Sección: Partido Socialista: Recomposiciones y debates

Ricardo Núñez: Chile y su aprendizaje histórico de los DDHH*.

Senador Ricardo Núñez

www.centroavance.cl
Diciembre 2004

Con satisfacción he aceptado la invitación con que me honrara el Comandante en Jefe del Ejército, General Juan Emilio Cheyre, a participar en este importante seminario. Saludo a quienes han tenido la responsabilidad de organizarlo y espero que el esfuerzo realizado contribuya a fortalecer las relaciones cívico-militares en nuestro país.

Este se realiza en un momento particularmente relevante para la historia patria. El documento recientemente entregado a la opinión pública por el señor Comandante en Jefe del Ejército, denominado “Ejército de Chile: fin de una visión”, así como el informe sobre la Prisión Política y Tortura, elaborado por una comisión encabezada por Monseñor Valech y que el Presidente Ricardo Lagos, puso a conocimiento del país a través de una emotiva alocución televisiva, nos pone ante la obligación de transparentar nuestra conciencia, hacer más diáfano el debate político y académico y retomar con fuerza nuestra historia para iluminar con decisión nuestro futuro.

Se me ha pedido que exponga acerca del impacto de las ideologías en relación al respeto de los derechos humanos durante el siglo pasado. Permítanme hacer previamente dos precisiones: El siglo que nos preocupa en realidad se extiende desde la Primera Guerra Mundial en 1914 y la caída del comunismo en 1989. Es lo que el historiador Eric Hobsbawm, denomina el “siglo corto” y es a juicio de muchos, el más cruel y mortífero de toda la historia de la humanidad.

El concepto ideología, a su vez, pose entre los cientistas sociales diversas acepciones. Para mí, ellas son construcciones paradigmáticas que el hombre pretende materializar en una realidad concreta y que prefiguran un futuro ideal. Durante el siglo XX, los intereses y las pretensiones hegemónicas de las grandes potencias se disputaron campos de influencias en todos los ámbitos. No existió espacio -ni en la esfera política, económica o cultural – donde ellas no intentaran establecer sus “marcas” -como lo hiciera en el pasado el imperio romano – para asegurar así su zona de influencia, su espacio vital, su campo de acción donde pudieran campear sin límite alguno. En 1914, las luchas por conquistar dichos espacios condujeron al mundo a la Primera Guerra Mundial.

Los imperios existentes a la época se confrontaron en una guerra brutal que culminaría con la destrucción del Imperio Austro-Húngaro, la firma de Tratado de Versalles y la Revolución Rusa. Tanto Inglaterra, como Francia y en menor medida Italia, y la potencia emergente de Estados Unidos, se constituyeron en los ejes vertebradores de un mundo donde el poder de uno se equilibró, de manera crecientemente inestable, con el poder del otro.

Poder y contra-poder fue la fórmula que vivió el mundo durante esa primera parte del siglo XX. Mientras se reponía de las heridas de la guerra y hacía frente a las indemnizaciones que debió pagar a los países vencedores, Alemania se rearmaba lentamente para una nueva contienda bélica. América Latina, por su parte, al igual que Asia y África, jugaba un rol secundario. Era un testigo pasivo de un nuevo mundo, sin que en su configuración tuviera participación, salvo de manera marginal. Tras un breve interregno -en general positivo para la causa democrática – el mundo nuevamente se encaminó a la guerra. Esta vez, ella abarcó prácticamente todos los continentes.

Pocos pudieron marginarse de sus consecuencias. Nuestro país tampoco pudo escapar a la dramática lógica a la que se encaminó la humanidad. Se desató así la Segunda Guerra Mundial. Ella costó la vida a más de 52 millones de seres humanos y pérdidas materiales incalculables. Europa quedó destruida política y materialmente. La Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, fueron aplastadas por las fuerzas aliadas. Japón se rindió bajo el impacto atroz y cruel de la bomba atómica. El mundo vio erigirse una cortina de hierro que habría de dividirlo hasta finales del siglo. Estados Unidos y la Unión Soviética se transformaron en las dos grandes superpotencias vencedoras.

Ellas dominarían el escenario mundial sin contrapeso. Se repartirían extensas zonas de dominio e influencia. Del equilibrio inestable de la preguerra se pasó al equilibrio atómico. De un mundo multipolar se pasó a uno bipolar. Sin declararse jamás formalmente se desencadenó otra guerra: la “Guerra Fría”. La humanidad se dividió entre buenos y malos; entre capitalistas y comunistas; entre la civilización judeo-cristiana y la civilización atea y materialista; entre los aliados de Estados Unidos y los de la Unión Soviética. De ésta perversa lógica nadie pudo excluirse. Ni siquiera nuestro país. La Guerra Fría se instaló en casa con el último disparo de la contienda mundial.

