Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores

El corporativismo (médicos y otros) y la ética social

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Enero 2003

Amainado el temporal y festín, periodístico y político, sobre denuncias de corrupción, coimas e irregularidades que copó la agenda medial y pública durante, al menos, seis semanas consecutivas, se pueden aprovechar los aires navideños y de fin de año, supuestamente más tranquilos, equilibrados y favorecedores de un pensar más trascendente, para reflexionar acerca de esos sucesos e intentar acuñarlos como parte de las experiencias colectivas. Reflexiones que, sin eludir los acontecimientos, traten de ir un poco más allá de la empiria y la casuística y que ojalá nos ilustraran, aunque sea en algo, sobre rasgos y problemas culturales, valóricos y conductuales que están presentes en la sociedad chilena y en sus más variados ámbitos.

Poder y riesgos éticos

Sin duda que el impacto de los sucesos de marras se debió a que son faltas o violaciones a la ética pública y que, por ende, comprometieron a dirigentes políticos.

Este dato en sí convoca a una primera reflexión.

Si se analizan los comentarios, las opiniones, las notas, los reportajes que se han vertido copiosamente al respecto, queda la impresión de que la actividad política y sus actores conformarían un universo particularísimo dentro de la sociedad chilena, homogeneizado por códigos, normas, valores (o desvalores) y prácticas igualmente particulares. A la política y a los políticos se les atribuye, en definitiva, una existencia compartimentada y distante del resto de la sociedad, como si fueran una corporación y una subcultura separada y autónoma, propensa, además, a un manejo oscuro y corrupto.

Como cualquier otra actividad permanente, la política, efectivamente, desarrolla especificidades y diferenciaciones, pero siempre inmersas y sujetas a los parámetros que dicta lo cultural nacional. Por consiguiente, evaluar y juzgar los comportamientos de los políticos o de algunos de ellos no debería hacerse sin considerar su inserción en lo nacional-cultural. Dicho de otra manera, debería indagarse si las irregularidades u oscuridades que aquejan a la política no responden también a tendencias que operan en la sociedad en su conjunto.

Es cierto que, en apariencia, el mundo político tiene facultades propias que facilitan la irregularidad, la corrupción, la falta a la ética. Facultades que dimanan del hecho de que su actividad se desenvuelve en la esfera del poder. Pero eso tiene tanto de realidad como de omisión. El político dispone de poder, pero no es el único oficio que tiene ese atributo. ¿Acaso los propietarios y las jerarquías de los medios de comunicación no tienen poder? ¿O no lo tienen acaso los empresarios, el gremio médico, los trabajadores del cobre, las policías, los jueces? Hasta los cuidadores de autos de algunas zonas tienen el poder de rayar la pintura de un auto si no perciben la propina que estiman adecuada.

Allí donde hay poder, está latente la posibilidad de que alguien lo emplee sobrepasando sus marcos funcionales y éticos. Y poder real, fáctico, hay en todas partes. Y por doquier se sabe de usos abusivos de esos poderes extendidos en la sociedad.

De esta primera reflexión se puede extraer una primera conclusión: las irregularidades y faltas éticas en la política son señales de un fenómeno que no ocurre sólo en ese espacio, son indicadores – como muchos otros – de que en Chile están presentes elementos socio-culturales que tienden a debilitar la ética pública y la ética social.

Hacerse los lesos

El no prestar atención a esos elementos lleva a una segunda reflexión-conclusión: en Chile hemos venido cultivando una infinita capacidad para hacernos los lesos, para dejarnos estar ante situaciones incorrectas mientras éstas no nos estallen en el rostro, para no reaccionar frente a hechos, pequeños al principio, pero que tienden a crecer día a día a la vista de nuestra imperturbable mirada y a sabiendas que en algún momento se manifestarán con una enorme carga de negatividad.

