Sección: Política y modernidad: Cambios, instituciones y actores

No desearás la postulación de tu prójima

Marco Aurelio Rodríguez

www.centroavance.cl
Octubre 2004

El cuestionamiento no tiene nada de insidioso (ni en la forma ni en el contenido). ¿Es posible que una mujer dirija los destinos de un país? Va más bien – aquí – el juego del “know how”, del gesto, del cliché, e incluso podríamos ser más temerarios: ¿Es posible que una mujer sea Presidenta? Y, más honestamente: ¿Lo genérico incide en lo político?

Estamos relacionando gestión y palabra: gesto social presumido del gesto personal. A veces se confunde esto exclusivamente con poder, por ejemplo cuando las feministas norteamericanas dijeron que los modos lingüísticos femeninos ofrecían una imagen suave, “equivalente a la falta de mando”, por lo que había que copiar al hombre, seguir sus esquemas masculinos. El ejemplo más risible es “la dama de hierro”. Así, se critica que Ana Botella – esposa de José María Aznar -, siguiendo seguramente a sus asesores, muestre un discurso político cercano al de su marido, y se exprese de una manera “controlada y estudiada”.

El punto entonces es el lenguaje. Como refiere un documento de Amesty International (en el marco del Día Internacional de la Mujer, unos años atrás), en una palabra hay una historia, un descubrimiento, una transformación, también una identidad, un combate, una victoria o una derrota; una palabra puede expresar el ingenio de una persona política, la creatividad de un artista, el grito de alarma de un activista; hay palabras que incitan a la violencia, otras a la paz; hay palabras que expresan el poder de excluir, otras, la voluntad de incluir.

Agnes Callamard, una investigadora de Amesty en Londres, estudia en el documento “El sexismo a flor de palabras” (disponible en Internet), un fenómeno que, aún actualmente, muestra “un contrasentido gramatical”. Los gestores de los derechos civiles, políticos, económicos y culturales de la revolución de 1789, se negaron a otorgar a las mujeres los mismos privilegios que a los hombres. Problema – dice la autora – que llega a nuestros días por medio de la “nobleza” del género masculino, así como de la universalidad formal del término “hombre”, soslayando los supuestos pactos de igualdad entre hombres y mujeres.

El tema había sido discutido en la Asamblea Nacional pero, al ser considerada la mujer “desprovista de razón”, apenas se salvaguardó la legalidad de una minoría de ellas. Aun obviando que hasta en la toma de la Bastilla su participación fue activa (“La Libertad guiando al Pueblo” es mujer de carne y hueso, nos dirá Delacroix en 1831). Es por eso que una mujer, Olympe de Gouges, en 1791, redacta la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, al modo de una revisión de los Derechos del Hombre. La gestora de esta idea fue guillotinada dos años más tarde.

Recién en 1944 las francesas conseguían derecho a voto y a ser candidatas electivas en el plano político. Los demás países, poco a poco irán regularizando esta contrariedad, en aras de un circuito cultural que disciplinará lo genérico y también lo humano. A partir de la Revolución Francesa, podemos reconocer el fluir de la Cultura Occidental: teorizar (negociar, transar) los sentidos espirituales y fraternos del ser humano dentro de un margen programado; el negocio consiste en una reorientación de la realidad hacia una realidad mayor, racional y entendible, “enciclopédica”, que – pese a los postmodernismos – nos va a tocar definitivamente. De este modo, en el ámbito de los guiños establecidos, se habla de un “estado de derecho” equivocando a una democracia que bien sabemos se ha vuelto más agotada y menos participativa, de “derechos humanos” (en vez de “del hombre”) para forzar los deberes y justificar los fracasos (errare humanum est), y, asimismo, de “naciones unidas”, invocación que desboca la fisura cultural a favor del más fuerte. Claro: también los conceptos institucionalizados nos sirven para convivir sanamente, para vivir en acuerdo, diríamos mejor: aquí va la herencia de los Tiempos Modernos.

