Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Cuestionamiento a la ética política y a la moral pública de la derecha

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Abril 2001

Preguntas pertinentes

¿Tiene la derecha una ética política? ¿Cuál es la moral de la derecha respecto de los asuntos públicos? ¿Cuáles son los sustratos doctrinarios o ideológicos que nutren sus conductas político-éticas? Varias razones hacen pertinente plantearse estas preguntas.

En primer lugar, la derecha, al igual que otras culturas políticas, ha vivido cambios significativos en el orden intelectual y político que incluyen revisiones y modificaciones de las conductas tradicionales que la identificaron durante largo tiempo. Cambios tanto más visibles toda vez que han ido acompañados de la emergencia de una nueva generación direccional, educada y culturizada en un contexto dictatorial y en período de transformaciones modernizadoras.

En segundo lugar, en la derecha y dado precisamente el surgimiento acelerado de una nueva elite dirigente, se han hecho más abruptas las distancias entre los momentos culturales del pasado y los momentos del presente. Incluso, en oportunidades, la discursividad de dirigentes de hoy deja traslucir sesgos despreciativos hacia comportamientos y actitudes de sus generaciones antecesoras.

En tercer lugar, especialmente desde la consolidación del liderazgo de Joaquín Lavín, se ha evidenciado no sólo disparidad de mensajes y de conductas entre éste y otros dirigentes, sino también una falta de consistencia de principios ideológicos y valóricos en los que se inspira tal diversidad.

En cuarto lugar, los recurrentes reclamos y descalificaciones sobre la política y su accionar, principalmente desde argumentaciones éticas, tornan tanto más confusa la ética política que postula y que rige a la derecha respecto del trato de lo público.

En quinto lugar, en los últimos tiempos la derecha – confesamente en algunos casos – ha abierto una competencia moral con la Concertación, intentado compensar sus deudas éticas con relación a las violaciones de los derechos humanos con la difusión de la idea de una Concertación comprometida como conjunto en actos de corrupción.

Ahora bien, para indagar sobre la derecha en Chile en cualquier aspecto no basta referirse a sus dirigencias políticas. Deben incluirse núcleos y elites empresariales, porque ambos componentes están en relación simbiótica y conforman una red de poder empíricamente constatable. Tampoco pueden quedar fuera de la categoría “derecha” buena parte de los medios de comunicación. Y esto no sólo por el control de la propiedad que tienen en ellos los grupos económicos, sino también por otras dos razones:

- Por la manifiesta adscripción a pensamientos de derecha que expresan la mayoría de los medios más influyentes, y

- Por comportamientos como virtuales operadores políticos que subyacen en sus lineamientos editoriales.

En definitiva, hablar de derecha en Chile implica referirse al menos a estos tres círculos entrelazados y que constituyen su verdadera socio-cultura política organizada como bloque político.

Una ética en transición y en reconstrucción

La ética política de la derecha se encuentra en tránsito y en reconstrucción. “Siento que si hay un sector del país que todavía no se ha renovado suficientemente es la derecha… Estoy apostando a que será una nueva generación la que aprenderá a distinguir entre lo que es democráticamente correcto y democráticamente incorrecto”. Estas son palabras del cientista político Oscar Godoy (Revista Caras, 15/9/00)

Tres causas gruesas explican el fenómeno transicional que afecta a la derecha en lo político y en lo ético.

  • Para gobernar en dictadura la derecha tradicional tuvo que renunciar a buena parte de su pasado moral y político, renunciación que llegó a puntos ignominiosos. Tuvo que aceptar las diatribas pedestres del pinochetismo contra la política y los políticos. Debió asumir el discurso contra el “pasado mediocre” de Chile, habiendo sido ella corresponsable protagónica de ese pasado. Se hizo cómplice del aplastamiento de valores que le eran orgullosamente propios, como la defensa del Estado de Derecho o del respeto a los derechos y libertades individuales. Se vio forzada a conflictuarse con la Iglesia. Se doblegó a concepciones relativizadoras de la democracia. Compartió la sistematización de la mentira en materia de violaciones de los derechos humanos. Etcétera, etcétera…

En el fondo, la dictadura le significó a la derecha una profunda crisis moral de la que no ha sabido o no ha querido dar cuenta. Los efectos conductuales que derivaron de esa crisis se los ha auto-ocultado esgrimiendo frías razones políticas que en absoluto se condicen con sus tradicionales cosmovisiones valóricas y que, a veces e irónicamente, se corresponden mejor a las visiones materialistas, o sea, a aquéllas que definió siempre como sus antípodas.

