Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

El debate de la educación: un ensayo de crítica socialista ciudadana

Eduardo Rojas

AVANCES Nº 48
Mayo 2005

“La educación, por más que sea legalmente el instrumento gracias al cual todo individuo en una sociedad como la nuestra puede acceder a cualquier tipo de discurso, se sabe que sigue en su distribución, en lo que permite y en lo que impide, las líneas que vienen marcadas por las distancias, las oposiciones y las luchas sociales. Todo sistema de educación es una forma política de mantener o modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y los poderes que implican” (M. Foucault: El orden del discurso)

Los comentarios siguientes son hechos desde un punto de vista no de especialista sino, más bien, teórico general. Se afirman en una particular y comprometida visión de la teoría social y política, a partir de la cual, y aceptando como dadas la complejidad y el pluralismo de la sociedad actual, la crítica socialista no puede menos que adoptar la forma de una ciudadanía activa: una práctica comunicativa que ejerce su crítica al ejercicio del poder político con miras al logro del entendimiento en la sociedad. También estas notas reflejan una particular experiencia de investigación y práctica de consultoría en áreas de la formación profesional (o laboral) y por consiguiente una mirada más “práctica” o más “productivista” que la habitual de los debates de las ciencias de la educación.

1. La discusión de los educadores suele ser ensimismada: debe abrirse a la cultura teórica disponible para ayudar a reconstruir el lazo social

Por alguna razón que habrá que indagar sistemáticamente, el debate educativo sobre la educación, su organización, instituciones y calidad, suele llevarse a cabo en una especie de círculo cerrado, en que los protagonistas, consagrados “especialistas”, erigen su discurso científico o experto sin referencia explícita ni a otras formas de pensamiento, investigación o teoría, ni al pensamiento o saber de la gente corriente. Pensamientos que, según una experiencia generalizada, saben de educación y de política pública más de lo que imaginan los estudiosos y ellos mismos.

Los especialistas del ramo constituyen normalmente lo que M. Foucault llamaba una “sociedad de discursos”, cuyo cometido es conservador o producir lo que “sabe” de educación, “hacerlo circular en un espacio cerrado, distribuyéndolo según reglas estrictas” y de modo que los autores son, a la vez, los distribuidores (1). Esta especie de monopolio de la producción y circulación del saber de educación, que se constituye en un país como el nuestro, tiene las virtudes de una producción concentrada (estabilidad, acumulación de recursos, escala, control de dirección, planificación) pero también sus carencias. Entre ellas no es menor que sus procesos se aíslan del contexto y son relativamente insensibles a las demandas y experiencia de la sociedad. La “sociedad de discursos” es una organización anónima de la producción de sentidos educacionales, donde las fórmulas consagradas del discurso “técnico” se imponen por sí mismas y se obscurecen o se hacen innecesarios para el análisis del actor, sus comunicaciones, su política y su poder.

La educación deja de ser así el campo para la crítica, consustancial a la formación democrática y ciudadana. Como dice la directora de una de las instituciones de investigación más prestigiadas en el ramo, el conocimiento educacional cae entonces en el reduccionismo de su adecuación a la toma de decisiones administrativas, se restringe a una tarea evaluativa que, más restrictivamente aún, sobredimensiona “la evaluación de resultados por sobre la de procesos”(2). Y la educación es “procesos”. Reducida la producción de conocimiento y saber educacional a su rol de “gestión” se reduce y excluye también la discusión pública, no se debate ante y en la sociedad con I. Núñez, J. Cassasús, C. Cox o E. Schiefellbeim. Cuando alguien enfrenta sus discursos con la “teoría” lo hace como desde otro mundo (3). Las formulaciones expertas sólo serán desestabilizadas, finalmente, por la omnipotente presión comunicacional de la sociedad global o, en situaciones límite, una crítica ciudadana cuya fuerza no pueda ya ser ignorada. De este caso, el más interesante para nuestros efectos, ha habido recientemente un ejemplo significativo: el gremio del magisterio ha objetado con fuerza el sistema “técnico” de “evaluación docente” diseñado por la administración y finalmente, llegado con ésta a un acuerdo que reconoce en teoría los aportes productivos de ambas partes, de expertos y de trabajadores. La experiencia indica entonces la posibilidad de que aún problemas cuya solución es marcadamente técnica puedan ser resueltos “técnicamente” integrando el saber del actor social involucrado. En el caso en cuestión, una evaluación de desempeño profesional que motiva, normalmente, una justificada polémica científica y metodológica, como la evaluación de los profesores, se organizará como una construcción social, su diseño será más de acción pública y ciencia social que de técnica psicométrica o ejercicio de la dirección (4).

En definitiva, es difícil que una elaboración científica de la educación contribuya a la integración de la sociedad si no supera su potencial ensimismamiento y se abre a los aportes constructivos y deconstructivos de la práctica y de la teoría social.

2. La brecha entre especialistas y cultura teórica dificulta el desarrollo y la innovación en la sociedad

El problema que crea la distancia sistemática de temas y de prácticas investigativas entre los especialistas de la educación y los de la teoría social es de desarrollo o si se quiere de innovación. En efecto, uno de los más prestigiosos científicos de la educación que haya existido, dícese, L. Vigotsky, sostenía que todo desarrollo es resultado de la comunicación sistemática y guiada por reglas constructivas entre, por un lado, la experiencia y saber dispersos, fragmentarios, propios de la gente corriente que opera en el sector a desarrollar y, por otro lado, el saber válido, objetivo, maduro, formalizado, propio de científicos, investigadores o teóricos.