Hoy resulta que buena parte de los hechos y denuncias que estuvieron conmoviendo a la política y a la opinión pública eran conocidos o se sospechaba de su ocurrencia y, por ende, que eran previsibles y evitables. ¿Qué revela esta contradicción? Que hacernos los lesos es un rasgo criollísimo y que está irremediablemente acompañado de otro, en relación causa/efecto: la indecisión individual y colectiva para ponerle el cascabel al gato.

¿Quién, desde el espacio de la política y de las elites, más en general (incluidas las de los medios de comunicación), no sabía que en Chile las campañas electorales son excesivamente onerosas y que su financiamiento corre por canales muy imbricados y oscuros? ¿Quién no sabe o no sabía que es imposible que los partidos políticos se financien exclusivamente con las cotizaciones de sus militantes? ¿Quién ignoraba que eran irrisorios los ingresos formalmente establecidos para el Presidente de la República, ministros y subsecretarios? ¿Por qué hubo que esperar la explosión de escándalos, con daños enormes para la salud pública del país, para iniciar o reponer discusiones y propuestas destinadas a resolver esas fuentes objetivamente presionantes para la comisión de irregularidades?

Sin duda que la derecha – la UDI en especial – ha tenido responsabilidades en las tardanzas, porque se ha negado a legislar sobre el financiamiento y control de la política y porque algunas de sus proposiciones sobre probidad son inadmisibles en cuanto pretenden limitar al extremo funciones y atribuciones intrínsecas al Estado y al gobierno. Pero la principal cuota de responsabilidad radica en que ni desde la oposición ni desde la Concertación y el gobierno se le quería poner el cascabel al gato y se optó por hacerse los lesos.

Estas dos “cualidades” de la política nacional tienen efectos altamente negativos. De hecho han devenido en factores de estancamiento del desarrollo de áreas claves. En cuatro de ellas, muy en especial: en la propia política, en la administración pública y en los sectores de la salud y de la educación.

Corporativismo y ética social

Tomemos, como ejemplo ilustrativo, lo que sucede en el área de la salud, aprovechando que ha estado en el tapete estos últimos días.

Partamos con declaraciones hechas por el ministro Osvaldo Artaza al programa La Entrevista del Domingo de TVN y que se transcriben aquí textualmente: “Un sólo ejemplo: qué pasaba en el Calvo Mackenna con las patologías del corazón. Hace cinco años, 350 niños se morían en la lista de espera. Las mamás, los papás, a veces desesperados porque sabían que se iban a morir sus niños, qué hacían: juntaban platita y nos pedían a nosotros que le atendiéramos su niñito privado. Y nosotros lo hacíamos, pero nos producía una tensión emocional y ética tremenda. ¿Y sabe que discutíamos después?. Van a terminar las listas de espera y van a disminuir mis ingresos… (Interrupción del periodista Mauricio Bustamante) “Pero Mauricio, déjeme terminar. Ahora con el piloto AUGE eso va a terminar y nosotros los médicos no estamos más empobrecidos. Qué hemos ganado. Hemos ganado en nuestra conciencia, en nuestros valores éticos… (Interrupción del periodista Fidel Oyarzo)”

Si de este párrafo uno separa las habituales e inoportunas interrupciones de los periodistas y si uno omite las ingenuidades del ministro, nos queda una descripción patética y chocante acerca de la mentalidad de los médicos de los servicios públicos y del aprovechamiento comercial que hacen esos profesionales (o algunos de ellos, deberíamos poder imaginar) de las deficiencias de tales servicios; y todo ello confesado por un médico que es, a su vez, la máxima autoridad del área.

Entre los enterados se sabe que la reforma de salud ha sido postergada casi por una década, básicamente por la oposición de los gremios del sector y, en especial, por la oposición del Colegio Médico.

Tras bambalinas, en sordina se entiende esa resistencia gremial como producto, no exclusivo, pero sí determinante, de intereses corporativos, tal como lo grafica el ministro con su ejemplo.

