Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

Discusión atingente a Chile: ¿es viable una gestión progresista del capitalismo?

Ángel Flisfisch

www.asuntospublicos.org
Noviembre 2005

El debate electoral chileno ha puesto una vez más en un primer plano la cuestión del “modelo”, sus virtudes y sus vicios, una hipotética insatisfacción extendida con sus resultados, la necesidad de identificar reformas o modificaciones, o aún lo deseable de su sustitución por un modelo diferente y opuesto, según posiciones más radicales como las de la candidatura Hirsch.

Pero el tema no es exclusivo del debate chileno. Es común a muchas de las realidades latinoamericanas. Asumiendo formas distintas aflora en la vida política de la India y en el discurso oficial en China. Paradójicamente apuntando en una dirección contraria inquieta hoy la política alemana y francesa, y quizás a muchos sectores dentro de las izquierdas y social democracias europeas.

Para progresar en el análisis del tema es indispensable establecer previamente algunas precisiones y clarificaciones, y comenzar preguntando qué es lo que está efectivamente en cuestión.

Ineludibles reformas de mercado

Una posibilidad es considerar que de lo que se trata es del capitalismo como modelo genérico y de su sustitución por un tipo de orden socioeconómico distinto. Parece razonable presumir que no es ello lo que está en juego. Aun países que se identifican oficialmente a sí mismos como socialistas – por ejemplo, Vietnam, Laos o Camboya -, se esfuerzan por implementar reformas de mercado como el aspecto central de sus políticas de modernización. Las excepciones pueden ser casos como el de Cuba, donde el carácter socialista de la economía es reafirmado oficialmente una y otra vez, o Venezuela, que nada hoy contra la corriente, pero respecto de la cual parece conveniente esperar el desenlace que consolide el carácter más definitivo de su orden socioeconómico (1).

No obstante, salvo posiciones minoritarias, intelectual, ideológica y políticamente altamente marginales, no se observan en el horizonte propuestas de modelos alternativos al capitalismo que se puedan considerar seriamente como gozando de una legitimidad relativamente difundida. Aún posiciones significativamente críticas de las realidades contemporáneas, como las que caracterizan a los movimientos anti-globalización, ecológicos, orientados al desarrollo de identidades particulares (género, etnia, preferencias sexuales, etc.), hasta ahora no logran perfilar ideas susceptibles de articularse y especificarse en algún modelo que postule algo así como relaciones de producción o una institucionalidad de asignación de recursos no capitalistas.

Lo que está en juego son distintos tipos de capitalismo, caracterizados por “modelos” o modos de gestión globales – por economías políticas, podría decirse – que son distintos y antagónicos en aspectos importantes. Más allá de los extremos retóricos, que quisieran plantear las cosas en términos de opciones de una clara radicalidad, lo sustantivo de los debates se centra en los méritos y deméritos de dos de esos modos o “modelos” de gestión.

Los dos modelos

El modelo que predomina contemporáneamente ha sido etiquetado diversamente como modelo neoliberal, liberalismo, “capitalismo salvaje”, o simplemente “el modelo”. La única alternativa a este modelo que hoy tiende a predominar no es fácil de designar. En lo que sigue, se hablará de modelo progresista.

Se podrían utilizar otros nombres, quizás con menor carga política, al menos en las circunstancias chilenas. Por ejemplo, los análisis sobre los países europeos oponen el capitalismo del Rin o modelo continental (Alemania, Francia) al modelo anglosajón (Inglaterra, Irlanda), y ven una combinación de estas dos orientaciones paradigmáticas en un modelo nórdico (Finlandia, Suecia, Noruega).

Estos dos modelos no agotan el universo contemporáneo en cuanto a gestión del capitalismo. Se puede identificar un capitalismo de estado, ejemplificado por China, o un capitalismo de compadres, frecuente en países del sudeste asiático o de la antigua órbita soviética, y quizás otros tipos. No obstante, ninguno de ellos aparece como un aspirante que pueda competir con legitimidad con los dos primeros en términos de una universalidad significativa.