En ausencia de comunicación constructiva entre los especialistas en educación (para nuestros efectos, la gente corriente del sector) y la cultura científica y teórica disponible se paga con dificultades de desarrollo y de innovación que pueden ser muy onerosas en sociedades complejas y dinámicas como parece ser la chilena hoy. Por ese camino, el saber de educación queda sin las vinculaciones con el saber de la humanidad, que le permitiría el diálogo con la teoría. La educación pierde entonces la función de facilitar a todo individuo “el acceso a cualquier tipo de discurso”, que para Foucault – en el epígrafe – la explica en tanto norma de existencia de la sociedad.

Desde el punto de vista de la política educativa la brecha entre especialistas y cultura puede resultar particularmente problemática. Es un hecho generalmente admitido en la teoría política que los nexos de la política con la cultura, si siempre causaron disonancias y problemas de entendimiento, hoy, en las condiciones de pluralismo y complejidad de la sociedad democrática contemporánea los causan con mayor agudeza.

El multiculturalismo pone problemas a veces irresolubles para la representación política eficaz de la realidad social. En su marco, la democracia exige de los dirigentes políticos que busquen permanentemente ser “considerados como representantes del pueblo y no como jefes de la administración que o bien ocupan el cargo o que quieren ocuparlo” (5) y es constitutivo de toda práctica democrática que esa búsqueda sea permanente porque no puede ser completada sin poner fin a la democracia. La cuestión en Chile es que, como ha constatado un connotado dirigente, llevada por la necesidad de asegurar una transición particularmente compleja, la acción concertacionista abandonó tal búsqueda de autenticidad democrática durante los 90, cayendo en un “cosismo” que la ha alejado del amplio debate teórico mundial sobre los procesos de globalización y sus consecuencias. Aparece entonces una pérdida de sentido, la desesperanza de la gente, “la crisis de la política, el desarraigo y la baja valoración de la institucionalidad democrática”(6). Pero esta desteorización de la acción política puede entenderse aún en términos más problemáticos si se cumple el pronóstico de A. Touraine, analista asiduo de Chile desde hace cuarenta años, en cuanto a que estamos viviendo el fin de la vida en sociedad y su reemplazo por la vida en la cultura. Pues, como bien destaca, eso implica para la política una tarea de enorme magnitud: “reconstruir el mundo” que así se ha descompuesto (7) En tal caso, la brecha teórica que puede observarse en el debate de la educación adquiere el carácter de una incapacidad para reconstruir la sociedad.

3. El principio básico que guía la educación no es el “amor” como cree Maturana sino la autonomía individual y colectiva

Un problema adicional a los ya tratados es que, a veces, la teoría misma a que recurre el educador es “clausurante” frente a la crítica retórica. Un buen ejemplo de qué queremos decir lo proporciona el muy difundido discurso de H. Maturana sobre la educación, que se expresa en la ambigua consigna “amar educa”. Simplificando podemos decir que, a través de un lenguaje que le permite utilizar categorías analíticas de la biología para el conocimiento de la comunicación entre sujetos, como si ésta fuera un proceso de un organismo vivo, Maturana afirma que aquello que, por un uso codificado del lenguaje, llama “amor” genera educación. El amor, sostiene, es una emoción constitutiva de la aceptación del otro en la convivencia y esta, a su vez, configura la sociedad, entonces, educa (8). De este modo, educar es convivir armoniosamente con otros. Las calidades y propiedades de un proceso “amoroso”, cuyos significados son discernibles por cualquier persona por el sólo hecho de que el lenguaje utilizado es el de la vida cotidiana, serían entonces imperativas de adquirir por cualquier proceso educativo. Pero siguiendo a Habermas podemos decir que el imperativo “amor” elimina la posibilidad de poder ciudadano en la educación. El alegato es que los sistemas “autopoiéticos” estructuralmente cerrados, organización que para Maturana tienen procesos sociales como la educación, no pueden ser operados siguiendo los códigos del lenguaje de la vida cotidiana, deben imponer a ésta sus propios códigos, por ejemplo del “amor”, impidiendo en consecuencia la comunicación libre y la crítica ciudadana (9) (que por ejemplo alegue legítimamente “desamor”):

“La integración de una sociedad altamente compleja no puede ni desarrollarse, ni encauzarse en términos de un paternalismo sistemático, es decir, pasando de largo entre el poder comunicativo del público de los ciudadanos. Los sistemas semánticamente cerrados no pueden ser movidos a encontrar por sus propias fuerzas el lenguaje común que han menester para la percepción y la articulación de relevancias y criterios concernientes a la sociedad global. Para ese fin se dispone, por debajo del umbral de de diferenciación de los códigos especiales, de un lenguaje ordinario que circula a lo largo y ancho de toda la sociedad, del cual se hace uso sin más en las redes periféricas de comunicación que constituyen el espacio público-político y en el complejo parlamentario, para el tratamiento de problemas concernientes a la sociedad global. Ya por esta razón política y el derecho no pueden entenderse como sistemas autopoiéticamnete cerrados” (10).

Pero más allá de que intercambia el lenguaje biológico por el de la vida cotidiana, lo engañoso de este discurso es que confunde enseñanza con aprendizaje. En efecto, puede aceptarse que el “amor” – sea biología o acción – induce y favorece la enseñanza de la tradición que encarna el profesor o el maestro, su reproducción cuidadosa por el “alumno”. Pero el aprendizaje no es nunca reproducción simple, es más, siempre es negación simple de algo en la tradición, cambio de ésta que presupone crítica y reflexión. La definición más aceptada (citando a J. Habermas a J. Piaget o a D. Schön, un experto norteamericano, por ejemplo) es la siguiente: “hay aprendizaje cuando de la interpretación A1 de un problema el actor pasa activamente (actúa, interviene, habla, explica) a una interpretación A2 del mismo, de modo que puede explicar racionalmente a cualquiera el tránsito de una situación a otra”.

