Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

(I) Las Reformas constitucionales: ¿Qué hacer con los "Senadores no elegidos"?

Genaro Arriagada Herrera

www.asuntospublicos.org
Junio 2004

Durante los primeros diez años de la transición, la existencia de la institución de los senadores designados fue defendida por los partidos de derecha – sea hecha la salvedad de Allamand y los ex senadores Piñera, Diez, Pérez y Otero – en razón de “sólidos principios” y su conveniencia alegada con la fe con que se defiende la verdad revelada. Defensa aun más categórica se hacía de la institución de los senadores vitalicios mientras esa condición le correspondió a Pinochet. Hoy, en cambio, la derecha ha aceptado las reformas constitucionales pero, en lo esencial, quiere limitarlas a… ¡los senadores designados y vitalicios!

¿Qué ha pasado? ¿Los principios de ayer han caído como “el muro de Berlín”? ¿Es creíble que el dogma de fe de ayer haya sido hoy abandonado?

La verdad es más cruda. La causa de ese cambio es simple: la institución nunca se fundó en principios. Se impuso por una conveniencia política: evitar el control del senado por la mayoría electoral. Hoy que ya no sirve para eso, se ha hecho inútil y, por tanto, desechable.

De este modo, una obscena razón práctica está logrando la aceptación de una reforma constitucional que razonamientos fundados en principios no pudieron alcanzar.

Democracia, legitimidad y tradición

La argumentación de los partidarios de terminar con la institución se ubicó bajo los gobiernos de Aylwin y Frei, en el plano de la teoría política, de la historia y la tradición. Se afirmaba, con razón, que no existe parlamento democrático en el mundo con un tan elevado número de miembros no elegidos.

Es cierto que en la transición desde la monarquía hacia la democracia, como una rémora del pasado, sobrevivieron cámaras altas entera o parcialmente designadas o cuyos miembros encontraban su origen en factores ajenos a la soberanía popular. Sin embargo, ello condujo a dos soluciones: una, fue su disolución para terminar en una sola asamblea, la cámara baja, íntegramente elegida por votación popular; la otra, fue la transformación de esos senados en una cámara de segundo orden, desprovista de reales funciones políticas y reducida a una colaboración subordinada en la elaboración de la ley.

Este último es el caso de la Cámara de los Lores en Inglaterra, que no tiene atribución alguna en lo que es la esencia del régimen parlamentario, cual es la generación o remoción del gobierno, ninguna en materia de leyes tributarias, financieras o presupuestarias y, respecto del resto de las leyes, sólo el derecho a un veto suspensivo que no se puede extender a más de un año.

Pero dondequiera que el bicameralismo se hizo compatible con la democracia, las viejas cámaras altas, de composición nobiliaria, hereditaria o de designaciones tendientes a favorecer el poder de la sangre o del dinero, se transformaron en cámaras democráticamente elegidas. Una excepción es el Senado italiano, que tiene similar poder que la cámara baja y que admite senadores designados. Pero, hay que tener presente: uno, que no son más de 5 en un total de casi 300, con lo cual ellos no alcanzan a significar el 2% del total de los senadores, en contra de un 19% que ellos representan en Chile; y dos, que en Italia los senadores se eligen en distritos uninominales, con lo cual la mayoría obtiene una sobre representación, que hace que aun cuando ese 2% de senadores fuera de un mismo color, no podría cambiar la voluntad popular.

La incorporación al Senado de los ex presidentes de la república en carácter de miembros vitalicios, podría tener una mayor legitimidad; pero en rigor, no tanto más.

Es cierto que se trata de personas que, en su momento, fueron elegidas presidente por una mayoría nacional. Pero ¿qué pasa con ex presidentes, como ocurre hoy con Toledo en Perú, que tiene a la mitad de su período un respaldo en las encuestas de menos del 7% del electorado? Y aun si así no fuera ¿es legítimo que alguien que no ha sido elegido para el cargo de senador, pudiera, con su voto, cambiar el control de una institución emblemática de la representación popular, entregándolo a fuerzas que son una minoría electoral?

Es por esta razón que sólo muy contadas constituciones entregan este derecho a los ex presidentes de la república. De hecho, si se analizan los diez países de América del Sur, los seis de América Central más México y República Dominicana, sólo Chile (uno en dieciocho) ha considerado esta forma de integración al Senado.

