Sección: Sociedad Civil: Transformaciones socio-culturales

Democracia y desobediencia civil

Ernesto Águila Z.

AVANCES de actualidad Nº 28
Diciembre 1997

Introducción

Argumentar sobre la legitimidad de la desobediencia civil bajo un régimen autoritario o una tiranía no ofrece mayores dificultades. Una situación distinta es si se trata de una democracia. ¿Existen frente a ciertas circunstancias bases de legitimidad para “desobedecer las leyes” en un Estado de derecho democrático?. ¿Es realmente compatible con la estabilidad institucional de una democracia esta forma de expresión? Si estas respuestas son afirmativas: ¿Cuáles debieran ser esas condiciones y características específicas?

Para analizar este tema recurro, fundamentalmente, a los desarrollos teóricos de quien representa hoy la voz más autorizada dentro del liberalismo de inspiración kantiana, John Rawls (profesor de filosofía moral de la Universidad de Harvard), y las reflexiones que sobre el mismo tema ha realizado el filósofo alemán Jürgen Habermas.

Al final del trabajo se realizan algunas reflexiones sobre el significado que este debate pueda tener para la realidad chilena, tanto a partir de su contingencia histórica como de cuestiones culturales de fondo como son los distintos significados que tiene la ley y su potencial trasgresión dentro de una tradición angloamericana como la de Rawls, y una de raíz hispánica como la nuestra.

Consideraciones generales sobre el pensamiento de John Rawls

La obra de Rawls se encuentra condensada fundamentalmente en dos textos: “Teoría de la Justicia” y “Liberalismo Político”. (1) Su pensamiento se inscribe dentro de una tradición liberal kantiana lo que significa – entre muchas y complejas cosas – la afirmación de un sujeto racional autónomo; un fundamento singular entre el entendimento y lo sensible, entre lo lógico y lo lo real; y la búsqueda de procedimientos, principios y derechos con pretensiones de validez universal. Se distancia así Rawls de otros pensadores liberales y conservadores contemporáneos como Berlin, Oakeshott, y los “comunitaristas” (Sandel, Taylor) quienes, desde sus respectivas posiciones, han centrado sus críticas en la razón y en las posibilidades comprensivas y universalizadotas de ésta (2) Berlin – fallecido recientemente – hablará de de la inconmensurabilidad de los fines humanos para descartar el rol orientador de la razón, y propondrá (sin llegar a formularlo plenamente) un nuevo racionalismo acorde con fines competitivos y muchas veces excluyentes entre sí; Oakeshott insistirá en ver algo invisible en la vida social y política imposible de ser capturado por la razón, y confinará a ésta al mundo de la técnica, lo más alejada posible de la ética y la política; mientras los comunitaristas criticarán la visión de un “yo desarraigado” (??unecumbered selft??) presente en el liberalismo kantiano, para buscar en la comunidad un espacio de sentido para la política y la democracia, superior y más verdadero que lo que pueda ofrecer principios y derechos universales “abstractos” y “desprendidos” de una referencia histórico-cultural concreta.

Por otra parte, el pensamiento de Rawls se sitúa en una tradición contractualista, lo que significa el esfuerzo por imaginar aquellas condiciones ideales en las cuales se pueden establecer la ases para una convivencia justa entre los seres humanos. Desde este enfoque Rawls propone un concepto de la justicia fundado en la imparcialidad, es decir en la capacidad de poner entre paréntesis – o bajo “un velo de la ignorancia” como él lo llamará -, todas aquellas condiciones que diferencian a la personas: raza, género, económicas, sociales, culturales, religiosas; para desde allí pensar el tema de la Justicia.

Sobre esa situación modélica Rawls propondrá dos principios parea fundar una sociedad justa.

a) Cada persona tiene igual derecho a todas aquellas libertades básicas que sean compatibles con las libertades de los demás.

b) Las desigualdades sociales y económicas sólo se justifican por dos situaciones: en primer lugar, sólo si están relacionadas con puestos y cargos abiertos para todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades; y en segundo lugar si estas posiciones y cargos que significan una ventaja se ejercen con vistas a lograr el máximo beneficio de aquellos integrantes menos privilegiados de la sociedad.

