Sección: La Transición en Chile: Su devenir y sus temáticas

Sobre el presente y el futuro de la Concertación

Ángel Flisfisch

AVANCES Nº 42
Enero 2002

Ya casi tradicionalmente se han identificado dos ejes principales para los efectos de caracterizar, apreciar y discurrir sobre el tema de las diferencias existentes al interior de la Concertación: un eje o clivaje de naturaleza económica (liberales versus estatistas) y otro de naturaleza cultural: liberales versus conservadores.

La cuestión sobre las diferencias culturales intraconcertacionistas descansa en hechos y experiencias bastante reales. No obstante, he orientado estas reflexiones en términos de lo que connota el primer eje. Incluirlos a ambos habría significado una extensión desmesurada para estas notas y no habría podido, adicionalmente, dar una forma más acabada a mis ideas e inquietudes respecto del primer punto.

Además, pienso que el tipo de cuestiones que he tratado son más fundamentales que las que atañen a la diferenciación cultural. En todo caso, puede ser una mejor estrategia profundizar primero una dimensión, lo que permite aspirar a ser menos superficial.

Permítanme iniciar mi análisis de manera algo oblicua caracterizando a la Concertación como una coalición que hasta ahora es, y ha pretendido ser, una fuerza social demócrata. A primera vista, esta caracterización es insostenible, particularmente si nos atenemos a cómo varios de los partidos que la componen se identifican a sí mismos. Unos la rechazarían porque sus identidades históricas se han desarrollado a partir de un nombre con connotaciones adversas a esa caracterización; otros la aceptarían; para otros la caracterización podría ser demasiado restrictiva. Pero lo que quiero indicar con esta caracterización es mucho más un desempeño político efectivo, históricamente situado, que una adscripción a categorías clasificatorias convencionales.

Desde mi punto de vista, una fuerza es identificable como social demócrata si se obtienen las siguientes condiciones.

Primero, su razón de ser como fuerza política es competir, dentro de un orden político democrático, por las cuotas de poder propias del diseño institucional de un orden político de esa especie.

Segundo, actúa como parte de una sociedad cuyo orden económico es capitalista: propiedad privada, libertad contractual, mercado, regulaciones estatales por debajo de un cierto máximo crítico, hegemonía de agentes económicos privados. Ciertamente, el grado exigible de presencia de estos rasgos es una cuestión histórica.

Tercero, esta fuerza actúa en un contexto que hace viable que ella gobierne: o de hecho gobierna, o ha gobernado y aspira a volver a gobernar, o es plausible que se convierta en gobierno. En todo caso, es un contendor efectivo por la conducción gubernamental.

Cuarto, en razón tanto de su desempeño político efectivo como sobre la base de las orientaciones ideológicas y culturales que dan sentido a su actuar, se puede predecir con una muy alta probabilidad que su acción en el tiempo, sea como gobierno, sea como oposición, es funcional a la preservación y dinamismo del orden económico capitalista.

Quinto, no obstante lo anterior, su posición básica frente al orden económico y los resultados de la operación efectiva de éste es a lo menos ambigua: coexisten en ella actitudes básicas críticas anticapitalistas y disposiciones positivas hacia las instituciones y la lógica propias del sistema capitalista. Puesto de otra manera, la composición de esta fuerza es tal que si bien recoge cuestionamientos significativos respecto del orden capitalista y su legitimidad, a la vez legitima ese orden y le es funcional en su actuar.

Sexto, la efectividad política de esa fuerza tiene como condición necesaria la mantención de la tensión recientemente aludida, es decir, sus chances en la competición política están asociadas con la expresión pública de esa contradicción interior: su adversariedad respecto del orden económico y algunos de sus resultados, coexistiendo con la expectativa societal de una buena capacidad de administrar eficazmente ese orden.

Obviamente, son las últimas tres condiciones o rasgos las que otorgan su peculiaridad a este tipo de fuerza política que hemos denominado de social demócrata.