Nos marcó a fuego y en medio de ella la historia patria se estremeció de manera dramática con los acontecimientos desencadenados a partir del 11 de septiembre de 1973. En medio de este proceso histórico, ¿que papel jugaron las ideologías? ¿Cuáles fueron las motivaciones últimas que animaron a los actores de este período aciago? Responder estas interrogantes es difícil. Debemos tener presente, que todas las acciones emprendidas por los países e imperios existentes en esta época, se recubrieron de justificaciones ideológicas o exhibieron sus pretensiones hegemónicas a partir de consideraciones ideales.

Permítanme hacer una brevísima descripción de aquellas que más significación alcanzaron durante este período. Después de la Primera Guerra Mundial, los principios inspiradores de la Revolución francesa y la irrupción que bajo su influjo hicieran los movimientos liberales, se constituyeron en factor esencial para la universalización de los principios básicos de la democracia. El racionalismo positivista, propio del liberalismo, tuvo la virtud de dotar a la institucionalidad política de un fuerte contenido laico en el cual prevaleciera un armónico equilibrio entre los poderes del Estado.

Derechos fundamentales como el de reunión, de asociación, de elegir y ser elegido a través del voto popular, se expandieron por todo el mundo occidental. Se consolidaron los partidos políticos en tanto intermediarios de la sociedad y el Estado. En el ámbito internacional se constituyó la Sociedad de las Naciones, como una organización destinada a resolver y alejar la guerra de la vida de los pueblos.

Este alentador proceso se vio afectado por la violenta irrupción de totalitarismos como los encabezados por Hitler, Mussolini y Stalin. A pesar del encandilamiento que estos ejercieran en algunos sectores de nuestra vida política y de la breve dictadura del General Ibáñez, Chile se mantuvo dentro de los límites propios de la democracia. El movimiento socialista, por su parte, vivió un vigoroso proceso de expansión por los más diversos rincones del mundo.

El pensamiento del filósofo alemán Carlos Marx, impregnó fuertemente las luchas sociales y políticas del movimiento obrero y de otros sectores populares, afectados por la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo. La miseria, la marginalidad y la explotación del trabajo asalariado coadyuvaron al despliegue de las ideas socialistas. Este, sin embargo, desde sus inicios, vivió un proceso de división que culminó en el establecimiento de dos grandes corrientes. Una inspirada en la revolución rusa y en el fundador del Estado soviético, Vladimir Ilich Lenin y otra que se inspiró en pensadores europeos como Friedrich Ebert, Eduard Bernstein y Kaustky. Mientras Lenin propiciaba la instauración de una ideología estatal inspirada en una específica interpretación de las ideas de Marx; los otros, bajo similar inspiración, entendieron que los valores y principios de la democracia no eran incompatibles con la construcción del socialismo.

Para el primero, el socialismo se entendía como un dogma de Estado y para los otros como un proceso de organización de la sociedad y la economía donde la igualdad no debía sacrificar la libertad. Para Lenin los valores de la democracia eran un medio y para los otros un fin en sí mismo. En la experiencia chilena, el movimiento socialista tuvo desde principios de siglo dos grandes corrientes. Una expresada por el Partido Comunista y otra por el Partido Socialista. Mientras el Partido Comunista tendió a seguir estrictamente el denominado modelo soviético; el Partido Socialista buscó constituirse en un gran movimiento nacional y popular, tal como lo expresaran sus fundadores, entre otros, Oscar Schnake, el Comodoro del Aire Marmaduque Grove, Eugenio Matte Hurtado y el que fuera rector de la Universidad de Chile, Don Eugenio González Rojas.

Este último, en sus ácidas polémicas contra el estalinismo, sostuvo en 1947, que el socialismo era esencialmente humanista y que “ningún fin puede obtenerse a través de medios que lo niegan: la educación de los trabajadores para el ejercicio de la libertad tiene que hacerse en un ambiente de libertad”. Durante el transcurso del siglo XX, surgió otra corriente ideológica que marcó fuertemente su devenir. El nacionalsocialismo y el fascismo emergieron como respuesta al desarrollo de las ideas liberales y socialistas que vivía Europa.

Sus fuentes de inspiración fueron la exacerbación de los elementos culturales de carácter nacionalista, la convicción en la superioridad de una raza por sobre otras y en el entendido que la conducción política del Estado debía estar en manos del más fuerte. Nutridas de la pobreza de ciertas capas sociales y de una visión autoritaria que impregnaba a su élite política, ambas corrientes se expandieron por diversos países europeos y de América Latina, en particular, luego de la Gran Depresión de la economía mundial del año 1929.

