Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

El nuevo ciclo político de la Concertación

Paulo Hidalgo

AVANCES Nº 47
Diciembre 2004

La reciente elección municipal ha dejado instalada una certidumbre irrefutable: la amplia mayoría del país es partidaria de una opción de centro-izquierda. Resulta aleccionador además constatar la solidez de las preferencias electorales de los chilenos. Digamos que la gente «no se pierde» y más bien el descontento con el sistema político se canaliza hacia la izquierda más que a la derecha. Sin embargo, este resultado macizo no debiera alimentar un relajo o aletargamiento de la Concertación. Al contrario, debiera ser un efectivo aliciente para que la coalición de gobierno resuelva de un modo adecuado los dilemas o encrucijadas que enfrenta.

En primer lugar, la Concertación enfrenta la etapa de encarar seriamente lo que se pudiera denominar el estadio de una «modernización difícil» (parafraseando el histórico lenguaje de la CEPAL) que supone elaborar un conjunto comprensivo de políticas de gobierno que proyecten a la actual alianza para un cuarto período con un cuerpo de ideas y cometidos que se constituyan solidamente como tareas de largo aliento. Es decir, se requiere abrir un nuevo ciclo político que dote al conglomerado de nuevos principios y razones de acción política.

En segundo lugar, la Concertación debe a su vez enfrentar una de las tareas más complejas de cualquier coalición de partidos, cual es buscar los mecanismos adecuados de reproducción política. Es decir, la modalidad de acordar un candidato único que al aminorar todos los costos potenciales procure evitar el escenario de una segunda vuelta o el de una negociación a «puertas cerradas» sin validación ciudadana alguna.

En lo que sigue intentamos simplemente bosquejar estas encrucijadas.

De la épica del 88 a la gestión de gobierno

Seguramente todo proceso de transición a la democracia, particularmente luego de períodos de dictaduras tal como sucedió en Portugal o España involucra momentos de gran contenido simbólico expresados de modo variado por movilizaciones sociales o actos con fuertes contenidos épicos. No hay duda que la llamada «revolución de los claveles» en el caso portugués representó ese momento de catarsis. Quizá la pintoresca asonada de Tejero en España y el papel que le correspondió al Rey de afirmación de régimen democrático fue la situación clave en ese país. En Chile el mito fundacional democrático sin duda que fue la verdadera gesta del plebiscito de 1988 y todo el despliegue que ello involucró tanto en términos de movilizaciones sociales como el enorme impacto que tuvo la ya legendaria franja televisiva del «NO».

Pasado ese momento de gran contenido expresivo viene inevitablemente la necesidad de convertirse en Gobierno. Esta es clásicamente la dimensión racional instrumental de la política en donde operan las restricciones y la conciencia de límites de lo que es posible hacer. En Chile, a diferencia de otros países, la democracia se instala con una economía en franca expansión con un modelo de acumulación que había cambiado de modo radical con respecto al histórico arreglo mercado-internista, eje de los populismos. Chile no tuvo que pasar por el calvario de instaurar un régimen democrático o tratar de mantenerlo a la par de iniciar complejos procesos de ajuste económico que a su vez desmantelaban el modelo populista.

Es así como el primer gobierno democrático chileno se abocó a introducir importantes correctivos en un sentido redistributivo al modelo liberal que se había instaurado pero sin tocar su columna vertebral. A la vez este gobierno cumplió un papel ético de gran relevancia porque en la medida de lo posible tuvo una dimensión reparadora – tarea nunca terminada – de los traumas y dolores que significaron la sistemática violación a los derechos humanos bajo la dictadura militar. De otro lado, no es menor señalar que también este gobierno fue extremadamente cauto en no revivir los fantasmas del pasado al procurar caminar por un estrecho desfiladero que acompasaran su gestión al otorgarle seguridades a los agentes, en ese momento, más renuentes: el mundo empresarial y las Fuerzas Armadas.

El segundo Gobierno de la Concertación ya encuentra un escenario distinto. Pasado el momento en donde adquirían primacía los bienes simbólicos y los actores sociales se sujetaban a un disciplinamiento y prudencia por la democracia recién instalada, se pasa a un período de cierta liquidez que trae consigo naturalmente una creciente demanda por bienestar. De este modo, aunque tímidamente en un principio, el gobierno de Frei osciló entre el eje de modernización productiva del Estado (privatización sanitarias, modernización de la infraestructura y puertos) y el eje redistributivo o de equidad (reforma educativa, fortalecimiento de la salud pública, ataque frontal a la pobreza). Ambas dimensiones de la gestión de gobierno estuvieron presididas en un primer período por el debate en torno a los contenidos y rasgos de la «idea- fuerza» modernizadora.

