Sección: Sociedad Civil: Transformaciones socio-culturales

Un desafío para los católicos (Visión católica a favor de una ley de divorcio)

Natalia Roa Vial

AVANCES de actualidad Nº 15
Octubre 1994

Desde hace algún tiempo se discute acerca de la posibilidad de legislar en Chile en torno al divorcio con disolución de vínculo. Aquí expondremos nuestra personal opinión, la que obedece a una perspectiva católica. Como es de público conocimiento, dentro de los sectores católicos no ha habido una opinión unánime frente al tema, falta de unanimidad que se da incluso dentro de la jerarquía eclesiástica de nuestro país, lo que parece indicar la inexistencia de una verdad definitiva, única y objetiva que zanje la discusión.

I. EL MATRIMONIO DESDE UNA PERSPECTIVA CATÓLICA

Para los católicos el matrimonio es un sacramento. En cuanto tal, la unión matrimonial de un hombre y una mujer viene a ser símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia, signo de la Nueva Alianza. Desde esa perspectiva, supone una enorme responsabilidad para los contrayentes en la medida en que ellos deben ser fiel reflejo y ejemplo ante la sociedad de tal Alianza. Ello resulta extraordinariamente difícil puesto que cualquier persona que esté o haya estado casada sabe de las dificultades cotidianas que implica una convivencia que se asume para siempre. A partir del pecado original, la naturaleza del hombre queda herida y por eso sus relaciones con la divinidad y con otros hombres están sembradas de problemas. En el caso de la vida matrimonial, esa herida de la naturaleza hace que el amor se contamine muchas veces de elementos que lo corrompen (egoísmo, mera pasión, intentos de dominación de un cónyuge sobre el otro, etc.).

Conocedor profundo de la naturaleza humana y de esas dificultades, Dios otorga a los contrayentes, a través del sacramento del matrimonio, una gracia especial que les ayuda a sortear tales dificultades a lo largo de la vida. Eso, precisamente porque se trata de una ayuda y no de una garantía, obviamente no impide que muchas veces aquellas alcancen una gravedad tal que imposibilitan a los cónyuges continuar la vida en común. Los hechos prueban pues que, a pesar de la ayuda sacramental, muchos matrimonios fracasan. Para tales casos la Iglesia Católica permite la separación, esto es, la suspensión de la cohabitación.

El problema que nos interesa sobreviene cuando uno de esos cónyuges separados, o ambos tienen una nueva relación de pareja y tal vez una nueva familia. En tal caso comete adulterio y queda excluido de la posibilidad de recibir el sacramento de la comunión. Esto por cuanto la Iglesia no acepta la disolución del matrimonio válidamente constituido, salvo en los casos expresamente reglamentados.

Dichos casos, contemplados en el Código de Derecho Canónico, son tres: el matrimonio no consumado y los privilegios paulino y petrino. Por el primero de estos privilegios se disuelve el matrimonio contraído por dos personas no bautizadas, cuando una de ellas recibe el bautismo y la otra se niega a continuar cohabitando con ella o le impide cohabitar pacíficamente sin ofensa de Dios (no permitirle practicar libremente su religión, vida conyugal deshonesta, poligamia, impedir la educación cristiana de los hijos, etc.). El privilegio petrino, por su parte, se refiere al caso del hombre o mujer no bautizados que posee simultáneamente varios cónyuges y que luego se bautiza, caso en el cual puede elegir a una de esas parejas y contraer con ella un matrimonio católico. En esta situación, si la pareja elegida no es la primera con quien se había contraído matrimonio, dicha unión queda disuelta de facto.

Aparte de estos tres, no hay ningún otro caso en que el matrimonio válidamente contraído a través del ritual católico pueda disolverse. ¿Por qué? Porque las características que, por ley natural, se entienden como propias e intrínsecas del matrimonio son la unidad (uno con una), la indisolubilidad (el vínculo matrimonial sólo se disuelve con la muerte) y la fecundidad (disposición de los cónyuges a procrear, esto es, a recibir responsable y generosamente los hijos que Dios les envíe).