Al caracterizar esos dos modelos, conviene apuntar a aquello que procuran imponer a la realidad, al conjunto de tendencias que favorecen y estimulan, más que describirlos como estadios de cosas acabados y bien consolidados. Como nunca existen de manera absolutamente pura y toda situación es sólo una aproximación a uno de ellos, describirlos de ese modo remata en una suerte de ideal caricaturesco sólo útil para distorsionar apreciaciones.

Neoliberalismo a la ofensiva

De los dos, todo parece indicar que la tendencia contemporánea es al predominio del modelo neoliberal. Hoy es el modelo agresivo y parece estar desplazando al segundo. En cambio, el modelo progresista juega a la defensiva.

Así, para el primero de lo que se trata siempre es de profundizar la apertura de la economía y los mercados, mientras que para el segundo, probablemente sin rechazar la necesidad y una cierta virtud de la economía abierta, es una cuestión a abordar con prudencia, paulatinamente, procurando minimizar los costos sociales y sectoriales asociados. La postura neoliberal es de profundización de la desregulación de los mercados, especialmente de mercados como los laborales y los financieros; la respuesta progresista enfatiza la necesidad de marcos regulatorios, normativamente más densos que aquéllos muy tenues y livianos a los que aspira la primera.

El neoliberalismo empuja a la lógica de mercado a asumir un carácter universal, luchando por la transformación en industria de los más diversos sectores: industria de la salud, de la educación, capitalismo académico, profundización de la propiedad intelectual, industria del asistencialismo, industria penitenciaria. El progresismo responde defendiendo el necesario carácter de bien público o colectivo de un número importante de actividades, servicios y aún bienes. El neoliberalismo impulsa cargas tributarias mínimas y la jibarización de lo que exista como Estado de Bienestar, mientras el progresismo lo defiende y lucha por más impuestos, dando la impresión, muchas veces, que la motivación tiene que ver más con potenciales costos políticos que con convicciones. En el mejor de los casos, el neoliberalismo tiende a la neutralidad frente a la concentración de riqueza. Para el progresismo, es un fenómeno negativo, si no reprochable, que amerita política e iniciativas que la contrarresten.

La primera pregunta crucial es por qué ese carácter predominante del neoliberalismo hoy en día. ¿Qué características del mundo contemporáneo tienden a seleccionarlo como la gran estrategia de gestión y política económica de los países frente al modelo rival? La respuesta es simple y hoy por hoy de sentido común: el capitalismo neoliberal muestra ventajas netas en la competición universal por mercados y ganancias, competición que es, en última instancia, un juego de suma nula donde hay ganadores y perdedores. En un escenario donde la gran mayoría de los países emplean estrategias neoliberales, quienes no lo hacen son perdedores seguros e ingresan inexorablemente en un camino de decadencia y estancamiento económicos.

Un caso elocuente

Ejemplos que validen esa afirmación abundan. He aquí uno, particularmente dramático. En India, los comunistas controlan el estado de Bengala Occidental desde 1977. Ello significó un notable fortalecimiento sindical, caracterizado por un accionar belicoso que utilizó sistemáticamente tácticas como la ocupación de lugares de trabajo, manteniendo cautivos al interior a directivos y mandos empresariales. La fuga consiguiente de capitales y negocios condujo al estado a una prolongada decadencia industrial. En 1980 participaba con alrededor de un 10% en la producción industrial india; a mediados de los 90, con menos de un 5%.

