Sección: Economía: El “Modelo” y sus polémicas

De dictadura a democracia: el desarrollo neoliberal en Chile

Iván Valenzuela E.

AVANCES Nº 46
Junio 2004

Introducción

Después de casi treinta años de aplicación de una estrategia neoliberal en Chile, urge abordar su estudio a partir de la conexión entre economía y política, desvelando la modalidad de la inserción chilena en la economía global postfordista y poniendo al descubierto aspectos centrales del carácter del proceso democratizador impulsado bajo los gobiernos de la Concertación en los años noventa.

La tesis que hemos defendido, al investigar el período 1973-2000, sostiene que – en una apretada síntesis – en Chile en absoluto cabe hablar de una “revolución capitalista” propiamente tal que haya modernizado el sistema económico y productivo al punto de generar una capacidad de crecimiento auto-sostenido, dinámico y duradero. Esta carencia obedece, dicho en forma esquemática, a una más que desequilibrada e inadecuada configuración entre Estado, mercado y sociedad. Vale decir, la ausencia de un Estado “fuerte”, en el marco de una sociedad civil marcadamente débil, es central y determinante a la hora de dar cuenta de las severas limitaciones que muestra el conjunto de la estrategia de desarrollo de los últimos treinta años, a saber, en dictadura y democracia.

Como resultado, la estrategia libremercadista no garantiza un crecimiento económico sostenido y dinámico, no permite hacer frente a las constricciones de la economía global postfordista ni sacar provecho de sus beneficios, dificulta sobremanera la democratización y desalienta el potenciamiento de la sociedad civil. En pocas palabras, no sienta las bases para la modernización genuina de Chile.

Chile y el Sudeste Asiático: bosquejo de un análisis comparado

La única zona en vías de desarrollo que sí ha logrado el “despegue” corresponde a los “tigres” del Sudeste Asiático. En efecto, las economías de Hong Kong, Corea del Sur, Taiwán y Singapur llevaron a cabo un impresionante proceso de modernización que se expresa, de modo cabal, en un crecimiento promedio anual de 8% entre 1960 y 1985. Esta cifra contrasta patentemente con el patrón de desarrollo económico seguido en Chile, siendo su tasa de crecimiento promedio anual, entre 1974 y 1999, apenas del orden de 4.4%, vale decir, muy lejos de ese 7 u 8% de los genuinos “milagros” que son, a todas luces, los únicos que permiten proporcionar bases productivas nacionales con la solidez suficiente para aproximarnos al desarrollo de las economías más avanzadas.

Un análisis comparado serio entre Chile y el Sudeste Asiático arroja contrastes sugerentes y decidores en términos de ingreso per cápita, política industrial, ciencia y tecnología, productividad del trabajo, avances del sistema educativo, composición de los productos exportados, etc.

En la base del éxito comparativo de los “tigres” asiáticos se encuentra, como lo han demostrado las mejores investigaciones, el papel altamente beneficioso y positivo del Estado en la estrategia de desarrollo que han seguido los países en cuestión en las últimas décadas. En la esencia de tal intervención yace una política industrial íntimamente asociada al avance científico tecnológico, en el marco global de una estrategia nacional de desarrollo. A partir de tales premisas se ha potenciado un desarrollo social en muchos aspectos notable e impresionante, a la vez que ha tenido lugar una inserción en la economía global postfordista menos vulnerable y frágil que la hecha por Chile y otras naciones latinoamericanas.

Por su parte, la estrategia neoliberal de desarrollo chilena consiste en una pretendida “separación” técnica entre Estado (política) y mercado (economía) vertebrada a partir del “achicamiento” de aquél y la expansión desatada de este último. En tal perspectiva, el protagonismo económico lo deben detentar en exclusiva los supuestamente “impersonales” mecanismos de mercados, apartándose el quehacer político y estatal de esos dominios. Únicamente así se lograría la eficiencia económica, evitando las presuntas “ineficiencias” que necesariamente emanarían de la intervención pública en los mercados. Así reza, en lo central, el credo libremercadista.

