Sección: Economía: El “Modelo” y sus polémicas

¿Está superado el modelo?

Genaro Arriagada

www.asuntospublicos.org
Agosto 2001

Escuchando a los defensores del actual modelo económico, se siente el hálito de la ortodoxia. El modelo es una verdad, en su esencia, inalterable. Es “la” ciencia, la política correcta. Por otra parte, muchos de los críticos del “modelo” no contribuyen a mejorar el clima intelectual. Sus ataques son, a veces, destemplados, sus críticas emocionales y lo que ofrecen como alternativa semeja más bien nostalgia de “modelos” pasados, hoy impracticables.

Pero, en este mundo en crisis y sometido a un vertiginoso cambio, ¿es “el modelo” la verdad no cuestionada? o ¿está superado el modelo?

El “Consenso de Washington”

Del modelo se pueden encontrar dos formulaciones que, no obstante concluir en políticas relativamente similares, reflejan diferencias de matices no menores. Una de ellas, con una fuerte carga ideológica, avanza hacia formulaciones de filosofía, ética y a la proposición de una nueva concepción del Estado, la sociedad y no sólo de la economía. La otra, más técnica, se traduce en un conjunto de propuestas de política económica.

La formulación ideológica, muy en boga a los inicios de los años 80, tiene en su base la aceptación de un utilitarismo ingenuo que reduce las motivaciones del hombre a la búsqueda del mayor placer y del menor dolor y que conduce a un individualismo en el que los seres humanos no se perciben en lo que piensan o en lo que quieren sino en el conflicto de sus intereses. En el plano político se plantea una disociación entre libertades y democracia, llegándose a sostener que las libertades individuales pueden estar mejor protegidas bajo ciertos regímenes autoritarios que en la democracia.

Siempre en lo político, plantea la idea de un Estado mínimo y a la justicia social como el resultado inevitable del progreso económico, afirmándose que toda política proactiva de los gobiernos a favor de una mayor equidad, es destructiva de su propio objeto. El mercado, cuya mayor eficacia en el plano económico y en la asignación de los recursos está fuera de dudas, es elevado a la condición de un bien que no debe ser objeto de limitación y cuyas reglas deben aplicarse por igual a la valoración de la política, la cultura, la sociedad y el arte.

No obstante su importancia política, que no es menor, el valor intelectual de esta formulación ideológica del modelo es escaso y hoy ha perdido la importancia que hace algunos años sus versiones más sofisticadas tuvieron en los centros académicos y publicaciones de influencia, para quedar reducida a pequeños pero bien financiados think tank de derecha.

La formulación técnica del modelo está resumida en el así llamado “Consenso de Washington”, cuya versión más popularizada fue presentada por John Williamson, en un artículo publicado en 1990. Williamsom trató de definir qué era lo que el gobierno norteamericano y los principales organismos internacionales, especialmente el FMI, el Banco Mundial y el BID entendían por una política de reformas económicas. Lo resumió en las siguientes diez propuestas:

1) Disciplina fiscal; 2) reforma tributaria; 3) tasas de interés positivas pero moderadas y determinadas por el mercado; 4) tasa de cambio competitiva; 5) políticas de comercio liberales; 6) apertura a la inversión extranjera directa; 7) privatizaciones; 8) desregulación de los mercados; 9) protección de los derechos de propiedad; 10) prioridad al gasto público en educación y salud.

De estas dos formulaciones sólo nos referiremos a la segunda, que es la que hoy se discute con interés en los centros académicos y especialmente en los organismos multilaterales que lo promovieron. De modo tal que la pregunta sobre el agotamiento del modelo no se refiere a su versión ideológica -que la entendemos intelectualmente superada – sino a la más técnica.

Un Balance del “Consenso de Washington”

Desde comienzo de los ’80 y hasta avanzada la década del ’90, las políticas económicas inspiradas en el “Consenso de Washington” fueron la idea predominante en el diseño de las políticas públicas de América Latina.