Los rasgos anteriores no hacen sino sintetizar la historia y consolidación contemporánea del fenómeno social demócrata en Occidente. En su origen, es manifiestamente anticapitalista y a lo más tolerado dentro del orden político. En su segunda etapa, para cobrar efectividad política dentro de la competición política democrática, lo cual implica necesariamente ampliar su base electoral, requiere redefinir su anticapitalismo en términos adecuados a esa nueva estrategia política: por ejemplo, mediante la conceptualización que apela a la distinción entre un programa máximo y un programa mínimo. En una tercera etapa, al enfrentar el desafío de ser gobierno, generado por su propio éxito en el esfuerzo por ser políticamente eficaz, se ve forzado a buscar, identificar, elaborar y poner en práctica teorías o constelaciones de ideas que le posibiliten una comprensión del capitalismo, un desempeño gubernamental mediante políticas exitosas en el enfrentamiento de los desafíos que va planteando la dinámica capitalista un manejo de esa tensión interna que es inherente a sus cúpulas, organizaciones partidistas y electorales “naturales”: la tensión entre la aceptación de un orden económico y la disposición a ser funcional a él, por una parte, y por otra un cuestionamiento significativo de la legitimidad definitiva, o de fondo, de ese orden económico, que de una u otra manera está enraizado en los grupos e intereses societales cuyos intereses quiere representar.

El providencial encuentro entre keynesianismo y fenómenos sociales demócratas, en algunos casos dentro del período entre la primera guerra y la crisis de 1930, proporcionó a este tipo de fuerzas precisamente la caja de herramientas requeridas para enfrentar simultáneamente ambas tareas: gestionar gubernamentalmente de manera eficaz el orden económico capitalista y responder con igual eficacia a los intereses de los electores “naturales” que esta clase de fuerza busca representar, garantizando así su existencia y protagonismo en el contexto de la competición política democrática.

Lo que quiero subrayar es el carácter necesario de esta tensión en este tipo de fuerzas políticas. Ella es permanente, aun cuando obviamente se presenta con modalidades e intensidades distintas en diferentes etapas históricas y situaciones, y es imposible superarla, cancelando definitivamente uno de los dos polos que la constituyen. Esa superación sólo podría tener lugar mediante la transformación de una de las tres cosas: una fuerza revolucionaria, que actúa crecientemente fuera del orden político democrático, y cuyo éxito definitivo está condicionado por la ruptura de ese orden; o una fuerza que actúa dentro de ese orden en un papel permanente de oposición antisistema, sin chances de devenir gobierno; o una fuerza que abraza virtuosamente la causa del capital, redefiniendo radicalmente su oferta y con certeza, en un plazo corto, sus bases electorales.

Si se me permite una disgresión, desearía destacar también que esta tensión constitutiva del fenómeno social demócrata no parece simplemente ser el producto antojadizo de una hábil ingeniería política. La relativa “universalidad” del fenómeno, al menos hasta ahora en ciertos ámbitos civilizatorios, milita en contra de esa presunción. Adicionalmente, los casos de sociedades nacionales en que la legitimidad del capitalismo sea plena, de modo que no existan condiciones societales para el desarrollo de fuerzas políticas social demócratas, parecen ser más bien la excepción que la regla. Por ejemplo, el caso de Estados Unidos no se repite en ninguna de las sociedades nacionales europeas, como lo atestiguan la existencia no sólo de partidos social demócratas, sino también de partidos comunistas y antisistema con relevancia política más allá de un cierto umbral crítico. Todo esto lo destaco para concluir que quizás hay alguna necesidad histórica en la existencia de esta clase de fuerzas políticas, no en el sentido de que forzosamente tengan que existir, sino en términos de que son una respuesta posible a un problema bastante básico de las sociedades capitalistas. Me atrevería a ir más allá y afirmar que esta clase de soluciones son mejores que otras alternativas, en cuanto al consolidarse determinan trayectorias históricas mucho más humanas que las que se tendrían con otras “soluciones”, entre otras cosas porque son a la vez decisivamente funcionales a la existencia de democracia y libertad.