Y este cambio activo, explicado y comprendido, que constituye el aprendizaje puede ser hecho con amor o con su contrario el desamor, la unilateralidad en alguno de estos términos afectivos es simplemente prejuicio o ideología. Es más, lo que sí requiere el aprendizaje es autonomía del actor (para poder actuar, explicar y comprender) y por autonomía, como bien destacan quienes leen a Kant, se entiende la capacidad de actuar por plena de convicción de acuerdo a las reglas que uno considera legítimas porque son las que legítimamente le exigen cumplir los otros (la sociedad). La autonomía no es independencia de los otros sin razones: si acepto la regla es por plena convicción de que es correcta y legítima y, por tanto, puedo llegar a un entendimiento con cualquiera respecto a ello.

4. El aprendizaje da su sentido principal a la educación y consiste en un cambio en la experiencia que depende no del “amor” empeñado sino de la utilidad comprobada: John Dewey

Nuestra idea es que un enfoque que organiza las operaciones educativas según criterios de “clausura operacional”, una concepción “clausurante” cuyas aberturas dependen del juicio del observador (11), impide la crítica. Sólo si se entiende el sentido de la educación como sentido de experiencia colectiva, puede hablarse de apertura de la educación a la teoría y la cultura disponibles. Esta es la enseñanza básica de una venerable filosofía que ya tiene ciento cincuenta años, que dio lugar a progresos culturales e institucionales reconocidos en los EEUU y en otros países y que hoy está siendo recuperada activamente en el mundo, particularmente en Europa (España y Alemania): el pragmatismo y en especial las tesis de uno de sus principales exponentes, John Dewey. A propósito de los pragmatistas y de su potente concepción del pensamiento y del saber como un fenómeno social, ha dicho un investigador contemporáneo:
“Todos ellos creían que las ideas no están “ahí”, esperando que se las descubra, sino que son herramientas – como los tenedores, los cuchillos y los microchips – que la gente crea para hacer frente al mundo en que se encuentra. Creían que las ideas no son producidas por individuos sino por grupos de individuos, que las ideas son sociales. Creían que las ideas no se desarrollan según cierta lógica interior propia, sino que son absolutamente dependientes, como los gérmenes, de sus portadores humanos y del ambiente. Y creían que como las ideas son respuestas provisionales a circunstancias particulares e irreproducibles, su supervivencia no depende de su inmutabilidad sino de su adaptabilidad” (12).

Y el mismo investigador agrega: “Pensamos que una respuesta sigue a un estímulo: Dewey enseñaba que no hay un estímulo sólo porque ya hay una respuesta. Pensamos que primero hay individuos y luego hay una sociedad: Dewey enseñaba que no existe como tal un individuo sin sociedad. Pensamos que sabemos para poder hacer: Dewey enseñaba que se debe al hacer el hecho de que haya un saber” (13). El impacto sobre la educación en Chile de esas ideas fue importante hace un siglo. Entre otras figuras destacadas del ramo, Amanda Labarca hizo su doctorado con Dewey. También provocó agudas polémicas políticas e ideológicas. Luis Corvalán, maestro primario se refería por ejemplo del siguiente modo al combate contra las ideas pragmatistas que llevó adelante Ricardo Fonseca, otro maestro primario, también jefe del Partido Comunista:

“él es el primero que en magisterio rompe lanzas contra todas las tendencias idealistas y muy especialmente contra las concepciones filosóficas del norteamericano John Dewey, que introduce en la educación chilena las ideas reaccionarias del pragmatismo que niega el valor científico a las matemáticas y demás ciencias que reflejan las leyes de la naturaleza y la sociedad y eleva a la categoría de verdad cualquier mito o información a priori que tenga “utilidad” (14).

No obstante su sentido político manifiesto, la diatriba de Corvalán contra Dewey confirma, porque ve implícita en él una valoración de las ciencias sociales y de la utilidad del conocimiento, que buscando en las tradiciones olvidadas del debate histórico chileno sobre la educación es posible encontrarse con el pragmatismo y sacar de él provecho si se quiere abrir la discusión. Hay por dos razones más concretas para ello: 1) el énfasis en la práctica, en que todo pensamiento, todo saber y conocimiento, toda teoría es una práctica y se juzga, consiguientemente por su utilidad; 2) el énfasis en que el sujeto fundamental del saber y de la educación es colectivo, es la comunidad y, consiguientemente, la práctica esencial de toda educación es la comunicación.

El control inteligente de un mundo lleno de peligros, recuerda recientemente Habermas, para Dewey sólo es posible por el camino de la práctica (15). Él ha puesto de manifiesto, agrega, el conocimiento que hay en la raíz de toda práctica dirigida a resolver los fracasos “de una realidad llena de sorpresas”. El éxito de esta relación radical entre conocimiento y práctica (el éxito de aprender y educarse) se juzga por la utilidad de la experiencia realizada, su capacidad de “resolver los problemas”. La única autoridad de que dispone el aprendizaje, sostiene este discurso de Dewey traído a la contemporaneidad, es el esfuerzo inteligente del actor:

“La búsqueda de la certidumbre es la otra cara de una conciencia de riesgo que no pierde de vista que la única manera de que surjan y se consolidan hábitos de acción “apropiados” es no dejar de procesar productivamente las decepciones y seguir controlando y resolviendo problemas. Lo que caracteriza al hombre como ser que actúa es este comportamiento consistente en resolver problemas: saber cómo se aclara una situación que se ha vuelto problemática, y saber que para ello no se dispone de ninguna otra autoridad fiable que el propio esfuerzo inteligente” (16) .