En Chile, el Movimiento Nacional Socialista liderado por González von Marées, en la década del 30 y 40 y, el Movimiento Nacionalista Patria y Libertad, fundado a principios de los 70, fueron su máxima expresión. Las ideas conservadoras, mientras tanto, mantuvieron durante gran parte de este siglo, una fuerte presencia. La Iglesia católica y especialmente la institución papal fueron su principal baluarte. Bajo el papado de León XIII y la Encíclica Rerum Novarum, se inició un proceso de cambio de las ideas del tradicionalismo conservador.

La Iglesia aceptó que la pobreza y la marginalidad, en la que habían devenido enormes masas de seres humanos, tenían sus causas en la manera como se organizaba la economía, la sociedad y el Estado. Sus enseñanzas tuvieron un fuerte impacto. En Chile, un grupo de jóvenes, conmovidos por la miseria y la desigualdad, en la que vivían vastos sectores de chilenos, se separan del Partido Conservador y fundan bajo la inspiración de dicha Encíclica, la Falange Nacional, la que daría paso, en la década del 50, a la democracia cristiana. Esta asumiría las enseñanzas del Papa Juan XXIII, de la Encíclica Pacem in terris, del Concilio Vaticano II, y la influencia del pensador francés Jacques Maritain.

En esta apretada síntesis, nos queda por revisar una última ideología. En el contexto de la guerra fría y frente al avance de las ideas fundadas en la Revolución Soviética, la instauración de la República Popular China, y la consolidación del campo socialista en Europa del Este; las potencias occidentales y los Estados Unidos, no podían quedar impávidos. Las guerras de Corea y Vietnam acrecentaron el denominado “peligro comunista”.

La Doctrina de la Seguridad Nacional, incubada en los centros académicos del Pentágono y la CIA, fue la respuesta a ese inmenso desafío. Según ésta, todos los países que no formaban parte de la zona de influencia soviética, corrían el peligro de ser objeto de subversión interna, orquestada desde Moscú. Los países subdesarrollados, en especial, se encontrarían inermes e incapaces de enfrentarla. Por tanto, no quedaba otra alternativa. Era menester hacerle frente, aunque para ello fuera necesario el uso de la violencia y eventualmente promover la intervención de las Fuerzas Armadas de esos países.

En el fondo, esta concepción sostenía que ante un peligro de tal envergadura, la democracia, la libertad y los derechos humanos podían ser conculcados. Los golpes de Estado que terminaron con las democracias en países como Argentina, Uruguay y Chile y otros más lejanos como el Congo Belga, Filipinas e Indonesia, se explican bajo esta doctrina. Entre tanto, ¿qué pasaba en el campo de los derechos humanos? Como esta dicho, el mundo del siglo XX, no sólo sufrió los horrores de dos guerras mundiales, sino que debió enfrentar la emergencia de doctrinas totalitarias y la confrontación ideológica a que nos arrastro la Guerra Fría. En este cuadro es interesante constatar que a pesar de aquello, la sensatez y la humanidad de los pueblos no fueron aplastadas.

Los derechos fundamentales del hombre dieron un paso sustantivo en la perspectiva de hacer de ellos, la base sobre la cual ha de erigirse un mundo más humanizado que lo aleje definitivamente de la barbarie y la destrucción. La naciente Organización de las Naciones Unidas, alcanzó un éxito sin precedentes. Junto al proceso de descolonización, bajo su amparo se proclamó, el año 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Su Preámbulo es una pieza magistral. Según éste, todos los seres humanos nacen libres e iguales, independientemente de su condición, sexo, raza, religión u opinión política. Los derechos humanos se establecieron así, como un atributo esencial de la dignidad humana. Independientemente de los obstáculos puestos por los Estados Unidos y por la propia Unión Soviética, la mayor parte de los países se conjugaron en torno a una sola voluntad: Hacer posible que éstos derechos se internalizaran en la conciencia civilizada de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Por ello, ese mismo año la Asamblea General de la ONU, pidió a todos sus miembros distribuirla y difundirla por doquier.

Fruto de esta trascendental declaración, se reconocieron como valor universal, derechos fundamentales tales como la igualdad ante la ley; la libertad de asociación, reunión y expresión; el derecho a no ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes y a no ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado. En fin, y como sostén de todos ellos, el derecho a la vida, a la libertad y la seguridad. La humanidad había avanzado así, hacia un estadio superior en su desarrollo civilizatorio.

Señoras y señores:

Al concluir, no puedo dejar de hacer una reflexión que nos incumbe directamente como chilenos: Estos derechos, tan caros para la humanidad no fueron debidamente aquilatados por todos nosotros, actores de hechos y acontecimientos acaecidos a fines del 60 y principios del 70. Permítaseme hacer una afirmación dolorosa. Ninguna fuerza política había internalizado profundamente los valores de los Derechos Humanos. Ellos no estaban en el currículum de nuestras principales instituciones educativas. No formaban parte de nuestro acervo cultural.