Para Rawls el tema será construir una base común entre todas aquellas doctrinas filosóficas, morales y religiosas, que adhiriendo a principios de Justicia como los enunciados sean capaces de construir un “pluralismo razonable”; que por un lado permita la plena expresión de la diversidad de la sociedad moderna, y por otro, establezca las bases mínimas para fundar una convivencia justa.

Definición y características de la desobediencia civil en democracia

Rawls llega al tema de la desobediencia civil a partir de su idea de Justicia. ¿Puede una mayoría negar sistemáticamente y por un tiempo indefinido un “acuerdo razonable” sobre una convivencia justa, ¿puede un individuo o un grupo a quien una mayoría niega aspectos que en conciencia son para el o ellos fundamentales aceptar sin expresarse la voluntad de esa mayoría? O dicho desde otro ángulo: si las modernas Constituciones consideran entre sus fundamentos los Derechos Humanos de primera, segundo y tercera generación, y una mayoría niega a través de una política algunos de esos derechos. ¿Debe la minoría obedecer esa Ley?, ¿cómo la minoría hacer ver, llama la atención de la mayoría sobre el hecho que se están violentando aspectos considerados fundamentales por la minoría y por la propia Constitución?

Rawls, siguiendo a H. A. Badeau, define la desobediencia civil en los siguientes términos: “… un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. (3) Conviene detenerse en esta definición porque ella contiene algunas consideraciones cruciales para entender su concepto de desobediencia civil en democracia:

a) se trata de un acto público. Ello significa que no sólo se dirige a principios públicos, sino que se comete en público. No es encubierto, secreto ni conspirativo y se da a conocer abiertamente y con el aviso necesario. Por ser la expresión de una convicción política profunda y consciente tiene lugar en el foro público.

b) Es un acto no violento. Ello porque la desobediencia civil bajo un régimen democrático expresa “la desobediencia de la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite externo de ésta. Se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la voluntad de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta. Esta fidelidad a la ley ayuda a probar a la mayoría que el acto es políticamente consciente y sincero, y que dirigido al sentido de la justicia de la colectividad (4).

Esta definición de desobediencia civil deslinda fronteras con una acción antisistémica (violenta o pacífica), pues esta última no está dispuesta a aceptar la consecuencias legales de la violación a la ley, en la medida que no reconoce la legitimidad del sistema, como sí lo hace una acción de desobediencia civil que reconoce el Estado de derecho democrático.

Justificación de la desobediencia civil en democracia

Rawls propone limitar la desobediencia civil “a casos clara y gravemente injustos, a aquellos casos que suponen un obstáculo para suprimir otras injusticias. (5)

Luego es más específico y aplicando sus dos principios de Justicia, propone “restringir la desobediencia civil a graves infracciones del primer principio de justicia, del principio de libertad igual, y a violaciones manifiestas de la segunda parte del segundo principio, el principio de la justa igualdad de oportunidades”. (6) Por el contrario, agrega más adelante “las infracciones del principio de diferencia son más difíciles de reconocer.(7)

Recordemos que el principio de “libertad igual” es aquel que “define el estatus de igual ciudadanía en un régimen constitucional y se encuentra a la base de un orden político”.(8)

Más adelante agrega otra consideración a la hora de pensar en la aplicación de una acción de desobediencia civil en democracia: que se hayan realizado de manera persistente y de buena fe los llamados a la mayoría política para promover los cambios que se invocan, y cuando todas las protestas y manifestaciones legales hayan sido en vano.

