Sección: Pensamiento político: Debates contemporáneos

¿Qué Significa Ser Liberal?

Genaro Arriagada

www.asuntospublicos.org
Abril 2001

Se dice que un escritor es un clásico cuando todos lo citan y nadie lo lee. Similar parece ser la suerte que está corriendo el liberalismo. Ha muerto el marxismo, las doctrinas de seguridad nacional, el comunismo y el anticomunismo, la socialdemocracia padece una profunda crisis y las formas de pensamiento conservadores están en franca retirada. De las grandes ideologías de los últimos 200 años, el liberalismo, parece ser la única que todavía goza de buena salud… pero al precio de ser objeto de las peores manipulaciones y banalidades.

En Chile, los grupos conservadores lo reivindican en la economía, lo execran en los así llamados temas culturales y valóricos y lo desconfían en la política. En sectores de la Concertación, un liberal es alguien que capituló ante la derecha y su poder económico. Para ciertos medios de comunicación – en lo que es un caso extremo de banalización del debate – la prueba del liberalismo es ser o no partidario de las privatizaciones con lo cual debiéramos concluir que bajo el régimen militar Sergio De Castro estuvo más cerca del liberalismo que Jaime Castillo. Para un catolicismo conservador, liberales son los partidarios del divorcio y el aborto. Para no pocos socialcristianos, liberalismo es sinónimo de capitalismo.

Pero ¿qué realmente significa el liberalismo?

Como toda ideología de gran influencia, el liberalismo es un movimiento fuerte y contradictorio que ha nutrido muy variadas corrientes políticas a lo largo de los tres últimos siglos y que continúa vigente hasta hoy, aunque requerido para distintos programas y fines:

a) El liberalismo como progresismo: En el mundo anglosajón, el liberalismo tiene una connotación de progresismo. Ser un liberal es ser una persona tolerante, un espíritu abierto a los cambios y a las nuevas influencias. Además, el liberalismo es la preocupación por la justicia distributiva, la filosofía que legitima la lucha contra los monopolios. Como dice Katznelson, “el liberalismo (en Estados Unidos) devino en el término que damos a la posición política que favorece un gobierno activo en la búsqueda de la reducción de la desigualdad”.

b) El liberalismo como conservadurismo: En la Europa continental, en cambio, el liberalismo parece algo trasnochado y no merece entusiasmo en las fuerzas que están por el cambio. En esta percepción, el liberalismo es la ideología de la burguesía; la doctrina del “laissez faire” y el fundamento ideológico de un sistema económico que condujo a la explotación de los trabajadores. Y, en América Latina, el liberalismo tiene, en general, connotaciones que lo hacen poco atractivo. Es sinónimo de conservadurismo. Todo lo más, se podría decir que es la ideología de la derecha civilizada; de la derecha laica y “no cerril”. Es la visión predominante en Chile, donde existió hasta 1965 y por más de un siglo el Partido Liberal que era de derecha y, a la vez, firmemente democrático.

c) Liberalismo y dictadura: Para complicar más las cosas, durante las décadas del `70 y `80, especialmente en el cono sur de América, surgieron regímenes políticos que reclamaron la inspiración de una ideología “neoliberal” que defendía el autoritarismo político como precio para salvar las libertades de consumo y empresa, y el derecho de propiedad. La consecuencia de este hecho ha sido que para una parte de nuestros ciudadanos, el liberalismo aparece como la ideología de una minoría de propietarios carentes de compromisos reales con la libertad política.

d) Liberalismo y lucha contra la dictadura: Curiosamente, si el “neoliberalismo” estuvo en el corazón de esos regímenes autoritarios, el “liberalismo” fue el núcleo ideológico central de sus oposiciones. Ellos plantearon como sus reivindicaciones más inmediatas el restablecimiento de aquellas instituciones que la historia asocia de modo más directo al liberalismo: el recurso de amparo; las garantías individuales; las libertades de expresión y reunión; las elecciones libres; el derecho a un juicio justo por un poder judicial independiente; etc. Así, por un indeseado proceso de pedagogía, los regímenes autoritarios hicieron, a los sectores progresistas, volver a valorar las grandes conquistas del liberalismo que, hasta los días anteriores a esas dictaduras, era de buen tono en los círculos de izquierda y de centro, despreciar con el calificativo peyorativo de “libertades burguesas”.