Sin embargo, al cabo de 15 o 20 años de reformas económicas, el balance no es el esperado. Es cierto que el crecimiento en los años 90 se elevó por encima de los muy malos registros de la “década perdida”, pero sigue siendo mucho más bajo que en las décadas del ’50 al ’70: 3,2 % en los años 90 versus un promedio de 5,5 % por año entre 1950 y 1980 (Ocampo). La revista “The Economist”, firme partidaria de las reformas, señala que “en su conjunto los resultados económicos han sido decepcionantes (...) entre 1990 y 1999, el PIB per capita en América Latina se expandió a un promedio anual de 1,1% (...) eso fue mejor que en los ’80, cuando cayó levemente, pero mucho menos que en los ’60 y ’70 cuando se incrementó en 2,5 y 3,5 %, respectivamente” (2 de Diciembre del 2000).

Si se tratara de argumentar de modo mezquino se podría decir que tales cifras son un duro castigo a la arrogancia de los economistas y políticos que las impulsaron, pues las tasas de crecimiento alcanzadas bajo esas “políticas neoliberales” son menores a aquellas que caracterizaron a las “intervensionistas” que les precedieron. Pero eso sería en más de un sentido erróneo. En rigor, las políticas intervensionistas estaban agotadas ya a mediados de los US$8216;60 y de ellas – que habían significado no poco progreso – no podía esperarse nada, salvo estancamiento. Por tanto, existen pocas dudas de que las reformas económicas impulsadas durante los ’80 y ’90 no sólo fueron necesarias sino que han tenido un efecto positivo sobre el crecimiento de la región. El BID, por ejemplo, en su Informe de 1997, señalaba que “sin las reformas estructurales de la última década, el ingreso per cápita en América Latina sería 12 por ciento inferior y el potencial de crecimiento del PIB hacia el futuro sería 1,9 por ciento más bajo que el promedio actual”.

Los resultados en la superación de la pobreza y a favor de una mayor equidad han sido casi nulos. En América Latina, en 1980, un 15 % de los hogares eran indigentes y en 1997 el mismo 15 %. Pero el porcentaje oculta el hecho de que en términos absolutos el número de personas viviendo en condiciones de indigencia se elevó de 62 millones en 1980, a 90 millones en 1997. Entre esos mismos años, el patrón de distribución del ingreso se mantuvo inalterado.

Sin embargo, una de las críticas más fuertes al “Consenso de Washington” no es a lo que propuso sino a lo que omitió: una preocupación por los aspectos institucionales y políticos del desarrollo. Ese olvido no fue arbitrario, sino la consecuencia de una concepción en que el progreso de las naciones de la región sería la consecuencia del establecimiento y buen funcionamiento de mercados abiertos, transparentes, competitivos. De esa reforma fundamental derivaría el mejoramiento de la sociedad en su sistema político, la educación, la reducción de las injusticias sociales, la salud o los regímenes carcelarios.

Esa propuesta no sólo se probó falsa sino que las reformas tuvieron efectos no deseados, como el haber agravado la crisis del Estado, contribuido a una creciente percepción de la inutilidad de la política, haber encauzado a vastos sectores de la población hacia la idea de que sólo hay respuestas individuales frente a la inestabilidad de las ocupaciones, inversiones y prestaciones sociales. Además, la experiencia de estas dos décadas probó que reformas económicas sin una preocupación central por las instituciones globales de la sociedad, por las normas e instituciones que regulan la economía y los mercados y por el marco político general son insuficientes e, incluso, frecuentemente equivalen a “arar en el mar”.

