Sección: Sociedad Civil: Transformaciones socio-culturales

La continuidad del malestar subyacente y la creación de identidades políticas

Eolo Díaz-Tendero

AVANCES Nº 42
Enero 2002

Desde hace algunos años, el escenario político nacional viene experimentando una serie de ajustes que, considerados en el tiempo y en su conjunto, podrían indicar con cierta certeza que se está produciendo un cambio importante en su estructura. Las orientaciones definitivas de este cambio aún no se dibujan con claridad, pero de lo que sí podemos estar seguros, es de que estos ajustes presentan ventajas y desventajas potenciales y que, por lo tanto, dependerá de la capacidad de los actores involucrados en la vida política nacional de pensar con responsabilidad el estilo de desarrollo institucional futuro, cuáles factores terminarán por imponerse.

El malestar hacia lo público como estrategia política

Muestras de los ajustes que está experimentando el escenario político nacional se han manifestado en distintos momentos de la vida política nacional y se han mostrado con diferenciada intensidad en distintos actores políticos y sociales. En esta ocasión me interesa destacar uno de los elementos del debate que ha surgido en torno a este fenómeno y que constituye, a mi modo de ver, el centro de gravedad de la calidad de la vida democrática en cualquier país.

A partir de 1997, en Chile se inicia un debate que tendió a ser una especie de balance de los años de la transición y por tanto del tinglado institucional que le dio sustento. Uno de los rasgos fundamentales destacados por todas las posturas que participaron en este intercambio de ideas, fue la relativa lejanía que comenzaba a manifestar la ciudadanía con el fenómeno de la política.

Dicha constatación, derivada en un principio de datos electorales (creciente abstención, bajo número de inscritos para votar y un alza de votos nulos y blancos) y que fue puesta en circulación por actores directamente vinculados a la política, tuvo una expresión mucho más estructurada y fundamentada empíricamente en el Informe sobre Desarrollo Humano de 1998 realizado por el PNUD para Chile. En este informe, se señaló la variedad de paradojas que muestra el proceso de modernización en Chile. Resumiendo su espíritu se puede afirmar que la constatación del PNUD fue que si bien nuestra sociedad manifestaba altos índices de crecimiento, bienestar económico y acceso al consumo, la sensación subjetiva predominante en la ciudadanía era de insatisfacción, inseguridad y temor.

La relación que se hizo con el fenómeno de la desafección con la política se centró en la incapacidad del sistema político de hacerse cargo de esta subjetividad y operarla como estrategia política que incidiera sobre un tipo de proyecto político que se hiciera cargo de esta sensación de malestar. Existía una dicotomía entre la clase política y los mundos subjetivos y cotidianos de los chilenos.

Ahora bien, frente a cualquier diagnóstico existen a lo menos dos posibilidades generales. O se asume como fatalidad y se opera en consonancia para administrar del mejor modo posible la situación, o por el contrario, se lo toma como un dato de la realidad sobre el cual es necesario intervenir.

En el caso particular que comentamos, o se asume la distancia hacia la política como un rasgo estructural y cuasi natural del contexto y se utiliza como estrategia política elaborando un discurso descalificador del interés por lo público, o dicho componente de desafección política se asume como un problema que es necesario superar y se estructuran estrategias consistentes con dicho objetivo.

La primera de estas opciones fue la que tomó la derecha. Si bien los principales actores del debate de 1997 fueron concertacionistas, este sector no pasó por alto el diagnóstico que se hizo explícito en ese momento y una parte de ella logró cristalizarlo en un proyecto político, el que comenzará a tener sus primeros frutos importantes en la elección presidencial de 1999 y la articulación del estilo de liderazgo ofrecido por Joaquín Lavín.

Es más, podemos decir que dicha opción ha comenzado a hacerse hegemónica al interior de la clase política nacional. Podemos decir que entre los actores políticos nacionales existe la fuerte tendencia a asumir la primera posición. De hecho, esta estrategia de descrédito de la política ha tenido evoluciones importantes durante los últimos años y podríamos decir que en el 2002, con la consolidación de la UDI como principal actor del escenario político partidista, ella ha tendido a consolidarse y estaría cristalizando en una suerte de ideología del apoliticismo.