Llegado a este punto, el lector tenderá a creer que el liberalismo, puesto que es reclamado por las más distintas políticas, es apenas un rótulo que carece de contenido. ¡Pero no es así!

Como todo pensamiento vivo, el liberalismo ha experimentado un proceso de adaptación a la cambiante realidad de tres siglos y, según ello, ha ido relevando ciertas ideas y oscureciendo otras. De esas variaciones han surgido corrientes y contracorrientes.

El liberalismo político

Es una defensa de las libertades personales frente al poder. Tal es el significado de su primer gran triunfo, la “Gloriosa Revolución” inglesa del siglo XVII, cuyo inspirador fue John Locke.

En un esfuerzo de síntesis por definir la esencia del liberalismo político, tendríamos que decir – siguiendo a Karl Popper – que es un cambio en el modo de pensar el poder y la acción política.

Hasta el nacimiento del liberalismo – y por supuesto, también después – la filosofía política se había encaminado, abrumadoramente, hacia la búsqueda del Estado ideal, de un gobierno perfecto que fuera capaz de superar aquellas limitaciones que normalmente acompañan, y a veces hunden al poder. Este tipo de pregunta alienta respuestas utópicas que, a su vez, abren el camino a la dictadura. Tal fue el caso de Platón que respondió diciendo que el gobierno perfecto era el del “filósofo-rey”; Marx, que la clase obrera; Lenin rectificó a Marx señalando que el Partido Comunista en cuanto “vanguardia del proletariado”; Gobineau que “la raza elegida”; más recientemente, el poder de “seguridad nacional”.

Todas estas respuestas suponen tácitamente que el poder del o de los “elegidos”, de “los mejores”, de “los justos”, debe hallarse “esencialmente libre de control”, de modo que ellos puedan cumplir sus designios, hasta alcanzar el Estado perfecto. El resultado final ha sido, sin embargo, que todas las elites autoproclamadas para gobernar, casi sin excepción, terminaron cometiendo en el gobierno los peores errores y demasiados crímenes.

El acercamiento de los liberales a este asunto es radicalmente distinto. Ellos asumen que la experiencia histórica muestra que el buen gobierno es un producto escaso. El poder siempre tiene el riesgo de la corrupción y el abuso. Si lo anterior es cierto, se pregunta Popper “¿por qué el pensamiento político no encara desde el comienzo la posibilidad de un gobierno malo y la conveniencia de prepararnos para soportar a los malos gobernantes, en el caso de que falten los mejores?”.

No sólo es inútil sino, además, nefasto seguir buscando al gobernante ideal – sea un hombre, una clase, una raza, un partido, un ejército o unos clérigos -, pues eso llevará a una nueva utopía y a un nuevo fracaso. Lo maduro es pensar la política a partir del mal gobierno y no del gobierno perfecto; a partir del injusto e ineficiente uso del poder por el Estado y los gobernantes. Si esto es así, la pregunta verdaderamente importante, la que nos puede ayudar a acercarnos a un orden más humano es: “¿En qué forma podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionar demasiado daño?”. Este modo de razonar lleva a buscar mecanismos que permitan el control efectivo del poder de los gobernantes, equilibrando sus facultades con las de otras autoridades ajenas a ellos mismos. No se trata que el liberalismo sea un himno al pesimismo. Simplemente es un asunto de prudencia: “Adoptar en política el principio de que debemos siempre prepararnos para lo peor aunque tratemos, al mismo tiempo, de obtener lo mejor”.

La herencia más perdurable de Locke es su defensa de la tolerancia, particularmente de la libertad religiosa, la defensa del derecho de propiedad y la protección de las libertades individuales mediante el constitucionalismo y la limitación y división del poder. El liberalismo se asentó, desde entonces hasta ahora, en la idea de que todo poder es peligroso y de que la única garantía real en contra de los desbordes radicaba en la separación y división de poderes. Sólo un sistema político así construido es “la salvaguardia de las libertades y una muralla contra la tiranía”.