En 2001 asumió como Ministro Jefe del estado el Sr. Bhattacharya, quien frente a esta progresiva decadencia implementó una agresiva política industrial orientada a incentivar la localización de inversiones en el estado, especialmente industrias de tecnología de información (TI). La política ha sido exitosa en no menor medida porque Bhattacharya logró declarar el sector de TI un servicio público esencial, protegido de huelgas, garantizando así la continuidad de la operación de los centros de llamados. Esta intervención pro capital en el mercado de trabajo, a primera vista brutalmente incoherente con lo que suponemos es el comportamiento esperado de un partido comunista en una democracia, Bhattacharya la justifica en términos de la orientación básica de su posición política: “Soy un comunista orgulloso, creo en la visión de Marx, en la contradicción fundamental entre capital y trabajo, y en la lucha de clases. Sé que los americanos no han escrito el último capítulo de la civilización humana, pero soy también un realista. El mundo está cambiando. La lección que imparte el colapso soviético y China es que nos reformamos y nos desempeñamos bien, o perecemos” (2). Obviamente, reforma significa aquí reformas de mercado.

Las desregulaciones

En países como Alemania o Francia, los diagnósticos de los problemas que afectan a los mercados de trabajo descansan en puntos de vista que propician desregulaciones consistentes en eliminar disposiciones o beneficios con un sentido pro trabajo, pero la cuestión de fondo es la misma.

Uno de los aspectos esenciales de la globalización es que ella induce a una competición entre economías nacionales tanto por conquistar nueva inversión extranjera directa y la localización de nuevas actividades en el país, como en términos de impedir la emigración de inversiones y actividades ya localizadas en pos de mejores condiciones y mayor rentabilidad, lo cual se asocia estrechamente con menores costos de recursos humanos. Este imperativo es común a todos y ello explica que la dinámica contemporánea de las economías políticas se centre básicamente en desregulaciones y redefiniciones significativas de sectores, todas premunidas de un sentido pro capital, sea porque favorecen menores costos y más rentabilidad, sea porque abren nuevas e inéditas oportunidades, es decir, nuevas industrias en sectores antes regidos por lógicas distintas de la lógica de mercado y derechos de propiedad.

Ello explica también los dolorosos dilemas a que se ven sometidas fuerzas políticas de izquierda, social demócratas o históricamente asociadas a tradiciones de estado de bienestar y electorados de clase trabajadora o clases medias menores, que para ser políticamente responsables y buscar un desempeño global positivo de la economía nacional, se ven en la necesidad de impulsar esas políticas, so pena, más que de privarse de una ventaja comparativa, de no respetar una condición necesaria para competir con éxito.

El peso de una “gran estrategia”

La segunda pregunta crucial es bajo qué condiciones, en el escenario contemporáneo de globalización, es posible una gestión no neoliberal o progresista del capitalismo, que no fuerce inexorablemente a esa clase de políticas.

Un primer punto a considerar en el esfuerzo por identificar esas condiciones que harían viables capitalismos gestionados de modo progresista es que el escenario en que la abrumadora mayoría de los países se desempeña poniendo en práctica una gran estrategia neoliberal en la conducción de la economía es un escenario altamente estable en el sentido de que no hay incentivos para desertar de esa ortodoxia y adoptar una gran estrategia progresista. Inversamente, lo que existe son fuertes incentivos negativos en cuanto a proceder de esa manera. Los costos asociados al comportamiento desviante son de tal magnitud y permanencia que el resultado para esa economía nacional es uno de estancamiento y decadencia pronunciados, que se profundizan en el tiempo.

Ciertamente, una sociedad puede caracterizarse por una preferencia mayoritaria por la decadencia, pero en el largo plazo ella comenzará a dejar de ser viable en un mundo global dinámico, y, en todo caso, es muy poco probable que un caso semejante adquiera un valor universal paradigmático, y llegue a funcionar como un modelo tendiente a generalizarse. En suma, la gestión progresista como gran estrategia no es viable como comportamiento individual de un país aislado.

Contrariamente, el escenario opuesto caracterizado por una abrumadora mayoría de países cuya gran estrategia es progresista parece ser un escenario mucho menos estable. La historia muestra que en un mundo donde la gran mayoría de las economías están altamente reguladas, la estrategia consistente en convertir la propia economía en un “paraíso” pro capital, por ejemplo en términos financieros, laborales, tributarios, etc., puede implicar réditos significativos. De otro modo, en ese escenario ser un “país desviante” o un “país paria” no sólo no acarrea sanciones; probablemente, trae consigo premios.

