Sección: Gobierno Bachelet: Gestación y desarrollo

Las candidaturas Bachelet, Piñera y Lavín y la modernidad

Antonio Cortés Terzi

www.asuntospublicos.org
Septiembre 2005

Predomina en Chile – y en otras latitudes -, una tendencia a considerar la modernidad y lo moderno de manera unívoca y unidimensional. Es decir, tiende a considerárseles como procesos y fenómenos lineales, homogéneos, inconflictuados en sí mismos y sólo conflictuados con externalidades, especialmente, con aquellas que provendrían de lo que se define como “premoderno”.

No es difícil pesquisar los primeros orígenes de esta tendencia. Los momentos de mayor uso y difusión del término modernidad –por cierto, en los tiempos contemporáneos- coinciden con un período de ofensiva de las políticas neoliberales que acuñaron el concepto para describir los impulsos “purificadores” de las economías de mercado (o “capitalismo”, en términos “premodernos”) consistentes, en lo sustantivo, en la aplicación de políticas privatizadoras y librecambistas, de ampliación del comercio exterior, de mayor integración de la producción y el consumo bajo parámetros globalizadores, etc. Todo lo cual estaba posibilitado y cobijado por una formidable expansión de nuevos conocimientos y tecnologías, cuyo empleo se tradujo, entre otras cosas, en un vertiginoso y sucesivo cambio en las prácticas productivas, de comercio y de consumo.

Óptica economicista

Así, “por el peso de la noche”, la modernidad fue quedando reducida a una visión economicista y asociada a un progreso técnico extremadamente tangible para las personas pues se expresaba cotidianamente a través del acceso relativamente fácil a nuevos y mejores bienes y servicios.

Bien se puede decir que la unilateralidad, el sesgamiento, la homogeneidad asignada a la modernidad se debe, en un elevado porcentaje, a que se le constriñó a aspectos claramente cuantificables y, por ende, su valoración y medición pasó a ser un asunto de contabilidad de cosas u objetos.

Pero a esta primera fuente de unilateralidad de la noción de la modernidad hay que agregar otra que se vincula más directamente a aspectos político-culturales.

La hegemonía político-cultural y el “prestigio social” que adquirió la idea de modernidad y de moderno obligaron que todas o casi todas las culturas políticas tuvieran que pugnar por atribuirse su representación o, al menos, para evitar ser motejadas de premodernas. Y no sólo entraron a esa pugna las culturas políticas, sino que también lo hicieron los grandes grupos de intereses (económicos, mediáticos, etc.)

El problema que se les planteó a los competidores fue que la categoría modernidad y el discurso sobre la modernidad ya tenían una impronta, un sello socialmente asimilado. La visión economicista y cuantitativa gozaba de hegemonía. Pero no sólo tenía impronta y sello, sino también propietarios, a saber, las derechas neoliberales.

En consecuencia, para ser moderno de manera distinta o i) se erigía un discurso holístico sobre la modernidad que superara las limitaciones economicistas y cuantitativas del discurso neoliberal o ii) semi se soslayaba la concepción hegemónica y se enfatizaba en un eje diferente, definiéndolo y defendiéndolo como la verdadera esencia de lo moderno.

Ausencia de una concepción “integradora”

No es difícil adivinar lo que pasó. Hasta hoy ninguna cultura del universo progresista ha edificado una concepción integral, “totalizadora” de lo moderno, intelectualmente convincente y competitiva dentro del “sentido común”. Lo que han hecho es i) desarrollar un discurso puntualmente crítico de aspectos de la noción neoliberal de lo moderno, pero sin enfrentarlo en su globalidad, y ii) agregar tópicos no-económicos que constituirían la matriz de su concepto de modernidad.

Así, hoy tenemos una oferta bastante variada de lo que se entiende por esencia de la modernidad: el factótum de la modernidad puede encontrarse en el crecimiento económico en base al más absoluto libremercadismo; en la ampliación maximalista de las libertades individuales; en la democratización radical y plebiscitaria del sistema político; en la subsumisión de la economía al cuidado del medio ambiente; en el Estado garante de todas las necesidades sociales, etc.