Para Dewey mismo “en realidad podría definirse la tarea de la educación como de emancipación y ampliación de la experiencia” (17). En otro de sus textos más difundidos define la relación directa que hay entre eficacia social y la inteligencia comunicativa que está implícita en las tesis acá citadas. No es la “benevolencia” (en otros términos el “amor”) sino el respeto a la autonomía inteligente del sujeto lo que hace eficaz el aprendizaje en la sociedad:

“En su sentido más amplio la eficacia social es nada menos que la socialización del espíritu que está activamente interesado en hacer más comunicables las experiencias; en romper las barreras de la estratificación social que hace a los individuos impenetrables a los demás. Cuando se reduce la eficacia social al servicio prestado por actos públicos se omite su principal constituyente (porque es su única garantía), a saber; la simpatía inteligente o buena voluntad. Pues la simpatía como cualidad deseable es algo más que mero sentimiento; es una imaginación cultivada para lo que los hombres tienen en común y una rebelión contra todo lo que innecesariamente los divide. Lo que se llama a veces un interés benévolo por los demás puede no ser sino una máscara inconsciente para dictarles cuál ha de ser su buena voluntad, en vez de constituir un esfuerzo para liberarles de modo que puedan buscar y encontrar el bien por su propia elección. La eficacia social, y aún el servicio social, son cosas duras y metálicas cuando están separadas de un reconocimiento activo de la diversidad de bienes que la vida puede ofrecer a diferentes personas, y de la fe en la utilidad social de estimular a todo individuo a realizar su propia elección inteligentemente” (18).

5. En la raíz de las tesis sobre la emoción como factor educativo (económico o político) hay un intento ideológico y una voluntad de poder dirigidos a desconocer el saber propio de la experiencia del obrero y de la gente

En un texto publicado hace un tiempo he argumentado largamente la tesis del sentido político conservador y contrario a la práctica productiva real que tienen las ideas que “descubren” la emoción como factor sobredeterminante de inteligencia, aprendizaje e innovación. Argumentaba allí que, en países capitalistas modernos, las transformaciones estructurales en curso en la economía y la empresa capitalista han redimensionado el rol de la profesionalidad y la subjetividad obrera en relación con los fundamentos de la productividad (19). Tal redimensionamiento da cuenta de la permanencia de una contradicción, inscripta en la lógica misma del proceso de producción, entre imperativos sistémicos de logro de control y otros de estímulo a la autonomía del trabajo. La gestión de la empresa se mueve así en un terreno que resulta familiar, el del ejercicio sin contrapesos de su poder sobre el proceso y, otro, extraño, el de la confianza y reconocimiento de la creatividad y responsabilidad, potencialmente autónoma, del sujeto obrero. No puede salir de esta contradicción sin perder valor agregado porque percibe que los nuevos conceptos productivos inducen fuertemente nuevos saberes y a su vez, las nuevas formas de automatización, una amplificación del razonamiento y la reflexividad en el proceso mismo del trabajo. Desconocerlo implica para ella riesgos innecesarios de pérdidas en términos de productividad y competitividad.

El punto esencial que destacamos es que no hay en la realidad un orden unidimensional de saberes: la profesionalidad del trabajo no se deriva de la tecnicidad del conocimiento. Para la ciencia social la contradicción evidenciada en el proceso productivo supone un desafío de magnitud: en un mismo acto cognitivo y de modo no escindido tendrá que observar e interpretar, explicar y comprender, trabajo y vida, técnica y práctica, poder y comunicación. Para la escuela el desafío no es menor. Las fronteras otrora nítidas entre saber técnico y saber profesional, entre disciplina del conocimiento y experiencia común, entre proceso de aula y proceso de trabajo, se hacen móviles y permeables.

La apertura de los aprendizajes más complejos a las prácticas cotidianas de vida y de trabajo debilita certezas pedagógicas ancladas en tradiciones muy profundas. La jerarquía establecida por estas tradiciones en un orden unidimensional de saberes, por el cual los saberes técnicos serían una aplicación de los saberes científicos y los saberes profesionales una aplicación de los saberes técnicos, no encuentra ya sustento ni en las ciencias cognitivas ni en las observaciones empíricas de la experiencia de jóvenes, de obreros o de empresas (20). El elitismo que manifiesta ese orden de la formación de saberes sólo puede negar entidad al saber propio de la acción por un efecto de poder difícilmente ocultable. El punto es que la escuela carece de un acervo teórico-práctico que le permita intervenir eficazmente en esta situación. Más allá de declaraciones genéricas, el significado del saber experiencial en contextos de productividad y valor agregado no tiene lugar en la currícula ni en sus institucionalizaciones.

Para los actores de la producción, el saber obrero es fuente de profesionalidad e, incluso, de tecnología, en el sentido preciso de que exige procesos de entendimiento e interpretación de ésta (procesos llamados de “aplicación” de la tecnología). El aprendizaje en la empresa es la marca más confiable de competencia y solvencia profesional, al punto que la experiencia misma del trabajo aparece como sede de una cultura tecnológica vivenciable y desentrañable colectivamente (como toda cultura). En este paisaje, las diferencias entre educación humanista o ciudadana y educación tecno-profesional tienden a desaparecer. El resultado es un proceso de inducción social muy fuerte hacia una teoría que incorpore, articulándolos, trabajo y mundo de la vida. Una teoría para la cual el sujeto y su saber productivo no pueden representarse como simples yuxtaposiciones de práctica y técnica o de vida ética y economía racional. En este aspecto, es iluminadora la intuición de un dirigente político, Carlos Ortúzar, quien hace ya treinta años destaca el saber de los “de abajo” en contraposición a los “de arriba” y remarca la calidad teórica del discurso práctico cotidiano:

“La vida cotidiana encierra un manual teórico práctico que guía la acción del individuo situado en esas coordenadas. Este manual no se presenta como un discurso sistemático y consciente, sino que debemos construirlo a partir de los fenómenos, hebras, manifestaciones dispersas del acontecer cotidiano”(21)

En definitiva la buena intención de corregir el racionalismo cientificista para el cual hay una antinomia entre conocer y sentir se traduce en un modo, dudoso, de reconocer el sentir: ahora el sentimiento existe e influye en la práctica educativa y en la práctica productiva pero no es saber. El resultado de ello es que tras un aparente reconocimiento el rol constructivo de las emociones se termina desconociendo el saber real, aquel que es producto de toda experiencia individual y social útil y que reúne, en una práctica inescindible, emociones, sentimientos y conocimientos.