El liberalismo económico

En el siglo siguiente a la “Gloriosa Revolución”, el pensamiento liberal se tiñó, como diríamos hoy día, de “economicismo”. Este fue, sin duda, un cambio sorprendente que se asocia a Adam Smith y a los filósofos utilitaristas.

La columna vertebral del liberalismo económico del siglo XVIII, van a ser tres afirmaciones. Primero, la idea de que persiguiendo sus intereses individuales los hombres sirven al interés general. Segundo, que la distribución más justa de los bienes y servicios es el resultado del pleno funcionamiento de un mercado libre. Y, tercero, la idea de que la libre competencia es el camino de la prosperidad.

El liberalismo, que había nacido vinculado a la defensa de la libertad religiosa, devino en el siglo XVIII en una ideología donde los intereses materiales terminaron siendo situados como la explicación fundamental de las acciones humanas. Los intereses sustituyeron a la conciencia religiosa como el criterio válido para juzgar la moralidad pública y privada. Adam Smith elevó al egoísmo, primero a la condición del gran inspirador de la conducta humana, y segundo, a la de generador de conductas que eran doblemente virtuosas, en cuanto beneficiosas para el sujeto individual que las lleva a cabo, pero a la vez para la sociedad. Los hombres, al perseguir el lucro, al dejarse arrastrar por la sed de ganancias, cumplían una función muy útil a su país y a los demás seres humanos. No era siguiendo a la razón como los hombres construirían la felicidad universal, sino siguiendo sus pasiones e intereses.

Estas ideas calzaban bien con las ambiciones de una clase emprendedora, sedienta de negocios y riquezas. El capitalismo funciona sobre la base del lucro. No tiene que ver con el altruismo ni la benevolencia. El empresario se mueve en razón de su propio interés y eso es lo que lo incentiva y preocupa.

En este marco, el “interés individual” sustituyó a la conciencia individual; el interés pasó gradualmente a cumplir, en el pensamiento político y social, la misma función que la conciencia había cumplido en la religión. Fue investido, en gran medida de la misma santidad e inmunidad.

En materia de “intereses”, como de creencias religiosas, la conciencia es soberana y tiene absoluta autoridad para determinar cuáles son “mis verdaderos intereses”. El hombre del utilitarismo se defiende del Estado y de los demás individuos, con un mismo argumento: “Sólo yo sé cuáles son mis intereses. Por lo tanto, ni otros individuos ni el Estado pueden intervenir en el manejo de mis asuntos”. Es la afirmación del pleno individualismo.

Si el hombre persigue su interés individual, libremente, sin interferencias del Estado creará sin darse cuenta ni proponérselo, instituciones que son las naturales y que son beneficiosas y justas para la condición humana.

La satisfacción de las necesidades humanas no depende de la benevolencia de unos hombres hacia los otros. El principio que nos mueve “es el deseo de mejorar de condición, deseo que si bien generalmente se manifiesta en forma serena y desapasionada, arraiga en nosotros desde el nacimiento y nos acompaña hasta la tumba”. Ese esfuerzo del hombre es el motor de la economía. “Únicamente el afán de lucro inclina al hombre a emplear su capital en empresas industriales… cada individuo en particular se afana en buscar el empleo más ventajoso para el capital de que puede disponer”. La mejor inversión para su capital “es un asunto que juzgará mejor el individuo interesado en cada caso particular, que no el legislador o el hombre de Estado. El gobernante que intentase dirigir a los particulares respecto de la forma de emplear sus respectivos capitales, tomaría a su cargo una empresa imposible, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse prudentemente ni a una sola persona, ni a un Senado o Consejo…”.

Adam Smith y su tiempo podían predicar la ilimitada persecución del lucro porque estaban seguros de que una “mano invisible” conducía a los hombres egoístas a servir, de modo natural e involuntario, a los demás hombres. Los vicios privados, había dicho Mandeville, se convierten en virtudes públicas. Sirviendo los intereses privados, afirmaría Adam Smith, es como mejor se sirven los intereses públicos.