Sin embargo, casi sin advertirlo la Concertación y el gobierno de aquel entonces llegaron crecientemente a la convicción de que más allá de los compromisos programáticos se imponía un momento de análisis e introspección profunda. La Concertación en un segundo impulso de su vida política debía construir un corpus doctrinario o conjunto de certezas que la proyectaran en el tiempo. Y para ello era clave que retomara el mito de sus propios orígenes: combinar adecuadamente la dimensión expresiva/simbólica de la política con la dimensión ya dicha racional instrumental.

Es así como ya a finales del Gobierno de Frei y a comienzos del Gobierno del Presidente Lagos se hizo patente que la Concertación había cumplido un ciclo político. La Concertación ya pasó la prueba de que puede mantener una economía sana y en franco crecimiento permitiendo los «buenos negocios», a la par de perseverar en los equilibrios macro-económicos. Pasado este test de la blancura existe una creciente convicción en la elite política que ahora sí es posible desarrollar una actitud más asertiva que sin olvidar los datos estructurales elabore los rasgos y características que tiene para Chile la construcción de una sociedad efectivamente justa. No es casual que el fenómeno anterior se verifique en un contexto internacional de franca retirada del neoliberalismo que nunca en verdad constituyó un modelo de sociedad deseada y en donde se ha producido una interesante revitalización de las opciones socialdemócratas. Si bien estas experiencias no proveen un decálogo o simple recetario a imitar, sí han puesto el acento en los umbrales necesarios para contar con sociedades integradas con niveles importantes de cohesión social.

Aunque se puede afirmar que todavía no se empieza la construcción del edificio, a lo menos cierto andamiaje básico parece estar en franco desarrollo. De ello dan cuenta los debates en torno al papel insustituible del Estado como agente igualador de oportunidades sociales y como ente regulador de los mercados. O la reforma educacional en desarrollo que con todas sus complejidades tiene como núcleo central entregar un conjunto de conocimientos y destrezas con nuevos métodos y tecnologías orientados a dinamizar al sector público procurando igualar los flujos de conocimiento en la sociedad. También se deben señalar los cambios en un sentido igualitario del sistema de salud y los proyectos destinados a acortar la brecha de la desigualdad (Chile Solidario). Es innegable que en algunos casos quizá se actúe por ensayo y error. Pero ello revela por una parte la carencia de un modelo omnicomprensivo – en verdad nadie lo posee – y la búsqueda real y genuina por combinar crecimiento económico con políticas de Estado de corte redistributivo.

Al respecto no parece haberse atendido lo suficiente, más allá de una consideración estrictamente técnica, los pactos que se están bosquejando en el sector público, más allá de los conflictos puntuales. Se trata del conjunto de políticas que vinculan crecientemente las remuneraciones con el desempeño; es decir con metas medibles que suban los niveles de eficacia y agilidad del sector público. Este es sin duda un proceso de largo aliento pero sin duda que prefigura una forma distinta a la histórica de relación e integración de los actores sociales con el Estado que habría que seguir con interés.

Este es el sentido que adquiere el debate en la actualidad. Es a todas luces claro, por otro lado, que se transita por un sendero que cuenta con dos «zonas de riesgo» muy claras que de algún modo trazan los límites de lo políticamente deseable. La primera se puede denominar de «alternativismo ingenuo». La retórica de esta «zona riesgosa» es decir que se ha actuado con restricciones de manera muy prolongada y que es hora de «soltarse las trenzas» en construir algún tipo de camino propio de diversos colores. Ello a menudo no contiene un claro afán programático y representa más bien la expresión de un cierto radicalismo iracundo. Ejemplo de esta línea son los llamados altisonantes «en contra» del modelo neoliberal que a menudo denuncian los problemas de la desigualdad y por ende de la concentración y de la riqueza en el país, pero a la hora de las propuestas se quedan en un mero consignismo genérico.
La segunda se puede denominar de «pedaleo conservador». El tenor de esta actitud es simplemente administrar los datos estructurales de la realidad y oponerse de manera cerrada a cualquier cambio supuestamente por los efectos perversos que se desencadenarían.

El problema de la sucesión en el liderazgo concertacionista

En un tipo de régimen político presidencial reforzado como el chileno el tema de la sucesión adquiere ribetes particularmente complejos. No habiendo como en otros regímenes – parlamentarios o semi-presidencial – otros second best, se desata una disputa del todo o nada constituido por el afán de los partidos importantes de una coalición por obtener el premio mayor, la Presidencia de la República.

Esta vez se parte de una premisa elemental. La contienda tiene rasgos particulares debido a que un sector de la coalición – el PS – cuenta con una candidata fuerte que eventualmente disputará su opción con el (la) candidato (a) que finalmente dirima el sector liderado por la DC. La forma de resolución de esta controversia no será un dato menor. Una resolución que tenga un claro correlato con el sentir de la ciudadanía que aspira a ser cada vez más tomada en cuenta, proyectaría a esta alianza con fuerza hacia el futuro puesto que contará con un invaluable capital de credibilidad política.