Paralelamente, la galvanización de los mercados libres aseguraría dar con las “ventajas comparativas” y, de esta manera, incorporarse a la economía global postfordista. El Estado, por consiguiente, debe dejar en manos de los mercados y los agentes privados las principales decisiones técnico-económicas sobre inversiones, proyectos empresariales, comercio exterior, negocios, movimiento de capitales, ahorro, etc.

No obstante, la realidad choca tozuda y frontalmente con la retórica ideológica en cuestión. Así entonces, la tasa anual promedio de crecimiento de la economía chilena entre 1973 y 1989 fue un mediocre 3.2%. En democracia, entre 1990 y 1999, la tasa correspondiente fue superior y llegó a 6.5%. Sin embargo, como se ha visto, la tasa en cuestión apenas se situó en 4.4% durante todo el período comprendido entre 1974 y 1999, alcanzando los 5 mil dólares como ingreso per cápita. Con este crecimiento es una quimera sostener que hemos dado con el anhelado “despegue” derivado de una supuesta “revolución capitalista” en tanto que garante del acceso al desarrollo. No obstante la retórica, y al igual que antaño, el grueso de las exportaciones chilenas son materias primas con escasa elaboración y valor añadido, lo que no se corresponde para nada con el perfil exportador de una economía auténticamente moderna y desarrollada. La “segunda fase” exportadora aún es esperada y los resultados en desarrollo nacional en materia de ciencia y tecnología son francamente paupérrimos (alrededor de 0.6% del PIB).

Tenemos entonces, un capitalismo altamente desigual, precario, periférico y subdesarrollado. Este patrón de desarrollo, irónicamente, acaba en un conservadurismo dado por la estática y cortoplacista asignación de recursos mediante las exportaciones sujetas a los mercados (síndrome del “más de lo mismo”), contrastando notoriamente con el carácter dinámico y transformador de las exportaciones de las economías modernas.

Lo anterior, en definitiva, explica el mediocre desempeño de la economía chilena en el reciente trienio 2000-2002 (la tasa promedio de crecimiento escasamente superó el 3%) y las nada perspectivas futuras pace la suscripción de los tratados de libre comercio y de los pronósticos exitistas que nunca se cumplen). No es ésta, precisamente, la mejor manera de hacer frente a las crecientes y ubicuas complejidad e incertidumbre de la condición capitalista contemporánea.

Los indiscutibles esfuerzos de los gobiernos democráticos de la Concertación por lograr progreso social para las mayorías han redundado en no pocos logros francamente notables (reducción de la pobreza, incremento del gasto en salud, educación, fortalecimiento de la política social, etc.). Este importante énfasis en el desarrollo social del país ha tenido lugar en el marco de una política fiscal responsable y seria, evitando, acertadamente, las tentaciones populistas y demagógicas.

Con todo, las severas carencias sociales persisten y últimamente se comienza a constatar una serie de “cuellos de botella” que arrojan un manto de dudas fundadas sobre la capacidad para afrontarlas con éxito. La pobreza continúa golpeando a un sector significativo de la población, al tiempo que las acusadas desigualdades imperantes se traducen en senda precariedad en materia de salud, educación, vivienda y pensiones. No es de extrañar, pues los mecanismos de mercado operan en estos ámbitos creando un conjunto de problemas sumamente complejos que, en vez de ser resueltos, van haciéndose más difíciles de abordar de forma efectiva. En definitiva, los efectos positivos de la política social se ven, en aspectos cruciales, neutralizados o minimizados por la desigualdad y la exclusión social. Simultáneamente, el entramado socioeconómico en cuestión dificulta de sobremanera la democratización, desincentiva el fortalecimiento de la sociedad y, por ende, tiende a desequilibrar aún más la precaria, subordinada e incompleta modernidad chilena. Todo ello tiene como consecuencia un debilitamiento estructural de la democracia y la sociedad civil.

