser considerados como intelectuales, es una afirmación que puede prestarse a la burla y a la caricatura: sin embargo, si se reflexiona, nada hay más exacto. Se pueden hacer distinciones de grado, un partido podrá tener una mayor composición del grado más alto o del más bajo, no es esto lo que importa: importa la función directiva y organizativa, es decir, educativa o sea intelectual.”

Los partidos políticos que adscriben a las culturas humanistas y progresistas lejos de indignarse y negarse a ser vistos como elites (“como minorías selectas y rectoras”) deberían asumirse dignificados por ello.

No existen las sociedades autogobernadas por “el pueblo”, por la ciudadanía. Las sociedades son gobernadas por gobernantes y estos no nacen ni masivamente ni por “generación espontánea”. Provienen de elites. Las clases socio-económicamente altas pueden desarrollar con cierta facilidad sus propias elites gobernantes.

De hecho, por las posiciones sociales que ocupan muchos de sus componentes ejercen de por sí funciones direccionales.

Las llamadas clases medias cultas, léase especialmente profesionales, cuentan con una formación intelectual y con experiencias que también les facilitan la conformación de elites gobernantes. Pero, por cierto, no disponen de las mismas prerrogativas que las clases altas para realizarse como tales.

Las clases bajas, obviamente, se encuentran en claras desventajas para competir en los procesos de construcción de cuerpos y actores con capacidad de gobierno.

Pues bien, es la existencia de los partidos la que impide que estos desequilibrios se manifiesten en toda su magnitud. El gran aporte de los partidos es o debiera ser el de configurar cuerpos y sujetos que amplíen la oferta de elites gobernantes para que, con el concurso de la democracia, la ciudadanía como tal elija entre distintas opciones de instancias dirigentes. Sin partidos, la oferta sería extremadamente baja y de impronta oligarquizante. También lo es, cuando existiendo partidos, éstos no dimensionan su deber ser elite.

Crisis político-cultural

La crisis que afecta a los partidos es de rango totalizador, no es simplemente orgánica, ni sólo de formas y estilos, sino también de pensamientos, de concepciones.

Todas las culturas políticas, sin excepción – aunque con variaciones de grados – han visto interrogados sus antecedentes doctrinarios, ideológicos y programáticos a raíz de las céleres transformaciones y eventos históricos que se han sucedido, casi incesantemente, desde hace menos de tres lustros.

Pero sin duda que son los partidos de orientación humanista-progresista los más afectados por estos eventos y cambios. La consolidación del capitalismo “purificado”, amparada además en una hegemonía político-cultural, ha puesto en radical revisión a los tradicionales pensamientos contrarios (“anti”) o resistentes a un orden social basado en la “economía de libre mercado”. Pero el drama de esas culturas es todavía mayor, porque a la par de tener que responderse cuáles son hoy las políticas y proyectos progresistas dentro de los lindes del capitalismo deben responder también acerca de políticas y programas que den cuenta de los problemas emergentes y propios de la modernidad, también capitalística.

Las respuestas son todavía muy embrionarias, difusas y dispersas y ello, naturalmente, repercute en la calidad y consistencia de los partidos. Sin respuestas medianamente claras y uniformes las coincidencias y unidades de los partidarios de ayer son hoy muy febles. Los partidos de las culturas progresistas se mantienen hoy como tales más por evocación del pasado y por un comprensible afán de conservación que por razones de orden doctrinario y programático.

Esta realidad genera dos movimientos que tienden a reproducir la crisis de los partidos. De un lado, puesto que lesionan el “espíritu de partido” las reflexiones y debates requeridos no se llevan a cabo dentro de ese espíritu. Más bien se disgregan, compiten entre sí. Y de otro lado, el afán de conservación actúa como una fuente de temor a abrir institucionalmente todas las discusiones demandadas y con los crudos rigores intelectuales que merecen. Es decir, la crisis orgánica y la crisis de pensamientos se retroalimentan para producir una suerte de anquilosamiento, de perpetuación del estado crítico.

Sociedad civil: desplazamiento de relaciones de poder

Probablemente de todas las transformaciones que entraña la época moderna la que más afecta a los partidos, la que más indaga y cuestiona sus ancestros político-culturales y político-orgánicos, es la que tiene que ver con los cambios y debilitamientos de los aparatos del Estado y el consecuente y expansivo desplazamiento hacia la sociedad civil de relaciones de poder y funciones antaño monopolizadas o concentradas dominantemente en el Estado.