Ciertamente, la historia de la Concertación es bastante distinta del tipo de evolución que se ha bosquejado, y con certeza menos compleja. Lo que quiero afirmar es que tal como termina por consolidarse hacia 1990 con el gobierno Aylwin, es constitutivo de ella esta tensión que hemos recién descrito: la aceptación del capitalismo y la aspiración a gestionarlo eficazmente versus la permanencia de un cuestionamiento de la legitimidad de ese orden económico. La expresión empírica del primer polo la tenemos en el propio desempeño de los tres gobiernos concertacionistas: sus políticas económicas, sus esfuerzos por consolidar la confianza con la clase empresarial, etc. En cuanto al segundo, aflora de maneras diversas: como expresión de sentimientos (la crueldad del mercado y la pecaminosidad del “mall” y el consumismo, según expresiones de Aylwin), en los debates internos de instancias partidistas, en querellas y choques parlamentarios intraconcertacionistas sobre proyectos de ley, en opiniones y actitudes masivas recogidas por sondeos de opinión pública, en polémicas como la de “autocomplacientes” versus “autoflagelantes”, en el rechazo a figuras políticas públicas que abrazan irrestrictamente el liberalismo económico, etc.

Hacia la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo recién finalizado lo que podríamos caracterizar como la “cuestión de la democracia” había sido superada por la abrumadora mayoría de las fuerzas opositoras al autoritarismo. No obstante, hacia 1990 la “cuestión del modelo económico” seguía plenamente vigente. Si no emergió de manera explícita y tampoco tuvo consecuencias prácticas en el desempeño gubernamental y en la vida política intraconcertacionista, ello se debió por una parte a una conciencia extremadamente difundida sobre las necesidades impuestas por la transición; por otra, a un estado de profunda dubitatividad y perplejidad sobre la cuestión, propio de las etapas intermedias de los procesos de transformación cultural y de cambio de mentalidad. Para ciertas visiones cupulares y sofisticadas, lo esencial era un desempeño gubernamental eficaz en lo económico, que impidiera un reagrupamiento de la “coalición autoritaria”: empresarios y militares. También se asoció a ello la reflexión sobre el enorme costo social que implicaría un cambio significativo en la trayectoria económica del país, satisfactoria en ese momento, más aún si se considera que esa trayectoria había sido obtenida sobre la base de un importantísimo costo social ya hecho, y todo ello considerando además el obvio potencial de desestabilización política de semejante transformación. De manera sintética, la aceptación del “modelo” fue más una cuestión de necesidad que de virtud.

Las anteriores afirmaciones se hacen sin perjuicio de reconocer que la aceptación del orden económico no es el fruto de un mero tacticismo. Ya hacia 1990 en el seno de la comunidad de economistas profesionales reinaba hegemónicamente un paradigma adecuado a la gestión de ese orden, hegemonía que tiende crecientemente a convertir discrepancias político-prácticas en asuntos más bien de matices que en grandes choques de visiones opuestas. Igualmente, se puede afirmar que hacia los inicios de la década pasada tanto políticos como opinión pública relativamente sofisticada concertacionistas ya habían interiorizado de manera importante una comprensión adecuada de la naturaleza del orden económico: los desafíos que plantea, las restricciones que impone, los requerimientos de su viabilidad en el tiempo, qué coherencias exige, qué se puede hacer y qué no se puede hacer prácticamente en términos del contexto que define e impone. Me atrevería aun a sugerir que esa comprensión, explícita y relativamente bien perfilada en los niveles de mayor sofisticación, se ha difundido también de manera más masiva, incluyendo de manera importante “electorados naturales” concertacionistas, constituyendo una suerte de sentido común masivo. Es difícil explicar los obstáculos que sistemáticamente encuentran los posibles brotes populistas sin presuponer que una transformación de mentalidad como la sugerida ha venido ocurriendo.