Ese aparente reconocimiento y real desconocimiento del saber experiencial lo hacen los ideólogos y lo replican los gerentes sistemáticamente. Sin embargo, como quedó demostrado en una investigación que realizáramos en empresas tecnológicamente de punta en Argentina, indagando sobre las calidades de la demanda educativa, ambos no pueden eludir pronunciarse sobre la magnitud económica objetiva que tiene el empeño productivista basado en la racionalización de la subjetividad:

“en el curso de la investigación, hemos identificado la existencia de un pensamiento gerencial “heterodoxo”, que busca movilizar y racionalizar, sistémicamente, la subjetividad del trabajador con miras al desempeño de la empresa. Dicho de otro modo, es la búsqueda de sincronía entre la estructura de la personalidad del individuo y la estructura de la productividad de la organización. Una notable “tesis” de un gerente caracteriza las dimensiones de los modos a partir de los cuales la empresa moviliza los saberes de los trabajadores, refiriendo – esas dimensiones – a la idea de territorio, de riesgo y de pudor” (22)

Las mencionadas dimensiones del empeño empresarial por racionalizar y productivizar la personalidad del trabajador se entendía en la investigación del siguiente modo: territorio indica sentido de identidad y de pertenencia al espacio técnico y social en que toda persona realiza sus acciones productivas; riesgo, a su vez, señala en la persona el sentido de racionalidad económica que le permite vincular el producto de su tarea a los resultados de la empresa en el mercado y pudor muestra el sentido de rectitud que da la conciencia de que el desempeño de su tarea está sometido al “juicio público”, evaluativo, de los otros en el proceso de trabajo.

Si la economía hace semejante esfuerzo por vincular, constructiva y productivamente (racionalmente), la tecnología más avanzada al sentido de pertenencia, de riesgo económico y de responsabilidad pública que evidencie el trabajador, de modo que no hay tecnología aplicada óptimamente sin una específica experiencia de institucionalización del saber obrero, lo que menos se puede concluir es que el desafío tecnológico para la educación innovadora presupone, análogamente de modo sistemático, una determinada institucionalización de las prácticas formativas y aprendizajes del actor educativo. Instituciones que expresen comunicativa y públicamente identidad, riesgo y responsabilidad pública.

6. Es difícil conseguir una educación permanente como “elearning” sin vincularla estructural y funcionalmente a las prácticas informales de educación existentes en la comunidad

Una abundante experiencia comparada le da la razón de J. J. Brunner y las autoridades educativas del país cuando postulan que, en las actuales condiciones de modernización de la economía, una adecuada relación de la educación con el trabajo tiene el desafío de realizarse a través de una formación permanente, a lo largo de la vida del trabajador (o el profesional). La idea es ya un lugar común entre los especialistas y el periodismo que se ocupa del tema. Es mucho más discutible, sin embargo, la tesis “utopista tecnológica”, al decir de Brunner, a veces implícita en los proyectos de modernización educativa, para la cual las tecnologías informáticas de comunicación pueden reemplazar al profesor en la relación educativa, transformándolo en “virtual”. Y por razones de costo, agrega el investigador, ??“la única manera de poder hacer el “life long learning” es con nuevas tecnologías??” (23)

También constituye un “lugar común” en el tema sostener que la aplicación de las nuevas tecnologías a la formación profesionalizante depende, en cuanto a su eficacia, de las condiciones de contexto local en que se da. Lo que hemos revelado en una investigación antes mencionada entrega precisiones sobre qué se quiere decir cuando se nos habla así de “contexto”. Del discurso de jefes y trabajadores en empresas tecnológicamente “de punta” allí destacábamos que la “competencia tecnológica” (informática), aquella que habilita para formar y aplicar saberes de uso de la tecnología, equivale a la adquisición de lo que llamábamos una “cultura tecnológica solvente” (24). Precisábamos el concepto como el “conjunto de saberes sedimentados a través de la experiencia que permiten a las personas moverse “satisfactoriamente” en – o neutralizar los riesgos de – el sistema productivo”.

Tratar de ese modo competente los riesgos de la producción y sus demandas de productividad era, a su vez, de acuerdo a nuestra investigación, *??“destradicionalizar??*” los saberes y prácticas que afirman el comportamiento productivo y exigirles la crítica metódica y permanente de “la lógica interna de los sistemas técnicos”. La persona competente desarrolla así un lenguaje tecnológico cuya característica principal es que su espacio de vida y aplicación es el de la específica experiencia productiva. En esta, en las interacciones sociales que componen el lugar de la producción y no tanto en las aulas, es dónde se desarrolla, valida y prueba el saber tecnológico.

La toma en consideración del contexto local, entonces, implica para la competencia tecnológica que los diseños e instrumentos formativos, sus figuras didácticas, currículas y procedimientos sean fuertemente integrados por la experiencia productiva del sector de aplicación. Ya no es posible concebir la formación sin una referencia sistemática y metódica a la comunidad productiva, incluso el uso óptimo de la computadora depende de una mediación y procesos de entendimiento que son humanos en cuanto no susceptibles de formulación suficiente en un software. De allí que la fórmula de Brunner sobre la formación permanente de base en las tecnologías de información deba completarse con otra sobre el aprendizaje y formación llamados “informales”. Vale decir, si no hay “life long learning” sin nuevas tecnologías tampoco lo hay sin “dar visibilidad académica, teórica, política e institucional a una serie de prácticas educativas que se realizan fuera de las instituciones escolares” (25).