De esas características, es la indisolubilidad la que nos interesa, porque es precisamente la que impide disolver el vínculo matrimonial.

Decíamos que la indisolubilidad es una propiedad impuesta al matrimonio por la ley natural, de modo que no puede ser modificada de acuerdo a la voluntad humana (*“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”*, nos dice Cristo). Y esto, precisamente, porque la indisolubilidad se entiende como una condición asumida a pesar de las dificultades que pueda implicar la vida conyugal y no – como pudiera pensarse – hasta que dichas dificultades se presenten.

Sin pretender una acotada explicación teológica, apuntemos que la ley natural es aquella que “muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral… Se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana” (Catecismo de la Iglesia Católica*, art. 1955). Dicha ley, en la medida en que está basada en la razón, no es arbitraria. Y también, precisamente por su base racional, es común a todos los hombres y de alcance universal. Su aplicación, sin embargo, puede variar de acuerdo a los lugares, épocas y circunstancias. La ley natural, pues, impresa por Dios en el hombre busca precisamente guiarlo en el camino del bien de modo de ayudarlo a lograr una realización plena de acuerdo a su dignidad de creatura hecha a la imagen y semejanza de su Creador. Y persigue, asimismo, y como directa consecuencia de la realización individual, el bien común de la sociedad.

Ahora bien, resulta imprescindible preguntarse en qué medida la indisolubilidad del matrimonio se estima como de derecho natural, pues ello resulta fundamental a la hora de resolver la cuestión acerca del divorcio.

La indisolubilidad del vínculo matrimonial se entiende como de ley natural en cuanto dicha indisolubilidad es consustancial al concepto de amor en el sentido más profundo de éste. La naturaleza misma del amor, del amor verdadero, despojado de todo aquello que puede y suele oscurecerlo – el egoísmo, el hedonismo, el afán de dominar a otro, la posesividad, la mera pasión, etc. – busca y exige la perdurabilidad. La indisolubilidad, pues, es una suerte de requisito de la dignidad del amor, de la dignidad del que ama y del que es amado, de la seriedad consciente y responsable en la elección del otro y en la propia entrega. Sólo “ese amor” realiza plena y profundamente a los que se aman y propende al bien de la sociedad toda y en esa medida se mira como de ley natural.

Se podrá plantear esta interrogante: si la indisolubilidad es de derecho natural, ¿cómo es que la propia Biblia contempla la posibilidad de repudiar a la mujer en caso de adulterio y, por tanto, de disolver el matrimonio? En efecto, así aparece en algunos pasajes del Antiguo Testamento y así lo aceptó la Iglesia Oriental, pero por una incorrecta lectura de la ley natural. Precisamente Cristo viene, en el Nuevo Testamento, a “corregir” aquellas desviaciones de la ley divina que consagraba la ley judía (*“Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón, pero al principio no era así. Por tanto, os digo que el que se separe de su mujer, excepto en el caso de concubinato, y se case con otra, comete adulterio”*; Mateo 19,8-9). El matrimonio tal como hoy lo asumimos, o debiéramos asumirlo los católicos, es el que proviene de las enseñanzas de Cristo en el Nuevo Testamento.

El matrimonio, entonces, para los católicos es claramente indisoluble, salvo las tres excepciones apuntadas. Distinto es el caso de la nulidad religiosa, cuyas causales contempla y reglamenta el Código de Derecho Canónico (arts. 1083 a 1107); distinto porque la nulidad, en caso de ser declarada, no disuelve el vínculo matrimonial sino que declara su no existencia. Decir que un matrimonio es nulo equivale a decir que nunca hubo matrimonio, de ahí que en tal caso no haya impedimento para que los cónyuges puedan volver a casarse válidamente.

II. EL MATRIMONIO DESDE LA PERSPECTIVA DE LAS LEYES CIVILES

Sobre este tema apuntemos sólo algunas generalidades necesarias de tener en cuenta para el propósito específico de esta exposición.