Rawls insiste en que no puede perderse nunca de vista que el objetivo de la desobediencia civil en democracia es apelar al sentido de justicia de la mayoría. Para ello se pone en el hipotético caso que una, dos o más minoría satisfagan las condiciones de legitimidad para llevar adelante una acción de desobediencia civil y las posibles consecuencias para la estabilidad general del sistema si simultáneamente grupos de la sociedades se plantean actuar. Ello podría significar un rompimiento general de respeto a la ley y a la Constitución, con consecuencias negativas e indeseadas. Por ello Rawls define que “la eficacia de la desobediencia civil como forma de protesta declina más allá de cierto punto y los que piensan en ella deben considerar esos límites”. (9)

Rawls olvida que bajo las condiciones de violación de las “libertades de igual ciudadanía” o de “igualdad de oportunidades” y con las salvedades y condiciones ya mencionadas, la desobediencia civil bajo un Estado democrático se constituye en un derecho*. Si es un derecho somos libres para ejercerlo, lo cual no resolverá por sí sola la pregunta si es racional o prudente buscar el respeto de tal derecho. También podemos actuar según nuestros derechos, pero imprudentemente, se trata de un límite donde la ética deja un paso a la política.

La reflexiones de Habermas sobre el tema

Por su parte el filósofo alemán Jürgen Habermas aborda, a lo menos, en dos textos el tema de la desobediencia civil en democracia: “La desobediencia civil. Piedra de toque del Estado Democrático de Derecho” y “Derecho y Violencia. Un trauma alemán (10).

Habermas, apunta a una definición interesante y muy precisa sobre el tema: “actos que formalmente sin ilegales, pero que se realizan invocando los fundamentos legitimatorios generalmente compartidos de nuestro ordenamiento de Estado democrático de derecho. Quien protesta de esta forma se encuentra en una situación en la que, en una cuestión de conciencia, sólo le quedan medios drásticos cargados de consecuencias personales si pretende incitar un nuevo debate o una nueva formulación de la voluntad acerca de una norma en vigor o una política con eficacia jurídica así como para dar el impulso inicial a una posible revisión de la opinión mayoritaria. (11)

Luego realiza una disquisición de la mayor importancia sobre las relaciones entre los conceptos de legalidad y legitimidad dentro de un Estado de derecho democrático: “El Estado constitucional moderno sólo puede esperar la obediencia de sus ciudadanos a la ley si, y en la mediada en que, se apoya sobre principios dignos de reconocimiento a cuya luz, pueda justificarse como legítimo loo que es legal…” (12)

Para Habermas “… desde el punto de vista normativo, el Estado democrático de derecho está constituido por dos ideas en igual medida: tanto la garantía estatal de la paz interior y la seguridad jurídica de todos los ciudadanos, como la aspiración de que el orden estatal sea reconocido como legítimo por los ciudadanos, esto es reconocido libremente y por convicción”. (13)

Entre estos dos principios – en lo respecta a la obediencia al derecho – se puede dar una tensa relación. Por un lado, porque el primero – el Estado como garante de la paz y de la seguridad jurídica – conduce a una visión donde la “ley es la ley” y la obediencia a ésta debe ser incondicionada; mientras el otro principio, que releva la legitimidad – es decir el componente de voluntariedad y de “conciencia” sobre la que se sostiene un Estado de derecho democrático – plantea el contenido cualificado de la obediencia a la ley en una democracia.

Evidentemente la desobediencia civil se “cuela” a través del reconocimiento del carácter cualificado de la obediencia al derecho en un Estado democrático. Es decir, a partir del reconocimiento o convicción que determinadas normas legales de un Estado de derecho son ilegítimas: a condición, eso sí, de entender que dicha invocación no puede ser hecha según pautas de una “moral privada, de un privilegio o de un acceso privilegiado a la verdad”, sino sobre la base de principios y derechos reconocidos universalmente.

A este argumento, que nace de la legitimidad en que descansa el Estado democrático, se agrega otro de gran importancia y que dice relación con el aprendizaje colectivo y carácter de construcción inacaba que tiene de por sí la democracia. “El Estado de derecho aparece en su conjunto no como una construcción acabada, sino como una empresa accidentada, irritante, encamina a establecer o conservar, a renovar o ampliar un ordenamiento jurídico legítimo en circunstancias cambiantes.” (14) Habermas citando al iusteórico de Oxford Ronald Dworkin agrega al respecto “dado que el derecho y la política se encuentran en una adaptación y revisión permanente, lo que aparece como desobediencia civil prima facie puede resultar después el preámbulo de correcciones e innovaciones de gran importancia. En estos casos, la violación civil de los preceptos son experimentos moralmente justificados, sin los cuales una república viva no puede conservar su capacidad de innovación ni la creencia de sus ciudadanos en su legitimidad. ” (15) En este sentido se le confiere a la desobediencia civil una capacidad potencial “creativa”, un mecanismo correctivo interno de la propia democracia.