En este orden de ideas, la cuestión clave y poco asimilada es que la sociedad civil es un creciente campo de batalla política, es otro teatro de operaciones en el que se desenvuelven las relaciones de poder político. La sociedad civil tipificada por la economía “pura” de mercado, es un espacio donde no sólo están presentes conflictos sociales con una conflictividad política agregada, disimulada, indirecta. Es un espacio en donde se adoptan decisiones políticas o, en lo mínimo, es un espacio por el que pasa el proceso de toma de decisiones políticas.

¿Puede hoy el Estado definir por sí solo una política de crecimiento económico y de empleo? ¿Está el Estado en condiciones de conducir a plenitud el sistema educacional y las políticas educacionales? ¿El Estado posee capacidades de por sí para orientar con posibilidades de éxito una política cultural masiva? ¿El sistema de salud está bajo completo control del Estado? ¿Las relaciones laborales, la calidad de vida de las personas están bajo la tuición exclusiva y efectiva del Estado?

La pregunta, en resumen es, las políticas públicas en su sentido lato, como políticas sociales, como políticas de bien común ¿son resorte exclusivo de decisiones que se adoptan en la esfera de lo político-estatal?

La respuesta es categóricamente negativa.

La sociedad civil también es política

A los partidos, particularmente, a los partidos progresistas, se le ha dificultado mucho la comprensión de esta radical transformación o extensión de la esfera de acción de lo político. Sin duda que en esa dificultad influye la larga tradición estadolátrica de la política en general y de los partidos de centroizquierda e izquierda en especial. Máxime si nos referimos a los partidos chilenos. Quizá también influya una simple confusión semántica. Normalmente se usa el concepto sociedad civil en contraposición al de sociedad política, de que lo que se ha deducido, equívocamente, que la política no existe en la primera instancia. De ahí, por ejemplo, que sea habitual aludir a la sociedad civil como un momento unívoco, inconflictuado, compuesto por la gente, por ciudadanos igualados por tal condición. De ahí también que con frecuencia se olvide que los tan mentados poderes fácticos, a los que sí se les asigna cualidad de entes políticos, rigen en la sociedad civil, son sociedad civil.

Las incomprensiones de los partidos acerca de estas realidades explican varios fenómenos. En primer lugar, explican por qué grupos corporativos han adquirido cuotas de poder que ya las quisieran los partidos como tales. En los temas de la reforma de salud, por ejemplo ¿quién gravita más: la Asociación de Isapres, el Colegio Médico y los gremios de los trabajadores o los partidos? Y en segundo lugar, son explicativas de los distanciamientos entre los partidos y los conjuntos sociales. Es cierto que este distanciamiento tiene causas múltiples: apatía social hacia la política, despreocupación de los partidos, escasa organización de la sociedad civil, etc. No obstante, lo fundamental radica en que los partidos no tienen políticas sólidas y acordes a las nuevas características y funciones que ha adquirido la sociedad civil. Paradójicamente, no tienen políticas para el poder que allí se expande, para abordar las relaciones de poder internadas en la sociedad civil. Los partidos no han sido capaces de establecer nuevos vínculos con la sociedad civil cambiante ni menos imaginar cuáles son hoy las formas idóneas de organización social que le permitan a la ciudadanía desenvolverse en el cuadro propio de relaciones de poder cotidianas. Los partidos insisten en vínculos que básicamente consisten en sustraer la conflictividad política molecular para trasladarla a la esfera de la sociedad política.

HACIA EL FIN DE LOS PARTIDOS AMATEURS

Es un lugar común decir que las sociedades modernas han complejizado la política. Complejidad que tiene dos fuentes. Una que emana de la propia esfera política, básicamente, de la mayor interrelación y tecnificación de los problemas y de los procesos políticos. Y otra que surge de las transformaciones de la sociedad civil, de su superior heterogeneidad, de la deconstrucción de muchas de sus figuras tradicionales y, sobre todo, según lo dicho, de la ampliación en su seno de espacios y relaciones de poder.

La excesiva lentitud con que la que los partidos han venido asumiendo esas complejidades y las correspondientes readecuaciones que sugieren, son factores determinantes de sus crisis.