Argentina y Perú, los grandes países estrellas de las reformas económicas de mediados de los ’90 atraviesan profundas crisis que son, a la vez, económicas y políticas. Brasil, presenta un cuadro preocupante de alto endeudamiento similar al argentino y con un muy alto componente de deuda a corto plazo; un déficit fiscal y en la cuenta corriente más altos que Argentina. Ecuador, no obstante que después de dos años de caída del producto este año tendrá una muy alta tasa de crecimiento, lidia bajo una dolarización que lo mantiene con uno de los indicadores más altos de riesgo de la región y en un proceso de convulsión política que se ha hecho endémico. Colombia, al entrar al último año del gobierno de Pastrana, empieza a recuperarse de una larga recesión pero continúa en una crisis política y de guerra interna que la consume. Venezuela, afirmada en los altos precios del petróleo presenta una situación económica más holgada, pero vive su “revolución bolivariana” que crea enormes inquietudes sobre el futuro. Bolivia, puede mostrar grandes avances en materia de estabilidad política, pero un largo período de estancamiento económico, que no cede.

El deterioro del clima político en la región es preocupante. De acuerdo a encuestas de “Latinobarómetro”, si se comparan los datos de 1996 con los del 2001, en todos los países la opinión pública expresa una creciente disatisfacción con la democracia y, a la vez, aumenta, aunque moderadamente, el porcentaje de personas que estiman que bajo ciertas circunstancias un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático.

¿Está superado el modelo?

A la luz de estos resultados, lo está. Pero de un modo que hay que calificar.

Vistas en general, casi todas las propuestas del “Consenso de Washington” traducen objetivos razonables y que debieran estar incorporados a un manejo económico moderno.

Sin embargo, esa aceptación general no puede ser extendida automáticamente a las políticas concretas que a partir de esos objetivos fueron implementadas. Obviamente, muchas de ellas fueron acertadas. En otros casos tomaron formas discutibles o francamente negativas, como fueron reformas tributarias regresivas, privatizaciones mal hechas o francamente corruptas o, reducciones del déficit fiscal en que las primeras víctimas fueron los niveles de gasto per capita en educación, salud y vivienda y, por tanto, un desmedido agravamiento de la injusticia social y la pobreza.

Pero cualesquiera que sean los reconocimientos que se hagan al “modelo” no es posible negar que las políticas que inspirara están agotadas; que es necesaria la búsqueda de un nuevo paradigma. Por supuesto, no se trata de volver a las políticas de los años 60 – como desearían algunos nostálgicos – y desandar lo avanzado en materia de equilibrios macroeconómicos, apertura al exterior, estabilidad monetaria, el reconocimiento del mercado como principal asignador de recursos. Después de todo una política de equilibrio fiscal no es ni de derecha ni de izquierda sino simplemente un objetivo de toda política económica verdadera. Hay que construir a partir de la reducción de la inflación y de los equilibrios macroeconómicos. Pero ello no basta; incluso si el único objetivo fuera obtener tasas de crecimiento más altas. Por otra parte, hay una variedad de temas nuevos a los que esas políticas o no aluden o sus recomendaciones han resultado erróneas.

La búsqueda de un nuevo paradigma

Al iniciar el siglo XXI, la región se encuentra en una curiosa situación. Por una parte, son innegables sus progresos en variados campos; por otra, son enormes las inquietudes, frustraciones e inseguridades que surgen en esas mismas áreas. Esa realidad contradictoria y difícil hace necesario generar nuevas ideas que permitan enfrentarla. Tanto en la economía como en la política, en la globalización como en las políticas sociales, frente a la ciencia y la tecnología, los esquemas ideológicos predominantes hasta fecha muy reciente, se encuentran superados sin que hayan surgido en su reemplazo ideas y propuestas que los sustituyan. Esas propuestas deberán expresar una perspectiva latinoamericana que es distinta a la de las naciones más desarrolladas y, en algunos casos, contrapuesta a sus intereses.

La Importancia del Sistema Político. El enfoque puramente económico de los problemas de los países, característico de los años 80, ha sido un error que se ha pagado caro. Las reformas económicas no han fracasado por falta de ideas sobre economía sino, las más de las veces, por la falta de Estado y de un sistema político capaz de asegurar gobernabilidad y estabilidad.