  • Puestos en interrogación o en suspenso sus valores ético-políticos tradicionales durante el régimen dictatorial, se le creó un vacío valórico con lo cual se facilitó un proceso de reculturización en cuestiones de moral política, particularmente influyente en sus nuevas generaciones. Los cauces de esta reculturización no provinieron sólo de discursos elaborados por corrientes del pensamiento autoritario, sino también, y muy decididamente, del ejercicio empírico del poder autoritario, de las vivencias educadoras cotidianas que comprendía el estar instalado en la esfera omnipotente del poder dictatorial. Oscar Godoy, en la entrevista ya citada, alude claramente a este hecho: “Son personas que están contaminadas por el autoritarismo. Nacieron bajo ese sello, tienen reflejos autoritarios y conductas fascistoides repentinas. No me explico de otra manera el modo político de Longueira”.
  • Reinstalada la democracia en Chile, que como se sabe coincidió con el fin de la bipolaridad y de la guerra fría, la derecha volvió a ver estremecida su estructura conceptual y valórica. Así como la dictadura la había forzado a buscar readecuaciones en esos planos, a costa de sus concepciones ancestrales, la democracia la obligó a abrir nuevas búsquedas, revisando las reconstrucciones inauguradas en el período autoritario.

La transición y reconstrucción ética que afecta a la derecha se debe, en definitiva, a que en plazos históricamente breves ha vivido la obsolescencia de varios procesos intelectuales y experimentales de gran intensidad en el plano valórico, cada uno de ellos muy distintos entre sí y que, no obstante, todos han sido igualmente formadores morales de la dirigencia derechista.

Dicho de otra manera, no es que la derecha transcurra por desconciertos éticos merced a causas normales, como lo sería, por ejemplo, si sólo se tratara de readecuar a nuevos contextos una matriz moral sólida y permanente. Lo que cruza a la derecha es una crisis de identidad moral, porque para cada uno de esos varios procesos señalados anteriormente – y ahora obsoletos históricamente – incluyó la configuración de concepciones éticas más o menos totalizadoras y de discursos publicitados hasta con grados de vehemencia y que devinieron por ende en formidables mecánicas educativas para su mundo.

Hoy la derecha no posee una identidad ético-política porque lo que existe en ese aspecto son conceptos, discursos, cosmovisiones nacidas en diferentes temporalidades e imposibles de integrar armónica y plenamente. Sólo aceptan convivir yuxtaponiéndose.

De la crisis a carencias ético-políticas

La derecha, como socio-cultura, todavía carece de una ética-política que, en rigor, sea asimilable a tal categoría. Obviamente, no podría decirse que es una fuerza políticamente inmoral. Quizá si el vocablo descriptivo más próximo a su situación fuese el de amoral, adoptando con cierta licencia el lenguaje de las corrientes psicoanalíticas. Vocablo que esa disciplina usa para describir sujetos que objetivamente no están en condiciones de distinguir entre el bien y el mal.

La hipótesis que aquí se sostiene es que la ideología que subyace en los comportamientos políticos de la neoderecha y que constituye el pilar sobre las que se erigen los valores ético-políticos le impide o dificulta conducirse políticamente con arreglo a fines ético-políticos, porque esa ideología no le asigna superioridad valórica a lo público y al conjunto de aspectos que lo público entraña.

Nos estamos refiriendo, por cierto, a ética y moral política. De modo alguno a moralidades personales. Para ser más precisos, nos estamos refiriendo a la ética que tiene que ver con la cosa pública, con las conductas que aluden a la sociedad organizada en lo que genéricamente llamamos Estado, a la actividad que trata de la cosa pública, la política, y a las mecánicas de éstas últimas, los procedimientos democráticos.

