Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

Informe Valech: texto, contextos y procesos históricos

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Diciembre 2004

Quien en Chile haya acumulado cierta experiencia en el oficio de analista político, sabe que es muy riesgoso aventurar análisis inmediatamente después de haber ocurrido un hecho trascendente, particularmente si con él se pretende identificar y prever las conductas y reacciones de los grupos dirigentes de toda índole y de sus principales actores. Si se aspira a análisis rigurosos, de una validez mínima en el tiempo y con visos de proyección, lo más conveniente es esperar un poco para que decanten las apreciaciones de los actores sobre el hecho relevante y para que éstos terminen de definir sus posiciones.

La conveniencia de la espera no es sólo ni exclusivamente en razón de los tiempos normales que requiere cualquier cuerpo o sujeto dirigente para asimilar un suceso de importancia. Si esa fuera la principal razón, entonces la espera sería muy breve. La dirigencia chilena, en general, luce una admirable capacidad de pronta y locuaz emisión de opiniones.

La conveniencia de la espera, en lo fundamental, se encuentra en otra causa. Gran parte de la elites chilenas y de sus vocerías y, probablemente, gran parte de la sociedad, desde hace bastante tiempo que manifiesta síntomas parecidos a los de una personalidad bipolar, es decir, que oscila frecuentemente entre estados anímicos vitalistas y estados anímicos depresivos.

Lo ocurrido con el Informe de la Comisión Valech ha estado, en lo sustantivo, dentro de esa norma. El clima inicial que se configuró -si bien incluía preocupación y consternación – fue dominantemente positivo, hasta, en líneas gruesas, de satisfacción y orgullo nacional. Con él se ratificaba que entre los países que han sufrido períodos dictatoriales, con sus secuelas en violaciones de DD.HH., Chile es uno de los que ha llegado más lejos en esclarecimientos de verdades históricas y en materia de procesos judiciales y sin que ello perturbe la convivencia democrática ni las relaciones institucionales entre las autoridades civiles y las FF.AA.

Pero, paulatinamente, el clima fue cambiando. Se empezó a cargar de insatisfacciones, relativizaciones, ideologizaciones, reproches, exigencias, exculpaciones, acusaciones, etc. La atmósfera pasó de la positividad a la negatividad y el escepticismo y las expectativas se tornaron confusas y difusas.

El Informe Valech tenía objetivos explícitos que cumplió casi a cabalidad: dejar un testimonio documentado acerca del uso masivo y sistemático de la tortura en un período de nuestra historia; reparación moral a las víctimas hasta entonces ignoradas y describir las conductas de las instituciones ante tales acontecimientos.

Sin estar entre sus fines y sin proponérselo, el Informe Valech está cumpliendo, de facto, otra misión: develar, más allá de la discursividad, cuál es el estado actual y veraz de la cultura valórica que rige en las distintas instituciones, en las culturas políticas, en las esferas de poder extrainstitucionales, en los cuerpos sociales opinantes, etc. Y lo que en ese plano se ha venido develando no es del todo halagüeño, lo que se manifiesta, primero que todo, en una de las relativas frustraciones de la Comisión: su trabajo no ha sido todo lo convocante que pudo ser para abrir procesos reflexivos que sobrepasen lo casuístico y corporativo y coadyuven a reencuentros.

En definitiva, a tres semanas de conocerse el Informe Valech y después de haberse completado el ciclo de la bipolaridad emocional de las elites, es más fácil abordar analíticamente el tema y sus repercusiones en los actores y escenarios nacionales. Más fácil, pero no más grato, porque, como se verá más adelante, la reacción de las elites indica que hubo mucho de ritualidad y poco de visualización.

Dos alcances sobre su origen

1.- La Comisión Valech se constituyó treinta años después del comienzo de la etapa en que se desencadenó la violación masiva de los DD.HH. y casi tres lustros después del retorno de la democracia. Eso quiere decir, entre otras cosas, que hasta hace muy poco operaron – y se impusieron – factores e intereses políticos, sociales, culturales que impidieron acciones como las realizadas por la Comisión.

Es importante recordar y tener en vista ese dato, porque plantea una interrogante obvia: si hasta hace tan poco existían esos factores e intereses, ¿quién o qué nos dice que se extinguieron?