En definitiva, en la conceptualización de la modernidad tenemos, ante que todo, una carencia de una visión integral y, luego, una inclinación a definiciones fraccionadas e ideologizantes. Ambas situaciones conspiran para que, al final de cuentas, en el campo de lo cultural masivo siga predominando la noción neoliberal de modernidad.

Si se considera ese predominio economicista, la falta de miradas holísticas y las nociones dispersas e ideologizadas sobre la modernidad, se hace tanto más evidente el sentido unívoco y sesgado que se le da en Chile a los fenómenos modernos.

Las candidaturas y sus modernidades

Al analizar las candidaturas desde la perspectiva de evaluar sus contenidos modernos, se tiene en cuenta lo que se deduce de lo escrito anteriormente: lo moderno es en sí conflictivo, ergo, rasgos completamente distintos o hasta contradictorios pueden integrar con igual autoridad la condición de moderno.

Las tres principales candidaturas que hoy bregan por la Presidencia de la República tienen en común una característica muy propia de las concepciones acríticas de la modernidad o, si se quiere, de las concepciones de matrices neoliberales que, en rigor, también son en buena parte compartidas por las matrices de los pensamientos liberales neoprogresistas.

Dicho apretadamente – casi herméticamente – esa característica tiene que ver con el abandono de cosmovisiones de sociedad que resulten de diagnósticos crítico-racionales que devengan, a su vez, en sustento de proyectos históricos sinérgicos y orientadores del quehacer político y social a largo plazo.

Puesto de otra manera, las tres candidaturas ofrecen más modernidad, pero sin previa revisión reflexiva de hacia dónde conduce esa mayor modernidad y, menos aún, con propuestas acerca de los contenidos sustantivos que tendría una sociedad con más modernidad.

Esa ausencia de reflexión crítica y de explicitación del “modelo de sociedad” buscado, es congruente con la concepción hegemónica de modernidad. En tal concepción o ideología, la modernidad es, de facto, una suerte de neo-utopía. Se entiende que en sí y de por sí la modernidad trae bienestar y felicidad a las sociedades.

En términos político-prácticos esas visiones se expresan en los discursos, programas y medidas anunciadas por las candidaturas. En lo que a miradas críticas se refiere, por ejemplo, lo que se observa es que las críticas apuntan a problemas suscitados en áreas o sectores “premodernos” o rezagados en cuanto a modernidad o requeridos de más modernizaciones. Pero, en lo que se refiere a la sociedad como tal y en todas sus dimensiones no se encuentran pensamientos de mediana calidad reflexiva.

Si alguien quisiera hacerse una idea de manera integral y unitaria del estado en que se encuentra la sociedad chilena y recurriera para ello a los documentos discursivos y programáticos de las candidaturas, se hallaría con que allí Chile existe como collage, no como sociedad, como un collage de problemas o dificultades ilegibles en su concatenación y universalidad.

Ahora bien, la desagregación de los fenómenos, su identificación con lógicas pseudoconcretas (o sea, superficiales) y, sobre todo, el abandono de lo holísticamente humanístico en el tratamiento de los mismos, son datos de la ideología moderna y hegemónica que asume la modernidad acrítica.

Las candidaturas de marras, bemoles más bemoles menos, están factualmente inscritas en esas corrientes.

Probablemente, Michelle Bachelet escape un poco al arquetipo de esa cualidad de lo moderno. Pero, curiosa o paradójicamente, no escapa a ello por una clara y autoconsciente representación de “otra” modernidad, sino porque en la percepción pública, merced a su biografía política, se la asocia a resabios atmosféricos premodernos.

Sebastián Piñera: la factualidad moderna

La candidatura de Sebastián Piñera recoge un componente moderno, altamente novedoso para Chile. Virtualmente ha legitimado lo que hasta hace poco era impensable: la aceptación abierta de la relación entre política, poder y dinero. Relación en la que el factor dinero es determinante de procesos y definiciones políticas.