Somera mirada a pruebas empíricas

A modo de ilustración de la hipótesis señalada se ordenan a continuación algunas conductas de los distintos círculos que configuran el bloque socio-político y cultural de la derecha.

Medios de comunicación: El año pasado, un incidente de poca monta, protagonizado por un carabinero y Carlos Martínez Alvear, hijo de la ministra Soledad Alvear y del diputado Gutenberg Martínez, tuvo (y hasta recientemente) una inusitada cobertura de prensa. Dato de apariencia inocua para un análisis sobre ética política. Pero no lo es si se hace una comparación con otro hecho que afectó hace un par de años a un senador de la República y dirigente de un partido de derecha: el procesamiento de un hermano por asuntos de tráfico de drogas. Entonces, la cobertura medial se limitó a informar escuetamente del suceso. Y resulta menos inocuo todavía si se tiene en cuenta que la oposición, sabiendo que la ministra Soledad Alvear es una opción presidenciable, ha tomado visibles medidas con la intención de debilitar su liderazgo. Actitud que no encierra ningún pecado. Pero, ¿es moralmente lícito que un medio de comunicación sobreexplote sospechosamente una situación casual, ajena a las contiendas políticas y emocionalmente íntima para cualquier familia?

También el año pasado, específicamente el 18 de septiembre, el brigadier general, Oscar Izurieta Ferrer, Jefe de la III División del Ejército, con asiento en Concepción, hizo declaraciones a medios locales del siguiente tenor: “...él, como gesto personal estaba dispuesto a pedir perdón para alcanzar la unidad de los chilenos, en el momento en que el país estuviera preparado para ello…” Agregó que, “el Ejército no es una institución que debía pedir perdón”, pero las personas que lo forman sí podían hacerlo”. El único periódico de circulación nacional que recogió esas declaraciones fue La Tercera y lo hizo siete días después, el 25 de septiembre.

¿Por qué los medios de comunicación, en plena Fiestas Patrias, cuando la sensibilidad social y periodística alcanza sus puntos más altos en lo que se refiere a las relaciones civiles/militares, acallaron los dichos del brigadier general Izurieta Ferrer? ¿Era una forma mercurial de enmendarle la plana? ¿Es ético ocultar declaraciones de una autoridad castrense que colaboran extraordinariamente a la posibilidad de superar un conflicto que ha tensionado al país durante tan largos años?

Dirigentes y grupos empresariales: El empresariado organizado ha expresado con recurrencia preocupaciones por materias en el orden ético-social. A veces con gran severidad. Uno de los datos fuertes de la ideología valórica del empresariado es el convencimiento de que con el natural ejercicio de sus funciones juegan un papel social protagónico y de conducción en el desarrollo de la nación.

En el discurso de clausura de la ENADE ’98, el entonces presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC), Walter Riesco, decía: “La tarea del empresario no se circunscribe al mero ámbito de sus labores productivas de bienes y servicios. El hombre de empresa hoy es, antes que nada, un agente promotor del desarrollo y el progreso… Formulamos un renovado llamado a fortalecer nuestras potencialidades, a continuar trabajando – como lo hemos hecho en el pasado – para superar esta crisis y mantener nuestra convicción que somos parte de la generación que, con su trabajo y tesón, cambió el rostro de Chile y lo situó en el camino del desarrollo”.

En estos párrafos salta a la vista que la elite empresarial tiene la convicción de que es – o debiera ser – el grupo social dirigente del país respecto de todas las esferas de la vida colectiva y que el destino nacional depende de la suerte que corra ese grupo. En el alma de su discurso global subyace una voluntad totalizadora y que se demuestra en sus persistentes reclamos para que se le permita una mayor injerencia lideral no sólo en la conducción de la economía, sino en áreas como la salud, la educación, las políticas culturales, morales, sociales, etc.