Las leyes civiles en nuestro país reglamentan el matrimonio como un contrato, fijando sus requisitos, solemnidades, finalidades y consecuencias. En Chile el único matrimonio válido ante el Estado – sin importar el credo que profesen los cónyuges – es el contraído de acuerdo a las leyes civiles e incluso la Iglesia Católica exige el matrimonio civil como un requisito previo al religioso. Desde un punto de vista jurídico también el matrimonio civil es un contrato indisoluble y nuestra legislación sólo acepta, cuando la vida común se vuelve insoportable, la separación de hecho o bien el divorcio temporal o perpetuo. Pero este divorcio no es vincular, esto es, no disuelve el vínculo matrimonial y por tanto no autoriza a los cónyuges para volver a casarse.

Existe sí, como es de público conocimiento, un divorcio encubierto que se verifica a través de la institución de la nulidad por incompetencia del oficial del Registro Civil, que crea la ficción de que el matrimonio nunca existió, preservando eso sí la legitimidad de los hijos nacidos de dicha unión. Esta institución ha sido criticada unánimemente por todos los sectores, por un lado debido a su carácter fraudulento, ya que se obtiene siempre a través de la declaración de testigos falsos. Y por otro, dado su condición discriminatoria, no sólo por el costo de la tramitación sino porque la Corporación de Asistencia Judicial, dependiente del Ministerio de Justicia, siendo un organismo destinado a apoyar judicialmente a los sectores más necesitados, no tramita procesos de nulidad. Y además significa – en los hechos – mantener en Chile uno de los sistemas de divorcio encubierto más liberales del mundo, puesto que para decretarla basta el común acuerdo de los cónyuges, sin que se exija ninguna causal. Sin perjuicio de lo anterior, se trata de una institución sumamente extendida en nuestro país puesto que es el único medio con que cuentan aquellas personas que se han separado para “rehacer su vida”.

III. ¿UNA LEY DE DIVORCIO VINCULAR PARA CHILE?

Desde hace un tiempo, amplios sectores del país han planteado la necesidad de establecer por ley el divorcio vincular. Otros (incluyendo a una parte importante de la jerarquía eclesiástica), esgrimiendo como argumento – entre otros – el que la indisolubilidad del matrimonio es de derecho natural, se oponen tajantemente a tal iniciativa.

Frente a esta disyuntiva de ¿si o no a una ley de divorcio?, como católicos debemos detenernos a reflexionar. A nuestro modo de ver es necesario legislar a favor del divorcio vincular, y lo es por dos razones importantes.

A. Un argumento de realidad

Una cuestión de la importancia de ésta no puede resolverse en abstracto, sino que dentro del contexto de la sociedad en que plantea la disyuntiva, la nuestra en este caso. Esto es lo primero y, por obvio que parezca, muchas veces no ha sido tomado en cuenta a la hora de las respuestas.

A grosso modo la situación actual del país en esta materia es la siguiente: existe un porcentaje altísimo de personas anuladas fraudulentamente; existe un porcentaje también muy alto, según muestran las distintas encuestas difundidas, de partidarios de legislar a favor del divorcio vincular; hay un porcentaje muy alto de situaciones irregulares desde un punto de vista jurídico, esto es, de personas separadas y no anuladas que han entablado nuevas relaciones de pareja y que por tanto viven en concubinato y que en caso de tener hijos los condenan a la ilegitimidad.

Obviamente esto dista mucho de lo que puede ser un ideal, pero es un dato objetivo del que no podemos prescindir cuando es necesario tomar decisiones. Frente a una evidencia de tal gravedad, no puede seguir soslayándose la discusión acerca de una ley de divorcio, y este debe ser un debate abierto, realista, impregnado de valores pero también de la tolerancia que requiere toda convivencia democrática.