Sin embargo, transformaciones de esa naturaleza pueden ocurrir coexistiendo y asociadas a la permanencia de actitudes básicas, relativamente profundas, de rechazo, disgusto, desazón, distancia o visión crítica de ciertas consecuencias de la operación del orden económico, comprendidas no como productos accidentales de esa operación, sino como inherentes a su naturaleza. Para ilustrar esto, permítaseme recurrir al ejemplo del economista profesional concertacionista: su talento puesto al servicio de la comprensión del capitalismo contemporáneo, su capacidad de gestionarlo tecnológicamente de manera eficaz, su compromiso político-práctico en esa gestión, la responsabilidad con que desempeña su profesión, su docencia orientada a formar nuevas generaciones en ese mismo camino, todo ello es diferente a sus reacciones morales o respuestas éticas a fenómenos inherentes a la operación de ese capitalismo. Me refiero a hechos tales como la existencia de desigualdades socioeconómicas y vitales más que importantes; las incertidumbres e inseguridades diversas que padecen cotidianamente una gran mayoría; deficiencias estructurales en la generación de empleo; la difusión creciente de una lógica de competición e individualismo que aparece como una contribución positiva a la eficacia y dinamismo del orden económico, o aun como una condición necesaria de su operación; enriquecimientos individuales portentosos que posibilitan concentraciones igualmente portentosas de poder societal; profundización de una globalización que va restringiendo significativamente la soberanía económica del país al restringir los grados de libertad de gestión gubernamental de la economía.

Al referirme a la “cuestión de la legitimidad del orden económico” me estoy situando en ese plano de las respuestas morales o éticas a esos fenómenos que le son inherentes, respuestas que ciertamente son complejas: se construyen a partir de cogniciones, afectos, intereses, ideas valóricas interiorizadas, sentimientos, construcciones racionales, religiosidad. Lo que estoy afirmando es que en el mundo de la Concertación, en razón de las historias individuales y colectivas que convergen a su creación y consolidación, esas respuestas no son consistentes con la aceptación y el imperativo político de gestionar eficazmente una realidad económica fáctica, muchos aspectos de la cual son aún valorizados positivamente. En eso consiste esta tensión que hemos llamado de “tensión constitutiva”.

Aceptando que este tipo de inconsistencia tiende a plantearse como problemática, tanto en el nivel individual como en niveles colectivos, su existencia genera incentivos a buscar e identificar esquemas – una mentalidad y una forma de vida – que la “superen”. Una alternativa reside en justificar esos resultados indeseables que se ejemplificaron recién, confiriendo así una legitimidad global al capitalismo. Es lo propio de las posiciones liberales, y quizás con algunos problemas, también de las posiciones conservadoras. La alternativa polar a ello consiste en deslegitimar el orden económico en su globalidad, lo que políticamente implica entronizarse en una situación de marginalidad y asumir un rol de oposición permanente en el sistema de partidos. O bien, se es fiel a la tensión constitutiva, aceptando los problemas que ello involucra, mediante la identificación de mentalidades y formas de vida que permitan su manejo político-práctico y a la vez asuman de modo permanente la problematicidad involucrada y los costos que a ella se asocian.

En esta tercera alternativa, hay obviamente una diversidad de “esquemas” de los que se puede echar mano. Lo característico de estos “esquemas” es que privilegian de distintas maneras los polos que conforman la tensión. Algunos aceptarán la acentuación y bondades del orden económico vigente: disposiciones pro empresariales, valorización prioritaria del mercado y sus mecanismos, preferencia por desregulación y énfasis en autorregulación, desconfianza del Estado, hostilidad a redistribución vía tributación, cierta convicción en la existencia de efectos positivos derivados del solo hecho del crecimiento, etc. En otros, la respuesta moral cuestionadora se presentará con mayor intensidad expresándose empíricamente en adversariedad hacia el empresariado, preferencia por mecanismos públicos de asignación de recursos y gestión en sectores como salud y educación, tendencia a impulsar mecanismos regulatorios “fuertes”, desconfianza de automaticismos benéficos inherentes al crecimiento, visión positiva de la redistribución vía tributación, actitudes genéricas positivas hacia el Estado y el sector público. No estoy afirmando la existencia de sólo dos tipos polares de “esquemas”. Estoy cierto que si se investiga empíricamente el fenómeno, encontraremos más “maravillas que las que sueña nuestra filosofía”.