Es enteramente previsible que, si no reaccionan con prontitud, la tendencia crítica irá en incremento, porque lo que se visualiza a relativo corto plazo es que sus funciones esenciales serán desarrolladas por otras instancias.

En efecto, el nuevo escenario en el que operan los partidos – principalmente el que se configura a partir de una nueva sociedad civil – les plantea la emergencia de instancias que les compiten en el ejercicio de muchas de sus funciones. Competencia que antaño no existía o era muy menguada. Veamos las más importantes.

• La elaboración discursiva de cosmovisiones, de proyectos, de programas, de políticas, etc., en una palabra, la elaboración político-intelectual ya no puede estar en manos de comisiones, comités, equipos partidarios integrados por personas que, con la mejor voluntad del mundo, voluntaria y gratuitamente, trabajan “para el partido” un par de horas, dos o tres días a la semana y después de haber cumplido una extenuante jornada laboral. Esos loables esfuerzos son claramente insuficientes para dar cuenta de las complejidades y tecnificaciones de la política moderna, menos cuando se trata de culturas políticas que se encuentran en procesos reconstructivos de sus matrices doctrinarias.

Es evidente que con tales prácticas no es posible competir con los centros académicos privados, profesionalizados y que responden a pensamientos políticos determinados. De paso, tampoco es posible competir con la influencia que adquieren sujetos que pueden ser adscritos a la categoría de tecnócratas o tecno-políticos.

• La formación del personal político, la construcción de “elite” para la ciudadanía, tampoco puede ser ya una actividad diletante. Hoy no basta para ser dirigente político tener “vocación de servicio público”, “voluntad de sacrificio”, facilidad de palabra u oratoria, contar con un discurso sobre sueños e idealidades, disponer de una batería de propuestas genéricas, etc. El dirigente idóneo al presente es menos un voluntarioso “luchador social” (aunque no tiene por qué dejar de serlo) y mucho más un “especialista”.

En la tradición educativa de los partidos no se encuentra esa concepción y, cuando se encuentra, no deviene en concepción institucional, lo que se demuestra en que, por lo general, los partidos no cuentan con sistemas formativos.

Estamos también en este plano en otra disfuncionalidad de los partidos que tenderá a ser corregida por instancias extrapartidarias.

• Función esencial de los partidos, por antonomasia, es la de crear opinión pública, influir en las conductas sociales. Hoy, al menos los partidos progresistas, están cumpliendo esa función casi de manera inversamente proporcional a su importancia.

Por supuesto que esta es una materia que involucra la relación entre partidos y medios de comunicación masivos. Pareciera que los partidos no han internado lo dicho más arriba, esto es, que los mass media compiten con los partidos en esa función, por consiguiente, sus políticas comunicacionales deberían dar cuenta de esa rivalidad y encontrar las fórmulas de coexistencia con ella. Pero, sobre todo, los partidos deberían asumir que el espacio mediático también es parte de la “nueva sociedad civil”, o sea, un espacio en el que se libran “batallas” políticas con lógicas propias de los demás espacios de la sociedad civil. No obstante, lo más importante en esta materia es que los partidos deben pensarse a sí mismos como aparatos comunicacionales, con discursos sistematizados y reiterados, “técnicamente” elaborados, con redes de difusión conformadas por su dirigencia y militancia.

El conjunto de todas estas disfuncionalidades conlleva a una disfuncionalidad mayúscula: la escasa injerencia de los partidos en los procesos de toma de decisiones políticas, lo que es una negación de sí mismos. Y no hay que confundir la participación en tales procesos de personeros o fracciones partidarias con la de los partidos. En donde existe tal participación, normalmente se debe a que tales personeros o fracciones tienen pertenencia a circuitos de poder distintos y ajenos a los intrínsecos a una institución partidaria. Por consiguiente, esas son manifestaciones de la crisis de los partidos y no un antídoto.

En definitiva y a modo de conclusión. La forma-partido tradicional, amateur, está efectivamente en vías de extinción producto de una crisis de funcionalidad. Resolver esa crisis no es tarea menor porque implica revolucionar los partidos y correr, temporalmente, serios riesgos político-electorales. Y los partidos no son muy dados a aceptar ese tipo de riesgos ni a revolucionarizarse.