7. El discurso convencional sobre la educación como factor de igualdad de oportunidades es insuficiente y políticamente sesgado si no reconoce el rol ciudadano en el entendimiento de la igualdad

El discurso que interpreta las necesidades de educación, sobre la base de que ésta es un bien que mejora las oportunidades de bienestar de quien la posee, tiene supuestos teóricos que vale la pena discutir porque pueden ayudar a diseños de política más ajustados a la realidad. El principal de esos supuestos es que la educación es un bien “objetivamente útil”, independiente de su calidad de uso y del contexto local en que se usa (o no se usa). La discusión de A. Sen y J. Habermas, entre otros, sobre la “teoría de la justicia” de J. Rawls (26) ayuda a aclarar el equívoco y precisar el discurso sobre la justicia y la igualdad en un aspecto crucial: su organización su “gramática normativa”, las reglas con que ese discurso es reorganizado por la sociedad (27).

Una discusión rigurosa de la moderna teoría de la justicia, sin embargo, esencial para definir, más allá de un alegato participacionista obvio, de qué hablamos cuando hablamos de ciudadanía, escapa ampliamente a los marcos de este ensayo. Sólo podemos esbozarla y hacer alguna referencia inexcusable. Pero aún tratada a nivel más básico la amplia discusión actual sobre los tópicos de la justicia proporciona indicaciones de valor para cualquier inicio de crítica ciudadana en materias políticamente clave como la “igualdad de oportunidades”.

Desde una óptica democrática liberal, que muchos califican de “progresista”, Rawls entiende la justicia, más que como un cálculo económico de distribución, como un contrato social. Critica por falso el enfoque clásico (“utilitarista”) que la entiende como la sumatoria de las utilidades individuales que las personas obtienen si la política aplicada es eficaz, es decir, si su resultado es que las pérdidas de unos son ganancias con creces para otros, de modo que el total social es positivo (hay justicia cuando hay suma total positiva). Alega que tal enfoque desconoce que lo que se entiende por satisfacción por los bienes poseídos no es algo homogéneo en la sociedad y por consiguiente la satisfacción o utilidad no pueden ser objeto de sumas y restas. Habida cuenta de que las sociedades modernas son pluralistas en términos éticos postula entonces para determinar lo justo una especie de ejercicio, éticamente neutral, en el cual los que participan son “razonables”, asignan los bienes buscando llegar a un “consenso por superposición” de las respectivas y particulares visiones, a su vez razonables ellas mismas. La intervención del experto en este proceso consiste en buscar un ??“equilibrio reflexivo??” entre las tradiciones sociales que dicen lo que es justo desde la perspectiva de la gente y el conocimiento científico aplicable al problema.

Por su parte A. Sen agrega que el enfoque utilitarista de la justicia, al considerarla un cálculo de utilidad, desconoce que la satisfacción por un bien es una consecuencia y un resultado de las políticas o decisiones que se adoptan. Impide el reconocimiento de las situaciones particulares de desigualdad que pueden provocar en grupos vulnerables las decisiones adoptadas administrativamente, dado que tales grupos pueden no tener las capacidades y condiciones para utilizar adecuadamente el bien distribuido. A la vez que estar impedidos de discutir públicamente e influir de acuerdo a sus expectativas para cambiar las decisiones.

Habermas, en fin, pone el acento en las garantías existentes de que los afectados por una decisión sobre distribución de un bien básico, como la educación, tengan la capacidad y posibilidad de discutir e influir sobre esa distribución. Su preocupación es que la “interpretación correcta de las necesidades” de un bien determinado es algo que escapa ampliamente a la intervención del experto, del político, del juez o de los medios de comunicación, y debe ser elaborada en un proceso de discusión pública en el cual las organizaciones de la sociedad civil tienen un rol fundamental. Objeta a Rawls que el “equilibrio efectivo”, por éste postulado, cuando hay conflicto de interpretación de lo justo da preeminencia al experto. Es más, rechaza enfáticamente el argumento de que las cuestiones expertas en materia de justicia pierden su diferenciación técnica al traducirse al lenguaje común, argumento que sólo le parece un intento político de tutela tecnocrática sobre la sociedad:

“Pese a sus posibilidades asimétricas de intervención y a sus limitadas capacidades de elaboración, la sociedad civil mantiene también las oportunidades de movilizar contrasaber y de hacer sus propias traducciones de los correspondientes informes técnicos. El hecho de que el público se componga de legos y de que la opinión pública discurra en un lenguaje inteligible para todos no significa necesariamente una desdiferenciación de las cuestiones esenciales y de las razones sobre cuya base esas cuestiones se deciden” (28).

Sobre la educación en Chile se ha observado, además, que la interpretación de las necesidades y prioridades es poderosamente condicionada “por el poder sin contrapeso con que opera preferentemente la prensa para connotar la información” (29). La recurrencia de fenómenos como éste no puede sino llevar a insistir en la valorización del aporte de la sociedad civil a la discusión sobre la justicia. Para Habermas, la cuestión central estriba en dar garantías políticas, sociales e institucionales para el desarrollo del *??“poder comunicativamente generado??*” de los ciudadanos, garantías de debate público amplio y sin restricciones, que deben ser incluidas en los diseños y, sobre todo, procedimientos de la política pública:

“No hay ninguna cuestión tan especializada que, en la medida en que sea políticamente relevante, no se la pueda traducir al lenguaje común, y ello de forma tan adecuada que las alternativas manejadas por los expertos también puedan discutirse racionalmente en un espacio público mucho mas amplio. En la democracia los expertos no pueden tener ningún privilegio político (30).