Para los católicos, como decíamos, el amor humano, consagrado a través del matrimonio es indisoluble. La permanencia del vínculo, pues, no puede depender de lo que al respecto dispongan las leyes humanas. Si esas leyes resultan coherentes con dicho credo, ¡estupendo! Estupendo porque ello querrá decir que la sociedad ha aceptado de consenso ciertos valores como importantes para ser compartidos y practicados por la mayoría. Si no fuera así, ello no excusa la necesidad de actuar en conciencia buscando una coherencia entre la vida y la religión que se profesa. Dicha coherencia, en todo caso, queda entregada a la conciencia de cada individuo y no puede, en caso alguno, ser impuesta por el Estado a través de la fuerza a riesgo de caer en una tiranía ideológica. En una sociedad como la nuestra, por lo demás, los ámbitos en que la Iglesia y el Estado entran a regular la vida privada de las personas están claramente diferenciados – incluso a nivel constitucional – y no parece prudente volver atrás en esta materia. Es más, resulta curioso que la Iglesia, habiendo “desconfiado” de ciertas regulaciones estatales, haya ordenado en el pasado a sus fieles desconocerlas (recuérdese el problema de las leyes laicas a fines del siglo pasado) y que hoy, en cambio, pretenda imponer sus propias normas a feligreses y no feligreses por igual.

En aras, pues, de esa coherencia que apuntábamos, tampoco parece correcto ni leal pretender que una sociedad pluralista y diversa esté obligada a vivir según las normas que son particulares de un determinado credo religioso, el católico en este caso.

Se nos dirá, ahora, que no se trata de un problema de credos religiosos, sino que de bien común; que una ley de divorcio, al ser contraria a principios del derecho natural, atentaría contra el bien común de la sociedad al propiciar la inestabilidad matrimonial, afectando gravemente una institución básica para la sociedad como es la familia.

Detengámonos nuevamente a reflexionar. De partida no nos parece obvio que una ley de divorcio favorezca la aparición de nuevos divorcios. Las cifras que en tal sentido se esgrimen no parecen una prueba irrefutable. Todos sabemos que las cifras aceptan muchas lecturas y convendría preguntarse a qué corresponde realmente el aumento de divorcios en aquellos países que han legislado admitiéndolo. ¿Se tratará de nuevos divorcios o simplemente de la consagración legal de anteriores situaciones de hecho? Si las personas comenzaran a divorciarse una vez que se dictan leyes de divorcios en los países, más que establecer una relación de causa/efecto entre ambas situaciones, atribuyéndole a la ley la responsabilidad de tal cataclismo, habría que cuestionarse la concepción del matrimonio que tenían al momento de casarse tales individuos. Esa creemos es la actitud intelectual más seria.

En cuanto a la posible destrucción de la familia que provocaría una ley de divorcio, tenemos serias dudas. Obviamente, el divorcio es un atentado grave contra la familia, que provoca un inmenso sufrimiento a los cónyuges y a los hijos, pero igualmente grave y destructiva o incluso peor puede ser una convivencia insoportable o la irregularidad de un concubinato. El argumento nos parece algo falaz. Y creemos, además, que es tremendamente desleal y equívoco plantear el tema del divorcio como una opción anti-familia.

En efecto, algunos sectores del país han pretendido reducir una discusión compleja como ésta a lo que sería algo así como el enfrentamiento entre los partidarios de la familia (es decir, los anti divorcistas) y los contrarios a la familia, que vendríamos a ser los partidarios de legislar acerca del divorcio. Ese reduccionismo mal intencionado nos parece inaceptable. Precisamente porque valoramos profundamente a la familia como espacio de estabilidad y de afecto gratuito, es que buscamos el mejor modo de solucionar los quiebres que inevitablemente afectan a muchas de ellas.