Si los intereses se armonizaban de un modo natural, a través de la “mano invisible” del mercado, lo importante era no intervenir, dejar que las cosas se desarrollaran libremente, sin que el legislador y mucho menos el poder estatal, tratarán de cambiarlas o encauzarlas.

Se produce, así, un cambio radical del sentido de la justicia. Antes, era una función de la ley y del poder político, que distribuía los bienes o aseguraba el acceso a ellos; ahora, el resultado del mercado, que de modo impersonal asigna a cada cual lo que le corresponde. La justicia es un resultado espontáneo de una economía funcionando libremente, esto es, sin trabas legales ni gubernamentales. Como lo diría, David Ricardo, el discípulo de Smith, “la persecución del interés individual se compagina admirablemente con el bien universal del conjunto… (pues) ... donde actúa la competencia libre, los intereses de los individuos y los de la comunidad, no están nunca en discrepancia”.

El mercado era el instrumento de la justicia, pero sobre todo, y mucho más importante en un siglo preocupado del progreso y del aumento de la riqueza, era el camino de la prosperidad. “El esfuerzo natural que hace todo individuo para mejorar su condición, cuando se desarrolla por los cauces que señalan la seguridad y la libertad, es un principio tan poderoso, que él solo, sin otra asistencia, suele ser bastante para conducir la sociedad a la prosperidad y a la riqueza”.

Las conclusiones políticas de las anteriores afirmaciones son evidentes. Si la prosperidad es obra de la más plena libertad económica y si la justicia es el resultado de una armonía que naturalmente resulta de esa plena libertad, ¿cuál es el papel del gobierno? Casi ninguno. Puesto que existe una armonía natural, el gobierno es una actividad relativamente superflua. El mejor gobierno es el que gobierna menos. La mejor política económica es aquella que renuncia a utilizar cualquier arbitrio, dejando que las cosas se desarrollen de acuerdo a su naturaleza, esto es mediante la libre persecución por los individuos de sus objetivos egoístas.

Las funciones del poder político quedan, entonces, restringidas apenas a tres deberes: “El primero, defender a la sociedad contra la violencia e invasión de otras sociedades independientes. El segundo, proteger en lo posible a cada uno de los miembros de la sociedad de la violencia y de la opresión de que pudiera ser víctima por parte de otros individuos de esa misma sociedad estableciendo una recta administración de justicia. Y, el tercero, la de erigir y mantener ciertas obras y establecimientos públicos cuya erección y sostenimiento no pueden interesar a un individuo o a un pequeño número de ellos, porque las utilidades no compensan los gastos que pudiera haber hecho una persona o un grupo de éstas, aún cuando sean frecuentemente muy remuneradas para el gran cuerpo social”.

Liberalismo y justicia social

Apenas 50 años después de la muerte de Adam Smith, en 1841, una comisión a la que la Corona había encargado estudiar las condiciones sociales en la industria del carbón, entregó un informe lapidario sobre la injusticia y la crueldad a que habían llevado las políticas liberales que estaban en el centro de la primera revolución industrial. El trabajo de las mujeres y los niños, la ausencia de medidas de seguridad, la mezquindad de los salarios, las interminables jornadas de trabajo, la miseria de la habitación y los barrios obreros y las deplorables condiciones sanitarias, desataron oleadas de protestas que en pocos años llevaron a lo que, en términos de hoy, podríamos definir como el surgimiento de un “Estado interventor y regulador” en abierta contradicción con el individualismo y la plena libertad de contratación.

De las tres promesas – que hemos dicho estaban en el centro del liberalismo económico -, se había cumplido aquella de que lograría un sustancial aumento de la riqueza. Pero, contrariamente a lo presupuestado, la plena libertad económica condujo a fuertes choques entre los intereses individuales y el bien común y a un insoportable agravamiento de las desigualdades de ingreso y riqueza.