Por cierto que esa relación ha existido siempre y hasta de manera grosera en períodos de la historia nacional. Pero era una de las tantas realidades políticas que, por su ilegitimidad social, debía realizarse subterráneamente. Además, en su existencia tradicional tenía grandes y notorias diferencias. Por norma general, se daba entre entes separados y colectivos y, por lo mismo, la relación era menos imbricada y cada parte de la trilogía mantenía grados de autonomía.

El rasgo moderno introducido por Sebastián Piñera consiste en que política, dinero y poder se concentran en una persona, casi sin ocultamientos, salvo los que derivan de subterfugios comunicacionales. Sin duda que ese es un rasgo sumamente polémico, pero eso no le quita el hecho de ser intrínsecamente moderno. ¿Por qué?

En primer lugar, porque responde a la tendencia hacia la facticidad del poder que entrañan los procesos de toma de decisiones políticas en sociedades modernas, especialmente en aquellas que, como en Chile, todavía no se han producido las adecuaciones institucionales y político-formales suficientes para enfrentar tal fenómeno y problema.

En segundo lugar, porque expresa los altos grados de personalización y elitización del poder que se desarrolla en la modernidad merced a la influencia de lo factual, pero merced también a la relativa desvalorización de la asociatividad en política y, sobre todo, a la pérdida de representatividad y funcionalidad de los partidos políticos.

Y en tercer lugar, porque es síntoma de modernidad socio-cultural el hecho que su condición de empresario acaudalado no despierte rechazos sociales prejuiciosos, al menos a un nivel comparable al que hubiera despertado pocos años atrás.

En suma, la legitimidad política y social lograda por la candidatura de Sebastián Piñera recoge y representa fenómenos de la modernidad, particularmente aquellos que dicen relación con cierta aceptación social del poder del dinero, con reconocimientos sobre el status de dirigente político que puede alcanzar un empresario y con un fuerte debilitamiento de las reticencias sociales y políticas que tradicionalmente generaban los liderazgos personalistas.

Joaquín Lavín: la modernidad confusa y confundida

La candidatura de Joaquín Lavín sin duda que también comprende o representa modernidades socio-culturales y políticas. Sin embargo, lo peculiar, en este caso, es que ha terminado recogiendo varios de los aspectos más confusos de la modernidad y los que inducen más rápidamente a contradicciones.

La UDI y el lavinismo son las vertientes político-culturales que identificaron la modernidad de la forma más “ortodoxamente” unidimensional, precisamente, porque se vieron a sí mismas como precursoras y herederas del concepto de modernidad acríticamente hegemónico de la década de los ochenta.

Su “ortodoxia” unilateral de la modernidad condujo a la UDI a concebir la derecha moderna como una neoderecha que debía conciliar neoliberalismo, en el sentido de postular sin ambages la tipificación capitalista de la sociedad chilena y, a la par, neoconservadora, en el sentido de ser también el partido del orden cultural-valórico y conductual.

Es obvio que el neoliberalismo económico es parte de lo moderno. Que lo sea el neoconservadurismo cultural-valórico parece más debatible, pero en realidad también lo es si se subraya el prefijo “neo”. El neoconservadurismo de derecha tiene racionalidad política en la medida de que sus ideas sustantivas están pensadas desde necesidades instrumentales y funcionales y no desde la tradición conservadora o desde miradas teológicas. Las evocaciones a la tradición y a la religiosidad son o pueden ser recursos discursivos de las neoderechas modernas, pero el origen de sus pensamientos es básicamente secular.

En efecto, el neoconservadurismo, allí donde ha tenido cierto éxito y arraigo, se basa en la oferta de respuestas cultural-valóricas a problemas que resultan del desarrollo de la modernidad y que tienen efectos deconstructivos sobre esferas y conductas sociales. Dicho más derechamente: el neoconservadurismo, en verdad moderno, se preocupa de “los valores y las buenas costumbres” cuando éstas amenazan con presiones sobre la seguridad ciudadana y sobre el presupuesto nacional. Si se mira lo que ocurre en los países más avanzados se verá que, en el fondo, el neoconservadurismo encuentra sustentos sociales y políticos cuando reacciona por la carestía fiscal que acarrean algunas liberalizaciones culturales-valóricas y conductuales.