Por último, la actuación en “conciencia” o incluso invocando algún principio de reconocimiento y validez universal no significa que la razón le esté dada de manera inequívoca a esa persona o grupo. Como es obvio una minoría puede estar equivocada y un mismo principio universal puede ser objeto de lecturas distintas e igualmente legítimas. El resultado final será el fruto del proceso deliberativo que la propia sociedad sea capaz de establecer sobre el tema en cuestión. Como el propio Habermas lo señal, el reconocimiento de la desobediencia civil a la minoría no significa necesariamente “que los locos de hoy vayan a ser los héroes de mañana, también pueden seguir siendo mañana los mismos locos de ayer”.

Consideraciones sobre el caso chileno. Diferencias en las tradiciones jurídicas anglo e iberoamericanas

Creo que el tema de la relaciones de la democracia y de la desobediencia civil reviste para el caso chileno más que un mero interés académico. Por un lado, porque tarde o temprano la autoestima ciudadana de los chilenos mejorará y considerarán (consideraremos) inaceptable que luego de tres elecciones parlamentarias quienes perdieron obtengan la mayoría y quienes ganaron la minoría. Seguramente en ese momento se constatará que el principal y más natural método de autocorrección de una democracia, el voto, sólo funciona parcialmente y se encuentra en grado importante bloqueado. Como no se puede violar eterna e impunemente el principio de “igual ciudadanía” se comenzará a mirar otra forma de expresión y de presión de permitan la reinstalación de una democracia plena. Tal vez entonces la reflexión sobre las relaciones entre desobediencia civil y democracia concite el interés de la política.

Pero más allá de esta contingencia histórica, el tema de la desobediencia como lo expone Rawls, Dworkin, Habermas, apunta a considerar esta forma de expresión como una posibilidad estructural de una democracia viva; como un mecanismo de autoperfeccionamiento constante de la democracia; sin por ello poner en riesgo la estabilidad institucional. El movimiento por los derechos civiles en EE.UU. que encabezara Martin Luther King a comienzos de los 60 y que significó la igualdad racial ante la ley, constituye un ejemplo paradigmático de un movimiento de desobediencia civil que permitió convencer a la “mayoría” del profundo error en que estaba. Ello se logró sin la interrupción del Estado de derecho democrático norteamericano, y representó un avance civilizatorio para esa sociedad y para el mundo entero.

Cabe eso sí, y para efectos de complejizar el tema y no para invalidarlo, tener presente ciertas consideraciones sobre las diferencias existentes entre la cultura política angloamericana y la latinoamericana de raíz hispana, y las consecuencias que ello tiene respecto al significado de la ley y la obediencia a esta.