Asistimos a un muy importante cambio de énfasis en que crecientemente se acepta que la principal causa de la crisis que hoy vive América Latina es la mala calidad y el atraso de su sistema político. Como lo ha dicho “The Economist”, en una de sus últimas ediciones, refiriéndose a la región, “los problemas son tanto socio-políticos como económicos… la tarea es modernizar la política como también la economía”.

La experiencia de otras regiones del mundo no ha hecho sino confirmar la necesidad de esta preocupación fundamental por la política y el Estado, como claves para el desarrollo económico. El mal resultado de las reformas económicas en Rusia muestra los riesgos de imponer una drástica liberalización de la economía y una masiva privatización, sin preocuparse de crear un Estado eficaz y fuerte, capaz de asegurar las reglas e institucionalidad que permitan el desarrollo de la economía y asegurar el respeto del Estado de derecho. La crisis del sudeste de Asia puso en evidencia los riesgos para los países y la economía global de una forma de interrelación entre el poder político y los grandes intereses económicos (“crony capitalism”), caracterizado por la corrupción, el compadrazgo y la falta de fiscalización y supervisión de la industria bancaria.

Vista en sus carencias, la democracia en América Latina aparece entrampada en un mar de frustraciones y en el mal funcionamiento de elementos fundamentales de ella, lo que erosiona su legitimidad y eficiencia. Democracias imperfectas, marcadas por graves fallas de sus Constituciones; la crisis, desprestigio y fragmentación de sus sistemas de partidos; la existencia de leyes electorales inadecuadas; el mal desempeño de sus parlamentos; procesos de descentralización mal hechos que hacen inmanejables las políticas fiscales; las relaciones desvirtuadas entre la sociedad civil y el sistema político; la inestabilidad de las coaliciones y gobiernos; los patrones de conducta de sus clases dirigentes. Enfrentar estas tareas no es la labor de “los políticos” y sólo un interés de ellos, como lo ha pretendido un pensamiento de derecha que ha revivido con enorme fuerza el discurso anti-político y anti-partidos. De la solución de estas carencias depende vitalmente el desarrollo económico, la estabilidad en las reglas del juego y la creación de una sociedad integrada capaz de sustentar una economía moderna.

La Forma de Integración al Mundo Global. El desarrollo de América Latina en la última década ha tenido lugar en el marco de una creciente globalización. Pero este proceso muestra certezas y dudas. La mayor certeza es que la globalización es inevitable y, por tanto, que una política racional no consiste en negarla sino en tratar de adecuar su desarrollo a los intereses de los países y regiones. Las dudas arrancan de cifras que contradicen la confianza de que la globalización crearía iguales oportunidades para naciones desarrolladas y en desarrollo.

Está sucediendo lo contrario y, también, dentro de un mismo país ella beneficia a algunos sectores al tiempo que posterga gravemente a otros. La brecha que separa a ricos y pobres aumenta entre las naciones y al interior de ellas. Las razones de esta tendencia encuentra, en parte, explicación en que la globalización es una política construida a partir de los intereses de las economías más poderosas. Mientras se liberalizan los mercados financieros y de productos y servicios en que tienen ventajas comparativas las naciones más desarrolladas, no ocurre lo mismo con los productos agrícolas y los bienes industriales más intensivos en mano de obra, que son el interés de los países en desarrollo. Tampoco disminuyen – y por el contrario, se fortalecen – las restricciones a la movilidad del trabajo. No es extraño que se denuncie una liberalización asimétrica.

Pero las naciones desarrolladas no sólo impulsan una liberalización selectiva sino que, a la vez, van construyendo instituciones a nivel mundial destinadas a encauzar y regular el proceso de globalización. Existe consenso de la carencia y debilidad de gobernabilidad internacional para tratar con los más diversos temas, desde los mercados financieros y el comercio hasta el medio ambiente, pasando por la lucha contra las drogas, el delito internacional organizado, los “paraísos tributarios”, la justicia penal internacional. Es evidente que si nuestros países no se preocupan de alcanzar una más fuerte voz en este debate tendrán un rol desmedrado en las instituciones que surjan.