Este fenómeno es claramente transversal. Está a la base del cosismo populista que supone la perversidad de lo y los políticos, pero también lo encontramos en los gestores públicos que para legitimar sus decisiones como autoridad política, no dudan en recurrir a la particular legitimidad que entrega la empresa privada.

La inclinación mayoritaria de los actores por la alternativa que podemos llamar “naturalista”, se ve claramente influida por el contexto cultural que marca nuestra época. La posibilidad de posicionarse críticamente frente a un fenómeno pasa por tener la capacidad de imaginar una situación mejor y a partir de ese ejercicio extraer energías y recursos para transformar lo real. Por el contrario, “cuando se cierran los manantiales utópicos se difunde un desierto de trivialidad y perplejidad”.

Una época de mutaciones

Sin embargo, no podemos atribuir el éxito de la estrategia anti-política única y exclusivamente a la voluntad del gremialismo. A la base de este discurso existe una realidad plena de dificultades en el ámbito de lo político. Sin duda que la primera afirmación, y tal vez la más radical, es que hoy la política no está cumpliendo cabalmente su rol. Es decir, no está siendo el mecanismo principal de generación de legitimidad del orden social al no facilitar que la opinión de todos los involucrados sea considerada al momento de tomar decisiones que los incumben. La representatividad de la política está puesta en crisis.

Cabe preguntarse entonces por qué hoy experimentamos esta distancia entre política y ciudadanía. Para ello debemos observar detenidamente nuestro contexto y preguntamos ¿Cuáles son los principios que guiaron la construcción del actual orden político? ¿Cuáles son los componentes de nuestro propio sistema que permiten, que han permitido el desarrollo de este fenómeno?

Una sociedad que funciona bien es porque ha sabido lograr un sano y lógico equilibrio entre gobernabilidad (hacer que las instituciones funcionen bien y cumplan sus objetivos) y representatividad (hacer que el modo en que se gobierna sea integrador y respete la subjetividad de los actores involucrados). En nuestro país hemos sido capaces de construir una gobernabilidad a toda prueba, nuestra economía que se destaca a nivel mundial por sus equilibrios y sanidad, el parlamento ha tenido continuidad en sus funciones, nuestro sistema de pensiones ha posibilitado la disponibilidad de millones de dólares para la dinamización de nuestra economía. En esta enumeración el factor de estabilidad de nuestra democracia y la ausencia de posibles regresiones autoritarias o quiebres institucionales, es tal vez el mayor logro de esta tendencia a asegurar la gobernabilidad que ha marcado la última década.

Sin embargo, a cada una de estas ventajas hay que pasarlas por el cedazo de la representatividad y preguntarse si están cumpliendo con su función primordial y que les da sentido: acoger la subjetividad de los ciudadanos y solucionar sus problemas. ¿Nuestra economía permite que el esfuerzo entregado en el trabajo le asegure al ciudadano satisfacer sus necesidades? ¿Nuestro parlamento es suficientemente permeable a los intereses de la ciudadanía al definir su agenda de trabajo? ¿Nuestro sistema de pensiones asegura un buen pasar a los jubilados?

Sin entrar al tema de deficiencia de legitimidad que está al origen de las reformas que constituyeron nuestro actual sistema social, cabe preguntarse ¿cuáles son los mecanismos útiles para movilizar energía frente a estos problemas? Sin duda que el interés por lo público y la capacidad de defender derechos está a la base de los procesos que podrían ayudar. La pregunta es por qué algunos sectores contribuyen a alejar la política de este sentido de utilidad.

La decisión dependerá según cuáles sean los principios que estén operando en la visión de sociedad justa de cada actor: aquellos que entiendan que la actual estructura de poder (mecanismos para definir el curso general de la sociedad) es la correcta, optarán por mantener la herramienta de la política alejada de la ciudadanía y sólo operada por los poderes fácticos, y quienes entiendan que es necesario reestructurar el modo en que los beneficios del progreso se distribuyen, optarán por tratar de revincular las herramientas del poder a los ciudadanos comunes y corrientes.