Más aún, siendo partidarios irrestrictos del fortalecimiento de la familia, nos cuesta entender que quienes levantan esta bandera de lucha en contra de la ley de divorcio no se ocupen con la misma fuerza y rabia de otros atentados gravísimos en contra de la familia que tienen lugar a diario en nuestra sociedad y frente a los cuales suele hacerse la “vista gorda”. ¿Puede haber un mayor atentado contra la familia que una cultura que prefiera el individualismo a la solidaridad, el hedonismo a la austeridad, el egoísmo al espíritu de sacrificio, la pasión o la sexualidad irresponsable frente al compromiso, el consumismo desaforado frente a la sencillez, el exitismo social frente a la discreción silenciosa? Creemos que no.

Asimismo, cuesta entender que muchos de quienes salen hoy en defensa de la familia con tal pasión, sigan presenciando con indiferencia un atentado gravísimo contra miles de familias chilenas como es la existencia de detenidos desaparecidos. Ojalá ese drama hubiera obtenido de parte de un amplio sector de la sociedad la atención que provoca hoy día la ley de divorcio.

En nuestra muy personal visión, la defensa de la familia es quizá la cruzada más importante para los católicos de hoy, pero se trata de una batalla a largo plazo que supone cambiar una mentalidad, por desgracia bastante arraigada, en los sentidos que acabamos de mencionar y que exige una coherencia que hasta hoy no se ha dado. Frente a “modas” de la importancia de las nombradas (consumismo, egoísmo, etc.), una ley de divorcio vincular no es, en caso alguno, el mal más grave aún cuando muchos lo entiendan así.

Por otra parte advertimos una paradoja en la actual discusión. Quienes emplean todas sus fuerzas para oponerse a la dictación de una ley de divorcio dan por momentos la impresión de creer que un cambio de legislación cambiará a la sociedad, que los cambios en esas estructuras cambiarán a los hombres, pobres víctimas de los malvados legisladores. Esa mentalidad estructuralista resulta curiosa en los que a nombre del catolicismo luchan contra el divorcio; curioso porque contrasta con lo propio del catolicismo que es la creencia en que la sociedad cambia a través de la conversión individual y de la coherencia entre fe y vida.

Por esa, entre otras razones, como católicos no sólo no podemos aterrarnos frente a la posibilidad de que Chile legisle a favor del divorcio vincular, sino que eso es hoy una necesidad. Una necesidad porque la realidad exige regular situaciones de hecho que amenazan con volverse caóticas y ordenarlas en aras a una convivencia social más armónica y menos hipócrita; una necesidad porque en una sociedad pluralista y democrática, las leyes deben emanar del consenso de la mayoría de modo tal que interpreten a los ciudadanos y que en consecuencia éstos no las vean como letra muerta sobre el papel, y hoy parece que una inmensa mayoría del país es partidaria de legislar en tal sentido, por lo que la ley – si pretende ser eficiente – debiera recoger la opinión de esas voces.

Ahora bien, queda pendiente discutir qué ley de divorcio queremos para Chile. En términos muy generales, es obvio que debe tratarse de una ley cuidadosamente reglamentada y con distintas instancias, sin que ello implique en caso alguno convertirla en una suerte de seudo terapia psicológica para los cónyuges. Creemos que esa ley debe proteger a la parte más débil, normalmente la mujer y los hijos. Y, finalmente, pensamos que en la reglamentación del divorcio deben cuidarse dos aspectos:

• Enfatizar el compromiso que significa el matrimonio de un modo tan leal como realista, en el sentido de que dicho compromiso debe asumirse previendo ciertas dificultades, y con una conciencia clara de que hay muchas situaciones futuras que escaparán a las posibilidades de control de los contrayentes y que es justamente en esas situaciones cuando la vida les exigirá mayor fortaleza.

• Evitar cualquier regulación que abierta o encubiertamente convierta a la pareja en un objeto desechable, que se cambia frívolamente cuando ya no sirve para lo que se quería de ella o cuando se encuentra “algo” mejor en el camino, como nos enseña a hacer la publicidad con los artefactos domésticos.