La Desigualdad y la Pobreza. A diferencia de lo que ocurre en la economía o en la política, donde coexisten avances y peligros, es en el plano de la distribución de ingresos donde la región presenta un cuadro más desolador. América Latina continúa siendo el área del mundo con la peor y más injusta repartición de la riqueza. Los avances en esta materia han sido nulos, al punto que las cifras no muestran progreso en el último cuarto de siglo. La afirmación predominante en los años 80 de que el crecimiento habría de solucionar por sí solo los temas de la igualdad e injusticia abriendo enormes oportunidades a los más pobres, está cuestionada. No obstante eventuales rebrotes, las políticas populistas gozan de merecido desprestigio por su incapacidad de ser respuestas a los problemas de equidad.

Sin embargo, las afirmaciones hoy en boga de que el crecimiento es condición necesaria pero no suficiente para derrotar la pobreza y de que los populismos han agravado más que reducido las desigualdades sociales, no bastan para generar un cuerpo de ideas capaz de sostener un nuevo enfoque, moderno y eficaz para enfrentar la más grave falla de la política latinoamericana. Por otra parte, estudios hechos por la CEPAL muestran que la relación entre el crecimiento y la disminución de la pobreza no es homogénea, de modo que países (Argentina 1990-97) que duplican la tasa de crecimiento de otros (Costa Rica 1990-97) tienen, sin embargo, un mismo resultado en la reducción de los índices de pobreza.

La Incorporación de Ciencia y Tecnología. Al releer los diez principios fundamentales en que Williamsom resumió el “Consenso de Washington” no hay uno solo que aluda al tema de la ciencia y la tecnología (como no lo hay tampoco, respecto de los aspectos políticos del desarrollo), lo que no deja de ser sorprendente en un mundo donde los enormes avances en las comunicaciones y la tecnología están siendo el factor que en mayor medida explica el progreso económico de la última década. En este campo, América Latina enfrenta uno de sus mayores dilemas: ¿en qué lado de la brecha digital, que divide al mundo, se ubicará? ¿entre aquellos que sabrán utilizar para su desarrollo las nuevas tecnologías o entre aquellos que quedarán fuera de ellas? “Alcanzar este mejor futuro -escribe Allen Hammond en “Foreign Affairs” – requiere un nuevo modelo de desarrollo, uno que vaya más allá de la preocupación convencional en el capitalismo de libre mercado, las habilidades empresariales y la expansión global del comercio, aunque esos factores vayan a jugar importantes roles”.

Por un nuevo debate económico

El debate latinoamericano ha entrado, desde hace un tiempo a esta parte, en un clima de repeticiones y obviedades, lo que le da un tono trasnochado. Discutir sobre la conveniencia de una disciplina fiscal rigurosa o de una reducción de la dimensión empresarial del Estado, o sobre la superioridad del mercado como asignador de recursos, es algo de suyo tan evidente que, con cierta exageración podríamos decir equivale a intentar reponer en la agenda pública los temas de la separación de la Iglesia y el Estado, los cementerios laicos o el matrimonio civil. Temas que a fines del siglo XIX fueron muy pertinentes y que crearon profundas divisiones en nuestras sociedades, pero que luego se aceptaron universalmente como medidas necesarias.

Por cierto, el mundo económico por venir se hará con equilibrios macroeconómicos sólidos y en el marco de muchas de las recomendaciones del “Consenso de Washington”. Pero los grandes temas que determinarán el futuro de nuestras economías y sociedades deberán ser abordados con instrumentos y políticas que están más allá de ellas. Se ubican en campos que ese “modelo” no consideró o ni siquiera concibió. En tal sentido es que cabe propiamente hablar de una superación del modelo.