Durante años a los gobiernos y a la Concertación les ha faltado coraje político y ético para enfrentar situaciones que en momentos son casi ignominiosas. Los avances en el área habrían sido muchos más si a los gremios no se les hubiera concedido una suerte de impunidad, si se les hubiese enfrentado con más energía, con más decisión, para desenmascarar sus corporativismos y sus discursos demagógicos.

Los médicos, en alianza con los trabajadores del sector, se han erigido en paladines de la defensa del sistema público de salud. Pero cómo confiar en tales paladines si el sistema público funciona con irregularidades sistemáticas, si, por norma, los médicos también se desenvuelven en la actividad privada (en rigor, en empresas privadas ¿o qué son, si no, las consultas privadas, los centros médicos, las clínicas?), en las Isapres o, sea, en lugares que rivalizan con la salud pública.

Quiérase o no, de una manera u otra, los médicos y trabajadores de la salud han tendido a “apropiarse” de un servicio público, lo han “privatizado” de forma muy sui géneris, lo que no sólo les reporta beneficios económicos, sino que, además, los instala dentro de las esferas del poder.

Esta es una realidad ampliamente conocida y que, no obstante, se ha soslayado por años. Una vez más la lógica de hacerse los lesos. Una vez más el no ponerle el cascabel al gato.

El fenómeno del corporativismo exacerbado, de esa suerte de “privatización” por parte de los gremios, se hace sentir más conmovedoramente en el sector salud, porque alude directamente a dramas humanos de alta sensibilidad, pero es un fenómeno que también está presente en otros sectores públicos, como el de la educación y de la administración pública, y aunque se trate aquí de corporativismos menos poderosos, han sido también fuertes factores obstaculizadores de reformas o iniciativas modernizadoras.

Incongruencia de los discursos éticos

La larga e inalterada pervivencia de dicho fenómeno y la tolerancia que hacia él han mostrado tradicionalmente las fuerzas progresistas tienen varias explicaciones que han sido tratadas por analistas y políticos. Algunas se pueden identificar muy sintéticamente:

- El progresismo – o fracciones importantes de él – mantiene visiones atávicas acerca del concepto y de la función de lo público, las que, en grados importantes, sirven de sustento al corporativismo gremial.

- El propio gremialismo chileno, y particularmente el adscrito a los servicios públicos, no ha vivido procesos significativos de renovación y readecuación a las condiciones creadas por las transformaciones socio-estructurales que han venido ocurriendo en la sociedad chilena.

- Entre el gremialismo en cuestión y los partidos del progresismo hay imbricaciones importantes, lo que le confiere al primero una privilegiada capacidad de presión sobre personalidades y partidos de la Concertación.

- El gremialismo ha constituido tradicionalmente una de las bases de sustentación electoral de la alianza gobernante.

Sin embargo, aparte de los anteriores hay un punto poco o nada abordado, pero que tiene una enorme trascendencia, porque es un rasgo político-cultural que, con más o menos intensidad, está latente en todos o casi todos los fenómenos de falta de transparencia o de fragilidad ética.

En esencia, el tema consiste en lo siguiente: en una flagrante y abismal incongruencia entre el discurso ético y valórico “políticamente correcto” que esgrime la sociedad, sus miembros individuales y sus instancias para defender sus intereses y oficios, y los valores que fácticamente tienden a imponerse en la sociedad y que la sociedad y sus actores practican a diario.

Para un mejor esclarecimiento del punto volvamos a las palabras ya citadas del Ministro Artaza: “¿Y sabe qué discutíamos después? Van a terminar las listas de espera y van disminuir mis ingresos… Ahora con el piloto Auge eso va a terminar y nosotros los médicos no estamos más empobrecidos. Qué hemos ganado. Hemos ganado en nuestra conciencia, en nuestros valores éticos…”

Seguramente el ministro Osvaldo Artaza cree en ese discurso, pero ese discurso poco o nada tiene que ver con la realidad empírica. Hasta donde se sabe, las movilizaciones opositoras del Colegio Médico y de los trabajadores de la salud no tienen como demandas fundamentales la obtención de ganancias en conciencia y en valores éticos.

