Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores

Desprestigio y conservadurismo estructural en la política chilena

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Abril 2004

¿Cinismo y Resignación?

El desprestigio y deterioro de la legitimidad de la política y de los políticos es un fenómeno universal, que se arrastra por largo tiempo y que pareciera no tener visos de reversión. Su prolongación e intensidad está produciendo, como reacción desde la política e incluso desde sectores de la intelectualidad, una tendencia que resulta paradojal: una creciente despreocupación por el tema que se expresa en un silencioso cinismo y en una suerte de estado de resignación de parte de los políticos. Tendencia incipiente, pero que avanza inconfesadamente.

Podría decirse que los políticos han optado por adaptarse al fenómeno, por convivir con él e, incluso, por sacarle provecho. Mal que mal, el desprestigio estrecha el campo de la competencia y les facilita a los políticos en ejercicio reproducir sus posiciones de poder.

No se quiere ni siquiera insinuar que los políticos hayan descubierto la “conveniencia” de su desprestigio y que decidieran premeditadamente comportarse pasivamente frente a él. Lo que se sostiene es que, en buena parte de la dirigencia política, se ha generado una sensación de impotencia ante la persistencia y expansión de su desprestigio y que tal sensación tiende a generar tres tipos de conductas no excluyentes entre sí: i) indiferencia o despreocupación por el tema; ii) uso de una discursividad que se suma al criticismo masivo y que busca la “salvación” personal del político, y iii) instrumentalización de esa realidad en beneficio de la reproducción del poder de sujetos o círculos políticos.

Carencia de política contra el desprestigio

Estas tendencias conductuales entrañan varias consecuencias. Una de las más curiosas e importantes es que devela que la política no tiene políticas para su autodefensa y que los políticos muestran cada vez menos interés y arrojo por defenderla. Síntomas graves, porque hablan de cansancios, obsolescencias, incompetencias, desapasionamientos, etc., pero, sobre todo, porque son dinámicas que amenazan con dejar en una gran fragilidad a las instancias, estructuras y culturas que amparan la legitimidad, la organicidad y la funcionalidad de lo público. En el entendido (que no siempre se entiende) que la consistencia y calidad del Estado-Nación, de la Democracia, del Estado de Derecho, de cada uno de los Poderes del Estado, etc. dependen esencialmente de la consistencia y calidad de la política y sus actores.

El hecho de que el deterioro de la política y de los políticos comprometa al Estado-nación y a la democracia y a su institucionalidad es lo que torna ineludible – aunque resulte tedioso – persistir en el análisis del porqué el desprestigio social de la política con la voluntad de aportar, “en la medida de lo posible”, a su superación.

Pero persistir no significa porfiar en las explicaciones que hasta ahora han predominado y que invariablemente arriban siempre al mismo diagnóstico concluyente: que el desprestigio de la política se debería a que ésta y los políticos se han separado de las personas y a que no atenderían o atenderían mal “los problemas reales de la gente”.

En un principio estos fundamentos eran identificados con pensamientos de las corrientes derechistas. Hoy, sin embargo, han devenido en una suerte de “teoría oficial” que repiten agentes políticos, comunicacionales, intelectuales de casi todo el arco de las culturas políticas.

Los argumentos de esa “teoría oficial” constatan hechos o percepciones empíricamente demostrables. Sin embargo, son constataciones superficiales y simplificadoras, que encierran desconocimientos de la política y que, sobre todo, son insuficientes como diagnóstico de un fenómeno mayor y, por ende, inducen a equívocos. En efecto, los afanes por acercar la política a la gente a partir de ese diagnóstico conllevan, las más de las veces, a la trivialización de los discursos, a polémicas formales, a propuestas inmediatistas, a la sublimación de la política-espectáculo, etc.

Inevitable distancia entre política y ciudadanía

Es claro que se viven tiempos marcados por distanciamientos entre política y ciudadanía. Pero, al respecto, caben tres alcances que relativizan esa apreciación, que ayudan a mirarla con más ponderación y rigor y a ubicarla en una dimensión más precisa.

1. Hay que distinguir entre la realidad del fenómeno y una discursividad que lo resalta y acentúa interesadamente. Los divorcios entre política y sociedad existen, pero también existen interesados en difundir ideas que exageran y distorsionan el distanciamiento con el propósito de debilitar la gravitación de la política, su radio de influencia social y su papel en los procesos de toma de decisiones.

En la elaboración y difusión de ese tipo de discurso coinciden tres fuentes: sectores de derecha, fracciones del empresariado y “la familia mediática”. Con independencia de si entre ellos hay articulaciones políticas y corporativas (y en Chile, en gran medida, las hay), sus coincidencias “anti-políticas” se encuentran en que, cada uno de ellos, tiene una relación contradictoria con la política e improntas ideológicas internas que les impelen a un criticismo prejuicioso y exacerbado.

Ahora bien, estos actores, objetivamente rivales de la política, han descubierto la eficacia que posee para su haber el reiterativo discurso que amplifica la percepción de un radical divorcio entre política y ciudadanos.