Recientemente Claudio Véliz ha publicado un sugerente libro, donde compara las culturas políticas angloamericanas y de América Latina. Para Véliz lo que caracterizaría a América Latina sería cierta resistencia al cambio, un énfasis en el orden y la unidad, la simetría, la organicidad, la tradición y el barroco. A su vez la cultura política angloamericana se singularizaría por su movilidad, el cambio, la descentralización, la asimetría, la diversidad, el énfasis individualista, lo inorgánico y lo gótico. El peso de la tradición hispano-católica, o en su forma más moderna a través del barroco, estaría aún presente con gran fuerza en las sociedades latinoamericanas, condicionando su carácter más bien jerárquico, tradicional, doctrinal. Estas diferencias “idiosincrásicas” se proyectarían al plano de lo jurídico – que es lo que importa para efectos de este trabajo – en una sociedad latinoamericana caracterizada por sus rígidos códigos legales, donde la ley aparece como algo intocado, casi una proyección de lo sagrado, en oposición a la “common law” (“ley común”) angloamericana que se modifica incesantemente. Es una observación bastante generalizada señalar que somos un país “legalista”, donde la “ley es la ley”, y donde no existe mayor tradición de construcción de lo social a partir de una discusión sobre lo legal y lo legítimo. Ello contrasta con la tradición angloamericana donde la jurisprudencia tiene una gran influencia en la construcción del orden social. Por ejemplo, la Corte Suprema de Estados Unidos, ha sido clave en la decisión de temas de interés general de la sociedad, en la regulación de su convivencia, constituyendo un verdadero poder político tan decisivo como el Ejecutivo o el Legislativo. Los temas que suelen zanjarse por la vía jurídica en la tradición angloamericana en l caso nuestro sólo se han hecho históricamente a través del Legislativo (y de la fuerza, por cierto).

Las observaciones de Véliz son interesantes, pero no deben entenderse como caracterizaciones inmutables, como una suerte de esencialismo donde se ha fijado, en algún punto de la historia, la cultura política latinoamericana y angloamericana de una vez para siempre. Por el contrario como el mismo autor lo señala en su texto, pareciera que la tradición hispánica barroca comienza a ceder y trizarse en muchos de sus aspectos y a acercarse culturalmente a diversas soluciones empiristas, racionalistas, utilitaristas, liberales, más propias de la tradición angloamericana.

Para efectos de este trabajo no tiene mayor sentido seguir internándonos en el complejo tema de la identidad latinoamericana (donde por lo demás es muy fácil naufragar). Nuestro objetivo y motivación ha sido otro: identificar en la desobediencia civil un método posible y congruente – en las condiciones y circunstancias descritas – con la existencia de un Estado de derecho democrático. Un método de expresión que bien usado, puede favorecer – junto con otros – a la autocreación de la sociedad y de los individuos, y al constante perfeccionamiento de la convivencia democrática.

Notas:
(1) Rawls, John, Teoría de la Justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1995 y, Rawls, John, Liberalismo Político, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.

(2) Para seguir las críticas de conservadores y liberales contemporáneos al “racionalismo” algunos de los textos que se pueden consultar: Berlin, Isaiah, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1993. Berlin, Isaiah, La decadencia de las ideas utópicas de Occidente, Barcelona, Ediciones La Península, 1992. Oakeshott, Michael, ¿Qué es ser conservador?, Stgo., Chile, Revista de Estudios Públicos Nº 11, 1983. Oakeshott, Michael, El racionalismo en política, Stgo., Chile, Revista de Estudios Públicos Nº 48, 1992. Sandel, Michael, Democracys Discontent: America in Search of a Public Philosophy, Cambridge, Massachussets and London:University Press, 1996. Taylor, Charles, Lo Justo y el Bien, Stgo., Chile, Rvista de Ciencia Política, Vol. XII, Nº 1-2, 1990.

(3) Ralws, John, Teoría e la Justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pág. 332.

(4) Ibid, pág. 334.

(5) Ibid, pág. 338.

(6) Ibid, pág. 338.

(7) Ibid, pág. 339.

(8) Ibid, pág. 339.

(9) Ibid, pág. 340.

(10) Ambos textos se encuentran en Habermas, Jürgen, Ensayos Políticos, Barcelona, Ediciones La Península, 1994, (primera edición 1988).

(11) Ibid, pág. 55.

(12) Ibid, pág. 58.

(13) Ibid, pág. 83.

(14) Ibid, pág. 60.

(15) Ibid, pág. 61.

(16) El trabajo de Claudio Véliz se cita aquí desde el libro: Larraín Ibáñez, Jorge, Modernidad, Razón e Identidad en América Latina, Stgo., Chile, Editorial Andrés Bello, 1996. El texto original en Véliz, Claudio, The New World of de Gothic Fox: Cultura and Economy in English and Spanish America. Berkeley, University of California Press, 1994, Cap. I.