Pero tal auto convencimiento se contradice con manifestaciones de su ética pública, puesto que ante prácticas empresariales que atentan contra el interés general, que afectan a la sociedad, las reacciones de los gremios patronales nunca son de condena de esas prácticas, sino de silencio, anuencia o complicidad, lo que sin lugar a dudas es una forma al menos curiosa de ejercer dirección sobre el colectivo social. Ejemplos:

- Las extendidas y graves deficiencias detectadas en los conductos de ventilación de infinidad de edificios modernos – y que ponen en peligro la vida de sus moradores – no ha motivado pronunciamientos condenatorios de parte de organizaciones ni de dirigentes empresariales que normalmente sobreactúan ante la más leve negligencia de parte de cuerpos gubernamentales.

- Cuando, en 1998 y casi hasta mediados de 1999, la crisis eléctrica, en gran medida causada por ineficiencias y tacañerías de empresas del sector, asoló al país produciendo daños millonarios a la economía nacional y lesionando considerablemente la calidad de vida de la población, no hubo reclamos de parte de los gremios empresariales.

- El caprichoso y agresivo paro de los empresarios camioneros, en septiembre del año pasado, fue observado con absoluta pasividad por el resto de los empresarios y sus gremios, contrastando con las estridentes demandas de aplicación de mano dura cuando movimientos de trabajadores causan perjuicios mucho menores al funcionamiento de las actividades económicas, en comparación al que produjo esa paralización que incluyó corte de carreteras.

Partidos y personalidades políticas

¿Qué principios político-éticos orientaron a los senadores de derecha para en una primera oportunidad votar en contra de la disposición que le concedía la nacionalidad chilena al sacerdote Pierre Dubois, para luego votarla a favor? Exactamente la misma pregunta cabe respecto del nombramiento de juez Milton Juica como miembro de la Corte Suprema, primero rechazado y después aprobado por los senadores de ese sector.

Previo a las elecciones municipales de 1993, el diputado Pablo Longueira propuso que los candidatos de derecha se desafiliaran de sus partidos para postularse como independientes, puesto que ello optimizaba los votos obtenidos por una lista, y que se reinscribieran en sus respectivos partidos una vez finalizadas las elecciones. Fue una propuesta que no prosperó y uno de los primeros que se anticipó a advertir que no estaba dispuesto a seguir esa estrategia fue Joaquín Lavín. Pero el dato significativo es que fue lanzada públicamente sin reparar en considerandos éticos y de fe pública.

Buena parte de los dirigentes políticos de la derecha, especialmente de la UDI, no han tenido ningún tipo de pudor para denostar recurrentemente a la política y a los políticos. Sin embargo, es difícil encontrar en la historia de Chile una generación de dirigentes políticos que hallan llegado a tales casi exclusivamente a través del uso y abuso de recursos políticos. Ha sido una virtual norma que el dirigente político chileno devenga en tal después de haber pasado varias etapas en las que adquiere liderazgo compitiendo por la conducción de espacios sociales. Dicho en términos politológicos: la norma ha sido que el dirigente ha debido caminar desde la sociedad civil hasta la sociedad política. La inmensa mayoría de los dirigentes de la UDI hicieron un camino muy distinto: se instalaron (o fueron instalados) directamente en esferas de la sociedad política para luego seguir siendo políticos y todo ello, por cierto, sin una real competencia.

Es decir, nacieron a la política como políticos y paridos ni más ni menos que por la instancia política por antonomasia: el Estado.

Dos hipótesis preliminares

Las conductas tangentes o contrarias a una ética pública de parte de diversos actores del universo derechista no sólo son numerosas y reiteradas sino también, en muchos casos, evidentes, incluso, al borde del cinismo. Sin embargo, el grueso de la ciudadanía no percibe este fenómeno. Más allá de la falta de interés en la política de parte de los mundos masivos, hay otras tres razones explicativas. Primero, la dirigencia de la Concertación ha puesto el acento en sus críticas morales a la derecha por sus actitudes ante las violaciones de DD.HH. Segundo, en buena parte de esta misma dirigencia se observa una auto inhibición al momento de las polémicas, producto del temor a aparecer confrontacional. ¿Y qué puede resultar más confrontacional que juzgar éticamente a un adversario? Por último, y esta es la razón más importante, porque a la hora de que los medios de comunicación y el periodismo deben ejercer su función crítica respecto de conductas de la derecha y de sus personeros éstos se muestran excesivamente cautelosos y autocensurados, tanto más si las críticas se refieren a asuntos de ética pública.