Neoliberal, pero conservadora

No lo entendió así la UDI y, por lo mismo, ha vivido en un eterno conflicto tras su afán de ser neoderecha. Ha jugado bien ese papel al adscribir al neoliberalismo económico, pero no ha sabido ser neoconservadora por incapacidad para superar el conservadurismo tradicional y teológico.

También es responsabilidad de su visión unívoca de la modernidad otra contradicción que entraña la UDI. Se sabe que las personas en las sociedades modernas sienten la afectación que causa la incertidumbre característica del devenir moderno. Se sabe también que la cultura moderna promueve individualidad, búsqueda de soluciones personales, desconfianza relativa de las instituciones, etc. La UDI no ha sabido leer correctamente estos dos síntomas. Los ha leído unilateralmente privilegiando los datos que indican una tendencia a la mayor individualización. Es decir, privilegió percepciones y anhelos discursivos de los sujetos por sobre las aprensiones objetivas y colectivas que provocan las incertidumbres. Otra vez una lectura unilateral de la modernidad.

La incertidumbre es uno de los grandes problemas sociales de la modernidad y, probablemente, uno de los que más irradia hacia la generación o agravamiento de otros problemas sectoriales (salud, educación, trabajo, etc.) La UDI, no obstante, no lo concibe como problema social en sí. Lo concibe como problema individual y como intrínseco al desenvolvimiento de la individualidad. Sus propuestas, en consecuencia, son de mercado. Convoca a que cada sujeto busque certezas o menores índices de incertidumbres en el mercado. Sin embargo, la fuente principal de creación de incertidumbres – amén de otros fenómenos – es el despliegue pantagruélico que ha tenido el mercado, al punto que sus relaciones y expresiones aparecen ante el ciudadano común como el verdadero nuevo Leviatán.

Por otra parte, la individualización robinsoncrusoniana del libremercadismo es, a todas luces, causa de desamparo y de incertidumbre. La individualización socialmente anómica reproduce incertidumbre.

La discursividad UDI acerca de más mercado y de más individualización en las relaciones sociales, cae en la categoría de discurso moderno. Pero del tipo de discurso moderno criticado aquí por su sesgamiento e ideologización.

Lo que el pensamiento de la UDI y, en general, de las derechas no comprende es que muchos de los conflictos y dramas de la modernidad, como la incertidumbre colectiva, sólo pueden encontrar soluciones satisfactorias en la asociatividad. En nuevas formas de asociatividad, sin duda, pues deben dar cuenta y adecuarse a las realidades mercantiles modernas y a los mayores espacios para el desarrollo de las subjetividades. Pero cualquiera sean las nuevas formas que adquiera la asociatividad moderna, para el sujeto social el Estado seguirá siendo su paradigma.

En definitiva, en estas cuestiones esenciales la modernidad de la UDI quedó a medio camino o se aguó, como la candidatura de Lavín, por tres razones:

- porque no asumió el lado deconstructivo (incertidumbre social) de las modernizaciones mercantilizadoras e individualizadoras;

- porque sus propuestas enfatizan, precisamente, en esas dos tendencias deconstructivas sin ofertas de contratendencias asociativas y constructivas de protección, y

- porque parece incapaz de entender el papel “asociador” del Estado en la modernidad y continúa levantando una discursividad que arenga contra el extinguido “Estado- estatista” y vindicando un Estado virtualmente apolítico, débil para recrear certidumbres y confianzas.

Michelle Bachelet: la modernidad “inconsciente”

La modernidad de la candidatura de Michelle Bachelet se asienta en tres grandes fenómenos modernos que son relativamente fáciles de identificar. Primero, en el considerable acortamiento de los tiempos requeridos en el presente para la conformación de nuevos liderazgos de rango nacional. Acortamiento que obviamente se debe a los avances en los sistemas comunicacionales masivos. Segundo, a la acumulación de cambios socio-culturales modernos, especialmente en el ámbito de la mujer y de la juventud y que han permeado a la sociedad en su conjunto. Y tercero, a una sensibilidad moderna hacia el cambio que se aleja de los parámetros tradicionales y que introduce variables nuevas sobre el sentido y la figura del cambio.