2. Entre política y ciudadanía ha habido siempre – y seguirá habiendo – una separación ineludible, históricamente necesaria y que incluye ciertos niveles de conflictividad. Divorcio que no hace más que representar separaciones conflictivas preexistentes en la sociedad entre interés personal o grupal y bien común, entre intereses sociales e intereses corporativos. La política tiene como misión la solución de problemas colectivos tratando de conciliar diversidad de demandas que muchas veces se contraponen no sólo unas a otras, sino también a los requerimientos de la sociedad en su conjunto. En consecuencia, para cumplir tal misión, la política, por antonomasia, debe separarse de la gente, del sujeto común que, legítimamente, piensa priorizando sus necesidades particulares.

Dicho más categóricamente: la diferenciación, ergo, la separación, entre gobernantes (políticos) y gobernados (individuo, ciudadano) no es un pecado de la política, sino una “virtud”. Pecado es lo contrario. “Pecador” es el político que razona y actúa sin distinguirse del sujeto-masa.

La cuestión en discusión debería plantearse, entonces, de manera distinta. La distancia en sí entre la gente y la política no es, en rigor, un problema, es un dato dado e inevitable. Lo que sí cabe dentro de los temas problemáticos, es decir, que son discutibles y superables, es i) el tema acerca de cuáles son los grados de separación aceptables para una relación sana entre ambas y ii) el tema acerca de cuales son las formas y sistemas adecuados para tratar la conflictividad entre ciudadanía y política de manera que tal conflictividad se canalice en procesos que conduzcan a un permanente estrechamiento de las brechas

3. El estadio de desarrollo alcanzado por la sociedad chilena, sus indicadores de modernidad y de integración a la globalidad, implican una muy superior diversificación y complejización de los asuntos políticos. El principal efecto de ello es que el diletantismo político pierde terreno y que la política está forzada a devenir en una actividad cada vez más especializada, tecnificada. Por ende, tiende a hacerse menos accesible al común de las personas y a encontrarse con mayores dificultades para ser un fluido interlocutor de la ciudadanía. Existe un componente estrictamente “técnico” que participa en la separación entre la política y las personas.

Del conjunto de estos alcances se puede colegir, en primer lugar, que el desprestigio que afecta a la política no es en sí y de por sí causado por la separación entre ésta y la ciudadanía; en segundo lugar, que lo preocupante son los grados que ha alcanzado tal separación y, en tercer lugar, que esos grados de divorcio son más bien efectos del desprestigio y no a la inversa.

El conservadurismo como causa del desprestigio

A propósito de esto último se postula la siguiente hipótesis: el desprestigio social de la política tiene su origen en el desprestigio político de la política, es decir, en el desprestigio de la política ante sí misma. Y ello ocurre porque el político – por auto conciencia o por intuición – percibe un deterioro direccional y funcional de su oficio, básicamente por incapacidad o limitaciones para readecuar su instrumental cognitivo y práctico a las exigencias de las sociedades contemporáneas, que en menos de cuatro lustros han vivido, con celeridad inédita, transformaciones radicales que, además, desencadenan incesantes procesos de más y más transformaciones.

La subestructura política se ha erigido en una de las instancias dirigentes más rezagadas, más conservadoras. Ese conservadurismo es el que le impide u obstaculiza reconocer los cambios e insertarse orgánicamente en ellos. Y es esa inorganicidad, esa falta de armonía con los fenómenos modernos y con la modernidad la razón esencial de su desprestigio.

En otras palabras, no puede sino más que desprestigiarse una subestructura que no entiende de aquello que se supone debe identificar en sus problemáticas y conflictividades para orientarlo y conducirlo. Los fenómenos modernos, sus dinámicas, sus contradicciones, sus procesos, se les han escapado de las manos. La política hoy es más un objeto que un sujeto de la modernidad. Y eso es resultado de su resistencia al cambio en su internalidad. Frente a los estremecimientos y colapsos, frente al rápido y continuo reemplazo de lo viejo por lo nuevo que acompaña a la modernidad, la política se auto recetó – para su ser íntimo, para su autodefensa – conservadurismo, a costa de perder parte de su esencialidad y funcionalidad y de ganar desprestigio.

El conservadurismo alude a cuestiones de fondo y no sólo de formas o de estilos. Hace referencia a instrumental analítico, a cosmovisiones, a énfasis programáticos y temáticos, a proyectos históricos, etc. Por lo mismo, las innovaciones políticas en cuanto a formas y estilos son engañosas. En su mayoría, no provienen de la sustancia y de la lógica política, sino de la imitación de formas y estilos de otras subestructuras exitosas en materia de modernizaciones (particularmente, mercado y mass media). La política todavía no descubre formas y estilos modernos propios y que sean expresión de una modernización de su naturaleza intrínseca.