Sin embargo, más allá de cálculos partidarios restringidos, existe otro elemento de enorme relevancia que gravita en esta decisión política del conglomerado de Gobierno. La Concertación se ha convertido con el paso del tiempo de una alianza de partidos políticos per se a generar una cierta cultura política concertacionista en la sociedad que no tiene necesariamente partidos políticos exclusivos de referencia. Ello sin duda le imprime a la decisión de los partidos de esta alianza una responsabilidad muy particular. Existe un bien político mayor que cautelar más allá de los estrechos – legítimos – intereses partidarios. La Concertación no sólo es una realidad institucional, sino que un fenómeno de adhesión simbólica de la gente plenamente instalado en la cultura política del país. Se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que este pacto de centro e izquierda y su correlato en la sociedad es, en consecuencia, un fenómeno tan cristalizado que no resulta viable que ningún sector efectivamente se lo «pueda llevar para la casa». En verdad esta es la única alianza socio-política que le puede asegurar una real gobernabilidad al país.

Si se pudieran aislar por así decir las «salidas falsas» a este complejo dilema político es posible referirse, entre otras, a las siguientes:

En primer lugar, esta es una decisión que le compete de manera estelar y protagónica a los propios partidos de la alianza gobiernista. Aquí no existe la alternativa de una suerte de «pacto a la colombiana» en donde la elite del gobierno acuerda un mecanismo sucesorio que incluye varios períodos presidenciales. Si en algún momento se pensó esta alternativa en verdad no resistió mayor consideración, básicamente por la densidad de la política chilena con partidos bien asentados y una ciudadanía informada.

En segundo lugar, ya parece ampliamente instalado, aunque por cierto que es un tema debatible, los enormes riesgos políticos de tensar a la Concertación en una segunda vuelta electoral. Es decir, crecientemente parece indispensable buscar las modalidades para contar con un candidato único de este conglomerado. Los supuestos beneficios que se señalan que consagraría una segunda vuelta, a nuestro juicio se ven ampliamente opacados pro los costos de diversa naturaleza que se pueden pagar. Ellos dicen relación con la competencia que se generaría al interior de esta alianza al contar con candidatos alternativos. Tal competencia reactualizaría algunos de los traumas más profundos de la política chilena. Inevitablemente se reeditaría la política de los tres tercios que tanto daño causó en el pasado. Una radicalización de posturas llevaría a la derecha a agitar demagógicamente la experiencia de la Unidad Popular, a la par que crearía tensiones no menores en la propia DC. Por otra parte, una segunda vuelta supone, casi forzosamente, el despliegue de programas políticos diferenciados que, a todas luces, sería un ejercicio bastante artificial de búsqueda de contrastes. Finalmente, la segunda vuelta implica que el fiel de la balanza electoral lo encarnará – en una espiral política muy difícil – las fuerzas de la derecha, con toda la pesada carga simbólica que ello involucra. Sector político que indudablemente se inclinaría, como sucedió en 1964, por el mal menor de votar por el candidato DC. Basta con estas consideraciones para concluir que una segunda vuelta derechamente supone la liquidación de la Concertación tal cual la conocemos hoy en día.

En tercer lugar, y no menos importante, el populismo constituye otra amenaza en relación a la sucesión en la Concertación. Es decir, en cualquier caso, de existir una primaria abierta o segunda vuelta, existen incentivos – de hecho en todo el espectro político – para que los candidatos hagan una apelación directa a la ciudadanía en donde, de no existir perfiles programáticos muy nítidos, los factores de distinción más bien sean eminentemente retóricos, de gestualidades o aspectos muy ligados a estrategias de posicionamiento vinculadas al carisma del líder pero vacías de contenido político sustantivo.

El único camino efectivamente disponible es la realización de unas primarias abiertas, legales-racionales que estén idealmente sancionadas por ley y que utilicen los padrones electorales existentes. De este modo, se cumpliría un doble objetivo de gran relevancia: se dotará a este mecanismo de legitimidad ciudadana permitiendo que los votantes de la Concertación diriman su candidato y además se entregará una potente señal de credibilidad, puesto que el mecanismo será transparente y regulado. No hay duda que también es posible discernir caminos intermedios que supongan algún tipo de negociación
Con una proclamación amplia del(a) abanderado(a).

Lo anterior debe ser complementado con una real voluntad de la elite política concertacionista por generar instancias y ritos para prolongar a esta coalición en el tiempo. Para reflexionar y elaborar un pensamiento de Gobierno hacia el futuro que exprese un estilo político distinto signado por la deliberación y la participación ciudadana. En otros términos, se requerirá un esfuerzo político sustantivo que revincule muy fuertemente la dimensión simbólica-expresiva de la política con su aspecto racional-instrumental. La Concertación debe ser la portadora de un nuevo contrato social y político con la sociedad chilena que abre la posibilidad de inaugurar un nuevo ciclo político en el país.