El que surgiera el Informe Valech es una señal de que perdieron gravitación e influencia, pero no que desaparecieron. Puesto en términos más generales: indagar o no sobre prisiones y torturas era hasta ayer un punto conflictivo entre sectores políticos, institucionales y sociales y a un nivel tal que impedía la indagación. Sería un error pensar, en consecuencia, que el Informe Valech terminó con esa conflictividad. Por supuesto que la puso en un estado radicalmente distinto, pero algunas de las esencialidades que la originaban ayer no han cesado hoy.

Siendo esto así, se deducen dos conclusiones. En primer lugar, que en la sociedad chilena perviven sectores, grupos y sujetos que, lisa y llanamente, prefieren no investigar el pasado y que les incomoda el trabajo y el Informe de la Comisión. Y, en segundo lugar y como corolario, que esos mismos sectores, grupos e individuos hicieron una lectura apriorística del Informe, que lo aceptan a regañadientes y que no lo van a validar como antecedente para discusiones mayores.

2.- El nacimiento de la Comisión Valech entraña una suerte de paradoja. Después de su Informe, ninguna institución ni ningún actor político relevante ha negado la existencia de un período de la vida nacional en que la tortura fue una práctica masiva y sistemática, ejecutada por la Fuerzas Armadas y los organismos policiales.

Esa realidad, no obstante, fue negada durante años por esas instituciones y por muchos de los actores que hoy la aceptan. Es cierto que la Comisión hizo un trabajo acucioso, ordenador y confiable de la información. Pero no es menos cierto que mucha de esa información era conocida, tanto por diversos organismos como públicamente, a través de denuncias, testimonios, entrevistas, documentos, etc. que formularon o recogieron personas y entidades.

Es más: precisamente por su masividad, por el volumen de personas involucradas como víctimas, victimarios, testigos, etc., había información y conocimiento masivo y, por lo mismo, a la gran mayoría de la sociedad chilena le asistía la convicción de que ese tipo de hechos efectivamente había ocurrido.

La paradoja radica en que la Comisión, en el fondo, se hizo necesaria porque algunas fracciones sociales e instituciones les negaron veracidad a las víctimas, a la Iglesia, a personalidades defensoras de los DD.HH., a organismos internacionales, etc. Dicho más crudamente, en el origen de la Comisión está la aceptación, de facto, de la duda que impusieron determinadas elites castrenses y civiles acerca de la realidad de la tortura.

Ciertamente esto no quita lo encomiable de la iniciativa, pero tampoco pueden ocultarse esos trasfondos que desnudan situaciones deplorables, dos de las cuales resaltan. Una es el gigantesco poder que concentraron las elites forjadas y organizadas durante la dictadura y que llegó a niveles tales que pudieron acallar por más de un cuarto de siglo una verdad socialmente instalada. Y la segunda es la fragilidad de la sociedad civil chilena, de sus espacios y comunidades: esa verdad social tuvo que “estatizarse” para lograr ser considerada como verdad social.

¿Discusión o corporativización y formalización de los discursos?

Por su naturaleza y por su propio peso el Informe Valech es un documento para la reflexión y discusión, especialmente para las elites dirigentes. Y entendamos por “elites” lo que debe entenderse por tal: todos los sujetos y grupos que ostentan poder e influencia social, sin importar el origen o la fuente de ese poder e influencia (político, político-institucional, económico, intelectual, eclesiástico, comunicacional, corporativo, etc.)

Ahora bien, ¿ha habido discusión entre las elites? La primera definición que da el diccionario de la Real Academia Española de la palabra “discutir” es la que sigue: “Examinar atenta y particularmente una materia entre varias personas”. Apegándose a esa definición y reemplazando “varias personas” por “varias elites”, puede afirmarse que discusión ha habido poca, muy poca.

Curiosamente, el único evento de discusión conocido y cuya magnitud rindió tributo al tema fue el seminario organizado por el Ejército. El mosaico de los expositores y la calidad de las intervenciones dan fe que se trató efectivamente de un evento de discusión entre representantes de un muy variado mundo de dirigentes.

La curiosidad radica tanto en el que hayan sido los militares los convocantes a una magna reflexión sobre DD.HH. como en el que otras instituciones o instancias no hayan realizado algo similar. El republicanismo y la democracia ¿no le asignan, acaso, funciones de esa naturaleza al Parlamento? La reunión que al respecto hizo el Senado, no pasó de ser una reunión ordinaria donde se hicieron discursos, pero no discusiones.