B. Un argumento teológico

El argumento anterior puede parecer válido para amplios sectores de la sociedad, pero resta aún el problema teológico. ¿Cómo compatibilizar una ley de divorcio con la creencia católica de que la indisolubilidad del matrimonio es de derecho natural y, por ende, que no puede ser alterada por las leyes humanas?

Al respecto seguimos la argumentación que aparece en un trabajo aún inédito del padre Beltrán Villegas M. (SS.CC.), titulado Los legisladores católicos y la mentalidad divorcista, que nos parece la más contundente desde un punto de vista teológico.

Para el padre Villegas, la discusión se da al interior de sociedades (la nuestra entre ellas) a las que puede atribuírseles lo que él llama una “mentalidad divorcista”, esto es, sociedades que entienden la indisolubilidad del matrimonio – en general y por supuesto al momento de contraerlo – de un modo condicional. ¿Qué quiere decir esto? Que las personas se casan para toda la vida, siempre y cuando la convivencia matrimonial – por las razones que sea – no se les vuelva irreparablemente imposible. Y de hecho, esas mismas personas que se casaron “para siempre” y que luego se separan, consideran legítimo constituir posteriormente nuevas parejas; parejas que la sociedad acepta e integra con absoluta normalidad. Un matrimonio contraído en tales circunstancias es nulo desde su inicio puesto que la indisolubilidad, como requisito, se caracteriza justamente por no admitir condiciones. El verdadero sentido de la vida matrimonial se pone a prueba precisamente cuando aparecen las dificultades, y es en ese momento cuando los contrayentes están obligados a luchar por mantenerla a pesar de los conflictos – algunos gravísimos – que les impone la vida.

Si un matrimonio no se asume así, el consentimiento estará viciado por el error acerca de la indisolubilidad, un error que habiendo movido a la voluntad a contraerlo de un modo tan decisivo, acarreará, tal como establece el art. 1099 del Código de Derecho Canónico, la nulidad del vínculo. En tales circunstancias – fácilmente comprobables en nuestro país – una ley de divorcio no daña lo que ya estaba irreparablemente herido, sino que simplemente le da una salida legal.

Así como los católicos no aceptamos la legalización del aborto en ninguna circunstancia – y nos negamos a que se le confunda con el divorcio a la hora de discutir posibles legislaciones -, muchos somos partidarios, sin por ello sentirnos menos católicos, de que en Chile se legisle acerca del divorcio vincular. Las leyes no modifican las conciencias, y quien así lo cree tiene una pobre opinión de los creyentes, pero en cambio regulan situaciones sociales existentes y las ordenan de un modo que resulta positivo para la convivencia social.

Se nos argumentará que, entonces, el día de mañana podría votarse por consenso una ley de aborto, una ley que legalice la tortura o el asesinato, con las consecuencias que cabe imaginar. Frente a eso nos parece que el argumento del padre Villegas resulta concluyente. Ninguna de las leyes mencionadas como ejemplos posibles podría ser legítima en la medida en que todas atentarían contra derechos humanos fundamentales y universalmente aceptados por todas las sociedades. El caso del divorcio, al consagrar legalmente la nulidad de lo que ya era nulo, simplemente declara una nulidad anterior, no crea una situación posterior ni disuelve vínculos válidamente contraídos. Esa es la gran diferencia, porque en este caso no se cuestiona la indisolubilidad, ni se atenta contra el derecho natural.

Para aquellos que optan por un matrimonio indisoluble, una ley de divorcio siempre les será ajena y no obstaculizará a la realización de lo que entienden y asumen en conciencia como amor. Para el resto de la sociedad existirá otra opción. Por eso, más que oponerse a una ley de divorcio, parece necesario enfrentar con valentía aquellos problemas que atentan gravemente contra la familia y que por ser tal vez menos evidentes, son sin duda los más peligrosos. Ese es, a nuestro modo de ver, el desafío de los católicos de hoy.

*Exposición en Seminario “Análisis y enfoques sobre el divorcio vincular” organizado por la Comisión de Familia del Partido Socialista.