Siguiendo reflexiones como las anteriores, puede sostenerse que los rendimientos en igualdad de oportunidades asignables a la educación dependen no sólo ni, a veces, principalmente de la inversión sino también y, a veces, principalmente, del carácter “ciudadano” de la política. Esto es, de que ciudadano común pueda legítimamente entenderse a sí mismo como autor de decisiones que legítimamente han adoptado – en nombre de él – las autoridades, sus representantes y expertos. La naturaleza ciudadana de la igualdad de oportunidades implica organización de la sociedad civil, democracia interna en ésta, publicidad irrestricta de la política y acuerdos sociales regulados explícitamente por la búsqueda del entendimiento en los conflictos que provoca la desigualdad. La igualdad de oportunidades por vía educativa, más que un problema técnico es un problema de calidad institucional y fuerza social. Como destaca Dewey en su crítica a la doctrina liberal individualista en materia de igualdad de derechos:

“La verdadera falacia consiste en suponer que los individuos disponen de una dotación previa y originaria de derechos, capacidades y necesidades y que, por tanto, lo único que se requiere por parte de las instituciones y de las leyes es eliminar las obstrucciones que le surjan al juego ´libre´ de las facultades naturales de los individuos” (31)

La crítica racional y la discusión pública de la “teoría de la justicia” parecen, en conclusión, ineludibles para una gestión de las políticas acorde al país nuevo que enfrentará una presidencia como la de Michelle Bachelet. Los desafíos que enfrenta la gestión ciudadana de las políticas públicas exceden con mucho las posibilidades de la cultura individualista que, suele decirse, se entronizó en el país las últimas décadas y guía sus prácticas políticas y productivas. La tarea tiene la envergadura intelectual y colectiva que tiene toda creación de “una nueva cultura” social:

“Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos ´originales´; significa también, y especialmente, difundir verdades ya descubiertas, ´socializarlas´ por así decir, convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de forma unitaria la realidad presente es un hecho ´filosófico´ mucho más importante y ´original´ que el hallazgo, por parte de un ´genio filosófico´, de una nueva verdad que sea patrimonio de pequeños grupos de intelectuales” (32).

Siguiendo a Gramsci, como otrora, la crítica socialista en materias como la educación encuentra sus sentidos más profundos no en la originalidad sino en su aporte a construir la sociedad de manera que el orden político pueda, legítimamente, representarla. Por eso es hoy más que ayer una crítica ciudadana.

Este ensayo se inició con un relato del asedio constructivo de los teóricos sobre los expertos (en educación) y culmina con otro sobre un similar asedio e influencia de los ciudadanos. La contradicción sólo es tal si se concibe la teoría política (y social) como un monopolio de especialistas, pues en este caso uno y otro asedio son de categoría distinta y potencialmente contradictorios. Pero nuestra idea de las teorías ya no es técnica ni experta sino comunicativa, y cuando ello ocurre no hay privilegios públicos ni de saber para el experto ni para el teórico frente a la gente corriente.