Por otro lado, el éxito de la estrategia de los “tigres” asiáticos da cuenta de una configuración cualitativamente diferente entre Estado, sociedad civil y mercado. Esto se debe, en lo fundamental, al protagonismo del Estado “fuerte” en la elaboración e implementación de una genuina estrategia de desarrollo en un sentido amplio. Pese al neoliberalismo, la política y el Estado pueden llegar a ser de vital importancia para los países en vías de desarrollo, máxime ante el exigente escenario actual de la economía política global.

La tesis del Estado “fuerte”: la clave del desarrollo

El éxito asiático viene a confirmar la validez de aquellos recientes desarrollos científico-sociales que han incrementado sensiblemente nuestro conocimiento acerca del Estado “fuerte” y su conexión con la modernización económica, política y social. Lo anterior permite tematizar analíticamente la distinción entre Estados “fuertes” y “débiles”, en otras palabras, entre los complejos institucionales del Estado que cuentan o no con mucha “capacidad” estatal. La experiencia exitosa de los “tigres” asiáticos corrobora la idoneidad del Estado “fuerte” para el mundo en vías de desarrollo, al tiempo que el Estado “débil” chileno muestra palmariamente la vulnerabilidad, fragilidad e incertidumbre crecientes tanto de la ortodoxia como de la heterodoxia neoclásica del modelo libremercadista.

No estamos, por lo tanto, ante una relación meramente anecdótica, ni mucho menos casual, entre política y economía.

Resumidamente, tras la primera revolución capitalista prístina de Gran Bretaña, otras naciones optaron por efectuar “industrializaciones tardías” al efecto de hacer frente a las ventajas británicas en la competencia económica internacional. Clave y determinante en este proceso de industrialización fue la “capacidad infraestructural” del Estado, esto es, la destreza para llevar a cabo un tipo de intervención estatal específica, con perspectiva plausible, sustentada en adecuados niveles de “autonomía” de la misma. Expresión de este fenómeno fue la modernización económica alemana.

Siguiendo a Michael Mann, hay que distinguir cuidadosa y sistemáticamente entre, por una parte, la dimensión “despótica” y autoritaria del Estado y, por la otra, la “infraestructural” consistente, en lo fundamental, en “la capacidad de penetrar en la sociedad y organizar las relaciones sociales”. Así, un Estado puede ser despótico y, simultáneamente débil en términos de capacidad infraestructural.

En esta perspectiva, la interacción y cooperación pueden promover la “autonomía” del aparato estatal en la medida que lo capacitan o facultan para activar gran cantidad de “energía” social, a saber, los variados recursos materiales, humanos y simbólicos existentes. La potenciación de este entramado de cooperación puede surgir, en clave de sinergia social y política, cuando diferentes cuerpos autónomos contribuyen a objetivos comunes trazados por orientaciones básicamente convergentes. El poder para incidir en la sociedad y organizar las relaciones sociales se deriva de la coordinación estatal de servicios infraestructurales fundamentales para aquella.

Dicho de otro modo, el Estado “fuerte” (o “desarrollista” genuino) muestra un sistema de decisiones estatales y de administración pública suficientemente efectivo que tiende a asemejarse al tipo ideal de la burocracia weberiana. Como señala Leftwich (1995:401), gran teórico británico, el éxito del Estado en cuestión viene dado por el hecho de que: “su política ha concentrado suficiente poder, autonomía y capacidad en el centro como para dar forma, perseguir y alentar el logro de objetivos explícitos de desarrollo, sea mediante el establecimiento y promoción de las condiciones y dirección del crecimiento económico o mediante su organización directa o una variada combinación de ambos”.

Cabe subrayar que la relativa autonomía del Estado y su aislamiento de las presiones políticas y sociales conllevan un control efectivo sobre el proceso de elaboración de políticas por parte del gobierno y sus instituciones decisoras, maximizando la adaptabilidad de las políticas estatales. Por consiguiente, la interacción del Estado con actores de la sociedad civil es completamente compatible.