Pero hay otros dos componentes modernos, menos tangibles y que se insinúan inconscientes en la propia candidatura.

Se es de la opinión aquí que una de las ideas-fuerzas más influyentes en la percepción pública favorable a Michelle Bachelet y que más identifica su “proyecto”, dice relación con la forma específica y gráfica que reviste la oferta de cambio. En lo programático no hay ningún tema que llame la atención del público por su novedad, radicalidad o innovación. Lo que sí reúne esas características son los anuncios sobre los cambios en la dirigencia gubernamental. Medida que si bien se ha ido explicitando y repitiendo en los últimos meses estaba implícita desde su precandidatura y transmitida por ella misma como ejemplo y voluntad de ese tipo de cambio.

Michelle Bachelet ha anticipado que mujeres y jóvenes serán hegemónicos en la composición de los cuerpos gubernamentales. Varias señales se dan con tal anticipo. De un lado, que se aspira a la renovación de cuerpos y espíritus en la dirigencia nacional. De otro, que tal renovación, como imagen, no es estricta ni necesariamente una renovación de “políticos” –que es lo que ofrecen las candidaturas de derecha-, puesto que lo que se resalta son cambios de género y de generación. Y, por último, que tal medida puede ser aceptada con confianza en su cumplimiento, puesto que es congruente con el cambio que representa la propia candidata.

Este hecho tiene aspectos modernos más que ostensibles. Está inmerso, por ejemplo, en el tan moderno criticismo que aqueja a la política. Se inscribe también en una tendencia moderna y modal de sublimar la condición de joven y de mujer. Pero lo más interesante en cuanto a reflejar síntomas modernos, se encuentra, primero, en la visualidad e inmediatez del cambio ofrecido: Se concretaría el mismísimo 12 de marzo de 2006 y “en vivo y en directo”. Y, luego, se encuentra en que, precisamente por su visualidad y rapidez, coincide con un componente psico-social que según Armando Roa predomina en la post modernidad, a saber, la ansiedad: “El sentimiento que ahora surgirá en el horizonte, y que adquirirá cada vez más predominio, será la ansiedad”.(1)

Y un último dato que importa destacar aquí acerca de la modernidad “inconsciente” en la candidatura de Michelle Bachelet hace referencia a una situación paradojal. Las actitudes que más le critican sus contendientes tienen una extraordinaria correspondencia con realidades culturales modernas. En efecto, se ha ironizado, majaderamente, con que Michelle Bachelet alude mucho a “formar comisiones” para resolver problemas y que recurre en exceso a la idea de “evaluar” antes de omitir juicios.

Sin embargo, que tales actitudes son congruentes con apreciaciones del ciudadano moderno se corrobora en la siguiente pregunta hecha en el Informe de Desarrollo Humano en Chile del PNUD 2004: “Si una autoridad tiene que tomar una decisión importante, ¿estaría de acuerdo en que les consultara a todas las personas afectadas, aunque la decisión se tomara de manera más lenta?” El 79,2% de los encuestados se declara de acuerdo. Es decir, para la inmensa mayoría de las personas el gobierno moderno debe ser consultor (comisiones) y, por lo mismo, reflexivo en el proceso de toma de decisiones.

En suma, la candidatura de Michelle Bachelet expresa dos grandes aspiraciones de la cultura ciudadana moderna: una es la tangibilidad e inmediatez del cambio y la otra es la de contar con una mecánica de gobierno más amable e integradora. Ahí están las claves modernas y modernizadoras de su candidatura. Se podría decir, incluso, que ellas conforman la esencia de su proyecto. Sin embargo, ese proyecto factual, percibido o barruntado por la ciudadanía que la respalda, no ha sido traducido a discurso ni a eje ordenador de la candidatura. De ahí que se trate de una modernidad “inconsciente”.

NOTA:

(1) Modernidad y Posmodernidad