Anecdóticamente vale la pena recordar lo siguiente: para las elecciones presidenciales de 1993, Jovino Novoa era el precandidato de la UDI. En un foro televisivo, su correligionario, el senador Hernán Larraín, parafraseando a otro senador, aseveró que Jovino Novoa podía terminar en cinco minutos con el problema de la delincuencia. Hasta el día de hoy el desaforado senador Errázuriz debe soportar las mofas por haber hecho esa oferta respecto de la UF. Sin embargo, salvo La Epoca, ningún otro medio de comunicación ironizó nunca por el desacierto demagógico del senador Larraín.

En suma, la carencia de crítica medial y periodística le da grados no desestimables de impunidad ética a los dirigentes de derecha, al no alertar a la opinión pública sobre sus dichos y comportamientos éticamente contradictorios.

La otra hipótesis preliminar alude a un aspecto tanto más de fondo: la fragilidad de la ética pública de la derecha no es producto de un simple pragmatismo que se le adjudica a su nueva generación de dirigentes (políticos y empresariales), ni tampoco puede excusársela con el argumento de que es fruto del apasionamiento propio de una generación emergente. La esencia del asunto estriba en que ha surgido en Chile una neoderecha que adoptado y desarrollado cosmovisiones que desvalorizan lo público, que relativizan lo republicano y que conciben a la sociedad como una vulgar suma de individuos unidos sólo por el chalaneo de sus intereses privados y no como un ente cualitativamente distinto a la aritmética de los sujetos que la componen. Esas cosmovisiones son las que le impelen a obsesionarse con la moral privada y las que le dificultan asumir una ética pública que se corresponda efectivamente con el concepto y realidad de lo público.

De clases altas a masas altas

La ideología efectiva de una corriente política, o sea aquella que inspira y explica sus conductas político-prácticas, está compuesta por elementos varios y de distintos orígenes o naturalezas. Uno de ellos, por cierto, son las ideas explicitadas y ordenadas por determinados autores, pero también participan las ideas que de manera relativamente difusa se incuban espontáneamente en los grupos sociales que integran o adscriben a una fuerza política, a partir de sus vivencias e intereses rutinarios y estables. De allí que, al examinar la ideología – y, dentro de ella, la ética – de una fuerza política no pueden omitirse referencias sobre los pensamientos y acciones de su mundo socio-cultural.

Sociológicamente, el núcleo o círculo basal de las derechas lo conforman las clases altas. Al seno de éstas, el grupo más compacto es el empresariado más poderoso y hegemónico y que, precisamente por ser tal, tiende a expandir su influencia hacia el conjunto de la categoría empresarial. Como fenómeno o categoría sociológica, el empresariado no se reduce a los propietarios de empresas. Se extiende hacia el personal jerárquico, o sea, a aquel tipo de personal que funcionalmente coadyuva a la realización de la condición de propietario.

Entre otros muchos efectos, la revolución capitalista impulsada por el régimen militar incrementó considerablemente el número de sujetos asimilables a la categoría empresarial, entendiéndola en el sentido descrito.

En el Chile de hoy, el empresariado es un grupo social masificado, ergo, las clases altas han devenido en una parte de las masas, diferenciada en aspectos, sin duda, pero también con nexos comunes a los otros cuerpos masivos. Por cierto que dentro de estas masas perviven fracciones elitarias, pero ya no son ellas las que imponen sin contrapeso las conductas y culturas de las clases o masas altas.

Todo segmento social que se expande hasta alcanzar una cuota significativa de masividad tiende a perder o subsumir sus cualidades excelsas, sus virtudes excepcionales, por efecto de la imposición de su masa, de la media cultural masiva que tiende a predominar.