Una masa crítica

Cuando un grupo relevante de economías, que es lo que comenzó a suceder tibiamente hacia los años 80 del siglo anterior y se acentuó aceleradamente a partir de 1990, premunidas de un alto peso específico en el contexto de la economía-mundo, optan por una gran estrategia neoliberal, el cambio producido por esa masa crítica de países redefine drásticamente la situación, generando incentivos fuertes para sustituir una gestión progresista por una neoliberal, a la vez asociando costos progresivamente más altos con el hecho de persistir en una gran estrategia progresista. Por otra parte, de acuerdo a lo señalado precedentemente, a medida que ese escenario de creciente predominio del neoliberalismo se va consolidando, la probabilidad de deserciones disminuye también progresivamente.

La inferencia a hacer es que la posibilidad de adoptar como país una gran estrategia progresista no sólo no es una cuestión abordable desde el punto de vista de un solo país, sino que requiere de un comportamiento colectivo de un grupo crítico de países dotado de un peso geoeconómico y geopolítico relevante. En efecto, dejadas las cosas al libre juego de las “fuerzas del mercado” y a la decisión soberana de cada cual, en este escenario la probabilidad de deserción es alta, salvo que ese grupo crítico tenga la capacidad de hacer explícitas amenazas creíbles para el caso de deserciones y la voluntad de hacer efectivas esas amenazas en el caso de producirse deserciones.

Obviamente, para ese grupo crítico de países los beneficios de sostener y dar continuidad a ese escenario deberían ser importantemente mayores que los que se podrían asociar con la deserción, por ejemplo, porque ella sólo puede darse en el contexto de una transición larga, altamente conflictiva, con costos económicos y políticos igualmente altos asociados a ella, y plagada de notables incertidumbres en cuanto a resultados exitosos. Un capitalismo global gestionado de modo progresista es entonces el resultado permanente de la acción colectiva, sostenida en el tiempo, de una coalición progresista cuyos miembros tienen la capacidad de crear un auténtico orden económico, podría decirse una economía política internacional, cuyo componente esencial es una gestión progresista del capitalismo. En el límite, ese orden económico podría encontrar una expresión jurídica en cuerpos normativos vinculantes, con una eficacia adicional proveniente de renuncias significativas a cuotas de soberanía, radicada desde allí en adelante en agencias internacionales.

Se puede argumentar, con bastante plausibilidad, que todo lo anterior es meramente especulativo y poseído de un claro aroma utópico, empleando la palabra en su sentido más peyorativo. En ese caso, la tendencia a la universalización del neoliberalismo sería inexorable y sólo restaría adaptarse a él de la mejor manera posible.

No obstante, si a partir de un diagnóstico como el aquí expuesto se generaliza la idea, entre los insatisfechos y desasosegados con el “modelo”, que la única respuesta con alguna probabilidad de eficacia necesariamente tiene que contemplar una dimensión crucial de “política exterior”, y que el camino hacia algo distinto es largo y supone como una etapa necesaria la construcción de esa coalición progresista sumariamente esbozada, no sólo se habría redefinido el problema en términos seguramente más provechosos, sino que se habría abierto un horizonte de posibilidades a explorar y sobre las cuales dialogar, apertura que volvería a colocar a la política en un camino de responsabilidad, más allá de la pura expresividad, mera retórica o simple demagogia.

NOTAS

1) Se puede considerar que lo característico del experimento chavista es el populismo y que la propuesta es de un “modelo” populista. Pero el populismo es una práctica sistemática de redistribución que prescinde de restricciones fiscales, o no respeta restricciones impuestas por los niveles de productividad existentes, o descansa en rentas (por ejemplo, del petróleo) sin considerar metas de crecimiento y desarrollo en plazos medianos y largos. El experimento Chávez muestra aspectos de mayor radicalidad que el mero populismo.
2) The Strait Times, Singapore, 21 de octubre, 2005