Un “enclave autoritario” que dejó de ser

Como es archisabido, la Constitución de 1980 estableció una gama de controles no democráticos, para, si no impedir, al menos domeñar al gobierno de las mayorías. De todos ellos el más obvio, el menos sutil, fueron los senadores designados. La mayor parte de los trabajos de ciencia política definieron esas instituciones como “enclaves autoritarios”, vale decir, mecanismos que servían a las fuerzas que sostenían al régimen militar para conservar cuotas de poder que el juego democrático no les permitiría.

De todos los “enclaves autoritarios”, el de los senadores designados ha sido el único que la Concertación ha objetado de un modo absoluto. Tratándose del Tribunal Constitucional o del Consejo de Seguridad Nacional, ella ha concordado en la necesidad de que esas instituciones existan; pero ha cuestionado su forma de integración. En cambio, respecto de los “senadores institucionales”, lo que ha rechazado es su existencia misma.

Pinochet, en los días finales de su gobierno – ya elegido Aylwin – procedió a nominar un total de nueve personas que, desde sus cargos en el Senado, aliados con las fuerzas de derecha, fueron el muro de contención que bloqueó cualquier reforma o proyecto de ley que pudiera significar un cambio de alguna importancia en lo que ellos y la derecha habían definido como el legado del régimen militar. Se critica con razón a la institución por contradecir principios de la democracia, pero lo que estuvo fuera de dudas fue su eficacia en términos de poder.

Sin embargo, al producirse en 1997 la renovación de estos senadores, la institución cambió, haciéndose, para la derecha, menos eficaz en términos de poder. Las designaciones de nuevos senadores institucionales indicaron que ya no se podía hablar de una bancada uniforme, aliada sempiterna de las fuerzas que habían sostenido al régimen militar. En primer lugar, porque un tercio de la segunda oleada de senadores institucionales está integrado por miembros activos de la Concertación (Boeninger, Parra y Silva Cimma).

En frente de ellos, sólo dos senadores continúan representando una posición política categóricamente de derecha (Martínez Busch y Canessa). Los restantes cuatro se pueden ubicar en una posición de mayor independencia respecto de los dos grandes bloques que existen en el parlamento, aun cuando más proclives a alinearse con la derecha. Por tanto, la institución dejó de ser un grupo homogéneo para constituir uno compuesto por una variedad de opiniones que tienden a neutralizarse entre ellas. Dejó de ser un enclave autoritario.

Pero, si lo anterior sucedió en 1997 ¿qué podría ocurrir a fines del 2005 cuando se renueven los senadores designados?

De partida, los “senadores no elegidos” ya no serán diez, sino once: los nueve designados más los ex presidentes Frei y Lagos a contar de marzo del 2006. En ese total la Concertación tendrá una clara mayoría. En marzo del año 2002, un cálculo hecho en “El Mercurio” advertía que la Concertación podía alcanzar a un total de nueve sobre once. Lo anterior significaría un Senado no empatado a 18 senadores, que es a lo que conduce el actual sistema binominal, sino controlado por la Concertación 27 a 20.

Ni democrática ni enclave autoritario

Pero como lo dijimos en este mismo espacio (ver www.asuntospublicos.org. Informe Nº 221 de junio del 2002), que una institución deje de ser un “enclave autoritario” no significa que por ello va a variar su naturaleza no democrática.

Un “enclave autoritario” es siempre antidemocrático por ser un mecanismo que, de modo injusto, impide o limita el gobierno de la mayoría. Pero también hay instituciones no democráticas que pueden servir para lo opuesto: para privar injustamente a las minorías de sus derechos. Por ejemplo, sería el caso si los senadores designados fueran activos militantes de las fuerzas que son la mayoría electoral. No estaríamos en presencia de un “enclave autoritario”, ya que ahora no obstaculizaría sino que facilitaría – aunque de un modo injusto – el gobierno de la mayoría. Sin embargo, ello no haría a la institución más legítima ni más democrática.

El tratamiento puramente instrumental de las reformas

El país ha vivido bajo el peso de un enfoque de las reformas constitucionales que ha impuesto la derecha y que es moralmente equivocado y contrario al interés nacional. Así ha sido durante más de dos décadas y de ello es prueba la actitud que esas fuerzas han tenido frente a la Constitución del 80.

La Carta del 80 no se hizo a partir de la teoría constitucional democrática sino del propósito, más allá de los principios, de asegurar el poder a las fuerzas que sostenían al régimen militar. Ese designio es absoluto en el caso de su articulado transitorio – que fue la Constitución entre 1980 y 1989 – que entregó un poder dictatorial, con nombre y apellido a Augusto Pinochet Ugarte (Disposición Decimocuarta transitoria).