NOTAS

1) Foucault M.: El orden del discurso, Tusquets Eds. Bs. As., 1999, pág. 41. Es interesante subrayar que, al ser llamado en 1965, por un gobierno de derecha, para integrar una comisión de reforma de la educación superior, Foucault prioriza la intelectualización de la profesión docente. Enfatiza así dar al docente una mayor formación de fundamentos, abrirle un vínculo sistemático con la universidad que le permita su actualización permanente, incluso la posibilidad de optar a un doctorado desde el propio ámbito del trabajo, y hacerlo intervenir en tareas de investigación. (cfr. Eribon D.: Michel Foucault et ses contemporains, Fayard, París, 1994, pág. 188)
2) Lavín H. Sonia: Algunas consideraciones acerca de la producción de conocimiento en educación y estrategias de desarrollo www.piie.cl. Ponencia presentada en el coloquio VII “Hacia la construcción de estándares e indicadores de calidad de las investigaciones educacionales” Ministerio de Educación, CPEIP, 29 de abril 2003. Lavín es directora del PIIE (Programa Interdisciplinario de Investigaciones en Educación).
3) Una somera revisión documental nos ha permitido apreciar un buen ejemplo: sugerentemente, un ensayo publicado en PIIE sobre las teorías del “acuerdo” en política elaboradas por John Rawls o Hannah Arendt, no contiene referencia explícitas al debate de los educadores expertos chilenos (cfr. Sebastián Monsalve, “Rawls y Arendt en la transmisión chilena”, www.piie.cl, Monsalve es investigador de la institución). Es además sugerente que así quede fuera de consideración que la Arendt, uno de los teóricos políticos más lúcidos y fértiles del siglo XX por sus distinciones entre la sociedad y la política, o entre la necesidad (política) y la libertad o el trabajo y la acción, se ha pronunciado de modo muy criticable sobre las “teorías modernas de la educación”. Critica por ejemplo que la educación practique el “juego” y no el “trabajo”, valora el rol de la “autoridad” educativa de modo metafísico, desconsiderando el carácter interactivo de los procesos de autoridad, define al niño como “semi ser humano”, sin precisar estándares de medición de “humanidad”, entre otras tesis que valdría la pena discutir. Ver Arendt H.: “Crisis en la educación” en Arendt H.: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión y la política, Eds. Península, Barcelona, España, 1996, págs. 185 y ss.
4) En una investigación publicada por OIT hemos postulado, con abundante referencia empírica, que la evaluación de competencias profesionales adquiere más su validez científica por la calidad social e institucional de su proceso generativo que por la expertez de sus técnicos. Ver Rojas E.: El saber obrero y la innovación en la empresa. Las competencias y las calificaciones laborales. OIT-CINTERFOR, Montevideo, 1999, págs, 288 y ss.
5)Habermas J.: “Facticidad y validez” en Habermas J.: Más allá del Estado nacional. Ed. Trotta, Madrid, 1997, pág. 150.
6) Gutenberg Martínez, entrevista al diario La Nación, 30 de Abril de 2001, Santiago.
7) A. Touraine: “Ya estamos en una sociedad de mujeres”, entrevista al diario Página 12, Buenos Aires, 20 diciembre de 2004.
8) Maturana H.: Emociones y lenguaje en educación y política. Dolmen Eds., Santiago, 1995, Págs. 21 y ss.
9) El candoroso intento de Iván Nazif de reconciliar a Maturana con Marx por la vía de entender los sistemas sociales, la totalidad social, como sistemas autopoiéticos dirigidos al logro de una sociedad “fraternal” donde reine el “amor” (cf. I. Nazif: “Proyecto socialista: reflexiones teóricas pendientes”, www.centroavance.cl), no explica por qué debemos entender éste como “utopía” (y por tanto ideal también de la educación). Pues tanto más se realiza esta utopía del “amor” (y el “orden”) tanto menos social (autónoma) es la sociedad. En efecto, los sistemas autopoiéticos son un “orden” impuesto por el “observador” al actor, independientemente de la voluntad y razones de éste, y por consiguiente el “amor” como cualquier otro sentimiento puede jugar en ello cualquier rol, constructivo o destructivo, según lo entiendan y lo critiquen los actores a sus “observadores” en cada una de sus “acciones”. La crítica de la teoría de la acción a la teoría de sistemas es inexcusable, como lo es la de la teoría política (H. Arendt) a la “ideología de la naturaleza” que puede desprenderse de una visión naturalista o biologísta de la historia y de la sociedad. Arendt también recusa el totalitarismo de una “ideología de la historia” como la que surge de la utopía marxista de la sociedad sin clases. No hay excusas para el totalitarismo.
10) Habermans J.: “Sobre el papel de la sociedad civil” en Habermas J.: Facticidad y validez. Sobre el derecho y el estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Ed. Trotta, Madrid, 1998, pág. 432.
11) Estos conceptos están en toda literatura de y sobre Maturana. Ver por ejemplo Behncke R.: “Al pie del árbol”, prólogo de Maturana H. y Varela F.: El árbol del conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano. Ed. Universitaria, Santiago, 1996. Justamente la necesidad del juicio del observador para percibir e indicar, vía lenguaje, la ocurrencia de los fenómenos de autopoiesis a lugar a la crítica más sostenida sobre las propuestas de este tipo. El punto es que más allá de insistentes alegatos sobre el “lenguajear” y el “conversar” los sistemas autopoiéticos no pueden, por definición, privilegiar a la perspectiva comunicativa del actor participante en ellos, el éxito de sus operaciones depende siempre del poder y “conciencia” del observador. Y en las prácticas usuales el único observador verdaderamente experto suele ser el autor de la teoría.
12) Menand L.: El club de los metafísicos. Historia de las ideas en los Estados Unidos. Eds. Destino, Barcelona, 2002, Pág. 13.
13) Id. Pág. 336.
14) Corvalán L. Luis: Ricardo Fonseca combatiente ejemplar. Ed. Austral, Santiago, 1973, pág. 112.
15) Habermas J.: “John Dewey The Quest For Certainity” en Habermas J.: Tiempo de transiciones. Ed. Trotta, Madrid, 2004, pág. 168.
16) Id. Pág. 169.
17) Dewey J.: Cómo pensamos. Nueva exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo. Ed. Paidós, Buenos Aires, pág. 171.
18) Dewey J.: Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación. Eds. Morata, Madrid, 1995, Págs. 108-109.
19) Rojas E: (1999) op. Cit.
20) Tanguy Lucie: Quelle formation pour les ouvrieres et les employés en France. La Documentation Française, Paris. 1991.
21) Carlos Ortúzar Aldunate, citado en Arrate J. y Rojas E.: Memoria de la izquierda chilena. Tomo II (1970-2000). Eds. B, Santiago, 2003. Ortúzar fue dirigente político clandestino, sociólogo, trabajó en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación (CIDE), donde publicó su obra titulada Una aproximación al sentido común campesino.
22) Rojas E. Catalano A.M. et ellí: La educación desestabilizada por la competitividad. Las demandas del trabajo al sistema educativo. Ministerio de Cultura y Educación de la Nación, Buenos Aires, 1997, pág. 44
23) Brunner J.J.: “Educación en el siglo XXI y el impacto de las nuevas tecnologías”, Rev. Perspectivas, Departamento de Ingeniería Industrial, Universidad de Chile, vol. 5, Nro. 2, 2002, págs. 217 a 232.
24) Rojas E. Catalano A. M. (1997) op. cit. Págs. 375 y ss.
25) Violeta Núñez, de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Barcelona, citada en Suplemento “Ñ” del diario Clarín de Buenos Aires del 26 de marzo de 2005.
26) Rawls J.: Teoría de la justicia, FCE, México DF, 1997; Sen A.:”Justicia: medios contra libertades”, en Sen A.: Bienestar, justicia y mercado, Ed. Paidós, Barcelona, 1997; Habermas J.: “Reconciliación mediante el uso público de la razón”, en Habermas J. y Raels J.: Debate sobre el liberalismo político, Ed. Paidós, Barcelona, España, 1998.
27) El concepto es de A. Gramsci (cfr. Paoli, Antonio, La lingüística en Gramsci. Teoría de la comunicación política, Premiá Editora, México, 2002).
28) Habermas J. (1998) op. cit. pág. 453
29) Lavín S. (2003) op. cit.
30) Habermas J. (1997) op. cit. pág. 151
31) Dewey J.: Viejo y nuevo individualismo, Paidós, Barcelona, 2003, pág. 20.
32) Antonio Gramsci, citado en Burgos R. Los gramscianos argentinos. Cultura y política en la experiencia del pasado y presente, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004.