Antes, durante la edad media, la forma masculina no se consideraba contenedora de la dualidad genérica del lenguaje. Los pregoneros declamaban para todos y todas (tuit et toutes), en el siglo XIII se podía decir alcaldesa (mairesse) o comandanta (commandante en chef) e inventora (inventeuse); era la época en que el señor reinaba su feudo y la señora podía hacer del hombre también un vasallo de su complacencia cortés. Pero el desnivel surge cuando las economías se vuelven más precisas y se entra en el monopolio del poderío de estado, cuando nacen los países (y los bancos), hacia fines de la edad media, y – sobre todo – cuando el hombre se lanza a la aventura de descubrir nuevas tierras, incluidas las suyas, las de su razón (no confundir con sabiduría), y deja a la mujer en el hogar.

El lenguaje se vuelve camino simbólico (Bordieu analiza su “poder simbólico”), al modo de los viajes dialécticos que propugnara Platón (otra herencia ineludible, no menos que la lógica aristotélica), donde la “opinión fugaz” de la mujer no representaba la verdad. Fingimiento, indiscreción e infamia. Doxa llamaba el filósofo a este lenguaje.

Desde que la mujer entra al ámbito de la igualdad en el plano de la educación, de la cultura en general, pero también – en el nivel afectivo – desde que se la considera como sujeto y no como objeto (en esa fecha que aún está llegando), la mujer ya puede ser considerada honesta, ya se le escucha su discurso, ya ha retomado el poder y la gracia.

Fortaleza que mostraba milenios ha, en la Prehistoria, donde eran las mujeres sedentarias las que cultivaban la tierra con sus hijos; fuente de la vida, afrodita, pues se tenía la idea de que en la fecundación de un nuevo ser no intervenía el macho; con poder social (regía cada cual su tribu), político y religioso; hasta que el hombre, en su afán de caza y aventura, descubre la propiedad y delira en las civilizaciones que iniciarán la Historia y el origen de la cultura humana.

La mujer es naturaleza y el hombre es cultura, se dice. Cuando la mujer ha querido violentar la teorización cultural del varón, ha sido tachada de “bruja”. El lenguaje propio de lo femenino entonces se vuelve subversivo, misterioso, secreto; referirse por ejemplo (ella o él) a una parte pudenda femenil, es invocar algo inconfesable, provoca un rompimiento, descoloca, como los garabatos impudorosos que gritan la genitalidad hembra.

El hombre necesita nombrar (que es una forma de, buena o malamente, apropiarse del mundo) mientras que la mujer necesita ser nombrada (señalada, apreciada, atendida) o, al decir de la lingüista francesa Helen Cixous, debe provocar “formas en movimiento” al “escribir con su cuerpo”. El hombre se detiene en las cosas, en los objetos; la mujer, en las relaciones. No podemos soslayar que el idioma cumple un papel fundamental en la formación de la identidad social de los individuos pero también, y fundamentalmente, en la conformación y proyección de nuestra identidad personal y sexual.

El know how es un recurso de comunicación que ostenta guiños misteriosos que escenifican un paradigma de poder, alude a un conocimiento específico que significa un gran secreto participado en estos guiños precisamente, como cuando -en el ámbito político – alguna candidata dice que ella “se pondrá al servicio de su comuna con todo su intelecto (y se lleva aparatosamente su mano completa a la sien) y con todo su corazón (y pone fin a su teatro atrapando el centro de su pecho)” y repite esto en sus apariciones. Este tropos comunicacional sintetiza todo un sustrato político que llega como una propaganda efectiva pero también como una verdad funcional que logra su impacto. Las campañas se ganan con gestos; hay detalles kinésicos que grafican una ideológica de una manera – en nuestro ejemplo – más bien femenina, a su vez didáctica y relacionante, con poder y gracia.

Quien hace mejor gala de la máscara es quien gana.