El conservadurismo en política es observable universalmente. Pero, en muchos países desarrollados y de desarrollo medio, se visualizan interesantes movimientos innovadores. En Chile, por el contrario, estamos en presencia de un sinfín de factores institucionales, políticos y político-culturales que configuran una red que protege y reproduce inercias que dan lugar a lo que bien puede llamarse conservadurismo estructural de la política.

Para mensurar ese conservadurismo en Chile debe tenerse en cuenta que produce rezagos en la política no sólo respecto de espacios de la sociedad civil, en donde los procesos modernizadores se desarrollan con más prontitud y velocidad, sino también con relación a espacios que son sus pares, o sea, que adscriben a las esferas de lo político-institucional. Por ejemplo, exceptuando sectores de la Administración Pública, en los entes o sujetos protagónicos de la actividad política no ha habido procesos reformadores comparables a los que están en desarrollo en instancias tan tradicionalistas como las FF.AA.. y el Poder Judicial.

Tres factores de conservadurismo estructural

Abreviadamente y a guisa de ejemplos se indican a continuación tres factores que ilustran la idea del conservadurismo estructural.

a) La política chilena está muy condicionada por un virtual inmovilismo generacional que tiene amparos institucionales. Sobresalen dos de ellos: 1) El sistema electoral binominal que claramente favorece la reproducción de las generaciones que ya ocupan posiciones de liderazgos. 2) Las normas que rigen la composición del padrón electoral. El padrón electoral tiende a envejecerse y osificarse por la falta de incentivos y facilidades para la inscripción de jóvenes. Al respecto, alienta suspicacias el hecho que, habiendo acuerdos, no se legisle sobre la inscripción automática al momento que una persona cumple 18 años.

b) El sistema o esquema de ordenamiento y diferenciación de los partidos también es parte de la estructura conservadora porque deviene en óbice para que se produzcan las readecuaciones político-culturales ad hoc a la etapa post guerra fría y post transición. Y mientras esos reordenamientos no se den, los movimientos políticos y las escuelas de pensamientos representativos de aires renovadores seguirán subsumidos en partidos, bloques y sistema de partidos con fuertes improntas conservadoras. La pervivencia de ese sistema o esquema, cada vez menos político-racional y funcional, está fuertemente ayudada por el binominalismo electoral, porque vuelve casi suicida la emergencia de nuevas fuerzas políticas y porque promueve la instalación de férreos poderes partidistas corporativizados en manos de las generaciones que han ascendido en virtud del binominalismo.

c) En materia político-cultural, la estructura conservadora se manifiesta en las reticencias o animadversiones de la política hacia la reflexión crítica. La política y el político actual, en su media, se nutre intelectualmente de las encuestas y los encuestólogos y de las técnicas comunicacionales y los comunicólogos. Los más sofisticados – dentro de la media – agregan a sus lecturas el Cuerpo D de El Mercurio. Pero son impermeables a la reflexión crítica. Básicamente esto se debe a la aceptación de una suerte de ideología oficial cuyo pivote es el dogma y la entelequia del “modelo económico”. El discurso de abnegación al “modelo” desempeña roles típicos de una ideología y, más precisamente, de una ideología conservadora: unifica en torno a una fe que, en tanto tal, permite ahuyentar las incertidumbres.

La importancia del “modelo”

De las incertidumbres propias de la modernidad es de lo que pareciera no quieren saber nada los políticos criollos. De ahí su apatía hacia la reflexión crítica. Y no quieren saber nada, los unos, los de derecha, porque el “modelo” es la única propiedad intelectual que poseen y los otros, los de izquierda y centro, porque no sabrían qué hacer – al menos, mientras gobiernen – sin el “modelo”.

Dada esta estructura ideológica oficial es que la polémica político-intelectual es conservadora, ceñida a temas y argumentos que se repiten una y otra vez por más de una década. En rigor, los debates político-intelectuales que gravitan en la política chilena son los referidos a administración del estatus o de los estatus.

De acuerdo a lo analizado se deduce que no es tarea fácil lograr que la sociedad y las personas superen los prejuicios con los que evalúan y califican la política. Y no lo es, principalmente, porque los propios políticos han errado los caminos y resisten porfiadamente a las presiones que la modernidad ejerce en aras de radicales readecuaciones de su actividad.

Sin embargo, plantearse esa tarea es una demanda de proporciones históricas, porque, en el fondo, el desprestigio de la política también tiene que ver con un desconcierto colectivo frente a la modernidad y con una pérdida de marcos orientadores para la sociedad, uno de los cuales debiera ser la política.

En definitiva, que entre política y sociedad, que entre los políticos y las personas se establezcan relaciones de respeto y confianza es un objetivo que forma parte de un proceso más amplio y superior, a saber, el proceso que va definiendo los vínculos entre sociedad nacional y modernidad globalizada. Naciones como la nuestra enfrentan un dilema dramático: vivir la modernidad globalizada o ser vivida por ella. Apropiarse nacional y socialmente de lo moderno depende de la calidad de la política y de su legitimidad social. Sin ello, el futuro está a merced del azar.