Cuestión por lo demás ya estudiada hacia finales de la primera mitad del siglo XX por José Ortega y Gasset, quien, entonces, aseveraba lo que sigue: “Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el predominio, aún en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo” (La Rebelión de las Masas)

Por otra parte, como resultado de esta masificación y, sobre todo, por el mayor volumen de recursos económicos de los que disponen las clases altas, ha surgido un fenómeno social novedoso y digno de mayores investigaciones: la aparición de una suerte de subclase ociosa compuesta por segmentos que se aprovechan del entorno económico nada austero que rodea a la nueva clase alta. El empresariado y las clases altas tienen su propio lumpen, sus propios subempleados precarizados, sus propios vagos, es decir, estratos en descomposición y que, no obstante, permanecen en los círculos de las clases altas y activos en cuanto a la configuración cultural, valórica y conductual de éstas.

En el Chile del presente sería un absurdo pretender vincular clases altas con refinamiento cultural. Miami ha suplantado a París. Precarización y vulgarización cultural es el costo que han pagado los viejos propietarios y las viejas clases altas por su masificación.

Detrás del menosprecio por la política y por lo público que ostentan los grupos sociales elevados y los dirigentes de derecha está este proceso de banalización cultural. Ningún análisis sobre este punto estaría completo si no se tiene en cuenta el deterioro cultural que afecta a esos universos y que deviene en factótum explicativo de muchas conductas y problemas que afectan a la sociedad chilena.

Lo público y la actividad que trata de ello, la política, requiere de individuos, de ciudadanos, de dirigentes capacitados para comprender sus expresiones, su funcionamiento, su necesidad, que, por norma general, no saltan a la vista inmediatamente sino que requieren de actos intelectualmente reflexivos, a veces, de gran complejidad y esfuerzo. El deterioro cultural de colectivos masificados es naturalmente contrario a ese requerimiento.

Liviandad cultural o simple ignorancia es lo que impele a la desvalorización de la política y de lo público de parte de las clases altas masificadas y de las dirigencias políticas que las representan. En “Teoría de la Democracia”, Giovanni Sartori nos recuerda que, para los griegos:”idiótes era un término peyorativo que designaba al que no era polítes, un no ciudadano y, en consecuencia, un hombre vulgar, ignorante y sin valor, que sólo se interesaba por sí mismo”.

Respecto de las primeras, específicamente con relación al empresariado, esta opinión es plenamente compartida por el senador Sergio Diez, quien, ocupando el cargo de Presidente del Senado, vertió las siguientes opiniones: “Los empresarios no han llegado a entender que su presencia como centro de poder en el país, les impone más obligaciones que las que hasta ahora han tomado… confunden el interés personal y sectorial con el bien común. Si quieren emitir apreciaciones políticas, deben adquirir primero una cultura política”. (La Segunda 15/11/96).

Y respecto de lo que ocurrido con las dirigencias políticas bastaría con prestar atención al profundo cambio de arquetipos. La figura del Don, o del Caballero de derechas ha sido reemplazada por una figura más próxima al filisteo: Vg. el Marqués Bulnes y Patricio Phillips por Pablo Longueira e Iván Moreira.

Nada de lo anterior significa la negación de la existencia de cuerpos cultos y de una intelligentzia respetable al interior de los mundos socio-culturales y políticos de la derecha.

Hay intelectuales – y de fuste – que conservan o que se mantienen dentro de una muy buena tradición cultural que desarrolló históricamente la derecha chilena. Pero no sólo son una minoría, sino que además están dispersos, relegados a pequeños círculos académicos, marginados de la función de elite culta y, en definitiva, con poca influencia en la culturización y orientación de las masas derechistas y de sus dirigentes políticos.

Antinomias éticas

El verdadero cuerpo político-intelectual de la derecha está compuesto en lo medular por un nuevo tipo de intelectual, el tecnopolítico.

Dicho entre paréntesis: la aparición e importancia de este nuevo tipo de intelectual es un fenómeno universal y que sucede en todas las corrientes político-culturales. También está presente en las culturas políticas que componen la Concertación. Pero, omitiendo los factores de orden ideológico, ambos cuerpos difieren por los procesos formativos y expansivos que han seguido: los tecnopolíticos concertacionistas se han formado ejerciendo, principalmente, en el aparato público, mientras que los tecnopolíticos de derecha han experimentado su condición inmersos o vinculados a la actividad empresarial privada.