Los críticos del liberalismo económico habían tenido razón cuando lo acusaban de funcionar sobre un supuesto irreal. La libre competencia sólo podría ser beneficiosa ética, social y políticamente, si se hacía entre personas de un mismo poder de contratación. Pero si esa igualdad básica no existía, entonces, la libre competencia no era sino una forma de encubrir, bajo el ropaje de la libertad, la dictadura del poderoso sobre el débil. “La idea ética de la burguesía – dijo Lasalle, un siglo después de la publicación de “La Riqueza de las Naciones” -, es (que) absolutamente nada, sino el desembarazado uso de sus fuerzas debe garantizarse a todos. Si fuéramos igualmente fuertes, igualmente inteligentes, igualmente instruidos e igualmente ricos, esta idea podría considerarse como suficiente y moral”.

¿Por qué un pensador tan notable como Adam Smith no previó las consecuencias de su teoría?

La primera razón es que cuando Adam Smith escribió “La Riqueza de las Naciones” no existía lo que después estaría en el centro de la crítica de los socialistas al capitalismo: La propiedad privada de los empresarios sobre los medios de producción. “En la época de Adam Smith – nos recuerda W. Stara – los Estados feudales ya se habían disuelto y las clases del capitalismo no se formaban aún: nunca estuvo la sociedad más próxima al ideal de la igualdad perfecta”. La función del empresario consistía en adelantar las materias primas y el salario que permitiría el sustento del operario hasta el término de la obra; pero “en l776, los medios de producción no eran todavía posesión del empresario, sino que estaban aún en manos del trabajador; el sistema fabril no desalojaba todavía a la industria doméstica (...) El trabajador y los útiles de trabajo no se separaban aún”.

La segunda razón es que Smith, básicamente, pensó el mundo en términos de armonía social. Como lo ha dicho Heilbroner, pensó que Inglaterra permanecería inmodificada para siempre. Que “sólo en cantidad iría a crecer: más gente, más bienes, más riqueza”. Pero el industrialismo fue una profunda revolución social, económica, política, tecnológica, que cambió radical y cualitativamente la sociedad. En los días de la muerte de Smith – coincidentes con los de la Revolución Francesa – el mundo mostraría cuán profundos llegarían a ser los conflictos entre las diferentes clases y grupos de interés, que el capitalismo iba creando y haciendo más antagónicos.

Es en este marco que va a surgir el pensamiento de John Stuart Mill. Locke, Smith y John Stuart Mill son las tres figuras intelectuales más emblemáticas del liberalismo. Del pensamiento de Mill hay dos ideas que a los efectos de este artículo interesa destacar. Una, es su afirmación de que en una sociedad libre -¡Oh escándalo! para los neoliberales-un Estado liberal no tiene una función negativa (“dejar hacer, dejar pasar”) sino una activa, positiva. El Estado debe impulsar una legislación que permita impedir la coacción y crear las condiciones para que un número mayor de personas tenga una vida más libre y justa.

Concordante con lo anterior, John Stuart Mill hizo una distinción dentro de la economía entre la esfera de la producción y la distribución. La producción dijo, está sometida a verdades científicas. “Las leyes y condiciones de la producción de la riqueza comparten el carácter de verdades físicas. En ellas no hay nada opcional ni arbitrario. Cualquier cosa que produzca la humanidad tiene que producirlo bajo las condiciones y en los modos impuestos por la constitución de las cosas externas y por las propiedades inherentes de su propia estructura corporal y mental”.

Lo anterior significaba validar las ideas del liberalismo económico del Siglo XVIII. Esto es, la más plena libertad de competencia como garantía de la prosperidad y la afirmación de que cualquier intervención del soberano, para encauzar los procesos económicos, no podía tener sino resultados perturbadores y dañinos.

Pero hecha la anterior afirmación, Mill agregaba que era muy distinto el carácter de la distribución. “No es así – escribió en “Principios de Política Económica” – con la distribución de la riqueza. Esta es una cuestión de institución humana solamente. Las cosas, una vez ahí, la humanidad puede hacer con ellas, individual o colectivamente, lo que tenga a bien (...) La distribución de la riqueza depende, pues, de las leyes y costumbres de la sociedad”. Sin duda, aquí estamos frente a un cambio fundamental. Si las leyes de la producción eran como la ley de la gravitación, la distribución de la riqueza era, en cambio, un problema moral. La pobreza abyecta del siglo XIX, el trabajo de los niños, la explotación de los proletarios, la realidad de las poblaciones obreras, no eran la consecuencia de leyes físicas, inevitables, ni tampoco el precio de inmutables leyes que regían el progreso. ¡No! Eran opciones. Estaban bajo control humano y los hombres podían – ¡y debían! – tener un juicio moral sobre ellas. La sociedad podía decidir actuar para cambiar la distribución de la riqueza, establecer impuestos o subsidios, dictar leyes sociales.