En el plano colectivo, la tensión es vivida a través de la concreción de estos “esquemas” en grupos, tendencias, fracciones, alas y así por delante. Sabemos también que la pertenencia a un cierto “esquema” puede tener, y generalmente tiene, un carácter transversal respecto de los partidos que componen la Concertación. Lo que importa subrayar es que el procesamiento político-práctico de la tensión se concreta en situaciones conflictivas intraconcertacionistas, abiertas, implícitas o tácitas, o latentes, cuyos desenlaces van configurando “soluciones de manejo” de la tensión. Hay la tentación de identificar también una suerte de especialización o división del trabajo político-partidario funcional al manejo de la tensión. No obstante, creo que un examen empírico más sistemático revelaría una heterogeneidad significativa en esta materia al interior de los partidos, cuyo indicador más claro es la eclosión relativamente frecuente de situaciones conflictivas intrapartidarias, expresivas de la tensión.

Hay al menos dos factores que tienden a intensificar las expresiones conflictivas de la tensión al interior de la Concertación, que creo que vale la pena examinar con algo más de detalle.

Primero, hay que considerar que el manejo de la tensión necesariamente debe concretarse en conjuntos de políticas provistas de la coherencia requerida para gestionar exitosamente el capitalismo. Esto es particularmente claro en el caso en que se es gobierno, pero también devendría una exigencia al ser oposición: tanto la credibilidad de una oferta desde la Concertación opositora, como la necesidad de mantener un capital básico de confianza en ella, serían condiciones de una eficiencia política que pavimente su retorno al gobierno. Ahora bien, en situaciones de bonanza económica, como las vividas desde 1990 hasta finales de la pasada década, la solución a este problema es relativamente fácil: las altas tasas de crecimiento no sólo disminuyen la significación social de problemas como el del desempleo, sino también, y esto es quizás lo más importante, otorgan grados de libertad y recursos suficientes para la identificación e implementación de políticas sociales que posibilitan la emergencia de una imagen colectiva de una gestión gubernamental orientada por los intereses de los “electores naturales” concertacionistas, imagen que no es pura ilusión, producto de un marketing astuto, sino que tiene un claro fundamento en la realidad. Al sobrevenir tiempos económicos duros, como los que estamos viviendo, la verdad es que el mundo contemporáneo no ofrece un repertorio de “soluciones” que permitan un manejo fácil de la tensión. En el pasado, el keynesianismo era una solución adecuada: en tanto la respuesta adecuada a las frases depresivas del movimiento cíclico del capitalismo se concebía en términos de una reactivación de la demanda agregada vía intervención pública, se podía y con fundamento generar la imagen de que la gestión gubernamental continuaba orientada por los intereses de los “electores naturales”. Hoy, los malos tiempos económicos exigen la implementación de políticas y medidas tanto básicamente funcionales a procesos de racionalización empresarial, como de prudencia y austeridad fiscal, con un impacto negativo en el gasto público y las políticas sociales. La única oferta posible es la de las esperanzas de retorno a la senda que se siguió durante los “buenos tiempos” y el subrayar la necesidad de las actuales políticas para que ese retorno pueda tener lugar, más medidas paliativas, como programas ad hoc de empleo, que de una u otra manera podrían ser implementados por cualquier gobierno. De esta manera, es difícil construir un vínculo positivo entre lo que se hace como gobierno y los intereses de los “electores naturales”. Se genera así tanto la percepción de una disminución de la propia competitividad política frente a las otras fuerzas en pugna, que puede tener algún fundamento, y una intensificación de expresiones conflictivas de la tensión. En este contexto, el incentivo de zanjarla radicalmente, mediante un vuelco más o menos dramático a uno de sus polos constitutivos, redefiniendo drásticamente la situación mediante la creación de nuevos partidos, de nuevas alianzas o de perfilamiento de estrategias de “camino propio”, comienzan a cobrar cuerpo y envergadura. Creo que esto es lo que explica, en medida importante diversos fenómenos de lo que estamos siendo testigos: a río revuelto, sino ganancia de pescador, al menos oportunidades para la aventura política.