Así entonces, más recientemente, la intervención del Estado en el Sudeste Asiático se expresó en subsidios, focalización de industrias, banca pública, metas de exportación, investigación y desarrollo y consultas con el sector privado. Estas políticas van claramente más allá de lo que se conoce como una intervención “amistosa con el mercado” y alcanza una profunda dimensión “infraestructural” en una política industrial conectada sinérgicamente con la promoción de tecnologías punteras, responsables de una nueva etapa en la sofisticación de la canasta exportadora (sólo así se alcanza la “segunda fase” exportadora. Dicha política industrial sirve, además, para aliviar las limitaciones de la balanza de pago, genera tasas más altas de crecimiento de la producción y la productividad, beneficiando al conjunto de la economía.

La política estatal de guiar los mercados es determinante a la hora de dar cuenta del notable impulso dado al desarrollo científico y tecnológico sobre la base de empresas nacionales en vez de extranjeras. Este desarrollo tecnológico local fue decisivo para que estos países fueran capaces de usar y elaborar la tecnología importada y no sólo copiarla o introducirla por la vía del uso propio que le dan las transnacionales. Este desarrollo, clave en la estrategia industrial y la productividad del trabajo, ha sido decisivo para la competitividad internacional a largo plazo de estos países así como para la irrupción de sus exportaciones en los mercados internacionales.

Lo anterior explica que entre 1960 y 1985 la tasa de crecimiento promedio anual de los “tigres” fuera de 8%, alcanzando ingresos per cápita que oscilan entre los 10 y 20 mil dólares. Asimismo, la política industrial del Estado ha permitido a dichos países una incorporación a la economía global postfordista sobre la base de exportaciones con valor agregado y una expansión doméstica de su capacidad productiva e industrial de alta tecnología. Sobre estas bases, las naciones en cuestión también han propiciado sus respectivos procesos de desarrollo social y, específicamente, en el caso de Corea del Sur, su transición a la democracia.

En síntesis, el papel de cierto tipo de Estado es clave para economías que hacen frente a la competencia de las economías avanzadas y a crecientes obstáculos de la economía global postfordista y que buscan sacar provecho de sus eventuales beneficios. La única zona del llamado Tercer Mundo que ha logrado avances certeros y notables es el Sudeste Asiático y esto sólo fue factible en la medida que no se dejó en manos de los mercados libres, y los agentes privados, las definiciones centrales acerca de la estrategia económica a seguir. La política es de la mayor importancia para dar con un desarrollo exitoso.

Conclusión

Lo señalado acerca del Sudeste Asiático en modo alguno debe entenderse como la presentación de un “modelo” a seguir por Chile y América Latina. Es menester subrayarlo, la formación de cada Estado fuerte obedece a bases sociales singulares y específicas que emanan de la historia social de cada nación. En tal formación, cómo no, cumplen un papel relevante las diferentes luchas sociales y políticas que han tenido lugar. No cabe, por lo tanto, proponer a los “tigres” de Asia como un modelo a seguir, sino más bien extraer ciertas lecciones a considerar. Una de ellas dice relación con el hecho de que Estado y mercado se interrelacionan de forma profunda a pesar de la “separación” tecnocrática entre ambas instancias propugnada por el neoliberalismo. Tal “separación”, en los hechos, se sustenta en una falsa dicotomía entre política y economía derivada de una fetichización (en el sentido dado por Marx) y naturalización de las relaciones sociales en cuestión. Debe subrayarse que los mercados no pueden prescindir de las políticas e instituciones del Estado, por lo que resulta sumamente importante centrar el análisis y el debate sobre sus interrelaciones en el marco más amplio de la importancia decisiva del Estado “fuerte”.

Las anteriores son consideraciones fundamentales que debiera tomar en cuenta cualquier intento serio por dinamizar y fortalecer la reflexión en torno al proyecto político de las fuerzas democráticas, progresistas y socialistas.