Tampoco se sabe de iniciativas adoptadas por los partidos políticos que concitaran reuniones significativas de discusión y reflexión. Ni siquiera las instancias “civiles”, bastante numerosas, que definen la cuestión de los DD.HH. como la razón de su existencia, han llevado a cabo actividades que respondan a la idea de encuentros, de discusión meditada. Para qué hablar de otras agrupaciones típicas de la sociedad civil como las de empresarios, trabajadores, profesionales, periodistas y medios de comunicación, etc.

Se ha dicho que hay un antes y un después del Informe Valech. Tan radical afirmación no cuadra con la carencia o escasez de reflexión e interlocución. Y menos cuadra con la actitud relativamente generalizada que ya se observa entre las elites: los apuros por cerrar el capítulo.

De entre las muchas cosas que evidenció la Comisión Valech, está la de la pervivencia de otra división que cruza a los cuerpos y elites dirigentes: la conformada, de un lado, por los que fueron víctimas y/o defensores de los DD.HH. y, de otro, los que fueron victimarios y/o inactivos ante la violación de los DD.HH.

Así, las izquierdas ponen en primer plano su condición de víctimas y las derechas y algunas instituciones e instancias persisten en defenderse o exculparse o justificarse. Es decir, ninguno de ambos polos, salvo excepciones dentro de ellos, son capaces de pensar la cuestión de los DD.HH. sin desprenderse de sus propias cargas por actuaciones en el pasado.

En consecuencia, cuando se pronuncian sobre el tópico los unos lo hacen calculado el qué decir sin renunciar a la supuesta superioridad moral y racional que le da la condición de víctima y, los otros lo hacen calculando cómo no concederles a los primeros esa superioridad y cómo evitar o morigerar la crítica social.

Compelidos los debates por ese marco es imposible impedir que los discursos se organicen sobre una matriz corporativa y formal.

Textos y contextos

Una de las expresiones más claras del tratamiento corporativo y formal del asunto se encuentra en la virtual contradicción que se ha establecido entre texto (exposición de hechos) y contexto (circunstancialidad de los hechos). La preferencia y la acentuación discursiva en uno u otro aspecto marcan la división descrita más arriba.

Es obvio que los adherentes al régimen militar buscan refugio defensivo en los contextos, mientras que las izquierdas enarbolan el texto de los hechos en sí y soslayan la cuestión de los contextos.

¿Es esta una diferenciación válida e intelectual y moralmente proba? No, no lo es. No existen los hechos sin contextos ni los contextos sin hechos. Si se trata de reflexión analítica la distinción es un absurdo o un malabar ideologizador de los discursos.

En esta dicotomía hay algo oculto y siniestro en el pensamiento en ambos bandos: en ninguno de los dos existe la plena convicción de que la violación de los derechos humanos es condenable per se, con entera independencia del entorno político-histórico y de las conductas de quien es víctima. Si existiera una convicción sólida y absoluta de ello, ¿por qué las izquierdas tienden a negarse a un debate sobre los contextos? ¿Temen acaso que los contextos les quiten la condición de inocencia absoluta y metafísica a la que apelan?

Las derechas, por su parte, buscan en los contextos mitigar las sanciones que merecen los atentados contra los derechos humanos, tras la idea de que los contextos otorgan grados de inocencia a los victimarios y de culpabilidad a las víctimas.

Pero, entendamos, la culpabilidad y la inocencia no tienen nada que ver con la condena a las violaciones de los derechos humanos.

Cualquiera que fuera el contexto en el que estuvieron inmersas, las prácticas masivas y sistemáticas de tortura son igualmente reprobables. Es cierto que últimamente -mérito de la Comisión Valech – todos los actores han reconocido ese principio, pero ¿con convicción? Hay muchos elementos que permiten dudar de la presencia de esa convicción en más de un sector.

La verdad que en esta dicotomía entre textos y contextos se llega a absurdos. ¿Es necesario insistir y reinsistir que Chile en 1973 vivía una situación excepcional, de altísima conflictividad social y política, de confrontaciones álgidas, de violencia política, de inestabilidad institucional, etc. y que el reordenamiento político, social y económico que impusieron los militares no podía plasmarse sin cuotas de represión, de uso de la fuerza?

Pero si esos son contextos típicos en los que surge la propensión a violar los DD.HH. Cuando se enjuicia a las FFAA y a sus agentes por atentar contra los derechos humanos no se está haciendo un juicio general acerca del uso de su fuerza para implementar los fines políticos trazados – ese es otro tema -; lo que se enjuicia es el uso específico de la fuerza para violar derechos humanos, lo que, de paso, implicó violar – como ha dicho el general Cheyre – la doctrina, el honor y la ética militar.