A su vez, la versión original del articulado permanente, fue diseñada en el supuesto de que Pinochet ganaría el plebiscito de 1988 y, por tanto, intentaba hacer posible su gobierno aun en contra de una oposición que fuera una mayoría electoral.

Cuando se produjo la derrota en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, los mismos que habían construido esa Carta sostuvieron que no podía ser aplicada y que era necesario cambiar su articulado. La razón de este cambio era un crudo análisis de poder.

El articulado permanente entregaba un enorme poder al Presidente de la República, pero ahora que el 5 de octubre había dejado claro que el próximo Jefe de Estado no iba a ser Pinochet, sino una persona de la Concertación, estaban por la posición opuesta, vale decir, por debilitar el presidencialismo. Tal fue el sentido de las reformas constitucionales de 1989, como lo muestra la sola mención de algunos de esos cambios: la pérdida por el presidente del derecho a decidir por su sola firma y la de su Ministro de Defensa, los ascensos y retiros de los oficiales de las Fuerzas Armadas; el término del derecho a disolver la Cámara de Diputados por una vez bajo su mandato; la derogación de las disposiciones que establecían que, en caso de haber desacuerdo entre el presidente y el Congreso acerca de un proyecto de ley, predominaría el criterio del presidente si contara con el respaldo de la mayoría de una de las cámaras y del tercio más uno en la otra.

Analizando las reformas de 1989 se podría decir que ellas crearon dificultades a los presidentes provenientes de la Concertación, pero no hicieron imposibles sus gobiernos y ello por la sencilla razón de que la alianza que los apoyaba era una clara mayoría electoral; sin embargo, ellas limitaron sus iniciativas, más allá de aquello a que legítimamente obligaba el juego democrático.

Hacia un nuevo enfoque de las reformas

La actitud reciente de la derecha frente a las reformas constitucionales no sorprende. Del mismo modo que en 1989, sin dar explicación, pasó de defensora de un “presidencialismo exacerbado” al de un “presidencialismo débil”, hoy está cambiando desde la defensora de un Senado de composición antidemocrática a la demandante de un Senado enteramente elegido por votación popular, aunque mediante un sistema electoral (binominal) muy criticable.

El problema está en saber si éste (el del abandono gradual y oportunista de instituciones que dejaron de servir a los propósitos antidemocráticos de la derecha) es el camino que puede conducir a crear un sistema político que se ajuste a los principios de la teoría democrática o, por el contrario, ésta es la vía para dar oxígeno a un sistema constitucional que tiene demasiadas fallas e imperfecciones y cuya continuidad amenaza los intereses permanentes del país.

A mi juicio es claro que estamos frente a la segunda circunstancia.

El desafío del actual intento reformista es cómo abandonar la perspectiva mediocre que ha sido impuesta por décadas en el análisis de los temas constitucionales y que consiste en aproximarse a partir de preguntas como las siguientes: ¿a quién favorece y a quién perjudica la actual disposición o la nueva reforma que se propone o intenta? ¿Quién gana y quién pierde con ellas?

Una Constitución no se construye ni se reforma desde esa perspectiva.

Aceptar que las actuales enmiendas se limiten al término de los “senadores no elegidos” y algunos cambios menores a la Carta, sería abrir y cerrar de inmediato el debate sobre las reformas y por un largo tiempo.

Pero así como las reformas no pueden agotarse en los senadores no elegidos, tampoco pueden ser reducidas al cambio del sistema electoral binominal. No es posible estar de acuerdo con la idea de que la única urgencia en este campo es terminar con el binominalismo y los senadores no electos, al tiempo que se dejan intactas otras instituciones que hoy causan tanto o peor daño a la democracia. El problema alcanza a varias piezas esenciales del sistema político que son imperfectas, bajo muchos conceptos injustas o poco transparentes y, lo más grave, con severas insuficiencias democráticas.

Desgraciadamente la forma de llevar a la derecha a un debate con perspectiva de Estado de las reformas constitucionales, es expresar la firme decisión de que éstas serán amplias o no serán. Lo anterior es un lenguaje que para ellos es fácil de entender, pues corresponde a su modo de acción permanente en estas materias. Para ese sector, el statu quo constitucional, que en un tiempo, por serle favorable era su gran objetivo político, hoy se les ha hecho adverso.

Este planteamiento tiene, para la Concertación, el riesgo de aparecer contradiciendo valores que ha venido sosteniendo desde el día mismo de la instauración de la Constitución del 80, hace 25 años. Para evitar ese riesgo, es necesario formular al país una propuesta que de modo claro muestre que las enmiendas constitucionales han sido formuladas a partir de principios y no de cálculos menores. Tal será el propósito de un siguiente artículo.