Esto permitió que la sobre-ideologización, la polarización política, la pérdida de la convivencia cívica, las visiones totalizantes de la vida; se convirtieran en el sustrato que posibilitó que, en 1973, se clausurara nuestra democracia, a través del golpe de Estado que encabezarán las Fuerzas Armadas y de Orden y que terminó con la vida del Presidente Salvador Allende y La Moneda bombardeada.

Muchos nos hemos preguntado: ¿Estaba la sociedad chilena en condiciones de evitar el golpe de Estado? Está claro que la vida política se había degradado a un extremo inimaginable. Que quienes tenían posibilidad de impedirlo no lo hicieron o no tuvieron la fuerza para hacerlo. Soy de los que creo que no hubo voluntad suficiente. Que la vida en sociedad se había hecho malsana. Que la confrontación ideológica expresada en consignas como “avanzar sin transar” y “Yakarta viene”, reflejaba una profunda odiosidad de la cual nos ha sido difícil despojarnos. Desde nuestra perspectiva, que duda cabe, hicimos una lectura equivocada de la situación.

No entendimos el rol de la ideología de un sector importante de la sociedad, que no estaba en condiciones de aceptar la radicalización de la “vía chilena al socialismo”; que no quería seguirnos en nuestra propuesta de cambio; que deseaba seguridad, por sobre el salto histórico que pretendíamos. La prudencia y la apertura a otras fuerzas políticas a la que llamaba Salvador Allende, no fue escuchada por nosotros. El golpe de Estado se hizo, desgraciadamente, inevitable. Nuestra frágil democracia, muy autoritaria y disciplinada, amante más del orden que de la libertad, se derrumbó.

Sus consecuencias aun las vivimos: La prisión política, la tortura, la desaparición forzada de personas y la represión, fueron una práctica institucional del Estado que ha quedado demostrada fehacientemente por el Informe de la Comisión Rettig, las conclusiones de la Mesa de Diálogo y el reciente informe de la Comisión Valech. Determinar la responsabilidad intelectual y material sobre estos lamentables hechos, debe seguir siendo tarea de los Tribunales de Justicia.

El Presidente de la República ha dicho: “el quiebre de la democracia y de las bases de nuestra convivencia se produjo en medio de tormentas políticas e ideológicas que no fuimos capaces de controlar. La ruptura de la institucionalidad y la instauración de la arbitrariedad y el terror fueron la consecuencia de esos errores colectivos”.

Por su parte, el Comandante en Jefe del Ejército, don Juan Emilio Cheyre, ha señalado: “¿Excusa el escenario de conflicto global ya descrito las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile? Mi respuesta es única e inequívoca: no. Las violaciones a los derechos humanos, nunca y para nadie, pueden tener justificación ética”. Tal como lo expresé, hace unos días, en una carta pública dirigida al General Cheyre y que cito textual: “yo fui uno de los muchos chilenos detenidos y torturados después del golpe militar. Y aunque la violación a los Derechos Humanos tiene una enorme repercusión en la vida personal de quien la sufre y deja un dolor que no disminuye, debo decirle que su declaración acerca de la responsabilidad del Ejército en estos hechos es un gran paso.

Tremendamente positivo, desde todo punto de vista.” El reconocimiento sincero de estos acontecimientos, la verdad sobre los mismos y la acción reparadora de la justicia, permitirán reconocernos en una misma comunidad nacional, restañar las heridas y reconciliar los espíritus. Esto implica entre otras cosas, entender que los Derechos Humanos son el patrimonio básico que debe inspirar a todas las corrientes políticas y el diálogo de civilizaciones en el siglo XXI y en cuyo marco todos, sin ambages, deben condenar el terrorismo venga de donde venga, cualquiera sea su fundamento ideológico o religioso.

Ello supone instituciones armadas, que recuperen definitivamente su ascendiente sobre el conjunto de la sociedad chilena. La hora actual nos obliga a pensar en conjunto el futuro de Chile. A fortalecer su democracia. A ampliar las fronteras de la libertad. A fomentar el respeto mutuo y la tolerancia. A terminar con la exclusión social, la pobreza y las discriminaciones.

A que asumamos que Chile es un país plural y que en su diversidad debemos construir un destino común. El Ejército de Chile, nacido en los albores de nuestra Independencia, es una institución permanente de la patria y representa los valores más caros de nuestra vida republicana. En él queremos reconocernos, sin distinción, todos los chilenos independientemente de su signo político, ideológico o religioso.

Estamos en esa senda. Se requiere no desviarnos del camino.

Muchas gracias.

  • Intervención del Senador Ricardo Núñez Muñoz “El impacto de las ideologías en el respeto a los Derechos Humanos durante el Siglo XXI” en el Seminario “Ejército y Derechos Humanos Compromiso para el Siglo XXI”, realizado en la Escuela Militar el pasado 7 de diciembre de 2004