En términos generales y sintéticos, el tecnopolítico de derecha razona desde tres antecedentes intelectuales: la ortodoxia del neoliberalismo económico, una visión factualista de la política y del poder, y desde el neoconservadurismo católico en lo que se refiere a conductas éticas, individuales y sociales.

La articulación de estos tres antecedentes es y sólo puede ser conflictiva, contradictoria. El pensamiento económico y político de la tecnocracia derechista se mueve en espacios de una máxima secularización, sólo semejantes a las que otrora inspiraron las lecturas más vulgares de Carlos Marx o de Friedrich Nietzsche. En cambio, los postulados éticos de esta intelectualidad se encuentran en una elevada esfera de idealidad, casi completamente fuera del mundo de la terrenalidad. Es decir, mientras piensa la economía y la política con una racionalidad instrumental escalofriante y promueve para esas áreas el libre juego de relaciones basadas en una suerte de animalidad del ser humano (en el interés privado, en el egoísmo primario, en la competencia sujeta a la materialidad de la fuerza), para la moralidad se apropia de la palabra divina y convoca a conductas que rayan en la beatitud y que sólo podrían ser practicables por espíritus puros, por seres incorpóreos. ¿Cómo construir ética social y pública desde tan abismantes contraposiciones?

En lo substancial, el discurso de derecha aspira a la proyección lineal de los fundamentos y prácticas de la moral individual hacia la esfera de lo social y de lo público. Visión que trasunta la debilidad conceptual de la derecha sobre lo social. La sociedad, para esta cultura política, no es un sujeto en sí y diferente a la simple suma de los individuos que la integran. Ergo, no concibe ni expone con claridad una ética social que, sin negar la moral individual, debe ser necesariamente propia y distinta.

La subvaloración o incomprensión de la derecha sobre la ética pública y su afición por convertir en ética social la moral individual son constatables observando los énfasis diversos que ponen en temas de esa índole. La cuestión del divorcio, por ejemplo, o de la promoción del uso de preservativos, le causa un interés moral infinitamente superior que el que le provoca la evasión tributaria o el no pago por parte de empresas de las previsiones de sus trabajadores. Es más, si se sigue la concretidad de estos debates se descubre con toda facilidad que para la derecha estos dos últimos puntos no entran en el área de lo ético, se reducen estrictamente a aspectos técnico económicos, aun cuando ambos resultan ostensiblemente de falta de sentido ético social.

Históricamente las derechas han tenido siempre grandes dificultades para reconocer la importancia de lo asociativo, la trascendencia de lo comunitario y societario. De partida, su concepción antropológica les induce a resistir la idea del individuo como ser social, de la individualidad como producto de interrelaciones sociales. Les seduce la noción ricardiana de que la imagen más cercana a la del sujeto humano es la del solitario Robinsón Crusoe. La exaltación derechista de lo individual no puede confundirse con la vindicación liberal de la individualidad. El individualismo arquetípico de las derechas se encuentra, sociológicamente, en remotos orígenes aristocráticos, oligárquicos, timocráticos, o sea, en grupos sociales que siempre se han apropiado de la acción histórica de los colectivos sociales y que, por ende, leen la historia como obra de sujetos individuales. En el pensamiento de derecha, el individuo es el individuo de derecha, aquel que se ubica en lo más alto de la escala social y de poder. El resto de individuos no es más que masa. Bemoles más, bemoles menos, estas visiones son las que predominan hasta hoy en la estructura ideológica de la derecha. De allí lo feble de sus conceptos sobre ética pública. Esta presupone una construcción colectiva, pero ello es posible sólo si, a su vez, se acepta la condición de sujeto histórico de lo colectivo. Cuando no se acepta esto último – como ocurre en la esencia de la ideología de derecha – sólo queda moralizar a los individuos del colectivo, puesto que no se puede moralizar a un no-sujeto (el colectivo en sí).