El quid del asunto estriba en una contradicción más generalizada y profunda. Chile, en relativamente cortos tiempos históricos, ha experimentado una acelerada transformación socio-estructural cuyo resultado esencial ha sido la reorganización de la sociedad sobre parámetros y relaciones típicamente capitalistas. Molecular y cotidianamente la sociedad funciona sobre la base de normas y conductas propias de una economía de mercado “purificada”.

Las vivencias individuales y colectivas que ese funcionamiento entraña son, a su vez, mecánicas reeducadoras de lo cultural-valórico que, como toda reeducación, entra en contradicción con los elementos cultural-valóricos tradicionales. En amplios conjuntos de la sociedad, y probablemente en la mayoría de la sociedad, esa es una contradicción no resuelta satisfactoriamente. Cuando se habla de que Chile es un país con un doble discurso, se está diciendo una gran verdad: existe en Chile un discurso “práctico”, un discurso que se descubre en lo que el chileno efectivamente hace. Y existe también un discurso-discurso, un discurso verbal, heredado de un pasado precapitalista o impuramente capitalista, provinciano, supersticioso, que resiste a la reculturización típicamente capitalista y que se yuxtapone como ideologismos a la hora de explicar o justificar las conductas modernas, “purificadamente” capitalistas.

Ética capitalista

La sociedad chilena se comporta en su rutina como una sociedad típicamente capitalista, pero le produce pudor o vergüenza reconocerlo, porque lo mercantil está mal visto por la cultura tradicional que todavía subsiste a través de múltiples recursos.

Si bien esta es una contradicción que afecta globalmente a la sociedad, afecta más dramáticamente a algunos colectivos particulares. A mitad del siglo XIX, observando la purificación del capitalismo inglés, Marx describió el fenómeno con precisión: “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados”.

Si uno toma esta descripción y la aplica al aquí y al ahora nacional, podrá darse cuenta que donde más se encuentra doble discurso, donde más se halla falta de transparencia entre el decir y el hacer, es en los oficios y profesiones que otrora poseían la aureola de la que habla Marx, pero que en la actualidad han sido tan capitalizados y mercantilizados como los oficios y profesiones restantes.

El político, el médico, el profesor, el funcionario público, vive y practica su profesión capitalísticamente, pero se niega a aceptarlo y reclama que a su oficio se le siga otorgando un estatuto especial, de reconocimiento valórico, de “veneración y piadoso respeto”, según las palabras de Marx. Estatuto especial que a la postre ellos mismos emplean y reducen subrepticiamente a elemento de negociación mercantil.

La falta de transparencia, la falta de ética social que encierran estos comportamientos se relaciona a dos cuestiones. Los cuerpos o gremios que agrupan a estos oficios, de un lado, se sienten “propietarios” de funciones públicas y en nombre de esa “propiedad” buscan beneficios privados y, de otro lado, la formulación de sus intereses y demandas están plenamente inmersas – y con toda legitimidad – en las lógicas de una existencia moderna, típicamente capitalista; no obstante, discursiva y empíricamente se resisten a que esas mismas lógicas les sean exigidas en el cumplimiento de sus actividades.

Sinceramiento valórico

De las experiencias acumuladas en los últimos meses y que han obligado a la sociedad chilena a auto evaluar su transparencia, su probidad y su ética social, debería colegirse una gran propuesta sintetizadora: la sociedad chilena debe sincerar sus valores y pautas conductuales, debe proponerse reconstruir una cultura valórica acorde a la secularización de las relaciones que establece y con las que convive a diario. Debe reconocer que muchos de los discursos valóricos tradicionales son un auto engaño y que no es una inmoralidad ni una sinvergüenzura el pretender obtener el máximo de ganancias materiales ejercitando eficaz y eficientemente una profesión y que sí lo es ocultar esa pretensión tras discursos mentirosamente altruistas.