Esta referencia a John Stuart Mill bastará para recordar a aquellos que quisieran un mundo maniqueo de blancos y negros, que en el siglo XIX frente a la enormidad de la injusticia social, Mill, desde el punto de vista liberal, no menos que Carlos Marx desde el suyo, expresaron su indignación moral frente a una realidad que les parecía condenable. Tan temprano como l848, Mill defendió a los sindicatos como parte fundamental de la estructura social y condenó las leyes dictadas en su contra diciendo que “ponen de manifiesto el espíritu infernal del amo esclavista”.

Liberalismo económico y dictadura política

No siempre fue ni ha sido fácil compatibilizar, en la teoría liberal, la libertad política y los intereses económicos. Por cierto, sería un simplismo decir que ambos términos necesariamente se enfrentan; pero lo es también sostener que uno sigue al otro como su sombra al cuerpo.

Partiendo por lo más evidente, es verdad que en un sistema económico donde el poder está concentrado en una sola o en muy pocas manos, no hay espacio para la libertad individual, política ni económica. Por lo tanto, debemos concluir que una economía, para garantizar la libertad, requiere de un grado importante de fragmentación del poder económico. Ciertamente ese no es el único requisito para que exista libertad, pero donde él no se dé, la libertad llevará inevitablemente una vida precaria o, peor aún, no existirá. En la situación límite del colectivismo, los derechos sociales y políticos no son viables. Si somos consecuentes, en la situación límite de un capitalismo altamente concentrado, la libertad también está amenazada.

Pero el problema es más profundo e incide en la relación entre liberalismo y democracia.

Más allá de posiciones, a mi juicio, equivocadas como las de von Hayek, tiendo a pensar con Aron que “la democracia es el resultado lógico de la filosofía liberal”. El liberalismo, al luchar contra los privilegios, defender la libertad de expresión y asociación, reclamar los derechos fundamentales del hombre en frente del Estado, sostener la división de poderes, inevitablemente debía conducir al gobierno representativo y, luego, al sufragio universal.

Por la vía de sus derechos políticos, ejercidos en un Estado democrático, era inevitable que la mayoría, la clase media, los proletarios, los desheredados, exigieran reformas económicas y sociales. Ellas, en ocasiones, chocaron con el derecho de propiedad. Y cuando esos conflictos alcanzaron niveles preocupantes, surgió un dilema no puramente intelectual, sino muy concreto en la vida de las personas y las sociedades y que el miedo, ese eterno aliado de la irracionalidad política, habría de hacer más dramático y violento. ¿Qué salvar en este enfrentamiento entre la propiedad y los derechos políticos y sociales? ¿A qué sacrificar?

Surge así una contradicción entre liberalismo y capitalismo. “A la idea liberal – dice Harold Laski – era inherente que los hombres habrían de usar el poder político para mejorar su situación material. El capitalismo se halló cada vez más ante el dilema de que si proseguía el experimento liberal, cooperaría a su propia destrucción; mientras que, por otra parte, si lo destruía tendría que navegar por un mar desconocido en un viaje cuya única justificación era el éxito económico, lo cual resultaba dudoso”. Abonados por la inseguridad y el temor, han surgido constantemente en la historia “neoliberalismos” que se ha propuesto salvar ciertas libertades – en particular las que derivan del derecho de propiedad – al precio de sacrificar la democracia, los derechos políticos y sociales.

En la América del Sur de las décadas del `60 al `80, convulsionada por mayorías que reclamaban profundas reformas económicas, los grupos más conservadores volvieron la vista hacia esta corriente antigua que, también, reclama títulos de liberalismo.