Economía de mercado y moral social

¿Existe algo más materialista ateo que la economía de mercado, sus leyes y sus prácticas? He aquí otra contradicción que dramatiza a la derecha. Pareciera no haber asumido a cabalidad que la crisis valórica que afecta a la sociedad chilena – y universal – es un inexorable efecto del papel educador que desempeña el imperio de las leyes de mercado y la sujeción cotidiana de las personas a las prácticas que implican estas leyes. Pareciera no querer hacerse cargo que la modernización, la globalización capitalista y sus efectos irruptivos y secularizadores no están ni pueden estar acotados a ciertas esferas de la vida social, sino que las invaden a todas. Es más: sus irrupciones y secularizaciones han puesto en crisis o conmocionado a las propias instancias ancestralmente encargadas de orientar valóricamente a la sociedad (léase: familia, sistema escolar, tradiciones, etc.)

La derecha no ha encontrado solución satisfactoria a un problema ético central y que debería resultarle muy propio: promueve con vehemencia las transformaciones estructurales que propone la dinámica del capitalismo contemporáneo, pero no asume que esas transformaciones van inexorablemente acompañadas de desordenes morales. Dada su visión robinsoneana del ser humano responsabiliza al individuo y a la debilidad castigadora de los gobiernos de la crisis moral social.

La respuesta ética de la derecha a estos problemas es paradojal: en vez de plantearse la necesidad de reconstruir una ética social acorde a la modernidad, responde con una convocatoria para restablecer una suerte de moral individual integrista, cuyos valores son, precisamente, los que están en crisis por la acción objetiva de los efectos modernizadores y no por la acción premeditada de seguidores de Satán.

Con la reivindicación de una moral individual atávica, históricamente descontextualizada, como alternativa reedificadora de una ética social, la derecha lejos de aportar a la solución de los problemas éticos, valóricamente confunde aún más a una de por sí confundida sociedad.

Por ejemplo, ¿qué es más preocupante para la ética pública: que los jóvenes inicien más tempranamente las relaciones sexuales o que los niños más tempranamente devengan en fuerza de trabajo? De acuerdo a las fijaciones que tiene la derecha con la moral individual y sobre todo sexual, y de acuerdo a lo que expone frente a ambas cuestiones, es evidente que a la derecha le importa más lo primero. Pero no cabe la menor duda que es el segundo problema el que más interroga la ética de una sociedad y el que más alude a ética pública.

En gran medida, la desorientación ética de la derecha se explica por la posición que ha adoptado frente al conflicto natural y perenne entre el mercado y lo público. En la inmediatez de las prácticas y relaciones mercantiles prima el interés privado. Que esas prácticas y relaciones produzcan efectos sociales positivos es un resultado espontáneo, no previsto ni buscado conscientemente por una voluntad ética. Un empresario invierte con el propósito de obtener ganancias, no para crear empleos. Si la competencia entre productores redunda en una baja de precios, no es porque esa sea la finalidad de los productores, sino el lograr una mayor venta.

En su deber ser, los actos públicos tienen un objetivo inverso: el beneficio social.

En Chile y en América Latina la introducción de las lógicas y valores de una economía pura de mercado es de data relativamente reciente y en términos de cultura social todavía se vive un proceso de readecuación que básicamente implica un rompimiento con la cultura social que derivó de una larga etapa de economía precapitalista, mixta, desarrollista y en la que el valor de lo comunitario, del Estado y de lo público constituía uno de los componentes fuertes de la cultura colectiva.

Específicamente en Chile, la derecha ha sido la principal impulsora del proceso reculturizador y le ha puesto sellos maximalistas y maniqueos. No sólo sublimando el mercado, sus lógicas y sus leyes, sino denostando lo público y sus instituciones. Se podría decir, incluso, que en su afán de reeducar para adaptar a la sociedad a una economía de mercado, le ha declarado la guerra al sentido social de lo público. Al respecto, su discurso es absolutamente desequilibrado: en su incapacidad de repensar lo público en el cuadro de una economía de mercado, simplemente ha optado por degradar lo primero en aras de potenciar la segunda. El costo ético salta a la vista: un alarmante deterioro de la ética social y pública.