Estas dificultades en manejar la tensión pueden estimarse como relativamente coyunturales o más permanentes, dependiendo de la visión que se tenga sobre la evolución del capitalismo en el tiempo próximo y más allá. En todo caso, si ciertos rasgos que han comenzado a hacerse visibles en los últimos años – por ejemplo, una potencialidad disminuida en la generación de empleo – llegarán a alcanzar permanencia, ciertamente enfrentamos un problema que debería exigir un acucioso análisis en términos de cuál es la efectiva economía política de un capitalismo como el nuestro.

El segundo factor al que quiero referirme se relaciona con procesos de cambio social, gatillados por el propio éxito de la Concertación como fuerza social demócrata. Que un “esquema” de manejo de la tensión comparta una mentalidad y una forma de vida específicas, individuales o grupales, hay que entenderlo en su sentido más concreto, particularmente en lo que se refiere a la forma de vida. El éxito y la funcionalidad en la consolidación de una economía de mercado implica entre otras cosas que las chances de vida – ingreso, prestigio, cuotas de poder, etc. – de grupos profesionales tecnocráticos y aún de políticos profesionales, pasan crecientemente a depender de mercados y vinculaciones empresariales, en la medida en que se esté fuera del sector público. Por otra parte, las carreras tecnocráticas originadas en el sector público y las carreras políticas adquieren un “valor de mercado” precisamente en virtud, entre otras cosas, de las vinculaciones y redes que la actuación pública les han posibilitado desarrollar. Ese es el “capital” peculiar y propio que les permite adquirir competitividad en determinadas actividades. Para estos sectores no sólo les es más difícil manejar la tensión sin privilegiar el polo de aceptación y gestión del capitalismo, sino que a la vez su existencia, creciente y en vías de consolidación, tiende a provocar respuestas de rechazo e introduce en diversas situaciones conflictivas elementos de “mezquindad” y descalificación personal, que las intensifican y degradan. El problema reside en que, por una parte, la existencia y consolidación de esos sectores es inevitable, y por otra son necesarios para la supervivencia y éxito políticos del propio fenómeno social demócrata que es la Concertación. En ellos descansa tanto la capacidad de gestión y gobierno de una Concertación que gobierna, como esa misma capacidad potencial en el caso de una Concertación que no es gobierno pero compite por serlo. He aquí un problema abierto, que ameritaría una consideración más seria que la propia del anecdotismo y la chismografía.

Quiero subrayar finalmente que la tensión constitutiva no es susceptible de “superarse” de manera definitiva, salvo redefiniciones de envergadura que implicarían el fin de la Concertación.

Su éxito ha residido y reside justamente en el accionar político de muchos que han sido capaces de ir identificando “soluciones de manejo” de esta tensión, atendiendo a las cambiantes circunstancias económicas y políticas. Hoy es quizás más indispensable que nunca tomar conciencia de esa tensión y de lo que ella significa respecto de la naturaleza misma de la Concertación. Una fuerza política que asume esa tensión y el desafío de manejarla sin cancelarla no es algo accidental, de lo cual la vida sociopolítica nacional pudiera prescindir sin más. Su emergencia y consolidación responde a rasgos básicos de nuestra sociedad, y esos mismos rasgos explican la efectividad societal de la tensión. Ciertamente, la Concertación podría no haber llegado a existir, o podría desaparecer en el tiempo próximo. Lo que asevero es que bajo cualquiera de esas dos hipótesis, o bien la trayectoria de la vida nacional habría sido muy distinta e inferior a lo que hemos tenido en los últimos doce o trece años, o lo que nos depara el futuro es bien diferente e igualmente inferior de lo vivido y logrado hasta ahora.