En términos más gruesos: en contextos excepcionales, anormales es, precisamente, cuando se ponen a prueba los discursos y las convicciones éticas sobre DD.HH. De hecho, la humanidad ha ido creando principios y jurisprudencia al respecto en virtud de las experiencias que han arrojado las guerras, las revoluciones, las persecuciones étnicas, religiosas, ideológicas, etc. Por consiguiente, explicar la violación de DD.HH. por la existencia de situaciones excepcionales es, conceptualmente, una tautología y, prácticamente, un argumento sin sentido.

Contextos y procesos

Lo anterior no implica declarar inútil el esclarecimiento de los contextos. Pero su verdadera utilidad está en un aspecto que tiende a soslayarse, porque obliga a penetrar en el “lado oscuro” de la condición humana y en lo vulnerable que pueden ser las instituciones del Estado ante los embates de ese “lado oscuro”.

El asunto es simple, pero doloroso. Por eso – aunque se piensa en él – se silencia o se aborda elípticamente. Conocer los contextos en que se violaron los derechos humanos importa para no repetirlos, porque de repetirse nada asegura que no vuelvan a violarse los derechos humanos.

En el fondo, las dirigencias y el común de las personas sospechan – y sospechan bien – que determinados contextos tientan al “pecado” y que el pecar es una posibilidad ineludible y eterna. Se piensa, al fin de cuentas, que educar y culturizar sobre el respeto a los DD.HH. no es garantía suficiente, que las tentaciones que producen los contextos, las “condiciones materiales de existencia”, pueden ser más poderosas.

Planteado así el problema es indispensable discutir acerca de los contextos, pero para discutir seriamente de ellos es imprescindible entender que los contextos no son fruto de una generación espontánea, sino resultado de largos procesos políticos, sociales, económicos y culturales que desembocan en un escenario particular.

La crisis generalizada que caracterizó el año 1973 fue resultado de un sinfín de conflictos acumulados y desatendidos por muchos años y no sólo de errores e incapacidades políticas, de sobreideologizaciones, de conspiraciones, de radicalizaciones arbitrarias, etc. Ignorar el vínculo orgánico entre contexto y proceso explica en parte el porqué las izquierdas son reacias al debate sobre el contexto. Si el cuadro del 73 se lee sustrayéndolo del proceso histórico, entonces, efectivamente, las izquierdas aparecen como las máximas responsables de la crisis y sus políticas entrarían en la categoría de demenciales. Pero, si ese mismo cuadro se estudia como parte de un proceso histórico, entonces, las responsabilidades de la crisis se diluyen entre infinidad de actores, factores y causales.

Discutir el texto del Informe Valech en su contexto y discutir el proceso que llevó a tal contexto es una tarea pendiente y que, probablemente, quedará pendiente porque la corporativización de las elites criollas simplemente no se condice con el desprendimiento intelectual que demanda una tarea de esa índole.

El que así ocurra, el que no se aproveche la oportunidad para una discusión de esa naturaleza, es un dato que habla mal de la sensibilidad de las elites para asimilar los fenómenos modernos. Lejos de lo que tiende a pensarse, lo moderno y su desarrollo entrañan procesos que incuban la posibilidad de que emerjan contextos amenazantes para el respeto de los DD.HH. Ninguna duda cabe que la humanidad ha progresado en discursividad y culturización en esta materia. Pero tampoco cabe duda que hay una culturización factual que contradice esa discursividad y que existen movimientos estructurales que promueven cierta recurrencia de crisis.

En efecto, las modernizaciones contemporáneas y su devenir están y estarán fatalmente acompañadas de dinámicas deconstructivas que se transforman en sustrato de descomposiciones sociales, políticas e institucionales, de marginalidades, de rebeliones, etc., que, a la postre, se suman a las incertidumbres y miedos que de por sí engendra la modernidad. Simultáneamente, la vida cotidiana y práctica en la modernidad educa y culturiza con fuerza implacable en la lógica del costo-beneficio y en la apreciación cosificada del ser humano.

Si se conjugan ambos fenómenos, no es difícil imaginar, en la eventualidad de una crisis social y política, el poco valor que le asignaría a los derechos humanos una sociedad atemorizada y propensa a mirarlo todo – incluso al ser humano – con ópticas utilitarias y “cosificadoras”.