La respuesta conservadora

La solución planteada más nítidamente hasta ahora es la negación y demonización del interés por lo público y por la política. Pero ¿qué significaría la vida social sin política? ¿qué sucede cuando una sociedad se estructura sin la política? Asumiendo esta hipótesis, y si dejamos la solución de los conflictos de interés nacional a los actores directamente involucrados, lo que sucederá es que se impondrán los intereses de aquellos que tengan mayores recursos económicos y de poder para ello.

En este sentido, la estrategia desplegada por la UDI plantea que la solución de los conflictos y de las necesidades de la gente no debe tener referencialidad general, sino que deberán ser resueltas entre particulares y caso a caso. A esto quedará reducida la política en una visión conservadora, puesto que de este modo se reproducirán las actuales dinámicas de poder.

La democracia y el rol que en ella juega la política es la que nos permite generar las condiciones en que todos los actores son iguales y por tanto en la resolución de los conflictos no primará la acumulación privada de recursos, sino que se impone la necesidad de resolver las disputas basándose en la racionalidad de las propuestas que cada actor tiene derecho a proponer a la comunidad de ciudadanos.

La visión progresista

Para quien tiene interés por la democracia aparece imposible reproducir un discurso que denigre el interés por la política. El carácter progresista de una posición democrática, se jugará entonces en que junto con asumir el diagnóstico crítico de esta actividad, será capaz de proponer un nuevo estilo acción política que se haga responsable de la voluntad de transformación de la realidad.

Difundir o hacerse parte (consciente o inconscientemente) de un discurso anti-política nos puede llevar por un camino que conduce a la crisis de las instituciones. La ausencia de política es el factor primordial que ha primado en la serie de crisis vividas en el último tiempo por las democracias latinoamericanas. Baste con recordar la imposibilidad de resolver problemas que ha encontrado la Argentina y en qué terminó el discurso populista y cosista de Fujimori en Perú.

Por tanto, si el diagnóstico es que existe una dicotomía entre política y ciudadanía, se hace necesario detectar cuál puede ser el Nuevo rol de la política y de las exigencias que ello impone para el conjunto de la sociedad.

Sin pretender agotar el tema, sino más bien mostrar los principios en torno a los cuales ordenar una búsqueda, podemos decir que el primer desafío a cubrir es la creación de sensores lo suficientemente potentes que permitan recodificar la vivencia que el ciudadano común tiene de los problemas que lo afectan. El objetivo es tener un diagnóstico real de cómo cada sujeto vive su relación con la autoridad o las empresas que le cobran por sus servicios básicos. No es posible seguir haciendo política sólo desde el aparato estatal o administrativo y elaborar soluciones y políticas sólo basándose en la racionalidad burocrática. La sociedad civil posee una serie de recursos que son fundamentales para reconstruir la representatividad perdida.

Asociado al fenómeno anterior, se hace necesario como segundo desafío la instalación de umbrales protectores de la ciudadanía frente a los poderes que pudiesen perjudicarlo. Es necesario construir una red de protección que permita a la ciudadanía ejercer sus derechos con un piso de tranquilidad básica. Estos umbrales no deben ser implementados sólo desde los organismos de gobierno (ello reproduciría la situación actual), ellos deben responder a las capacidades que la propia sociedad civil pueda poner en acción frente a las racionalidades que buscan la reproducción de un orden sutil pero marcadamente autoritario y el beneficio económico exclusivo.

Como puede observarse, los desafíos para una acción progresista se encuentran en una sabia auto limitación del poder que se ostenta y una apuesta radical por las riquezas que ofrece la subjetividad de la sociedad civil. Para el caso de la Concertación, ello significa romper con la esclerosis de poder que la afecta y que durante el último tiempo no le han permitido renovar sus recursos de representación.

Claro está que si la Concertación quiere imponer una solución responsable en el largo plazo a su crisis, no debería plegarse a una opción puramente mediática y que se haga eco del discurso que deslegitima la política.